Simon Archimagus cabalgaba a lomos de su caballo por un bosque crepuscular. Le colgaba del costado una espada ropera, y mientras se movía murmuró un hechizo que acabaría con la vida de cualquier insecto que osara posarse en él.
Encaró la angosta senda que conducía a su morada. Al poco rato, volvió la vista y reparó en la presencia de un jinete a su espalda. Simon era el único residente de la zona, así que dio por sentado que le estaban siguiendo. Echó mano de la empuñadura de la espada, mientras trazaba con la otra un signo en el aire, medida previa a desencadenar la magia de batalla.
El jinete cerró distancias. Vestía camisa blanca, holgada, y se tocaba con una gorra adornada con plumas. Se hacía de noche y le costó distinguir sus facciones, pero no le pareció hostil. Al final Simon le reconoció. Era Bernard.
—Hermano —llamó el jinete cuando estuvo cerca de llegar a su altura.
De todos los parientes varones de Simon, Bernard, su hermano pequeño, tal vez era su favorito, aunque eso no fuera decir gran cosa. Bernard no parecía haber cambiado mucho: tenía la misma densa mata de pelo castaño y el brillo del ingenio en los ojos. Quizá había engordado un poco.
—¿Cómo me has localizado? —preguntó Simon.
—La magia —respondió Bernard con un toque de orgullo—. Sabrás que no eres el único mago de la familia.
—No. —Simon esbozó una sonrisa torcida—. Sólo el mejor.
—Eso no te lo discuto —dijo Bernard, riendo, antes de levantar la vista hacia el sendero—. ¿Vives cerca?
Había terminado el juego. Finalmente la familia de Simon le había localizado.
—Sí —dijo.
—Entonces extiéndeme tu hospitalidad, hermano. Tenemos que hablar.
—De acuerdo —respondió Simon tras titubear, para después señalar con la cabeza—. Es por aquí.
Siguieron el sendero que serpenteaba camino arriba por la ladera de una colina. Los caballos jadearon y resoplaron.
—¿Vas a contarme por qué desapareciste? —preguntó Bernard al cabo de un rato.
—Lo dudo —dijo Simon.
—Nos tenías preocupados.
Simon elevó la vista hacia el cielo.
—Mi rama sigue ahí, ¿verdad? Sabíais que estaba bien.
—Sabíamos que seguías vivo —dijo Bernard—. Podrías haber estado enfermo, encarcelado…
—No fue así.
—Ya lo veo. —Bernard lanzó un suspiro—. Pero, sí, tu rama sigue allí. Madre lo ha mantenido todo tal como tú lo dejaste. Te echa de menos, Simon.
—Seguro que sí.
Bernard guardó silencio. Poco después preguntó:
—¿Puede saberse qué diantre has estado haciendo todos estos años?
Simon no respondió. Ambos coronaron la colina y observaron la hierba del prado que se extendía debajo, bañada por una luz argéntea. Simon esperó a que Bernard reparase en el árbol.
Cuando lo hizo, contuvo el aliento.
—¿Es…?
—Sí. —Simon no pudo evitar una sonrisa—. Es mío.
El imponente roble se dibujaba añil en la oscuridad, salpicado el tronco de diminutas ventanas redondas que relucían bañadas por la luz cálida procedente del interior.
Bernard se quedó mirando, asombrado.
—Dios mío. Lo has hecho. Serás canalla, lo has hecho. No puedo creerlo.
—Pues créelo. —Simon espoleó el caballo—. Vamos, te mostraré el lugar. Ven a ver qué se ha forjado el listo de tu hermano mayor.
Se acercaron al árbol, desmontaron y llevaron los caballos hacia la entrada en forma de arco que daba paso al interior del tronco. Sobre ellos se alzaban a ambos lados las raíces retorcidas y oscuras. A un gesto de Simon, se levantó un rastrillo hecho de gruesas ramas cubiertas de espinas. Bernard y él entraron en un establo, donde dejaron los caballos alimentándose felices, y desde allí ambos subieron una amplia escalera iluminada por candelabros de pared que irradiaban luz mágica. A su alrededor, tallada con magia, había obra de carpintería en la madera que seguía viva y crecía. Llegaron a la cocina, donde Bernard se preparó un sándwich y se desperezó sobre el alféizar de la ventana.
—Espléndido árbol, hermano —dijo—. Pero algo… modesto, ¿no? Comparado con nuestro patrimonio, con lo que te pertenece por derecho.
Simon apoyó el hombro en el marco de la entrada y se cruzó de brazos.
—Podría ordenarle crecer más rápido, como al otro. Más ramas, más estancias.
—¿Por qué no lo haces?
—Porque con esto me basta para cubrir mis necesidades. —Simon nunca había compartido las preferencias de sus parientes por las estancias palaciegas, ni por las interminables discusiones acerca de quién tenía derecho a cuánto espacio a la muerte de un miembro de la familia.
Bernard levantó la vista.
—¿Vives solo? ¿No echas de menos las comodidades de la vida familiar?
—Hermano —dijo Simon—, créeme si te digo que he vivido dieciséis años entre los vástagos de Victor Archimagus, y no me importa lo más mínimo la perspectiva de renunciar una larga temporada a las comodidades que ofrece la vida en familia.
Bernard se comió el sándwich mientras miraba por la ventana.
—Mi esposa, Elizabeth, me ha dado un hijo. Un niño.
—Felicidades —se vio obligado a decir Simon.
—La ceremonia de presentación se celebrará el mes que viene —continuó Bernard—. Me gustaría que estuvieras ahí.
Simon se dirigió hacia la alacena.
—Te lo agradezco, pero tengo compromisos previos.
—Simon, esto es serio. El fantasma de Victor no está muy contento con tu prolongada ausencia, y las ramas que hizo crecer para los hijos de nuestros hermanos parecen menos majestuosas de lo que podrían. Quiero que mi hijo tenga lo mejor.
—Por favor. —Simon sirvió dos copas de vino—. Dudo que ni siquiera el espíritu de Victor Archimagus castigue a tu hijo pequeño por mis transgresiones. De hecho, toda esta línea de argumentación emocionalmente manipuladora parece impregnada por todas partes con la huella de mamá. ¿Te ha enviado ella?
—¿Cómo? ¿Crees que no soy capaz de actuar por mi cuenta?
Simon le ofreció una de las copas.
—Interpretaré eso como un sí.
—Muy bien —dijo Bernard, aceptando el vino—. Sí, pero tiene sus motivos, a parte de los que son obvios. —Tomó un sorbo—. Te necesitamos, Simon. Las tensiones entre los descendientes de Atherton nunca habían alcanzado cotas tan altas. Si la cosa acaba en riña…
—No lo hará.
