Era un atasco a la nigeriana. El peor tráfico que pueda imaginarse. Era un carnaval de vehículos que iban desde los coches a los camiones enormes, pegados unos a otros durante kilómetros, perdiendo aceite, expulsando humo en el asfixiante calor que hacía al ardiente y penetrante sol africano. Sólo avanzaban las okada; las motos serpenteaban con torpeza entre los vehículos y los camiones, con su pasajero, con sus dos e incluso tres pasajeros, caminando por la línea que media entre la vida y la muerte. Las okada esquivaban a los vendedores ambulantes y, de vez en cuando, rozaban los parachoques de los vehículos. Pero siempre seguían adelante.
El atasco era especialmente lento ese día, y la irritación de Nkem iba en aumento. Sólo se había propuesto conducir desde una parte de Owerri a otra, cuestión de pocos kilómetros. Pero llevaba las últimas dos horas atascado detrás de un camión que no dejaba de escupir humo, y con una herrumbrosa furgoneta llena de los miembros de un coro de alguna iglesia fanática al lado. Había apagado el motor del vehículo hacía hora y media, a pesar del calor. Si no se moría después de inhalar el humo nocivo del camión, perdería la razón por los agudos cantos de las mujeres. Justo entonces, entonaron otro verso de Bañadas por la sangre de Cristo.
—¡Maldita sea! —gritó Nkem, golpeando el volante de pura frustración. Varias de las mujeres dejaron de cantar para mirarle fijamente. Pensó en enviarlas a tomar por el culo con un gesto, o maldecirlas con tal ira que o bien pensaran que padecía el síndrome de Tourette, o bien que estaba poseído por un espíritu pagano, pero entonces imaginó lo decepcionada que se sentiría su madre con él. Siempre pensaba en ella en los momentos menos oportunos—. Vuestra puta iglesia puede comerme la polla —masculló—. Panda de psicópatas. La fuerza inútil del país.
Pero no dijo nada a las mujeres y mantuvo los dedos en torno al volante. Se mordió los labios con fuerza. Resulta asombroso lo lento que avanza el tiempo en determinadas situaciones, sobre todo cuando se está enojado. Un atasco era como encontrarse atrapado en el tiempo. Se protegió los ojos con la mano y miró al cielo, donde un águila volaba majestuosa y libre, dueña del firmamento.
—Puto pajarraco —murmuró.
Iba de camino a echar el polvo del siglo. Se lo había ganado; había terminado de rodar su última película, Sin fronteras, el día anterior. Se merecía una distracción, y su mujer no iba a proporcionársela. Además, lo que él buscaba era una distracción destructiva. Había conocido a la chica, Agnes, en un club hacía cuatro meses. Por supuesto a ella le encantó recibir una llamada de teléfono del actor más sexy de Nigeria. Ella estaba dispuesta y esperándole en un hotel que distaba veinte minutos de trayecto en coche.
Nkem golpeó de nuevo el volante y se tiró de los mechones de pelo. ¿Por qué había tomado ese camino? ¿A esa hora del día? Allí el atasco siempre era de lo peor. No había motivo para ello, no era hora punta, ni el inicio o el final de la jornada laboral. No había embudos. Si la causa era un accidente, tenía que producirse uno a diario en ese preciso lugar. Simplemente había demasiados vehículos que tomaban esa ruta a esa hora.
«Y yo lo sabía», pensó. Bastó este pensamiento para que se le disparase la presión sanguínea.
Dos horas de su vida tiradas a la basura. Tomó el teléfono móvil, pero lo dejó en el asiento. Agnes le esperaría. Sería capaz de esperarle todo el día. Cualquier mujer lo haría.
—Joder —gruñó Nkem. Subió la ventanilla, arrancó el motor del coche y puso en marcha el aire acondicionado. El Jaguar consumía combustible, pero ¿qué importancia tendría quedarse sin gasolina? Ninguno de los vehículos que había allí iría a ninguna parte. Se recostó y cerró los ojos cuando el refrescante aire acondicionado sopló en su rostro sudoroso. Cerrar la ventanilla, combinado con el rumor del aire acondicionado, volvió soportable el canto del itinerante coro de la furgoneta contigua. Se recostó, gimiendo de placer por la corriente de aire fresco, por el relativo silencio. Sintió un escalofrío y rió, asombrado ante el hecho de sentir placer en una situación tan insoportable como la suya. A veces la vida era así de complicada.
Abrió los ojos justo cuando el camión que tenía delante eructó una nube de untoso humo negro. Rió de nuevo y pensó:
«Acabaré muriéndome aquí».
Una reflexión que coincidía con su estado de ánimo. Había quedado con Agnes porque necesitaba hacer algo malo, quería regodearse en la traición de su acto y en la dulzura de la piel de ella. Estaba rodeado de mierda y de gente falsa. Con el paso del tiempo le había dado por pensar que no estaba hecho para ese mundo.
Nkem miró por la ventanilla. A su izquierda había un mercadillo del que salían los vendedores ambulantes, vestidos con gran profusión de colores, dispuestos a colocar cosas como rodajas de plátano frito, chin chin y anacardos, pinchos de especiada ternera suya y bolsitas de plástico de agua helada «potable». Pero por el rabillo del ojo reparó en algo situado más allá del mercado, algo grande y blanco que se dirigía hacia él. Pestañeó, preguntándose de qué podía tratarse. Era demasiado grande para ser un ave. ¿Tal vez un coche?
Fuera lo que fuese, avanzaba rápido. Volvió lentamente la cabeza hacia allí. Abrió mucho, mucho los ojos. Era un toro enorme y blanco de largos cuernos que trotaba hacia él. No tenía tiempo de salir. Ni de correr. Eso era todo. El enajenado animal iba a alcanzar la parte lateral de su vehículo y acabaría ensartándole con la larga cornamenta. Entonces Nkem se fijó en los ojos del animal, blancos como la leche. A Nkem se le erizó hasta el último pelo del cuerpo. Contuvo un grito de asombro. No había visto algo así desde que era niño. Desde la última vez que uno de ellos había intentado matarle.
