La mujer que vendía cestos de enea y remolacha encurtida en el mercado de Berfil, se apiadó de la tía de Cebolla.
—¿Estás sola, querida?
La tía de Cebolla asintió. Aún mostraba en la mano los pendientes que había esperado que alguien le comprara. Había un tren que partía por la mañana hacia Qual, pero los billetes eran caros. Su hija Halsa, la prima de Cebolla, estaba de morros. Quería esos pendientes. Los gemelos se cogían de la mano y miraban el mercado.
Cebolla pensó que las remolachas eran más bonitas que los pendientes, que habían sido de su madre. Las remolachas eran sabrosas, aterciopeladas y misteriosas como estrellas encurtidas en tarros brillantes. Cebolla no había comido nada en todo el día. Tenía el estómago vacío, y la cabeza llena de los pensamientos de la gente del mercado: Halsa pensando en los pendientes, la desinteresada amabilidad de la mujer del mercado, la apagada preocupación de su tía. En otro puesto, había un hombre que tenía la mujer enferma. Estaba tosiendo sangre. Pasó una chica. Estaba pensando en un hombre que se había ido a la guerra. El hombre no volvería. Cebolla volvió a pensar en las remolachas.
—Sólo tú para cuidar de todos estos niños —decía la mujer del mercado—. Son malos tiempos. ¿De dónde venís?
—De Labbit, y antes de eso de Larch —contestó la tía de Cebolla—. Intentamos llegar a Qual. Mi esposo tenía familia allí. Tengo esos pendientes y estos candelabros.
La mujer meneó la cabeza.
—Nadie te comprará eso —le dijo—. No por un buen precio. El mercado está lleno de refugiados que venden todo lo que les queda.
—¿Y qué puedo hacer? —exclamó la tía de Cebolla. No parecía esperar una respuesta, pero la mujer se la dio.
—Hay un hombre que viene hoy al mercado; compra niños para los magos de Berfil. Paga bien, y dicen que a los niños los tratan muy bien.
Todos los magos son raros, pero los magos de Berfil son los más raros de todos. Construyen altas torres en los pantanos de Berfil, y viven allí como anacoretas, en pequeñas habitaciones solitarias en lo alto de sus torres. Casi nunca bajan, y nadie sabe muy bien para qué sirve su magia. Por la noche, luces temblorosas como bolas de un fuego verde y enfermizo danzan y corren por las marismas, cazando quién sabe qué. A veces una torre se desmorona, y entonces los punzantes juncos y los lirios de agua, que parecen manos blancas y fantasmales, crecen sobre las piedras caídas y el lodo del pantano engulle las ruinas.
Todo el mundo sabe que hay huesos de mago bajo el lodo del pantano, y que los peces y los pájaros que allí viven son criaturas extrañas. Tienen magia. Los niños se desafían a ir a los pantanos y coger algún pez. A veces, cuando un muchacho valiente coge un pez en los estanques lodosos y sucios del pantano, el pez llama al chico por su nombre y le ruega que lo suelte. Y si no deja ir al pez, le dirá, tratando de coger aire, cuándo y cómo morirá. Y si cocina el pescado y se lo come, soñará lo que sueñan los magos. Pero si deja ir al pez, éste le contará un secreto.
Eso es lo que la gente de Berfil dice sobre los magos de Berfil.
Todo el mundo sabe que los magos de Berfil hablan con los demonios, odian la luz del sol y tienes largos hocicos como las ratas. Nunca se bañan.
Todo el mundo sabe que los magos de Berfil tienen cientos y cientos de años. Se sientan y dejan caer sus sedales de pescar por las ventanas de sus torres y usan la magia para poner cebo en el anzuelo. Comen el pescado crudo y tiran las raspas por la ventana, de la misma forma que vacían sus orinales. Los magos de Berfil tienen costumbres muy sucias y carecen de modales.
Todo el mundo sabe que los magos de Berfil comen niños cuando se cansan del pescado.
Eso fue lo que Halsa le contó a sus hermanos y a Cebolla mientras la tía de Cebolla negociaba en el mercado de Berfil con el secretario del mago.
El secretario del mago era un hombre llamado Tolcet, y llevaba una espada al cinto. Era negro con manchas de un blanco rosado en la cara y en el dorso de las manos. Cebolla nunca había visto antes a un hombre de dos colores.
Tolcet dio a Cebolla y a sus primos trozos de caramelo.
—¿Alguno sabe cantar? —le preguntó a la tía de Cebolla.
La tía de Cebolla dijo a los niños que cantaran. Los gemelos, Mik y Bonti, tenían voz de soprano, fuerte y clara, y cuando Halsa cantó, todo el mundo en el mercado calló y escuchó. La voz de Halsa era como la miel y la luz del sol y el agua dulce.
A Cebolla le gustaba mucho cantar, pero a nadie le gustaba oírle. Cuando le tocó el turno y abrió la boca para cantar, pensó en su madre, y los ojos se le llenaron de lágrimas. La canción que le salió de la boca no era una que supiera. Ni siquiera era un idioma de verdad. Halsa bizqueó y le sacó la lengua. Cebolla siguió cantando.
—Basta —dijo Tolcet. Señaló a Cebolla—. Cantas como una rana, muchacho. ¿Acaso sabes cuándo callar?