—Llevas tiempo fuera —dijo Bernard—. No sabes cuánto ha empeorado. Las provocaciones de Malcolm son constantes.
Simon negó con la cabeza.
—Los hijos de Franklin y los de Atherton llevan años a la greña. Nunca se ha derramado una gota de sangre y nunca ocurrirá.
—Pero ¿y si te equivocas? —preguntó Bernard—. Mira, ya sabemos que no sientes un gran aprecio por tu familia más cercana, pero ¿de veras piensas quedarte de brazos cruzados mientras morimos por culpa de rencillas heredadas?
—Confío en vuestra capacidad para cuidar de vosotros mismos.
Bernard torció el gesto.
—Por lo general, sí. Pero existe una complicación.
—¿Cuál?
—Meredith.
Al escuchar su nombre, Simon sintió una sacudida y dejó la copa en la mesa.
—¿De qué se trata?
—Sí, supongo que las cosas no le fueron bien con el duque… ¿Cómo se llama?
—Wyland.
—Eso. Así que ha vuelto. Y me asusta, Simon. Su magia se ha vuelto muy poderosa. —El temor que había en los ojos de Bernard era real—. Por eso te necesitamos. Para equilibrar las cosas. Quizá tu presencia allí sirviera para mantener la paz, porque se lo pensarían dos veces antes de meterse con nosotros.
Meredith, pensó Simon, que dijo tras unos instantes de silencio:
—Tal vez os haga una breve visita.
Bernard se puso en pie de un salto con una sonrisa en los labios, para a continuación dar unas palmadas en el hombro de Simon.
—Eso es. Ahora te escucho.
Más tarde, cuando Bernard se hubo marchado, Simon trepó a la rama más alta del árbol, abrió una portezuela y salió al balcón. Pasó largo rato sentado allí a oscuras, con la copa de vino en la mano, contemplando las colinas cubiertas de niebla, pensando en Meredith.
Un mes más tarde, Simon se encontraba ante el árbol de Victor Archimagus en todo su esplendor.
Era gigantesco, su tronco tenía la amplitud propia de la muralla de un castillo. Bastante arriba el tronco se dividía para dar forma a una gran uve, y las dos ramas que partían de esta bifurcación obedecían a los nacimientos de los hijos varones de Victor: Franklin y Atherton. Desde allí, las ramas continuaban ascendiendo y dividiéndose, una división por cada hijo legítimo varón, hasta arrojar un balance en ese momento de un centenar de descendientes del fallecido mago, descendientes que residían en las lujosas estancias. A las jóvenes las casaban pronto para que se trasladasen a vivir con sus parejas. Victor nunca se había mostrado muy considerado. El árbol era una prodigiosa obra de hechicería, la primera de su categoría, y tras su creación Victor se había sentido tan impresionado consigo mismo que había adoptado el apellido Archimagus, mago entre magos. Simon era el único que había sido capaz de replicar el hechizo.
Las familias que poseían ese raro don mágico siempre parecieron verse aquejadas por una escasa fertilidad, pero el hecho de que el árbol de Victor creciese tanto y fuera tan espléndido según el número de descendientes, había garantizado el frenético esfuerzo de proliferar su adoptado apellido, lo cual, quizá de forma inevitable, había desembocado también en una intensa rivalidad entre los descendientes de Franklin y los descendientes de Atherton, quienes competían para ver quién producía el mayor número de herederos varones. En la actualidad ambas mitades del árbol mantenían un equilibrio perfecto. La ceremonia de presentación del hijo de Bernard cambiaría las cosas.
La multitud provenía de todas las poblaciones cercanas, y también habían acudido otros magos de lugares más lejanos, hasta el punto de que se habían reunido varios cientos de personas a la sombra de las imponentes ramas. Los hijos de Franklin no habían escatimado recursos para asegurar el espectáculo. Colocaron postes de madera en intervalos, con guirnaldas de flores aromáticas en torno a ellos, y en las mesas se amontonaban los huevos escalfados y las piezas de codorniz. Simon se abrió camino entre bailarinas, juglares e intérpretes de laúd, hasta la zona acordonada, reservada para los miembros de la familia Archimagus. Allí todos los hombres, y muchas de las mujeres, ceñían espada al cinto.
Bernard apareció junto a Simon, a quien tomó del brazo.
—Gracias por venir, Simon. Ven, mamá quiere saludarte.
A medida que Simon se abrió paso entre la multitud, los presentes se volvieron hacia él y se interrumpieron las conversaciones de forma abrupta, para luego convertirse en murmullos. Malcolm, el hermano de Meredith, ceñudo, pelirrojo, vestido de negro, se volvió para consultar con algunos de sus primos, quienes gastaban aire de matón.
Simon era consciente de lo que pensaba todo el mundo: había regresado el hijo fugado, el descendiente de Franklin más dotado para la magia. Eso lo cambiaba todo.
Simon vio a su madre, tan hermosa como siempre, ataviada con un ostentoso vestido azul. Llevaba el pelo prematuramente plateado recogido en una única cola, y reparó en la presencia de algunas arrugas en su rostro, lo cual la dotaba si cabe de un aspecto más maquinador. Estaba inmersa en una animada conversación con la madre de Meredith, una mujer regordeta que iba demasiado maquillada para su tez pálida, y cuyo pelo rojo y ondulado era como un halo de fuego.
—Ah, Simon, pero si has venido —dijo su madre cuando reparó en él.
La madre de Meredith se puso tensa. Echó la vista atrás para mirarle con aprensión. La madre de Simon compuso una expresión que estaba a un paso de considerarse propia de alguien pagado de sí mismo. Simon estaba convencido de que la escena se desarrollaba tal como ella la había planeado.
Al acercarse, su madre extendió los brazos hacia él y dijo:
—Bienvenido a casa.
El mago permitió que le besara en ambas mejillas.
—Sólo estoy de visita, madre. Ahora tengo mi casa bastante lejos de aquí.
—Claro, por supuesto. —Se volvió hacia la madre de Meredith, a quien dijo—: ¿No te habías enterado? Simon reside ahora en su propio árbol. Logró duplicar el hechizo que produjo nuestra propia finca arbórea.
Simon sonrió con modestia, algo incómodo.
—Ah, eso es estupendo —comentó la madre de Meredith con dudosa sinceridad—. ¿Es a eso a lo que te has estado dedicando, Simon? ¿Al estudio de la magia? Qué bonito. Tu madre ha olvidado tenernos al corriente de tus actividades —añadió—. Debes de estudiar con denuedo para haberte privado de la compañía de tu familia todos estos años.