Nkem intentó saltar al asiento del pasajero. Finalmente, escapó de sus labios un grito de puro horror cuando el toro agachó la cabeza para la embestida.
Pero en el último momento, el animal sacudió la cabeza y cambió de dirección. ¡Screeeee!, hizo el cuerno al rascar la ventanilla de Nkem. El sonido fue peor que arañar una pizarra con las uñas. Le sorprendió que no se rompiese el cristal.
—¡Awo! —exclamó Nkem, tapándose las orejas con las manos. Después de desviar la trayectoria que lo llevaba derecho al coche de Nkem, la bestia trotó entre otros vehículos, cruzó la vía y acabó en una arboleda situada al otro lado de la carretera.
Nkem se incorporó lentamente en el asiento, contemplando los treinta centímetros de rascada que tenía la ventanilla. De niño había estado a punto de morir en circunstancias similares en tres ocasiones. A los tres años, un puñado de gallinas había intentado picotearle hasta matarlo. Todavía recordaba los ojos blancos de las gallinas, y también que sacudían la cabeza como si sintieran un picor en la nuca que no pudieran aliviar. Por suerte su madre andaba cerca. Esa noche sacrificaron las gallinas, las asaron y se las comieron. Nadie hizo mención de que los animales tuviesen los ojos raros.
A los siete años, una cabra enajenada con los ojos blancos había intentado darle una buena cornada. Nkem pudo evitarla porque era ágil y un corredor veloz. Aquel animal también sacudía la cabeza, como las gallinas. La última vez fue cuando Nkem tenía doce años. Caminaba de vuelta a casa por una calle atestada cuando un caballo sin jinete y fuera de sí, y con los ojos lechosos, salió disparado hacia él.
El caballo sacudió la cabeza con fuerza y, a unos pasos del punto donde hubiera alcanzado a Nkem, invadió al galope una carretera por la que circulaba un autobús que iba lleno hasta el techo de pasajeros. El autobús embistió al caballo, quedó de lado y chocó contra un camión, de tal modo que ambos cayeron por el puente que daba a un río. Había cadáveres en la carretera, entre los matorrales. En el río al que habían ido a caer ambos vehículos flotaban más cuerpos y había gente que pedía ayuda a gritos. Nkem se quedó allí, físicamente incólume, pero mentalmente más afectado que nunca.
Ése fue un momento definitorio en los doce años de vida de Nkem. Justo antes de que sucediera todo, Nkem había estado pensando en cómo le gruñía el estómago. Llevaba días sin comer. Sus padres le habían comprado los libros de texto, lo que equivalía a pasar días sin alimentos. Era el insignificante séptimo hijo de un agricultor pobre que se dedicaba a los boniatos; su madre estaba enferma, y toda esa gente había muerto por su culpa. Porque el caballo había invadido la carretera, antes que obedecer a lo que fuera que le había apresado temporalmente el cerebro.
La escabrosa escena del accidente constituyó un auténtico espectáculo visual. Fue tan impresionante que olvidó el hambre que tenía.Ese momento hizo que anhelara dedicarse al cine, en lugar de estudiar medicina. Nunca averiguó de dónde había salido el caballo, ni a dónde había ido a parar el jinete. Pero aparte de todo lo demás, nunca olvidó los ojos totalmente blancos del animal, que no estaba ciego sino «ocupado». Aquélla fue la misma mirada que acababa de contemplar veinte años después.
Apagó el motor del coche, salió del vehículo y pasó los dedos por la rascada. Los retiró cubiertos por una fina capa de cristal. Era profunda, como si el animal hubiese hecho fuerza al girar, decidido a dejar su huella en la ventanilla. Las mujeres del coche contiguo habían dejado de cantar y contemplaban a Nkem como si fuera la personificación de Lázaro. El tipo del camión que iba delante se asomó por la ventanilla.
—¡El Señor te protege! ¡Ese animal está loco!
Tres chicos vestidos con descuido y con aspecto de llevar rato corriendo, llegaron a los coches armados con palos.
—¡Se ha ido por ahí! —les informó una de las componentes del coro, señalando en dirección a la arboleda. Los jóvenes asintieron, faltos de aliento para responder mientras reemprendían la carrera en pos del animal. Nkem se hundió en el asiento tras exhalar un suspiro de alivio, preguntándose, distraído, cuánto dinero le costaría reparar la ventanilla.
Al cabo de una hora, el tráfico perdió fuelle y los vehículos empezaron a avanzar. A Nkem no le importó. Tenía grabada a fuego en la mente la imagen del animal enajenado de los ojos blancos. Siguió pensando en el modo en que sacudía la cabeza. Nkem había perdido las ganas de echar un polvo, aunque tampoco tenía la menor intención de volver junto a Aba, su esposa.
Condujo algo más de cuatro kilómetros sin problemas antes de alcanzar otro tramo del atasco. Mientras frenaba pronunció una ristra de exabruptos en igbo e inglés. Tenía un dolor de cabeza tremendo. No debió molestarse en abandonar su habitación de hotel. Habría sido mejor relajarse en el balcón, con una copa de cerveza fría y un buen libro. Rió en voz alta. Tampoco quería eso.
—¡Ya no sé ni lo que quiero! —se dijo. Lo que sabía era que no iba a dejarse atrapar en otro atasco.
Antes de que los coches frenaran por completo, reparó en un trecho de terreno cubierto por palmeras. Un camino secundario. ¿Se atrevería a tomarlo? La pasada noche había habido una tormenta terrible. ¿Seguiría húmedo el terreno? Era un día muy caluroso. El sol estaba en lo alto, así que probablemente no.