—Es callado —repuso la tía de Cebolla—, sus padres han muerto. No come mucho y es bastante fuerte. Hemos caminado desde Larch hasta aquí. No tiene miedo de los brujos, si me permite decirlo. No había magos en Larch, pero su madre podía encontrar cosas cuando las perdías. Podía encantar a las vacas para que siempre volvieran a casa.
—¿Qué edad tiene? —preguntó Tolcet.
—Once años —contestó la tía de Cebolla, y Tolcet gruñó.
—Es bajo para su edad —replicó, y miró a Cebolla. Luego miró a Halsa, que se cruzó de brazos y puso un gran ceño—. ¿Vendrías conmigo, muchacho?
Su tía dio un codazo a Cebolla.
Éste asintió.
—Lo siento —le dijo su tía a Cebolla—, pero no hay otra manera. Prometí a tu madre que me ocuparía de que te cuidaran. Eso es lo mejor que puedo hacer.
Cebolla no dijo nada. Sabía que su tía hubiera vendido a Halsa al secretario del mago y que esperaba que eso fuera un golpe de suerte para su hija. Pero también, en parte, su tía se alegraba de que Tolcet quisiera a Cebolla en vez de a Halsa. Cebolla lo podía ver en su mente.
Tolcet pagó a la tía de Cebolla veinticuatro peces de cobre, que era un poco más de lo que había costado enterrar a los padres de Cebolla, pero algo menos de lo que el padre de Cebolla había pagado por su mejor vaca lechera, dos años antes. Era importante saber cuánto costaban las cosas. La vaca estaba muerta, igual que el padre de Cebolla.
—Pórtate bien —le dijo su tía a Cebolla—. Ten. Toma esto. —Le dio a Cebolla uno de los pendientes que habían sido de su madre. Tenía la forma de una serpiente. La ondeante cola metida en la estrecha boca, y Cebolla siempre se había preguntado si a la serpiente le habría sorprendido eso de acabar con un bocado de sí misma, para toda la eternidad. O tal vez estuviera eternamente furiosa, como Halsa.
Halsa apretó la boca con desagrado.
—Chaval. Dámelo —dijo cuándo abrazó a Cebolla para despedirse.
Halsa ya se había quedado con el caballo de madera que había tallado el padre de Cebolla, y con el cuchillo de Cebolla, el que tenía el mango de hueso.
Cebolla trató de zafarse, peo ella lo agarró con fuerza, como si no soportara la idea de verlo partir.
—Quiere comérsete —le dijo—. El mago te pondrá en un horno y te asará como a un cerdito. Dame el pendiente. Los cerditos no necesitan pendientes.
Cebolla se le escapó de entre los brazos. El secretario del mago le estaba observando, y Cebolla se preguntó si habría oído a Halsa. Claro que cualquiera que quisiera a un niño para comérselo se habría llevado a Halsa, no a Cebolla. Halsa era mayor, más grande y más rellena. Pero también cualquiera que mirara a Halsa sospecharía que tendría una sabor agrio y desagradable. Lo único dulce en Halsa era su forma de cantar. Incluso a Cebolla le gustaba escuchar a Halsa cuando cantaba.
Mik y Bonti le dieron a Cebolla besitos tímidos en la mejilla. Él sabía que ellos hubieran preferido que el secretario del mago comprara a Halsa. Sin Cebolla, Halsa pellizcaría, ridiculizaría y esclavizaría a los mellizos.
Tolcet pasó una larga pierna sobre el lomo de su caballo. Luego se inclinó hacia abajo.
—Vamos, muchacho —dijo, y le tendió la salpicada mano a Cebolla. Éste se la cogió.
El caballo estaba caliente y el lomo era ancho y alto. No había silla ni riendas, sólo una especie de arnés trenzado con una especie de cesto a cada lado, llenos de productos del mercado. Tolcet mantuvo al caballo quieto con la presión de las rodillas, y Cebolla se agarró con fuerza de su cinturón.
—Esa canción que has cantado —preguntó Tolcet—, ¿dónde la has aprendido?
—No lo sé —contestó Cebolla. De repente supo que esa canción era una que la madre de Tolcet le había cantado cuando era pequeño. Cebolla no estaba seguro de que significaban las palabras porque Tolcet tampoco lo estaba. Era algo sobre un lago y un bote, algo sobre una niña que se había comido la luna.
El mercado estaba lleno de gente vendiendo cosas. Con la ventaja que le daba la altura, Cebolla se sintió, durante un momento, como un príncipe; como si pudiera permitirse comprar cualquier cosa que viera. Miró un puesto que vendía manzanas, patatas y tartas de puerros calientes. Se le hizo la boca agua. Más allá estaba el puesto del vendedor de incienso, y también había una mujer diciendo la buenaventura. En la estación del tren, la gente hacía cola para comprar los billetes para Qual. Por la mañana, el tren partiría, y la tía de Cebolla, Halsa y lo gemelos estarían en él. Era un viaje peligroso. Entre Berfil y Qual había ejércitos hostiles. Cuando Cebolla miró la espalda de su tía, supo que no serviría de nada, que ella pensaría que le estaba rogando que no lo dejara con el secretario del mago, pero lo dijo igualmente.
—No vayáis a Qual.
Pero incluso mientras lo decía sabía que irían de todos modos. Nunca nadie hacía caso a Cebolla.