—Sí, en efecto —dijo la madre de Simon, cuyo tono fue adoptando una mayor frialdad—. Y los resultados hablan por sí mismos, ¿no crees?
—Qué duda cabe —respondió la madre de Meredith—. ¿Sabes una cosa, Simon? Mi hija debe de andar por aquí. Deberíais charlar un rato. Desde hace un tiempo la magia se le da bastante bien.
—Sí —admitió la madre de Simon—, es un auténtico placer tener a Meredith de vuelta con nosotros. Es demasiado buena para ese estúpido duque.
La madre de Meredith entornó un ápice los ojos. Luego miró más allá de Simon y dijo:
—De hecho, creo que la veo desde aquí. ¡Meredith, cariño! Ven aquí un momento, anda. Mira quién ha vuelto.
Simon se preparó mentalmente antes de darse la vuelta.
Era más alta de lo que la recordaba, parecía dotada de mayor confianza en sí misma y tenía las facciones más angulosas. Vestía blusa roja y falda con tahalí, y llevaba el cabello castaño más corto, tanto que apenas le rozaba los hombros desnudos. Pero seguía siendo Meredith. Había imaginado ese encuentro innumerables veces, y ahí la tenía, ante él.
—Simon —dijo ella, que le abrazó con cierta rigidez, antes de recular. Ella y su madre quedaron frente a Simon y su madre, como piezas dispuestas en un tablero de ajedrez.
—Os pasabais la vida juntos jugando —dijo a Simon la madre de Meredith.
—Sí —dijo él sin apartar la vista de Meredith, que le miró a su vez con expresión neutra.
—Sí —intervino la madre de Simon—. Ambos habéis sido siempre los magos más dotados de la familia.
—Algo competitivos al respecto, creo recordar —señaló la madre de Meredith—. Aunque sospecho, Simon, que de un tiempo a esta parte Meredith podría darte una buena lección.
—Bueno —dijo la madre de Simon—, yo no sé si diría tanto.
Se impuso unos instantes un silencio incómodo.
—Tendríamos que organizar una competición para zanjar el asunto —sugirió la madre de Simon.
—Pues claro —aplaudió la madre de Meredith—. Eso sería muy interesante.
Ambas madres guardaron silencio. Simon y Meredith se miraron. Simon pensó que debía hablar, pero no se le ocurrió qué decir. Por suerte sonaron las trompetas, anunciando que la ceremonia estaba pronta a empezar.
Meredith inclinó la cabeza ante Simon y se retiró acompañada por su madre. No tardaron en perderse en la multitud que se dirigía hacia las hileras de bancos. Simon y su madre localizaron sus asientos, y Simon pasó un rato cruzando algunas palabras con varios de sus parientes.
Entonces Bernard anduvo frente a la congregación, seguido por Elizabeth, una joven delgada de aspecto apocado que llevaba en brazos al bebé de ambos. Subieron a un estrado de madera y se quedaron mirando hacia arriba el amplio espectro que presentaba la cara sur del árbol de Victor.
—¡Victor Archimagus! —gritó Bernard—. ¡Honrado antepasado! ¡Escúchame!
Una importante parte ovalada del árbol sufrió una ondulación, como si la corteza fuese un trecho de aguas calmas perturbado de pronto por el movimiento de un monstruo marino. Las ondulaciones se volvieron más acusadas. Se oyó entre remolinos el chapaleo del agua…
Entonces se dibujó un enorme rostro de madera que surgió del tronco como emergería alguien de una cascada. El rostro era atractivo, barbudo, presumido. Era la cara de Victor Archimagus, con sus ojos vacíos, extraños.
—Heme aquí —anunció con voz retumbante.
Simon siempre había considerado aquello bastante abyecto. Era tan propio de Victor dejar atrás un espectro, ese grave e insensible simulacro de persona dedicado a perpetuar por los años de los años el insalubre ascendiente que tuvo sobre su familia.
—Soy Bernard Archimagus, y ésta es mi esposa legítima, Elizabeth —anunció el joven—. Queremos darte las gracias, gran mago, por todo lo que has hecho y sigues haciendo en aras de tu familia. —Bernard continuó en esta línea, alabando los diversos logros de Victor y agradeciendo su generosidad. Simon miró en dirección al lugar donde se sentaban los descendientes de Atherton, buscando con la mirada el rostro de Meredith, para descubrir que alguien la ocultaba de su ángulo de visión.
Finalmente, Bernard tomó al niño de brazos de Elizabeth, lo levantó y exclamó:
—Noble Victor, aquí te presento a mi primogénito, Sebastian Archimagus, con el deseo de que jamás fracase en su empeño de complacerte.
Por un largo instante, el rostro de Victor pareció contemplar al niño, aunque en realidad costaba decir a donde miraban aquellos ojos vacíos. Al cabo, dijo.
—Me complace.
Entonces el árbol se puso a temblar. Algunas hojas cayeron sobre la multitud como gotas de lluvia. A Victor los ojos le resplandecieron con una luz mística. La base del árbol se hinchó como si un geiser la llenara por debajo, y este efecto reverberó tronco arriba hasta la uve que señalaba la división entre los respectivos descendientes de Franklin y Atherton, punto a partir del cual se decantó por la rama de los Franklin, que agrandó a continuación. La magia fluyó rama a rama, trazando el árbol genealógico de Sebastian, y Simon sabía que allá por donde pasara haría mayores las estancias, más espaciosas, más lujosas. Por último, la magia alcanzó la rama que había crecido el día de la ceremonia de presentación del propio Bernard, y a partir de esa rama surgió otra que fue alargándose, más y más gruesa, cubierta de ventanas, balcones y resplandecientes hojas verdes, todo en el transcurso de un minuto, todo mientras los presentes exclamaban y vitoreaban.
Los hijos de Franklin prorrumpieron en jubilosos hurras. El cortés aplauso de los descendientes de Atherton fue considerablemente menos entusiasta.
La celebración prosiguió hasta bien entrada la noche, y cuando terminó Simon siguió a sus familiares de vuelta al interior del árbol. Se introdujeron por la puerta principal hasta el espacioso vestíbulo, un lugar cavernoso, vasto, lleno de mesas y bancos, en cuya pared opuesta se encontraba el altar dedicado a Victor. Desde allí se repartieron las familias: los descendientes de Franklin a la derecha, la descendencia de Atherton a la izquierda, arriba por sendas escaleras que ascendían en espiral una en torno a la otra y que los llevaron de vuelta a sus ramas respectivas. Simon subió hasta su propia rama y sus antiguas habitaciones, las cuales, tal como Bernard le había prometido, seguían estando tal como él las había dejado.