—A la mierda —murmuró mientras daba un golpe de volante para tomar el camino de tierra. En cuanto lo hizo se arrepintió. ¿Y si se quedaba inmovilizado en el barro? Lo último que necesitaba era echar a perder su coche. Pero tampoco quiso dar la vuelta. Siempre cometía errores impulsivos, esa clase de supuestos actos de rebeldía. Ése fue el motivo de haber pasado por el altar, pues su familia tuvo la osadía de poner objeciones, lo cual le empujó a casarse mucho antes con su mujer.
El camino de tierra era lo bastante amplio para que cupieran dos coches, y también era muy llano. Después de conducir durante cinco minutos, aún no había encontrado un solo charco. Milagrosamente, el camino parecía discurrir paralelo a la autopista. Nkem estaba convencido de que al cabo de un rato encontraría un acceso para volver al camino principal. El bosque que bordeaba la ría parecía denso y misterioso, y al otro lado, a pocos cientos de metros, se distinguía la autopista. Sonrió. Él se movía mientras que el resto de los conductores permanecían inmovilizados. La historia de su vida. Hundió el pie en el acelerador para ganar velocidad.
A medida que aceleraba, reparó de nuevo en algo por el rabillo del ojo.
—¡Ah, ah! ¿Pero qué coño pasa hoy? —susurró.
Junto al lateral izquierdo de su coche volaba un enorme pájaro parecido a un avestruz, con descuidadas plumas negras que le recordaron enseguida a un baile de disfraces donde los asistentes acuden a bailar con máscaras de rafia compactada. Nkem circulaba a cincuenta por hora y el ave se mantenía a su altura sin acusar el esfuerzo. La velocidad a la que se desplazaba le allanaba las plumas suaves. Volvió la cabeza para mirar a Nkem, quien reparó entonces en sus ojos pequeños, rojos, que resplandecieron como joyas. Ojos claros.
«Bueno, eso es algo, al menos», pensó. Tampoco sacudía la cabeza.
Nkem apartó la vista del ave y vio otra que se le acercaba por la derecha.
—¡Chineke! —susurró antes de volver la atención de nuevo al camino para mantenerse en él. Y fue entonces cuando vio otro pájaro de pie en mitad de la carretera, mirándole directamente. A pesar de la distancia, por algún motivo pudo ver perfectamente los ojos del ave. Tenían una reluciente tonalidad parda, como chocolate atravesado por el sol. Nkem oyó un zumbido, el corazón le dio un vuelco en el pecho y una intensa luz le cegó momentáneamente.
¡Guam! ¡Bump bump!
Sintió el impacto como si lo hubieran atropellado a él. Se quedó sin aire en los pulmones y todo se volvió blanco un instante. Entonces desapareció el dolor. De algún modo fue capaz de hundir el pie en el freno. Los neumáticos mordieron la tierra del camino y el coche se detuvo en el silencio. A poca distancia oyó el rumor del lento tráfico procedente de la autopista.
No había tiempo para meditar la situación. Los demás pájaros se acercaban al coche. Los miró antes de volverse para observar el cadáver que descansaba en mitad del camino. Una pila de carne emplumada. No había duda de que estaba muerto. Uno de los pájaros alcanzó su ventanilla y le dio un fuerte picotazo con el pico negro. Tic tic tic, justo debajo de la rascada que había dejado el cuerno del buey. Nkem soltó un bufido y apoyó la espalda un momento en el respaldo.
—¿Desde cuándo tenemos estas putas avestruces en el Estado de Imo? —se preguntó en voz alta, recostando la cabeza y levantando la vista al techo negro del vehículo. Pensó en llamar a su amigo Festus, que era aficionado a observar aves. Tomó el teléfono móvil, pero lo devolvió a su lugar, consciente de que parecería un lunático si contaba a Festus cualquiera de las cosas que le habían pasado.
Una de las aves acercó la cabeza a la ventanilla.
—¿Qué quieres, pajarraco? —preguntó Nkem. El ave se apartó. Nkem volvió de nuevo la vista hacia el cadáver del pájaro, y el cuero del asiento crujió cuando ajustó la postura del cuerpo para verlo mejor. No sabía qué coño de aves eran, pero ¿qué se les había perdido en ese lugar? Y si eran capaces de volar a esa velocidad, ¿por qué quedarse en mitad del puto camino para dejarse arrollar?
Se le ocurrió una cosa. Nkem se acarició la barba. Se rió de sí mismo. ¿Debía hacerlo?
—¿Por qué no? —dijo en voz alta.
Llevaba una vieja lona con la que cubría el fondo del maletero. El niño que había sido, aquél que nunca hubiera desperdiciado un gramo de comida porque nunca había tenido comida que desperdiciar, seguía bien vivo en su interior, a pesar del espléndido estilo de vida del que disfrutaba. ¿Por qué echar a perder una buena carne? Rió de nuevo. No, no iría a ver a Agnes. Visitaría a su madre, que vivía a una hora de camino. Ella apreciaría toda aquella carne.
Nkem condujo marcha atrás hasta el pájaro muerto y, sin apagar el motor del coche, salió lentamente del vehículo. Las aves que había alrededor estiraron sus largos cuellos, vueltas hacia él.
—Será mejor que retrocedáis —murmuró—. Atrás.
Los pájaros mantuvieron la distancia. Algunos, no supo decir cuántos, empezaron a hacer un ruido estruendoso. Sonaba casi como una serie de fuertes golpes de tambor. «Qué miedo», pensó. Echó un vistazo al cadáver del ave. Era mayor que los demás ejemplares y tenía un aspecto distinto. Presentaba una tonalidad azul en el cuello roto y una marcada sombra roja sobre los ojos. El cuello largo estaba cubierto de plumas blancas, y le coronaban la cabeza tres largas plumas negras. Era un ejemplar hermoso.