El caballo agitó la cabeza. El secretario del brujo hizo un ruidito tranquilizante y luego se enderezó. Parecía indeciso. Cebolla se volvió para mirar una vez más a su tía. No la había visto sonreír ni una vez en los dos años que había vivido con ella, y tampoco sonreía en ese momento, aunque veinticuatro peces de cobre no era una suma pequeña, y aunque creía que había cumplido la promesa que había hecho a la madre de Cebolla. La madre de Cebolla había sonreído a menudo, a pesar de que no tenía una dentadura en muy buen estado.
—Se te comerá —le gritó Halsa a Cebolla—. ¡O te ahogará en el pantano! ¡Te cortará en trozos y hará servir tus dedos de cebo en su sedal! —Pateó el suelo con el pie.
—¡Halsa! —la riñó su madre.
—Pensándolo bien —dijo Tolcet—, me llevaré a la chica. ¿Me la venderías en lugar del muchacho?
—¿Qué? —exclamó Halsa.
—¿Qué? —exclamó la tía de Cebolla.
—¡No! —exclamó Cebolla, pero Tolcet sacó su monedero. Al parecer, Halsa valía más que un chico pequeño con mala voz. Y la tía de Cebolla necesitaba el dinero desesperadamente. Así que Halsa se subió al caballo detrás de Tolcet, y Cebolla se quedó mirando mientras el criado del mago y su malhumorada prima se alejaban cabalgando.
Había una voz en la cabeza de Cebolla.
«No te preocupes, muchacho. Todo irá bien».
Sonaba como Tolcet, un poco burlón, un poco triste.
Hay una historia sobre los magos de Berfil y de cómo uno se enamoró de la campana de una iglesia. Primero trató de comprarla con oro, y luego, cuando la iglesia rechazó su dinero, la robó usando magia. Mientras el mago volaba de vuelta sobre el pantano, con la campana entre los brazos, voló demasiado bajo; el diablo alzó la mano y lo agarró por el talón. El mago dejó caer la campana en el pantano, y ésta se hundió y se perdió para siempre. Su voz está apagada por el barro y el musgo, y aunque el mago nunca se cansó de buscarla y de llamarla, la campana no le respondió. El mago se quedó muy delgado y murió de pena. Los pescadores dicen que el mago muerto aún vuela sobre el pantano, llorando por la campana perdida.
Todo el mundo sabe que los magos son tercos y que acaban mal. Ningún mago ha servido de nada con su magia, o si alguno lo ha intentado, sólo ha conseguido empeorar las cosas. Ningún mago ha parado nunca una guerra o ha arreglado una valla. Es mejor que se queden en sus pantanos, sin molestar a la gente corriente como los granjeros, los soldados, los mercaderes y los reyes.
—Bien —dijo la tía de Cebolla. Su espalda se encorvó. Ya no podía ver a Tolcet o a Halsa—. Vámonos entonces.
Regresaron a través del mercado, y la tía de Cebolla compró pasteles de arroz endulzado para los tres niños. Cebolla se comió el suyo sin saber que lo hacía, desde que el secretario del mago se había llevado a Halsa en su lugar, se notaba como si hubiera dos Cebollas, un Cebolla allí en el mercado y otro Cebolla cabalgando con Tolcet y Halsa. Estaba quieto y lo llevaban al mismo tiempo, y eso hacía que ambos Cebollas se sintieran muy mareados. El Cebolla del mercado trastabilló, con la boca llena de arroz, y su tía lo sujetó por el codo.
—No nos comemos a los niños —estaba diciendo Tolcet—. Hay muchos peces y pájaros en los pantanos.
—Lo sé —contestó Halsa. Parecía enfadada—. Y los magos viven en casas con muchas escaleras. Torres. Porque se creen que son mucho mejores que todos los demás. Que están por encima del resto del mundo.
—¿Y cómo sabes de la existencia de los magos de Berfil? —preguntó Tolcet.
—La mujer del mercado —contestó Halsa—. Y otra gente en el mercado. Algunos tienen miedo a los magos, y algunos creen que no hay tales magos, que son un cuento de niños. Y que los pantanos están llenos de esclavos escapados y desertores. Nadie sabe por qué los magos van y construyen torres en los pantanos de Berfil, donde el suelo es como queso y nadie puede encontrarles. ¿Por qué a los magos les gustan los pantanos?
—Porque el pantano está lleno de magia —contestó Tolcet.
—¿Y por qué hacen las torres tan altas? —inquirió Halsa.
—Porque los magos son curiosos —respondió Tolcet—. Les gusta poder ver las cosas que están muy lejos. Les gusta estar lo más cerca posible de las estrellas. Y no les gusta que les moleste gente que hace un montón de preguntas.
—¿Por qué los magos compran niños? —quiso saber Halsa.
—Para que suban y bajen las escaleras —explicó Tolcet—, para que les lleven agua para bañarse, les lleven mensajes y les traigan los desayunos, las comidas y las cenas. Los magos siempre tienen hambre.
—Y yo también —repuso Halsa.
—Toma —dijo Tolcet. Le dio una manzana a Halsa—. Ves cosas que están en la cabeza de la gente. Puedes ver cosas que van a suceder.
—Sí —afirmó Halsa—. Algunas veces. —La manzana estaba arrugada, pero era dulce.
—Tu primo también tiene un don —dijo Tolcet.
—¿Cebolla? —soltó Halsa desdeñosa.
Cebolla vio que a Halsa nunca le había parecido un don. No era raro que lo escondiese.