Entonces Simon se tumbó en la cama con la vista en el techo, y, al cabo de un rato, se quedó dormido.
Le despertaron los golpes en la puerta. Miró la ventana con los ojos entornados y comprobó que era de día. Salió de la cama y abrió la puerta. En el vestíbulo se encontraba su joven primo de cabello rubio, Garrett.
—Se trata del bebé. Sebastian. Está enfermo —anunció con evidente alarma en la voz.
Garrett se marchó a paso vivo. Simon se vistió para dirigirse a continuación a las habitaciones de su difunto padre, desde las cuales subió a la parte que ocupaba Bernard en el árbol. Una entrada nueva con forma de arco daba a la escalera que conducía a la rama de Sebastian.
Simon llamó a la puerta, que se abrió de inmediato para revelar a Bernard, la viva imagen de la preocupación en pugna constante con la esperanza.
—Simon —dijo—. Entra.
Simon entró en la sala, en cuyo interior se encontraba Elizabeth sentada en una mecedora con el bebé en brazos.
—Tiene fiebre —explicó Bernard—. Ayer había tanta gente, y todos deseaban tenerlo en brazos. El tío Reginald le estornudó encima, creo. Estoy seguro de que no tiene importancia, pero…
Simon asintió. Saludó a Elizabeth y echó un vistazo a Sebastian, a quien vio pálido.
Al poco rato regresó Garrett, acompañado por la madre de Simon. Cuando ésta vio al bebé se quedó congelada y guardó silencio unos instantes.
—Se pondrá bien, pero habría que curarle, Simon, querido —dijo, al cabo—. ¿Tus talentos con la vertiente más suave de la magia no habrán experimentado una mejoría estos últimos años?
—Lo siento pero no —respondió él.
—Iré a por Clara —se prestó voluntario Garrett.
—Espera —pidió la madre de Simon—. No. Trae a Meredith, por favor.
Bernard se mostró extrañado.
—Pero, mamá, no necesitamos su ayuda —protestó.
—Es una sanadora muy poderosa, mucho más que Clara, tal como sabe todo el mundo —replicó ella—. Está aquí y tenemos que aprovechar la oportunidad. Hizo un gesto a Garrett e insistió: —Anda, ve.
Al cabo de una hora de marcharse, regresó acompañado por Meredith. Todas las miradas se volvieron hacia ella cuando entró. Cruzó la estancia en dirección a Elizabeth y dijo:
—Siento que Sebastian no se encuentre bien. Haré todo lo que pueda. —Y abrió los brazos para tomarlo en ellos.
Elizabeth, algo a regañadientes, le confió el bebé.
En cuanto Meredith lo tocó se echó a llorar. Lo acunó contra el pecho, los ojos cerrados, y se quedó de pie un minuto, murmurando mientras Sebastian berreaba. Elizabeth dirigió a Bernard una mirada cargada de preocupación, y éste miró expectante a Meredith.
—Bueno, ya está —anunció finalmente Meredith, devolviendo el bebé a Elizabeth.
—Gracias —dijo en voz baja la madre de Simon.
Meredith se marchó, no sin antes cruzar brevemente la mirada con Simon, cerrando la puerta al salir.
Transcurrieron dos días y Sebastian siguió enfermando, pero no hubo nada más que pudiera hacerse, ya que cualquier magia sanadora no hubiera hecho sino entorpecer las medidas adoptadas por el hechizo de Meredith, que era más potente. Esa noche Bernard acudió a las habitaciones de Simon.
—Te necesito, Simon. Elizabeth se ha llevado a Sebastian a su rama y se niega a salir de allí.
Franquearon la entrada con forma de arco que desembocaba en la parte recién crecida del árbol. Encontraron las salas poco iluminadas, desiertas, y a medida que subieron Simon pudo oír el viento que sacudía las hojas del exterior, al igual que, algo más imperceptible, los sollozos de una mujer. Encontraron a Elizabeth en una habitación vacía, sentada en el suelo, en un rincón, con Sebastian en brazos. La oscuridad le hurtaba el rostro.
Bernard se arrodilló a su lado.
—Cariño, por favor. Ven abajo.
—No —dijo ella.
Bernard se volvió hacia Simon, quien también se arrodilló junto a ella.
—Escúchame, Elizabeth. No podemos quedarnos aquí. Si muere…
—¡No va a morir! —protestó ella.
—Si la rama… —empezó a decir Simon.
Pero ella hizo un rotundo gesto de negación con la cabeza.
—No me importa.
—Pues a mí sí —afirmó Simon—. Vamos, confíamelo. —Tomó a Sebastian en brazos. Al tacto percibió que ella estaba temblando.
Bernard la ayudó a ponerse en pie, y luego la llevó del brazo escalera abajo, seguidos por Simon, que llevaba al bebé.
Cuando franquearon el umbral que daba a la sección del árbol de Bernard, Simon respiró más tranquilo. Si un varón de la familia Archimagus moría, las ramas correspondientes del árbol de Victor también se marchitaban, lo que podía entrañar un grave peligro para quienes pudieran habitarlas. Ésa era la razón de que por lo general las ramas que podían peligrar fuesen abandonadas.
Simon se sentó en el sofá con el bebé, mientras Bernard llevaba a Elizabeth a la cama. Cuando Bernard asomó de nuevo al salón, dijo:
—Qué raro, ¿no te parece?
—¿El qué?
—Es una sanadora tan capaz, pero ¿ni siquiera puede ayudar a un niño enfermo?
—¿Crees que han exagerado al hablar de su talento?
Bernard estaba furibundo.
—Eso o que en realidad no ha estado ejerciéndolos en nuestro beneficio.
—No. De ninguna manera. No, tratándose de Meredith. La conozco.
—La conociste —puntualizó Bernard—. Las personas cambian.
Simon lanzó un suspiro.
—Descansa un poco. Estás exhausto. —Inclinó la cabeza para señalar al bebé que tenía en brazos—. Yo cuidaré de él. Se pondrá bien.
Bernard titubeó.
—De acuerdo. Buenas noches —dijo tras titubear, antes de acercarse al niño y darle un beso de buenas noches en la frente.
—Buenas noches —se despidió Simon.
Dos noches después, mientras Simon se hallaba tumbado en la cama leyendo, oyó un ruido procedente de su escritorio. Levantó la vista y vio que una de sus plumas temblaba. Entonces la pluma se alzó en el aire, se hundió en el tintero y pasó a deslizarse con gran soltura por la superficie de uno de sus pergaminos. Simon dejó el libro en la cama y se acercó al escritorio.