«Este bicho pesará lo suyo», pensó Nkem. Pero él era alto y levantaba pesas a diario, así que era un tipo fuerte. Aunque el ave pesara más de cincuenta kilos, podría levantarla y llevarla al menos hasta el maletero del coche. Pero, joder, ¡vaya pajarraco! Habría servido de alimento a todo un poblado durante días. Se agachó para pasarle las manos por debajo. Echaría a perder la camisa blanca de seda si el ave estaba sucia o aceitosa, comprendió, pero en seguida pensó: «A la mierda, puedo permitirme comprar otra». Levantó el cadáver. Pesaba de lo lindo, superaba fácilmente los cincuenta y cinco kilos. Algo cayó al suelo desde el denso plumaje del ave. Parecía un cubito de hielo.
La cabeza del pájaro colgaba muerta, como un pedazo de mandioca hervida, y fue a darle en la pierna. Nkem miró a los demás pájaros, con la esperanza de que no hubiesen reparado en lo que se disponía a hacer. Había al menos diez en los alrededores, todos con expresión neutra, volviendo las cabezas hacia él, sin perderle de vista.
Nkem introdujo en el maletero el cadáver del pájaro y después se dirigió al lugar donde había caído aquel objeto. ¿Era una piedra preciosa? Le dio varias vueltas entre los dedos, poniéndola al contraluz. Cuarzo, tal vez. La guardó en el bolsillo del pantalón tejano y subió al coche.
Durante los tres kilómetros siguientes, las enormes aves siguieron al vehículo por el camino pedregoso. Fue muy raro. Fue extrañamente excitante. Se sintió como un ave más mientras aceleraba el vehículo para aumentar la velocidad, y ellas, durante un tiempo, le siguieron. Al cabo, el coche las superó, dejándolas atrás entre una nube de polvo.
Kilómetro y medio después, con el ave muerta en el maletero, volvió a la autopista. Era libre y tenía el paso franco.
O eso pensó. Diez minutos después de volver a circular por la autopista, Nkem tuvo que aparcar en un lateral después de oír una serie de golpes constantes procedentes de la parte posterior del coche.
—¿Cómo es posible que haya pinchado? —gruñó.
Pero al aparcar en un lateral, empezó a preguntarse si el ruido no respondería a otro motivo. Los golpes no eran el tump tump tump propio de un pinchazo. De hecho, los golpes eran más bien erráticos.
¡Tump tump!
Ahí estaban otra vez. Frenó el vehículo y aguzó el oído.
¡Tump!
«¡Mierda!», pensó. Provenía del maletero. El ave seguía con vida. De pequeño no le gustaba nada tener que romper el cuello de las gallinas. Ahora tendría que romper el cuello de una misteriosa y gigantesca ave moribunda.
¡Tump! ¡Tump! ¡Tump!
La parte frontal del vehículo tenía una abolladura de resultas del impacto, y ahora ese maldito animal también acabaría por destrozarle el maletero si no hacía algo al respecto, y rápido. Salió del coche y rodeó el vehículo. Se quedó observando el maletero cerrado, los brazos en jarras. El sol de la tarde le daba en el cogote. El sudor le resbalaba por las axilas.
¡Tump tump!
Distinguió cómo el metal del maletero se combaba a cada golpe.
¡Tump tump!
—Zanjemos este asunto —dijo, presionando el sensor de la llave para abrir el maletero.
De su interior salió una figura que poseía la elegancia del avestruz, cubierta por un abrigo de plumas que se ondulaba a cada gesto. Nkem reculó al verla, ahogando un grito. El instinto le hizo levantar los puños para ponerse en guardia, dispuesto a pelear.
«Una mujer». Los ojos le engañaban, pero no se atrevió siquiera a pestañear. Era alta y tenía las piernas largas y fuertes. Lo que en principio le había parecido un abrigo era un vestido cubierto de plumas, parecido a la piel de un ave. «Una mujer», pensó. No un ave gigantesca. Ella hundió el pie en la tierra, con los brazos pegados a los costados.
—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó ella con voz grave y tono autoritario—. ¿Te crees capaz de pelear conmigo?
La mujer pájaro era más alta que él y parecía tener alrededor de treinta años. Llevaba collares de cuentas de cristal rojo y blanquipardos caparazones de cauri trenzados en la densa mata de pelo recogida en prietas trenzas. Sus labios estaban pintados de negro y todo el vestido estaba hecho de sedosas plumas de ave. Las trenzas emitieron sonidos metálicos cuando se movió a su alrededor con cierta torpeza.
—¿Qué eres? —preguntó finalmente Nkem, sin bajar los puños.
—¿Y a ti qué demonios te pasa? —preguntó ella.
Nkem bajó los puños.
—Na… Nada.
—¿Por qué no me dejaste morir en el camino?
—Pensé que habías… —Iba a decir «muerto» cuando se mordió la lengua. ¿Por qué coño se comportaba como si aquella mujer fuese el ave que había atropellado?
Antes de poder decir más, salieron de entre los matorrales. ¡Una, dos, diez, dieciséis aves enormes!
«Supongo que no han dejado de seguirme», pensó.
Le rodearon como un corro de extrañas mujeres curiosas.
Un coche pasó de largo junto a ellos, tocando el claxon.
—¡Nah wow! —exclamó el conductor, asomándose por la ventanilla con los ojos abiertos como platos. Otros vehículos se pararon a mirar.
—¡Chineke! —gritó otro conductor.
Un hombre sacó un teléfono móvil por la ventanilla del asiento del pasajero. Nkem intuyó cómo la lente de la cámara le enfocaba para tomar la instantánea en alta definición.
—¡Sácala ya! —gritó el conductor—. ¡Sácala y súbela! ¡Enseguida estará colgada para que todos la vean!
—¡Mira eso!
De cerca las aves desprendían un olor acre, como a pomelo. Hacían un ruido grave, retumbante, como un tamborileo, y la mujer las observaba pensativa. Luego se volvió hacia Nkem y dijo algo que le aceleró el ritmo cardíaco.