—¿Puedes ver qué tengo ahora en la cabeza? —preguntó Tolcet.
Halsa miró, y Cebolla también miró. No había curiosidad ni miedo en la cabeza de Tolcet. No había nada. No había Tolcet, no había ningún criado de mago. Sólo agua salobre y solitarios pájaros blancos volando sobre ella.
—Es hermoso —dijo Cebolla.
—¿Qué? —preguntó su tía, en el mercado—. ¿Cebolla? Siéntate, niño.
—Hay gente que así les parece —dijo Tolcet, respondiendo a Cebolla.
Halsa no dijo nada, pero frunció el ceño.
Tolcet y Halsa atravesaron la ciudad y salieron por las puertas al camino que conducía hacia Labbit y el este, donde había más refugiados yendo y viniendo, día y noche. Sobre todo eran mujeres y niños, y tenían miedo. Corrían rumores de que los ejércitos avanzaban tras ellos. Se contaba que, en un ataque de locura, el rey había matado a su hijo pequeño. Cebolla vio un juego de ajedrez, un muchacho de rostro delgado y ansioso, cabello rubio, y de la edad de Cebolla, que movía una reina negra en el tablero, y luego las piezas del ajedrez esparcidas por un suelo de piedra. Una mujer decía algo. El niño se agachó para recoger las piezas caídas. El rey reía. Tenía una espada en la mano, y la bajó, y luego había sangre en ella. Cebolla nunca antes había visto a un rey, aunque sí había visto hombres con espadas. Había visto hombres con espadas ensangrentadas.
Tolcet y Halsa salieron del camino y siguieron un ancho río, que era menos un río que una serie de anchos estanques de poca profundidad. Al otro lado del río, senderos embarrados desaparecían entre espesos matorrales y juncos cargados de bayas. Había una sensación de vigilancia, y de la curiosa y astuta quietud de algo vivo, algo medio dormido, medio acechante, un zumbido invisible y escondido, como si hasta el aire estuviera saturado de magia.
—¡Bayas! ¡Maduras y dulces! —cantaba una niña, una y otra vez en el mercado. Cebolla deseó que se callara. Su tía compró pan, sal y queso seco. Se lo puso todo a Cebolla en los brazos.
—Al principio será incómodo —estaba diciendo Tolcet—. Los pantanos de Berfil están tan cargados de magia que se tragan otros tipos de magia. Los únicos que pueden hacer magia en los pantanos de Berfil son los magos de Berfil. Y hay bichos.
—No quiero saber nada de magias —replicó Halsa.
De nuevo, Cebolla trató de ver la mente de Tolcet, pero lo único que vio fue los pantanos. Flores blancas con pétalos gordos y cerosos, y árboles retorcidos, que dejaban colgar sus largos dedos marrones como si pescaran.
Tolcet rió.
—Noto que estás mirando —le dijo—. No mires mucho rato o te caerás dentro y te ahogarás.
—¡No estoy mirando! —exclamó Halsa.
Pero sí que lo hacía. Cebolla la notaba mirar, como si estuviera dando la vuelta a la llave en una puerta.
Los pantanos tenían un olor penetrante y salado, como un cuenco de caldo. El caballo de Tolcet seguía avanzando; los cascos se le hundían en el camino. Tras ellos, el agua surgía y cubría las huellas. Gruesas moscas enjoyadas colgaban, vibrando, de los juncos, y una vez, en un claro charco de agua, Cebolla vio a una serpiente ondeando como una cinta verde entre las hierbas acuáticas, suaves como una nube de pelo.
—Espera aquí y vigila a Bonti y Mik —dijo la tía de Cebolla—. Voy a la estación de tren. Cebolla, ¿estás bien?
Cebolla asintió ensimismado.
Tolcet y Halsa se adentraron más en el pantano, lejos del camino, del mercado de Berfil y de Cebolla. Era muy diferente del camino a Berfil, que había sido apresurado, polvoriento, seco y a pie. Siempre que Cebolla o uno de los mellizos tropezaba o se quedaba atrás, Halsa los había ido a buscar como un perro detrás de las ovejas, pellizcándolos y abofeteándolos. Era difícil imaginar a la cruel, avarienta e infeliz Halsa siendo capaz de ver cosas en la mente de otra gente, aunque siempre parecía saber cuándo Mik o Bonti habían encontrado algo comestible; dónde habría suelo blando para dormir; cuándo debían salir del camino porque llegaban los soldados.
Halsa estaba pensando en su madre y sus hermanos. Estaba pensando en la expresión de su padre cuando los soldados le dispararon detrás del granero; en los pendientes con forma de serpiente; en cómo los saboteadores volarían el tren a Qual. Se suponía que ella habría estado en ese tren, y lo sabía. Estaba furiosa con Tolcet por llevársela; con Cebolla porque Tolcet había cambiado de opinión sobre él.