La pluma descansaba ya junto al puñado de palabras escritas con la elaborada caligrafía de Meredith.
«Tenemos que vernos».
A Simon el corazón le dio un vuelco. Aferró la pluma y garabateó lo siguiente:
«Reúnete conmigo en el jardín».
Después dejó la pluma en el escritorio. Al cabo de un momento, la pluma cobró vida de nuevo.
«Lo haré».
Descendió por el tronco del árbol, salió por el postigo, bajó la colina donde se mecía la hierba alta y cruzó el puente sobre las aguas burbujeantes, hasta alcanzar el jardín donde Meredith y él habían jugado de niños, y donde más adelante se habían reunido en secreto en noches como ésa. El lugar quedaba resguardado por una muralla alta cubierta de hiedra, las puertas estaban entreabiertas, herrumbrosas, y en su interior había senderos que serpenteaban como el paso de un hombre ebrio, así como estanques poco profundos circundados por trechos de azucenas y laberínticos setos en los que un chico y una chica podían desaparecer juntos sin temor a que nadie los encontrara.
Estuvo esperándola junto al banco de mármol que había al lado de la estatua de un viejo león triste al que le faltaba una oreja, y Simon se puso a pensar en aquella otra noche, años atrás, hasta que la oscura sombra de ella fue cobrando forma tras recorrer el camino como un espectro. Simon se apresuró hacia ella y la estrechó en sus brazos.
—Te he echado de menos —susurró.
—Yo también te he echado de menos —dijo ella apoyando la cabeza en su hombro.
La retuvo en sus brazos largo rato, allí, a la luz de la luna.
—Ven conmigo —propuso él.
—¿Qué? —preguntó ella, los ojos muy abiertos, apartándose de él.
—¿Alguna vez me quisiste? —preguntó.
—Sí.
—Entonces ven conmigo. Yo tenía razón, ¿verdad? Nos pertenecemos el uno al otro. No somos como ellos. Nada bueno resultará de seguir aquí.
—Simon. —Ya separada de él, se sentó en el banco—. No. Es imposible.
—¿Por qué? —preguntó el mago.
—Ya te lo dije…
—Sí. —Se sentó a su lado—. Ya me lo dijiste. Me contaste que te habían prometido con otro. Bueno, pues ya no lo estás.
—Y que Victor no se sentiría complacido.
—Pero ahora yo tengo mi propio árbol —dijo—, y no sería necesario que nosotros…
—¿Y nuestras familias? —preguntó ella.
—Podemos vivir sin ellos. Yo lo he demostrado, ¿no? Si alguna vez me amaste…
Ella desvió la mirada.
—Meredith —dijo él con el ruego en la voz—. Olvídalos. Fundaremos nuestra propia familia y sus miembros se convertirán en los mejores magos que nadie haya…
—Lo siento, Simon. Yo no soy como tú —dijo ella—. No puedo marcharme y dar la espalda a todo.
Él se levantó del banco, mirando ceñudo las sombras.
—Simon, tenemos que hablar —dijo ella al cabo de un rato—. Me refiero a esos rumores.
—¿Qué rumores? —preguntó.
—A los que afirman que únicamente finjo curar a Sebastian. —Estaba indignada—. O los que dicen que no he hecho más que echarle una maldición. Son absurdos.
—¿Para eso querías verme? —Simon la miró con los ojos muy abiertos.
—Es uno de los motivos —dijo ella—. Simon, esto es importante. La situación se nos escapa de las manos. Que tu familia intente incitar a…
—¿Mi familia? Tu hermano…
—Malcolm es un palurdo —sentenció ella con frialdad—. Es pueril. Haz como si no existiera. La única persona para la que supone un peligro es para sí mismo. Son los tuyos quienes suponen una amenaza. Ésa es la otra razón por la que no podría huir contigo, por mucho que quisiera.
Simon rió entre dientes.
—¿Así que tú eres lo único que se interpone en el camino del poderoso clan Franklin?
—Bueno, puede que sí.
—Pese a lo cual Sebastian empeora con el transcurso de los días.
—Eso es muy triste —dijo ella—, pero no es culpa mía. A veces los pacientes experimentan una mejoría, y otras no lo hacen. Eso ya lo sabes.
—O quizá no seas tan poderosa como nos has hecho creer.
—Sigue azuzándome, Simon, y veremos lo poderosa que soy —le desafió Meredith, levantándose.
Simon rió de nuevo.
—¿Eso es una amenaza? ¿Te crees capaz de vencerme?
—Sé que lo soy.
—Fui capaz de desentrañar el mayor hechizo de Victor Archimagus —dijo Simon.
—Impresionante, no te lo niego —dijo Meredith, ácida—. Es impresionante que malgastaras tantos años intentando igualar el egotismo de alguien a quien desprecias. Pero mientras tú estabas ocupado con tu precioso árbol, yo me dediqué a profundizar en las demás áreas de conocimiento que estoy segura tú descuidaste, incluida la magia de batalla, así que no me busques las cosquillas, Simon, porque sería una pelea desigual.
—Hice para ti ese precioso árbol del que hablas —protestó él, elevando el tono de voz—. Para nosotros. Para que llegara el día en que…
—¡Jamás te pedí que hicieras tal cosa!
Permanecieron ahí de pie, en la oscuridad, enfadados.
—Creo que esta conversación ha terminado —dijo ella entonces, antes de añadir con más calma—: Contenlos, Simon. Por el bien de ambas partes. Si alguna vez me amaste, contenlos.
Se dio la vuelta y se alejó caminando por el sendero bordeado de álamos que se alzaban como centinelas. Más allá vio la muralla cubierta de hiedra, y aún más allá la cresta de la colina, sobre la cual se alzaban a su vez las largas extremidades negras del árbol de Victor.
Cuando se hubo marchado, Simon recordó aquella otra noche, tiempo atrás.
—No puedes casarte con él —le había dicho él—. No resultará. Nunca serás feliz, Meredith, no tienes que pasar por esto, aún no es demasiado tarde. Ven conmigo, ahora.
Y ella le había dado todos los motivos por los cuales no podía acceder a su petición, y después le había preguntado adonde irían.
—No lo sé —dijo él—. Ya se nos ocurrirá algo. —Y cuando ella se negó de nuevo, él dijo—: Bueno, yo me marcho. Esta noche. No importa cómo. Tú puedes acompañarme o no. Recogeré algunas cosas y te esperaré en el jardín, por si cambias de idea.