—Me había propuesto morir —susurró antes de acercarse a él—. Yo… conduje a muchas a la libertad, pero murieron demasiadas. Merezco morir por no haberlas salvado a todas.
Nkem pestañeó, consciente de pronto de la presencia de los coches y la gente que le reconocería. Era una celebridad. El «nigeriano más sexy». Con tantos testigos, ¿cuánto tardarían en presentarse los paparazzi?
—Sube al coche —ordenó.
Ella le miró como si estuviera loco.
—Esos son mis amigos.
—¡Sube al coche! Ya nos seguirán.
Nkem no estaba seguro de que eso sirviera para distraer la atención de los presentes, pero era preferible a quedarse allí de pie. Subió al Jaguar y abrió desde dentro la puerta del pasajero. La mujer pájaro subió lentamente, doblando las largas piernas sin quitar ojo a Nkem.
En él se mezclaban la excitación con cierto malestar. Aquello al menos era nuevo. Era inesperado, una locura.
—¿Quién eres? —preguntó mientras se hacía un hueco en el denso tráfico. Siguió en el carril exterior de la calle para que las aves pudieran seguirlos—. ¿Qué eres?
—Ogaadi —respondió ella, atenta a las aves, que los seguían corriendo—. Así me llamo.
Nkem la miró, pero no dijo nada más.
—Estamos en el año dos mil trece —afirmó ella.
—Sí. —Nkem arrugó el entrecejo sin dejar de mirarla.
—¡Chey! El tiempo pasa volando. Era como si no hubiera transcurrido un sólo día. —Abrió la ventanilla—. Soy una amusu, eso lo admito. Mi tío me inició cuando tenía diez años. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¡¿Decir que no?!! —Miró, acusadora, a Nkem.
—Hmm… No, claro que no… ¿Eres bruja?
—Presté atención a mi tío —continuó—. Me enseñó cosas importantes. Era auténtico, sha. Me enseñó a tomar veneno y seguir con vida, a forzar el crecimiento de las plantas, a cómo hacer que mi padre se enriqueciese en el mercado de valores. No todo el juju es malo, como sabrás. Pero entonces mi… mi madre y mi hermana… —Tragó saliva con dificultad.
Nkem, ceñudo, vio cómo cerraba los ojos y crispaba las manos en puños. Volvió la vista hacia la carretera, estremeciéndose.
—¿Qué les sucedió a tu madre y tu hermana? —preguntó, cauteloso.
—Murieron. ¡Y no sé cómo! Fue una especie de gripe —explicó ella, al cabo de un momento—. ¡Yo no hice nada!
Nkem guardó silencio, esperando a que continuara.
—A su muerte, mi… mi tío se volvió loco de pena —continuó—. Tenía que culpar a alguien, así que me maldijo a mí. Era alguien muy próximo a todos nosotros. —Aspiró aire con fuerza—. A unos quince kilómetros de aquí, justo a las afueras de Owerri, mi tío tenía una fábrica donde criaba emúes.
«Emú —pensó Nkem—. Así se llaman esas aves».
—Me transformó en una y me llevó con las demás —explicó la mujer—. Ahí me dejó veinte años.
A Nkem le costaba horrores concentrarse en la conducción. La jodida bandada de emúes que corrían junto al coche no le facilitaba precisamente las cosas, y tampoco el creciente tropel de mirones que atestaban la ría. Afianzó las manos en torno al volante y llenó de aire los pulmones.
«Bobadas», pensó. «¡Todo esto son bobadas! Puede que alguien me pusiera algo en el desayuno sin darme cuenta, o algo así. Quizá a uno de los cocineros no le gusten mis películas».
Cabía esa posibilidad. Hacía unos años le había sucedido algo parecido a un actor. Pero lo raro era que Nkem creía hasta la última palabra que le había dicho esa mujer. De algún modo sabía que todo lo que decía era verdad.
—Pasé veinte años escondida, evitando a mi tío —dijo la mujer—. Le fueron bien las cosas. Owerri es un buen lugar para vender carne de emú. —Miró por la ventanilla abierta a los emúes que corrían. Bajó el tono de voz antes de añadir—: A la gente le gusta, la mayoría no saben que es carne de emú. Piensan que se trata de ternera. Mi tío dio por sentado que hacía tiempo que me había sacrificado para vender mi carne, como había hecho con otras aves. Pero me había adiestrado bien. Tenía formas de esconderme ahí, a pesar de lo cual no podía escapar debido a la presencia de una valla electrificada.
Nkem sintió un nuevo escalofrío.
—Anoche… ¿Hizo la tormenta algo…?
—Sí, a la valla —dijo ella—. La alcanzó un rayo. En cuanto vi que se nos presentaba la oportunidad, puse en estampida a todos los emúes. La valla chisporroteaba y muchos de los nuestros murieron electrocutados. Yo… No sabía lo que iba a suceder. Fue terrible. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Así que cuando te vi acelerando hacia mí, pensé que el destino me procuraba una oportunidad. Quise poner fin a mi vida…
Sus palabras le emocionaron de un modo peculiar. Aunque su historia era extraña y fantasiosa, comparada con la de Nkem, en cierto modo ambos compartían una forma de sentir: no pertenecían a ese mundo. Quizá Nkem no quería morir, pero quería dejar atrás la vida que llevaba.
—El sacrificio debe de haber roto el juju de mi tío —dijo ella.
Mientras conducían, frenaron más vehículos a su alrededor. Nkem no tardó en ser incapaz de conducir a más de veinte kilómetros por hora. Ni a Ogaadi ni al resto de la bandada les gustó aquello. Las aves empezaron a hacer aquellos extraños tamborileos. Ogaadi se puso más y más nerviosa mientras observaba al tropel de mirones.
—¿Por qué lo hacen?
—Por favor —dijo Nkem—. ¿Quién no echaría un vistazo?