De vez en cuando, mientras esperaba en el mercado a que su tía regresara, Cebolla podía ver los puntiagudos tejados de las torres de los magos, recortadas contra el cielo como si lo esperaran, justo más allá del mercado de Berfil, y luego las torres se alejaban, y él iba con ellas, y se encontraba de nuevo con Tolcet y Halsa. Su camino corría paralelo a un canal de agua muy tranquilo, se torcía hacia matorrales cargados con el peso de bayas de color amarillo brillante, y luego regresaba. Cortaba otros caminos, más estrechos y retorcidos, llenos de maleza y con aspecto de ocultar secretos. Al final, avanzaron a través de un plantel de árboles de olor dulzón y llegaron a un prado oculto y herboso, que no parecía mucho más grande que el mercado de Berfil. De cerca, las torres no eran muy esplendidas. Estaban destartaladas y cubiertas de líquenes, y parecía como si fueran a derrumbarse de un momento al otro. Estaban tan juntas que se podría haber tendido un cable para tender la ropa de una torre a la siguiente, si a los magos les hubiera preocupado cosas como lavar la ropa. Se habían hecho esfuerzos para apuntalar las torres; algunas tenían largos contrafuertes curvados hechos de piedras estratégicamente apiladas. Había doce torres en pie, que parecían estar habitadas. Otras estaban medio en ruinas o sólo eran montones de piedras que ya habían sido saqueadas en busca de materiales aprovechables.
Por el pantano había más caminos; gastados senderos sucios y canales que se hundían en una maraña de ramas y pinchos, algunas tan bajas que un bote nunca habría pasado sin encallarse. Incluso un nadador hubiera tenido que agachar la cabeza. Había niños sentados en los muros ruinosos de torres caídas, y observaron a Tolcet y Halsa acercarse. Había una hoguera donde un anciano removía algo en un pote. Dos mujeres estaban enrollando una bola de áspero cordel. Iban vestidas como Tolcet. Más criadas de magos, pensaron Halsa y Cebolla. Era evidente que los magos eran muy perezosos.
—Desmonta —dijo Tolcet, y Halsa se alegró de bajarse del caballo. Luego bajó Tolcet y sacó el arnés al caballo. Éste se convirtió de repente en una chica desnuda y oscura de unos catorce años. Estiró la espalda y se limpió las embarradas manos en las piernas. No parecía importarle estar desnuda. Halsa la miró boquiabierta.
La chica frunció el ceño.
—Más te vale ser buena —le dijo a Halsa—, o te convertirán en algo incluso peor.
—¿Quién? —preguntó Halsa.
—Los magos de Berfil —contestó la chica, y se echó a reír. Era una risa caballuna, como un relincho. Todos los otros niños comenzaron a soltar risitas.
—Oooh, Essa le ha dado un paseo a Tolcet.
—Essa, ¿me has traído un regalo?
—Essa como caballo es más guapa que como chica.
—Oh, callaos —exclamó Essa. Cogió una piedra y la tiró. Halsa admiró su economía de movimientos y su puntería.
—¡Au! —chilló su objetivo, mientras se llevaba una mano a la oreja—. Eso duele, Essa.
—Gracias, Essa —dijo Tolcet.
Essa hizo una reverencia sorprendentemente elegante, considerando que hasta hacía un momento había tenido cuatro patas y ninguna cintura que doblar. Había una camisa y unas medias dobladas sobre una roca. Essa se las puso.
—Ésta es Halsa —anunció Tolcet a los niños, y al hombre y a las mujeres—. La he comprado en el mercado.
Se hizo el silencio. Halsa se puso muy roja. Por una vez, no supo qué decir. Miró al suelo y luego a las torres, y Cebolla miró también, tratando de ver un mago. Todas las ventanas de las torres estaban vacías, pero podía notar a los magos de Berfil, notaba el peso de su mirada. El blando suelo bajo sus pies estaba cargado de la magia de los magos, y las torres despedían magia como las oleadas de calor que lanza un horno. La magia se enganchaba incluso a los niños y a los sirvientes de los magos de Berfil, como si los hubieran marinado en ella.
—Ven a comer algo —dijo Tolcet, y Halsa fue tambaleándose tras él.
Había pan ácimo, cebollas y pescado. Halsa bebió agua que tenía el sabor tenue y un tanto metálico de la magia.
Cebolla notó el sabor en la boca.
—Cebolla —dijo alguien—. Bonti. Mik. —Cebolla alzó la mirada. Volvía a estar en el mercado y su tía estaba frente a él—. Hay una iglesia aquí cerca donde nos dejarán dormir. El tren sale mañana temprano.
Cuando Halsa acabó de comer, Tolcet la metió en una de las torres, que tenía un pequeño cubículo bajo las escaleras. Había un jergón de cañas y una manta de lana apolillada. El sol seguía en el cielo. Cebolla, su tía y sus primos fueron a la iglesia, que tenía un patio donde los refugiados podían acurrucarse y dormir unas horas. Halsa se quedó despierta, pensando en el mago en la sala sobre la que ella dormía. La torre estaba tan cargada de magia que Halsa casi ni podía respirar. Se imaginó a un mago de Berfil bajando sigilosamente, yendo bajo las escaleras hasta su cubículo, y aunque el jergón era blando, se pellizcó los brazos para no dormirse. Pero Cebolla se durmió al instante, como si estuviera drogado. Soñó con magos que volaban sobre los pantanos como solitarios pájaros blancos.
Por la mañana, Tolcet fue y despertó a Halsa.
—Ve a buscar agua para el mago —le dijo. Tenía un cubo vacío en la mano.
A Halsa le hubiera gustado decir «ve a buscarla tú mismo», pero no era estúpida. Ahora era una esclava. Cebolla volvía a estar en su cabeza, diciéndole que tuviera cuidado.
—Oh, márchate —soltó Halsa. Se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta y se encogió de miedo. Pero Tolcet sólo se echó a reír.