Y estuvo allí esperando, junto al banco de mármol, atento a la ventana de ella a medida que el frío se adueñaba de la noche. Vio cómo apagaba las luces, y luego, más tarde, cuando comprendió que no había cambiado de opinión, se fue sin volver la vista atrás.
Y ahora recorrió el sendero de guijarro, pensando de nuevo en los motivos de ella. Al final todo se reducía a uno, el único que importaba: la familia. Cuando salió por la puerta del jardín, detuvo el paso para contemplar el árbol de Victor.
Justo entonces se oyó un fuerte estampido que encontró eco en el cielo violeta. Una de las ramas se desgajó del árbol para precipitarse al vacío.
A la tarde siguiente, la familia Archimagus se reunió en su cementerio privado, situado en una colina desde la que se podía contemplar el árbol de Victor. El cielo era una sólida pizarra gris, la atmósfera estaba cargada y resultaba opresiva. Se pronunciaron unas palabras. Elizabeth lloró sin cesar.
Simon evitó trabar contacto visual con Meredith, convertida ahora en el foco de las sospechas casi unánimes de los descendientes de Franklin. Ella mantuvo el rostro inexpresivo. Hubo un punto durante la ceremonia en que se oyó una leve carcajada desde el fondo del gentío, tal vez en respuesta a algún comentario susurrado. Bernard volvió la vista atrás, decidido a identificar al responsable. Simon no tuvo que mirar porque había reconocido la voz. Malcolm.
Bernard adoptó una expresión fría, furibunda, y por un instante Simon pensó, deseó en parte, que Bernard se abriese paso entre los presentes para sacar las entrañas de Malcolm. Pero al cabo de unos segundos, Bernard se hundió de hombros y se volvió para encarar de nuevo la tumba de su hijo.
La semana siguiente fue muy calurosa. Simon durmió sobre una sábana en el balcón, a pesar de lo cual se despertaba continuamente bañado en sudor. Durante el día, la mayoría de los miembros de la familia Archimagus se congregaban en el gran salón, donde reinaba un ambiente más fresco, pero incluso aquel espacio tan amplio apareció atestado cuando los descendientes de Franklin y los descendientes de Atherton comenzaron a pelearse por las mesas, se lanzaron pullas y cruzaron palabras.
Una tarde Simon oyó que llamaban a su puerta. Tras abrirla encontró en el vestíbulo a un jadeante Garrett. El muchacho dijo:
—Es Malcolm. Tienes que acompañarme. Ahora.
Simon se ciñó la espada al costado y siguió a Garrett escalera abajo.
Cuando Simon llegó al gran salón, vio a la pandilla de Malcolm ocupando la mesa de costumbre, cubierta por varias macetas de plantas.
Cerca había un grupo de jóvenes, todos ellos descendientes de Franklin, incluido Bernard, atentos a Malcolm y a sus primos, hablando entre ellos con expresiones airadas. El resto de los presentes, varias docenas de parientes, se distribuían equitativamente entre los descendientes de Franklin y los de Atherton, y ambas partes se miraban con abierta hostilidad. Simon se apresuró hacia ellos.
—¡Vaya, Simon! —exclamó entonces Malcolm con fingida alegría—. Aquí llegas. Ven a echar un vistazo.
Simon se acercó con cautela.
Malcolm señaló con un gesto la planta que tenía en la mano.
—Acabo de descubrir un pasatiempo de primera, la manera perfecta de pasar un caluroso día de verano. Una de mis amistades me las entregó anoche. Me han contado que son el último grito en tierras lejanas.
Simon miró ceñudo la planta, una especie de árbol en miniatura con ramas flacuchas y denso follaje.
Malcolm empuñó un cuchillo de hoja larga.
—Te explicaré cómo funciona. El objetivo consiste en moldearlos para que adopten las formas más elegantes cortando simplemente las ramas que se te antojen indeseables. Piensa, por ejemplo, en esa misma de ahí. —Colocó la hoja del cuchillo debajo de una de las diminutas ramas del arbolillo—. No me gusta lo más mínimo.
Con un ágil movimiento de muñeca la rama le cayó sobre la punta de la bota y se la sacudió de encima.
Bernard empezó a maldecir en voz alta. Algunos de los parientes se lo llevaron lejos, murmurándole que ignorase a Malcolm, quien fingió no darse por aludido mientras se apoyaba en la mesa para comentar:
—Supongo que no es muy aficionado a este pasatiempo. —Devolvió la mirada a Simon y volvió a empuñar en alto el cuchillo—. ¿Qué me dices, Simon? ¿Quieres probarlo?
—No, gracias —dijo Simon.
—Lástima. —Malcolm devolvió el cuchillo a la vaina que le colgaba de la cintura—. Es muy divertido.
—Pues creo que ya te has divertido bastante por hoy —dijo Simon—. Así que por qué no te llevas tu arbolillo, y a tus amiguitos, y os marcháis a otro lado. Ahora.
Malcolm sonrió.
—No —dijo, airado, cruzando una pierna sobre la otra—. Aquí estoy la mar de cómodo.
—Pero es que, verás, puedo hacer que dejes de estarlo —aseguró Simon, trazando un gesto en el aire, momento en que le surgió de los dedos un humo azulado. Iba de farol, porque no tenía la menor intención de recurrir a la magia en semejante situación.
Cosa que Malcolm sabía perfectamente.
—Te crees tan temible. —Rió—. Por eso fue tu madre a buscarte, para asustarnos. Pero ambos sabemos que si me haces daño, mi hermana acabará contigo.
Todos los presentes en la sala estaban observando lo sucedido. Malcolm se levantó para encararse a Simon.
—Eres tú quien tiene miedo —susurró—. Porque ella es buena. La mejor maga de la familia. Demasiado buena para ti.
Eso le hizo daño. Más del que Malcolm podía imaginar. Simon sintió que la ira crecía en su interior.
Malcolm se dirigió a los descendientes allí reunidos de Atherton.
—¡Todos vosotros lo teméis! ¿Por qué? ¿Qué va a haceros? —Dio un empujón a Simon en el pecho, obligándole a recular unos pasos—. ¿Eh? ¿Qué piensas hacer?
Simon se quedó mirándole, lleno de ira.
—Aja —dijo Malcolm, dándole la espalda—. Ya veis que…
Simon se abalanzó sobre él, derribándolo bajo su peso.
La sala prorrumpió en gritos cuando Simon se sentó a horcajadas sobre Malcolm, a quien propinó varios puñetazos en la mandíbula. Malcolm arañó el rostro de Simon, pero el mago le superó la guardia y volvió a golpearle.