Al frente, el tráfico se detuvo en lo que parecía otro tramo del embotellamiento. De pronto Ogaadi miró a Nkem con los ojos muy abiertos.
—¡Trabajas con él! —le gritó.
—¿Qué? ¿Cómo?
—¡Puede hacer que todo se detenga! ¡Sé de lo que es capaz! —E inesperadamente dio un golpe de volante.
—Pero ¿qué haces? —gritó Nkem.
Estuvieron a punto de chocar con otros dos vehículos cuando giraron a la derecha, derrapando fuera de la carretera. Nkem oyó el susurro de la hierba cuando se adentraron en el follaje. Por suerte el coche no chocó con nada al frenar. Ogaadi abrió la puerta y abandonó de un brinco el vehículo. Entretanto, los emúes hicieron lo contrario que ella y se arrojaron sobre el coche, al que picotearon y patearon.
Nkem estaba muy confundido.
—¡Haz que paren! —gritó, saltando del coche.
Nkem temblaba de tal forma que cayó al suelo. Se levantó y corrió con torpeza hacia uno de los emúes. Intentó apartarlo de su coche, pero era demasiado fuerte y le lanzó un picotazo. Nkem logró esquivarlo, apartando la cabeza a tiempo de salvar la nariz.
—Pero ¿qué está pasando? Dios mío, ¿a qué viene todo esto? —gritó.
De pronto unos brazos le rodearon la cintura y tiraron hacia atrás de él.
—¡No causes perjuicio a los míos! —le susurró a la oreja Ogaadi, mientras lo llevaba a rastras lejos del coche.
Rodaron por el suelo. Nkem intentó apartarse de ella, pero Ogaadi lo retuvo. Nkem pataleó con todas sus fuerzas hasta que logró librarse de sus brazos. Ella los cerró de nuevo sobre él y Nkem no tardó en verse librando una pelea de lucha libre con ella sobre la hierba.
—¡Basta ya! —gritó, liberándose por fin.
—¡Él te ha enviado! —gritó ella—. ¿Me has tomado por tonta? —Se abalanzó de nuevo sobre él y ambos cayeron otra vez al suelo. Nkem sudaba profusamente mientras la tierra le manchaba los rizos y la camisa. Experimentó una sensación de creciente pánico. Ogaadi era muy fuerte. Ella rodó sobre él y lo montó a horcajadas, impidiéndole con sus largas piernas el movimiento del cuerpo y los brazos, inmovilizados sobre la cabeza. Estaba indefenso.
—¿Qué mosca te ha picado? —protestó a gritos, mirándola a la cara.
El sudor hizo que le escocieran los ojos. Pestañeó para librarse de la sensación.
Ella despedía un fuerte olor a pomelo, como las aves, y también estaba sudando. Le miraba fijamente con sus ojos de «sol a través del chocolate» mientras jadeaba. La expresión de ella empezó a relajarse, a pesar del ceño arrugado.
—Él no te ha enviado, ¿verdad? —preguntó.
—¡No! —respondió Nkem.
Ambos permanecieron en silencio.
—¿Ése no es Nkem Chukwekadibia? —oyeron decir a alguien.
Nkem y Ogaadi miraron hacia la carretera. Varios coches habían frenado, y de ellos habían salido algunas personas dispuestas a presenciar el espectáculo. Nadie acudió con ánimo de ayudar, lo cual no sorprendió a Nkem. Ogaadi y él se habían adentrado algunos metros en la zona cubierta de hierba, por tanto podían estar rodeados de serpientes. Nkem maldijo e intentó débilmente dar una patada a una de las aves, a pesar de que Ogaadi seguía sentada a horcajadas sobre él. El ave estaba tan concentrada en picotear el vehículo que ni siquiera reparó en ello.
—Dios mío —protestó Nkem, que dejó de luchar y se quedó tumbado en el suelo—. La vida es una mierda. —Contempló el cielo, rezando para que se le cayera encima. Ahí estaba de nuevo esa puta águila, observando el espectáculo desde lo alto. Ogaadi siguió mirándole con cara de enfado.
—Odio la debilidad —dijo ella.
—¿Y a mí qué me importa lo que tú puedas odiar? —replicó él.
—La debilidad no encaja contigo.
—¿Qué sabrás tú sobre mí? —le dio un empujón—. ¡Apártate de mí, coño!
Como si el insulto fuese dirigido a ella, una de las aves se volvió hacia Nkem para mirarle. Nkem le devolvió la mirada, ceñudo. Hizo aquel tamborileo con el pecho y después sacudió la cabeza, momento en que sus ojos se volvieron sendos orbes blancos.
—Oh, oh. Mierda —susurró cuando vio que el ave agachaba la cabeza para arremeter contra él. Nkem reparó en las fuertes patas ganchudas mientras se acercaba hacia él. Perfectas para arrollar, inmovilizar y destripar a un ser humano. Redobló sus esfuerzos para librarse de la mujer.
—¡Apártate de mí! ¡Biko! ¡Mira eso! Es…
Ogaadi no se movió mientras observaba al emú que se les acercaba. Levantó la mano.
—Abandónala —ordenó al emú.
El ave sacudió de nuevo la testa y se sentó con torpeza en el suelo. Nkem ahogó una exclamación al ver cómo se aclaraban los ojos del emú, que recuperaron su roja tonalidad habitual. Se sintió algo irritado, como cuando estaba a punto de descubrir algo muy, muy importante. Fue consciente del latido de la sangre en los oídos, y del sudor que le resbalaba por las mejillas.
Ogaadi se inclinó para acercar su cara a la de él.
—¿Qué le has hecho? —preguntó Nkem—. ¿Has visto sus ojos? Había algo en ellos…
Ella le olisqueó.
—Puedo… Puedo olerlo en ti —dijo—. Tú no perteneces a este lugar.
—¿Qué? —preguntó él en voz muy baja.