Halsa se frotó los ojos, cogió el cubo y lo siguió. Fuera, el aire estaba lleno de bichos que picaban, demasiado pequeños para verlos. Al parecer les gustaba el sabor de Halsa. Eso le pareció divertido a Cebolla, aunque ella no le veía ninguna gracia.
Los otros niños estaban alrededor de la hoguera y comían gachas.
—¿Tienes hambre? —le preguntó Tolcet. Halsa asistió—. Trae el agua y luego coge algo para comer. No es buena idea hacer esperar al mago.
La condujo por un camino muy marcado que enseguida bajaba hacia un pequeño estanque y luego desaparecía.
—El agua de aquí es buena —explicó él—. Llena el cubo y llévalo a lo alto de la torre del mago. Yo tengo que hacer un recado. Regresaré antes de que caiga la noche. No tengas miedo, Halsa.
—No tengo miedo —repuso Halsa. Se arrodilló y llenó el cubo. Casi estaba de vuelta en la torre cuando se dio cuenta de que el cubo estaba de nuevo medio vacío. Había una raja en el fondo de madera. Los otros niños la estaban observando, y ella cuadró los hombros.
«Así que es una prueba», dijo en su cabeza, a Cebolla.
«Podrías pedir un cubo sin agujero», repuso él.
«No necesito que nadie me ayude», replicó Halsa. Retrocedió por el sendero y cogió un puñado de lodo arcilloso del camino que llevaba al estanque. Lo emplastó en el fondo del cubo y luego emplastó musgo sobre el lodo. Esa vez el cubo aguantó el agua.
Había tres ventanas rodeadas de teselas rojas en la torre del mago de Halsa, y un nido que algún pájaro había construido en un saliente de la piedra. El techo era redondo y rojo, con forma de gorro de obispo. La escalera de dentro era estrecha. Los escalones estaban gastados, lisos y resbaladizos como la cera. Cuanto más subía, más le pesaba el cubo de agua. Finalmente lo dejó en un escalón y se sentó junto a él.
«Cuatrocientos veintidós escalones», dijo Cebolla.
Halsa había contado quinientos noventa y ocho. Parecía haber muchos más escalones dentro de lo que parecía mirando la torre desde fuera.
—Trucos de mago —dijo Halsa disgustada, como si no esperara nada mejor—. Pensarías que harían que fueran menos, en vez de más. ¿De qué sirven más escalones?
Cuando se puso en pie y cogió el cubo, se le rompió el asa en la mano. El agua se derramó y cayó por los escalones, y Halsa tiró el cubo detrás con toda su fuerza. Luego bajó la escalera y fue a arreglar el cubo y coger más agua. No era bueno hacer esperar a un mago.
En lo alto de la escalera de la torre del mago había una puerta. Halsa dejó el cubo en el suelo y llamó. Nadie le respondió, así que volvió a llamar. Probó con el picaporte: la puerta estaba cerrada con llave. Allí arriba, el olor a magia era tan denso que a Halsa se le llenaron los ojos de lágrimas. Trató de ver a través de la puerta. Y vio esto: una sala, una ventana, una cama, un espejo, una mesa. El espejo estaba lleno de juncos, luz y agua. Un zorro de ojos brillantes estaba acurrucado en la cama, durmiendo. Un pájaro blanco entró por la ventana abierta, y luego otro y otro. Volaron en círculos y círculos por la sala, y luego comenzaron a posarse sobre la mesa. Uno se lanzó contra la puerta donde estaba Halsa mirando. Ella se echó hacia atrás. La puerta vibró con golpes y picotazos.
Halsa dio la vuelta y corrió escalera abajo, dejando el cubo y dejando a Cebolla tras ella. Al bajar, el número de escalones había aumentado. Y no quedaban gachas en la olla junto al fuego.
Alguien le tocó en el hombro y Halsa pegó un bote.
—Toma —dijo Essa, y le pasó un trozo de pan.
—Gracias —contestó Halsa. El pan estaba pasado y duro. Era la cosa más deliciosa que había comido jamás.
—Así que tu madre te ha vendido —comentó Essa.
Halsa tragó saliva. Era raro no poder ver dentro de la cabeza de Essa, pero también era un descanso. Como si Essa pudiera ser cualquiera. Como si Halsa pudiera convertirse en cualquiera que deseara ser.
—No me importa —repuso—. ¿Quién te vendió a ti?
—Nadie —contestó Essa—. Me escapé de casa. No quería ser la puta de un soldado, como mis hermanas.
—¿Y son los magos mejores que los soldados? —preguntó Halsa.
Essa la miró de forma rara.
—¿Tú qué crees? ¿Has visto al mago?
—Era viejo y feo, claro —respondió Halsa—. No me ha gustado la forma en que me ha mirado.
Essa se llevó una mano a la boca como si estuviera conteniendo la risa.
—Oh, vaya —exclamó.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó Halsa—. Nunca he sido la criada de un mago.
—¿No te lo ha dicho tu mago? —inquirió Essa—. ¿Qué te ha dicho que hagas?
Halsa resopló irritada.
—Le he preguntado qué necesitaba, pero no me ha dicho nada. Creo que es un poco sordo.
Essa rió largo y tendido, exactamente como un caballo, pensó Halsa. Se habían reunido tres o cuatro niños más, que las observaban.