Entonces Malcolm echó mano del cuchillo.
Lo sacó de la vaina y amenazó a Simon, quien asió la muñeca de Malcolm para golpearla en el suelo, una, dos veces, hasta que el otro soltó el arma.
Entonces alguien apartó a Simon, que cayó boca arriba en el suelo. Era Bernard, que empuñaba la espada ropera. Ante la mirada de Simon, Bernard echó el brazo hacia atrás y ensartó a Malcolm allí donde estaba tendido.
«¡No!», pensó Simon.
Se puso en pie. A su alrededor todos los presentes habían desenvainado las armas.
—¡Aguardad! —gritó—. ¡Deteneos!
Pero era demasiado tarde. Los descendientes de Franklin y los descendientes de Atherton chocaron en un estruendo de acero. La pandilla de Malcolm se abalanzó sobre Bernard, que retrocedió lanzando tajos al aire para mantenerlos a raya. Simon desenvainó su propia arma y dio un salto dispuesto a ayudar. Malcolm, sangrando, fue arrastrado lejos de la riña por uno de sus primos, Nathan, un joven imperturbable que por algún motivo siempre había mostrado a Malcolm una lealtad incondicional.
Simon se agachó, batiéndose a tajos y estocadas. No recurrió a la magia, porque era consciente de que podía necesitarla llegado el caso de tener que defenderse de Meredith, pero algunos de sus parientes la emprendieron a hechizos y hubo ocasionales destellos de luz, acompañados de pequeñas explosiones. Toda la sala se vio sacudida por la violencia, generaciones y generaciones de fiera rivalidad y desconfianza desatadas por fin, allí ante el altar de Victor Archimagus. Simon no tardó en ver la hoja de su espada empapada de sangre, que le impregnó pegajosa la mano. Desfilaron ante él los rostros, caras de expresión furibunda, rostros que recordaba de la niñez, gente con quien llevaba años sin cruzar palabra y a quienes atacó con la espada.
A veces caía uno de los descendientes de Franklin. Simon vio caer a Garrett, víctima de los ataques de uno de los tíos de Meredith, pero sucedía más a menudo que las bajas se contaban entre los descendientes de Atherton, y pronto hubo muchos de ellos tendidos en el suelo, pisoteados por los supervivientes. Entonces los descendientes de Atherton recularon y echaron a correr, retrocediendo con atropello por la escalera que conducía a su rama del árbol.
Simon pensó en Meredith. Tenía que dar con su paradero, aunque no supo si con intención de protegerla de sus familiares o de proteger a su propia familia de ella.
Se unió a la persecución emprendida sobre los descendientes de Atherton escalera arriba. Muchas de las ramas se habían marchitado y caído, al no haber ya herederos varones capaces de sustentarlas, y Simon vio acorralado a uno de los primos de Meredith, a quien mataron ante sus ojos mientras golpeaba un sólido muro que apenas hacía unos momentos era una entrada con forma de arco. Los descendientes de Atherton no tenían otro lugar al que ir, sólo más y más arriba, no había escapatoria posible exceptuando el salto fatídico al vacío desde una ventana o balcón.
Cuando Simon se apresuró en dirección a las habitaciones del abuelo de Meredith, oyó gritar a un puñado de descendientes de Franklin:
—¡Por aquí! Están aquí arriba. —Y los hombres cargaron a través de una entrada con forma de arco, escalera arriba hasta la rama de uno de los tíos de Meredith, Kenneth, el padre de Nathan.
Simon los siguió.
Los alcanzó justo cuando irrumpieron en un amplio salón, en cuyo extremo opuesto había un grupo de hombres que cerraban en torno a Meredith, arrodillada sobre Malcolm, tendido en el suelo. Ella aplicaba las manos sobre la sangrante herida del pecho, con intención de sanarle. Estaba presente la madre de Meredith, y algunos primos, hijos de tío Fletcher, además de otros parientes, muchos de los cuales empuñaban espada. Nathan estaba situado junto a la ventana, mirando a través de ella.
—¡No! —gritó—. ¡No! ¡Está cayendo! Ha… Ha muerto.
Meredith se encogió, abatida. La rama de Malcolm se había marchitado. Estaba muerto.
Nathan miró en dirección a Simon, desnudó el arma y se acercó a Meredith para situarse a su lado. Simon le miró. Los hermanos de Nathan habían caído en la batalla que tuvo lugar abajo. Y su padre. Simon había visto los cadáveres.
Meredith se incorporó entonces, volviéndose hacia Simon. Se irguió cuan alta era, hecha una furia, y su cabello se meció al capricho de vientos etéreos, tenía anillos de luz en los dedos y los ojos llenos de un odio sin par. Simon sostuvo la mirada de aquellos ojos y supo que no había lugar para ruegos, que ya no había ninguna oportunidad de cambiar las cosas. Sus sueños habían muerto con Malcolm.
Los hombres situados en torno a Simon titubearon, poco dispuestos a enfrentarse a la hechicera más poderosa de la familia. Simon no pudo culparlos.
—Salid de aquí —les dijo—. Yo me ocuparé de ella.
Los hombres cruzaron la mirada y huyeron.
Meredith se acercó a él, envuelta en un silencio mortal. «No me busques las cosquillas porque sería una pelea desigual», le había dicho ella. Simon temió que fuese verdad.
Ella se detuvo en mitad de la estancia, con los brazos extendidos a ambos lados.
—Te lo advertí, Simon. —La ira hizo que le temblara la voz—. Todo esto es culpa tuya. ¿Crees que puedes enfrentarte a mí? Pues aquí me tienes. Aprovecha la ocasión y da lo mejor de ti, porque no habrá otra.
Una sola oportunidad, pensó Simon.
Movió la palma de la mano hacia ella, arrojando dos docenas de puntos de luz mágica que se extendieron como un abanico al atravesar el espacio que los separaba, más y más grandes a cada instante, transformados en dagas voladoras hasta el punto que ella se enfrentó a una pared letal compuesta por cuchillos.
Meredith levantó las manos, invocando un reluciente escudo espectral. Las dagas lo alcanzaron para evaporarse. Miró a Simon casi con lástima.
Él se dio la vuelta y echó a correr escalera abajo.
—¡Cobarde! —gritó alguien.
Simon tuvo miedo. Pero no de Meredith, no en ese momento en que descendía la escalera, bajando los peldaños de tres en tres.