Ogaadi se le acercó aún más, pegando casi el rostro al suyo hasta tal punto que sus labios estuvieron a punto de rozarse. Él no se movió. A esa distancia la mujer despedía un olor más dulce, más propio de la flor del pomelo que de la propia fruta. Ella volvió a olerle el aliento.
—Ogbanje —susurró antes de erguirse—. ¿Tú?
Nkem quiso hablar, pero tenía la garganta seca. Se había quedado mudo.
—¿Ni siquiera lo sabes?
Él negó lentamente con la cabeza. Sintió una picadura de mosquito en la pierna y más sudor en la espalda.
—¿Cómo…? —Cerró los ojos un instante, intentando ordenar sus pensamientos—. De niño estuve a punto de morir en tres ocasiones, todas tuvieron por protagonista un animal enajenado —explicó sin abrir los ojos. Si la miraba o se volvía hacia los putos emúes o el creciente gentío, perdería el hilo de los pensamientos—. Mi… Mi… Mi madre solía bromear al res…
—Buscando siempre regresar al mundo de los espíritus —dijo ella, para sí—. Ya —asintió—. Ahora tiene sentido. Tú no eres una coincidencia. —De pronto, Ogaadi extendió el brazo para tantear el bolsillo de Nkem.
—¡Eh, tú! —protestó él, apartándole la mano de un manotazo—. ¿Qué te pro…?
—¿Qué llevas en el bolsillo? —preguntó ella, tanteándolo de nuevo. Pero él le dio otro manotazo, y ella se lo devolvió con mayor fuerza—. ¡Para ya!
—Ya lo saco yo. —Metió la mano y sacó el trozo de cuarzo. Pero no era transparente como cuando lo había encontrado. Era oro, oro puro. Ella se lo quitó de las manos para inspeccionarlo—, pero qué… —susurró. Seguidamente miró a Nkem como si lo viera por primera vez. Lamió con la punta de la lengua el trozo de oro.
—¿De dónde lo has sacado?
—Se te cayó cuando te recogí en el camino —respondió él—. Cuando aún eras un emú, un emú muerto.
—¿Qué le has hecho?
—Nada.
—¿Nada?
Él puso los ojos en blanco. Ella volvió a mirarle, enfadada.
—¿Y bien?
A su espalda, la multitud estaba compuesta por más de treinta personas que les observaban, tomando fotos y grabando con sus teléfonos móviles lo que hacían, comentando la jugada entre sí y a través de internet.
—¿Qué es? —preguntó Nkem—. ¿Por qué se ha convertido en oro?
—¿Me tomas el pelo? Ya no eres un crío —le regañó ella—. Se supone que debo quedarme embarazada.
Nkem la miró, impávido.
—Hmm. Yo no puedo… Quiero decir que estoy ca…
—¡Se supone que debo quedarme embarazada! —gritó, arreándole a continuación una fuerte bofetada en la cara.
—¡Eh, para ya! —protestó Nkem, intentando librarse de ella. Si volvía a hacer eso, no le importaba quién pudiera estar mirándoles porque iba a darle una buena paliza… En cuanto consiguiera levantarse.
—Lo… siento. —La mujer miró de nuevo la piedra de oro—. No pretendía. ¿Tú?
—¿Yo qué? —Hundió el puño en el suelo y torció el gesto cuando su espalda se deslizó sobre una piedra—. ¡Apártate de mí, coño!
—Los ogbanje buscan la libertad —dijo ella, sin moverse—. Siempre buscan la libertad. Mi tío también lo era. Por eso te he percibido. Si pudiera encontrarle… Y lo haré, lo primero que haré será empequeñecerlo mucho, mucho, y atraparlo en una pequeña jaula de hierro. —Crispó una de sus manos—. Tú también eres un ogbanje. Si los animales han intentado matarte, están poseídos por espíritus de tus amigos que te quieren de vuelta en casa. Perciben tu debilidad. Siempre pueden percibirla cuando uno de vosotros quiere morir.
Así que era un ogbanje.
Lo había estado oyendo toda la vida, pero no lo había asumido hasta ese momento. A medida que fue calando la idea, fue como si toda su vida empezase a cobrar sentido.
«Fui un niño con suerte —se dijo—. Han intentado matarme varias veces».
Los supuestos amigos de los niños ogbanje rara vez eran amigos de verdad. Eran espíritus que habían sido sus compañeros en el mundo espiritual. Y eran envidiosos, seres celosos de su territorio que anhelaban experimentar personalmente el mundo físico. Puesto que no podían hacerlo, tampoco querían que él disfrutase de la vida.
Así que siempre que se debilitaba, intentarían arrancarlo de allí para devolverle al mundo de los espíritus. Cuando le atacaron las gallinas, padecía malaria. Cuando le agredió la cabra, había pasado un rato muy triste porque su perro había fallecido esa misma mañana. Cuando le atacó el caballo, se sentía débil porque llevaba dos días sin comer. Desde que había descubierto su vocación, el día que se produjo el espectacular accidente, no podía recordar cuándo había estado enfermo, deprimido o contrariado. Todo había ido sobre ruedas. Hasta ese mismo día.
Nkem se volvió hacia la multitud. Luego miró a los emúes. Seguidamente contempló el coche maltratado.
—Dios mío. —Se pasó la lengua por los labios. No podía creer lo que estaba pensando, pero ahí estaba.
Ogaadi y él hablaron al mismo tiempo.
—Quieres abandonar tu vida una temporada —dijo ella.
Y al mismo tiempo, él preguntó:
—¿Podrías… Podrías cambiarme?
De nuevo hablaron al mismo tiempo:
—Puedo —dijo ella.
—No puedes hacer que haga cualquier cosa.
Ella levantó la mano.
—Presta atención un momento —dijo—. Cuando alcanzamos cierta edad…
—¿A quién te refieres al utilizar el plural?