—Admítelo —recomendó Essa—. No has hablado con el mago.
—¿Y qué? —replicó Halsa—. He llamado, pero nadie me ha contestado. Así que es evidente que es un poco sordo.
—Claro —dijo un niño.
—O quizá el mago sea tímido —sugirió otro niño. Tenía los ojos verdes, como Bonti y Mik—. O estuviera durmiendo. Los magos hacen siestas.
Todos volvieron a reír.
—Dejad de burlaos de mí —ordenó Halsa. Trató de parecer feroz y peligrosa. Cebolla y sus hermanos se hubiera achantado—. Dime cuáles son mis obligaciones. ¿Qué hace el sirviente de un mago?
—Subes y bajas cosas por la escalera —contestó alguien—. Comida. Leña. Kaffa, cuando Tolcet la trae del mercado. A los magos les gustan las cosas raras. Las cosas viejas. Así que vas al pantano y buscas cosas.
—¿Cosas? —preguntó Halsa.
—Botellas de vidrio —repuso Essa—. Duendes petrificados. Cosas raras, cosas fuera de lo normal. O cosas normales, como las plantas, las piedras o los animales, o cualquier cosa que te dé una buena sensación. ¿Sabes a lo que me refiero?
—No —contestó Halsa, pero sí que lo sabía. Algunas cosas se notaban más empapadas en magia que otras. Su padre había encontrado una punta de flecha en su campo. La había guardado para llevársela al maestro, pero aquella noche, cuando todos dormían, Halsa la había envuelto en un trapo y la había llevado de nuevo al campo para enterrarla. Culparon a Bonti. A veces, Halsa se preguntaba si era eso lo que había llevado a los soldados a matar a su padre, la mala suerte de esa punta de flecha. Pero no se podía culpar a una punta de flecha de toda una guerra.
—Mira —dijo un niño—. Ve a pescar si eres tan estúpida que no reconoces la magia cuando la ves. ¿Has pescado alguna vez?
Halsa cogió la caña de pescar.
—Ve por ese camino —le dijo Essa—. El que tiene más barro. Y síguelo. Hay un malecón por allí donde la pesca es buena.
Cuando Halsa se volvió para mirar la torre del mago, le pareció ver a Cebolla mirándola, desde una alta ventana. Pero era ridículo. Sólo se trataba de un pájaro.
El tren estaba tan abarrotado que algunos de los pasajeros se hartaron y fueron a sentarse en el techo de los vagones. Los vendedores ambulantes ofrecían paraguas para protegerse del sol. La tía de Cebolla había conseguido dos asientos, y ella y Cebolla estaban sentados con un gemelo encima cada uno. Dos mujeres ricas se hallaban frente a ellos. Se veía que eran ricas porque llevaban zapatos de cuero verde. Tenían finos pañuelos con bordados de pétalos de rosas que apretaban contra sus narices de conejo. Bonti las miraba con los ojos entrecerrados. Bonti siempre flirteaba.
Cebolla nunca había estado en un tren. Olía a la caldera del tren, cargada de carbón y magia. Los pasajeros se movían tambaleantes por los pasillos, bebiendo y riendo como si estuvieran en una fiesta. Había hombres y mujeres junto a las ventanillas, con la cabeza fuera. Gritaban mensajes. Una mujer que se apoyaba contra su asiento cayó sobre Cebolla y Mik cuando alguien la empujó al pasar.
—Perdona, ricura —dijo, y le dedicó una sonrisa brillante. Tenía joyas incrustadas en los dientes. Llevaba al menos cuatro vestidos de seda, uno encima del otro. Un hombre al otro lado del pasillo tosió con flema. Llevaba el cuello vendado, manchado de rojo. Unos bebés lloraban.
—He oído que llegarán a Berfil en tres días o menos —comentó un hombre en la siguiente fila.
—Los hombres del rey no saquearán Berfil —dijo su compañero—. Vienen a defenderla.
—El rey está loco —repuso el primer hombre—. Dios le ha dicho que todos los hombres son sus enemigos. Hace dos años que no paga a su ejército. Cuando se rebelan, recluta otro ejército y lo envía a luchar contra el primero. Lo más seguro es marcharse.
—Oooh —exclamó una mujer, en algún lugar detrás de Cebolla—. Por fin partimos. ¡Qué divertido! ¡Qué salida más agradable!
Cebolla trató de pensar en los pantanos de Berfil, en los magos. Pero de repente, era Halsa la que estaba allí en el tren.
«Tienes que decírselo», le dijo.
«¿Decirles qué? —preguntó Cebolla, aunque ya lo sabía. Cuando el tren estuviera en las montañas, habría una explosión. Habría soldados que atacarían el tren. Nadie llegaría a Qual—. Nadie me creería».
«De todas formas tienes que decírselo», insistió Halsa.
A Cebolla se le dormían las piernas. Movió a Mik.
«¿Por qué te importa? —le preguntó a Halsa—. Odias a todo el mundo».