Lo tuvo porque algunas de las dagas que habían pasado de largo junto a la hechicera se habían hundido en Nathan, incluyendo una que le había alcanzado en plena garganta. Meredith no tardaría en reparar en ello, luego se preguntaría por el destino de su padre y hermanos, momento en que comprendería que…
Simon siguió corriendo. A su alrededor la rama sufrió una fuerte sacudida, la madera se desdibujó, seca, cenicienta, picada. Vio a través de las ventanas que las hojas adquirían una tonalidad pardusca antes de dejarse llevar, dibujando oscuros nubarrones en el aire.
Se acercó a la entrada con forma de arco. Delante de sus ojos el tejado se resquebrajó, y a través de él penetraron los rayos del sol que trazaron una línea imaginaria entre la zona segura donde estaría a salvo del peligro. Cuando el suelo cedió bajo sus pies dio un salto hacia ella.
Hubo un crujido ensordecedor. Al volverse vio a Meredith, arriba, atrás en el túnel, corriendo hacia él, arrastrando a su madre de la mano, acompañada por otros parientes cuando la rama se precipitó al vacío.
Simon fue a ver qué había sido de ellos. Pero cuando quiso echar un vistazo, la entrada con forma de arco que enmarcaba en ese momento el firmamento, fue recuperada por el árbol, la madera acabó sellando la brecha, el portal se encogió más y más como cuando se cierra un ojo. Para siempre.
Al cabo de unos días, la familia Archimagus se reunió en el cementerio privado para celebrar el entierro. La batalla no había tenido color, y los descendientes de Atherton se habían reducido a un número muy modesto. Permanecieron de pie en silencio, debilitados y asustados. Según las condiciones de su rendición, aceptaban sin reservas la responsabilidad de aquel desdichado asunto, habían entregado las armas y pertenencias de valor y no tardarían en exiliarse. Simon se preguntó adonde irían. Llevaban toda la vida viviendo en el árbol de Victor. Simon no podía imaginarlos en otro lugar.
Al concluir la ceremonia, cuando la gente empezó a desfilar, Simon se demoró junto a la lápida donde figuraba esculpido el nombre Meredith Wyland.
Su madre se le acercó entonces, y dijo:
—Sabía que podrías vencerla.
Él guardó silencio.
—Ahora estamos a salvo —añadió ella—. Gracias a ti.
Él volvió la vista atrás, al árbol de Victor, cuyas dos mitades se caracterizaban ahora por una absurda asimetría. El sol atravesó sus ramas, forzándole a entornar los ojos.
—Espero que ahora puedas ser feliz —dijo su madre, que se dispuso a alejarse.
—¿Qué significa eso? —preguntó él, reteniéndola.
Ella se volvió hacia él, y acto seguido miró la lápida.
—Me refiero a que esa terrible muchacha siempre tuvo demasiada influencia sobre ti, Simon. Eso es todo.
—Madre, siempre he tenido la terrible intuición de que buena parte de lo que ha sucedido últimamente obedece a una maquinación tuya —la acusó él, midiendo las palabras.
—¿Mía, querido? —Rió—. Vaya, Simon, siempre fuiste un crío melancólico y desconfiado, de lo cual me culpo. Es una tontería por mi parte, lo sé.
Volvió a darle la espalda. Simon se disponía a decir algo cuando se oyó un terrible estampido que reverberó a lo largo y ancho del valle. Ante la mirada asombrada de todos los miembros supervivientes de la familia Archimagus, el árbol de Victor empezó a inclinarse a la derecha, lastrado por el peso desigual que ejercían las ramas de los descendientes de Franklin. Entonces el árbol cayó de lado en el suelo, quebrando las ramas que se hicieron añicos, levantando una inmensa nube de polvo que pudo verse en leguas a la redonda.
Simon Archimagus galopó a la luz de la luna por una ladera. Hacía un tiempo que salía a menudo a cabalgar en solitario. Le gustaban la calma, la paz. Cuando el caballo cabalgaba a buen paso, los cascos y el viento a menudo le ahogaban los pensamientos. Al menos un rato.
Finalmente regresó a caballo al árbol, el árbol que había planeado compartir algún día con Meredith y los hijos que tendrían juntos. A veces, en noches como ésa, cuando su caballo horadaba la oscuridad, la realidad se le antojaba más desdibujada, e imaginaba que todo había sido un error, que ella había logrado sobrevivir de algún modo, sin que nadie lo supiera, y que acudiría a su lado. O que su duelo no había sido más que una pesadilla terrible, y que sus sueños de compartir la vida con ella configuraban la auténtica realidad.
Franqueó la puerta, bajo el rastrillo de ramas de espino, hasta llegar al establo.
Se dirigió hacia el acceso a la escalera.
—¡Papá! —llamó la voz de un niño—. ¡Papá!
Simon entró en la cocina. Un niño rubio asomó por la puerta y dijo:
—Ah, hola, Simon. ¿Has visto a mi papá?
—No —respondió Simon—. Acabo de volver. ¿Pasa algo?
El niño arrugó el entrecejo.
—Jessica me ha quitado el caballo y no quiere devolvérmelo.
—¿Tú… caballo?
—Mi caballo de juguete —explicó el muchacho—. Papá me lo regaló, y a ella le advertí que no lo tocara, pero no hizo caso, me lo ha quitado y no quiere devolvérmelo a pesar de que es mío.
—Bueno, tal vez podríais compar… —quiso sugerir él.
—Tendría que matarla —dijo el pequeño, sin ironía—. Como cuando tú mataste a esa bruja malvada, Meredith.
—Mira, Brian… —dijo Simon, mirándole con los ojos agrandados por el asombro.
—Soy Marcus —le corrigió el muchacho.
—Marcus. —Simon exhaló un suspiro antes de proponer—: Vamos a buscar a tu papá, ¿te parece?
El joven siguió a Simon por corredores y escaleras. Había libros y juguetes tirados por todas partes. A veces los niños corrían sin freno por su lado.
Simon encontró a los adultos en lo alto del árbol, pasando el rato en la terraza. Allí estaban Bernard, y Elizabeth, además del resto de los hermanos de Simon y unos pocos parientes más. Sólo es temporal, se había prometido Simon, sólo será hasta que puedan encontrar otro lugar donde vivir. Pero no dieron muestras de querer buscarlo, e incluso habían empezado a insinuar a Simon que debía ordenar al árbol que creciese más para acomodar mejor a los niños.
La madre de Simon salió de las sombras con una copa de vino en la mano. Miró sonriente a todos sus hijos, juntos de nuevo bajo un solo techo. Por fin.
—Ah, Simon, aquí estás —dijo, alegre—. Bienvenido a casa.