—A gente como yo, amusu —respondió—. Adoptamos a alguien a quien enseñamos. Tenemos una piedra que se transforma cuando encontramos a nuestro pupilo.
—¿Soy yo ese pupilo del que hablas?
Ella cabeceó en sentido afirmativo.
—La piedra se convierte en oro cuando la toca el pupilo.
Él rió, histérico.
—Apenas eres mayor que yo —dijo—. Mírate. —La miró de arriba abajo. Tenía la piel suave, los muslos firmes y musculosos y olía a pomelo y flores. De pronto tuvo que quitársela de encima. Miró a la multitud. Al menos había cerca de cincuenta personas. Se sentó, pero ella no se movió—. Tenemos que salir de aquí —dijo.
Ella se apartó de él y ambos se levantaron. A Nkem le bastó con mirar unos instantes al gentío para perder la erección.
—No pensé que serías tan… mayor —confesó ella.
—¡Eh, que sólo tengo veinticinco años!
—Por lo general los pupilos sólo tienen cinco o seis años. Recuerda que pasé veinte años presa de ese hechizo.
—Puede que el tiempo corra de forma distinta para las aves —aventuró él, que acto seguido arrugó el entrecejo, preguntándose de dónde habría sacado esa idea.
Ella le dio la espalda.
—Veinte años atrapada y ni siquiera tengo tiempo para ser libre antes de cargarme con el lastre de un pupilo. No tiene sentido —murmuró, enfurruñada.
Nkem oyó reír a una mujer.
—Me pregunto qué pensará su esposa de todo esto —dijo la mujer en un tono de voz lo bastante alto para que les alcanzaran sus palabras—. ¡Na wow!
Nkem quiso tomar una piedra del suelo y arrojarla a la espontánea.
Ogaadi se volvió hacia ella, se agachó y tomó una piedra del suelo que acto seguido arrojó a la mujer. La piedra fue a caer a sus pies.
—¡Chineke! —exclamó la mujer, reculando para apartarse de la trayectoria del proyectil, pisando luego con fuerza al hombre que tenía detrás.
—¡Eh! —exclamaron al mismo tiempo varias de las personas que había junto a ella. Sin embargo, no hicieron ademán de marcharse.
Ogaadi hizo el ruido estruendoso con el pecho y todos los emúes dejaron de picotear el vehículo de Nkem para echar a correr en dirección a la multitud. La gente gritó y huyó despavorida, perdiendo por el camino el calzado, los teléfonos móviles y los bolsos. Se subieron a sus coches, furgonetas, vehículos todoterreno y camiones, y arrancaron y maniobraron con gran chirrido de neumáticos. Otros corrieron por la carretera perseguidos por las veloces aves. Nkem y Ogaadi no tardaron en verse a solas.
—No te preocupes por ellos —dijo Ogaadi.
—Tú no sabes quién soy. —Nkem rió—. Toda Nigeria se enterará de lo sucedido en cuestión de una hora.
Ella se sirvió de un gesto para restar importancia a sus palabras.
—Tonterías. —Le miró de arriba abajo—. Entonces, ¿antes hablabas en serio?
Nkem se acercó a su coche y pasó la mano por las rascadas de pintura y los picotazos que había recibido. Nadie creería lo que había pasado, por mucho que hubiese fotografías y grabaciones de video. Los emúes habían llegado a quebrar el cristal de dos de las ventanillas posteriores y el parabrisas. Su mujer se pondría furiosa con él. Se volvió hacia Ogaadi.
—¿Podrías protegerme de mis espíritus «amigos»?
—Sólo si yo estoy presente.
«Bueno, después de todo he logrado salvarme en cuatro ocasiones…», pensó.
—Exactamente ¿qué…?
—No puedo decírtelo hasta que aceptes —le interrumpió.
Nkem contempló la por fin vacía carretera.
—¿Cuánto tiempo pasaré fuera de… circulación?
—Eso depende. —Ogaadi exhaló un suspiro mientras se miraba las uñas maltratadas—. Cuando vuelvas a tu trabajo… ¿Dices que actúas en películas? Bueno. Cuando recuperes la interpretación y yo haya acabado contigo, tus películas serán… otra cosa. —Hizo una pausa—. Dijiste que necesitabas tiempo libre. Tampoco a mí me vendría mal. ¿Sigues queriéndolo?
—Sí.
Ogaadi rió, asintiendo.
—Todos los ogbanje sois iguales. Es imposible encontrar a alguien más irresponsable.
Antes incluso de que la palabra escapase de sus labios, sintió que le cambiaba el cuerpo, que había algo dentro de él que sufría una transformación, alterado, roto. Le dolió, pero no fue un dolor insoportable. Tuvo ganas de sollozar, pero pronto fue incapaz incluso de hacer tal cosa. Pero en su interior, lloró. Lloró porque dejaba atrás todo lo que había querido en la vida: su esposa, su familia, su carrera y la multitud que chismorreaba a su espalda. Lo dejaba todo atrás. Abandonaba la carretera congestionada por el tráfico, para serpentear por un camino secundario. Al menos durante un tiempo.
La voz de Ogaadi sonó aguda, llena.
—Acudirás a mí cuando te llame. Entonces empezaremos. —Rió— hoy es un buen día. ¡Ambos somos libres! Pero ten cuidado con tus espíritus amigos.
Nkem lo supo.
Cuando Nkem alzó el vuelo al cielo, fue como quien salta una valla. Ella le había transformado en águila. Temió al principio que le transformase en emú. Quizá le había leído la mente. El águila era un ave que había envidiado desde que era niño. Se alimentaba de las gallinas y eran capaces de sobrevolar sin problemas cualquier cabra o caballo loco que hubiera sobre la faz de la tierra.
Sin duda Ogaadi era una amusu poderosa. Se sentía tan eufórico que abrió el pico para lanzar un grito de alegría. Nkem ganó más altura, y luego más, hasta alejarse volando.