«¡No es cierto!», negó Halsa. Pero era verdad. Odiaba a su madre. Su madre había visto morir a su marido y no había hecho nada. Halsa se había puesto a gritar y su madre la había abofeteado. Odiaba a los gemelos porque no eran como ella, no «veían» cosas como lo hacía ella. Porque eran pequeños y se cansaban, y mantenerlos a salvo requería mucho esfuerzo. Halsa había odiado también a Cebolla, porque era como ella. Porque había tenido miedo de ella, y porque el día que había ido a vivir con su familia, ella había sabido que algún día sería como él, sola y sin familia. La magia daba mala suerte, la gente como Cebolla y Halsa traían mala suerte. La única persona que había mirado a Halsa y la había visto realmente, había sabido cómo era, había sido la madre de Cebolla. La madre de Cebolla era amable y buena, y había sabido que iba a morir. «Cuidad de mi hijo», les había dicho a los padres de Halsa, aunque había mirado a Halsa al decirlo. Pero Cebolla tendría que cuidarse solo. Halsa le obligaría a hacerlo.
«Díselo —insistió Halsa. Notó el tirón de un pez en el sedal. No le prestó atención—. Díselo, díselo, díselo».
Ella y Cebolla estaban en el pantano y en el tren al mismo tiempo. Todo olía a carbón, a sal y a fermento. Cebolla no le prestaba atención de la misma forma que ella no prestaba atención al pez. Él seguía sentado, balanceando los pies en el agua, aunque en realidad no estaba allí.
Halsa pescó cinco peces. Los limpió, los envolvió en hojas y los llevó a la hoguera de cocinar. También llevo la llave de cobre verduzco que se le había enredado en el sedal.
—He encontrado esto —dijo a Tolcet.
—Ah —exclamó Tolcet—. ¿Puedo verla?
Parecía más pequeña y más corriente en la mano de Tolcet.
—Burd —dijo Tolcet—. ¿Dónde está la caja que encontraste y que nadie puede abrir?
El chico de los ojos verdes se levantó y desapareció dentro de una de las torres. Volvió a salir al cabo de unos minutos y dio a Tolcet una caja de metal no mayor que un tarro de encurtidos. La llave encajaba. Tolcet abrió la caja, aunque a Halsa le pareció que tendría que haber sido ella quien lo hiciera, no Tolcet.
—Una muñeca —dijo Halsa, decepcionada. Pero era una muñeca con un aspecto muy raro. Estaba tallada en una madera negra y grasa, y cuando Tolcet le dio la vuelta, no tenía espalda, sólo dos partes delanteras, así que siempre estaba mirando adelante y atrás al mismo tiempo.
—¿Qué crees tú, Burd? —preguntó Tolcet.
—No es mía —contestó Burd, encogiéndose de hombros.
—Es tuya —dijo Tolcet a Halsa—. Llévala arriba de la escalera y dásela a tu mago. Y vuelve a llenar el cubo con agua fresca, y llévale también algo para comer. ¿Has pensado en subirle el almuerzo?
—No —contestó Halsa. Ella tampoco había almorzado. Cocinó el pescado con algunas verduras que le pasó Tolcet y se comió dos. Los otros tres y el resto de las verduras las llevó a lo alto de la escalera de la torre. Tuvo que parar a descansar dos veces, de tantos escalones que había esta vez. La puerta seguía cerrada, y el cubo en lo alto estaba vacío. Pensó que quizá se habría escapado toda el agua, lentamente. Pero dejó el pescado, bajó, sacó más agua y volvió a subir el cubo.
—Le he traído la comida —dijo Halsa, cuando recuperó el aliento—. Y algo más. Algo que he encontrado en el pantano. Tolcet dice que debo dárselo a usted.
Silencio.
Halsa se sintió tonta, hablando a la puerta de un mago.
—Es una muñeca —continuó—. Quizá sea una muñeca mágica.
De nuevo silencio. Ni siquiera Cebolla estaba allí. No había notado cuando se había marchado. Pensó en el tren.
—Si le doy la muñeca —dijo Halsa—, ¿hará algo por mí? Usted es un mago, así que debería ser capaz de hacer cualquier cosa, ¿verdad? ¿Ayudará a la gente del tren? Van a Qual. Algo muy malo les va a pasar si usted no lo impide. ¿Sabe lo de los soldados? ¿Puede detenerlos?
Halsa esperó durante mucho rato, pero el mago al otro lado de la puerta no dijo nada. Dejó la muñeca en los escalones, pero luego la volvió a coger y se la metió en el bolsillo. Estaba furiosa.
—Creo que es usted un cobarde —exclamó—. Por eso se esconde, ¿verdad? Yo hubiera ido en ese tren y sé lo que va a pasar. Cebolla está en ese tren. Y usted podría detenerlo, pero no lo hará. Bueno, pues si usted no lo detiene, entonces no le daré la muñeca.
Escupió en el cubo de agua y casi de inmediato se arrepintió de haberlo hecho.
—Si salva el tren —dijo—, le daré la muñeca, se lo prometo. Y le traeré más cosas. Y siento haber escupido en el agua. Le traeré más.
Cogió el cubo y bajó la escalera. Le dolían las piernas y tenía un montón de marcas donde los bichitos mordedores le habían hecho sangre.
—Lodo —dijo Essa. Estaba en el prado, fumando en pipa—. Las moscas sólo molestan por la mañana y al atardecer. Si te pones barro en la cara y los brazos, te dejarán en paz.
—Apesta —repuso Halsa.
—Y tú también —replicó Essa. Partió la pipa de arcilla en dos, lo que a Halsa le pareció muy extravagante, y se fue a donde los otros niños jugaban a un juego que parecía muy complicado de coger palitos y dados. Bajo un árbol que florecía de noche, se hallaba sentado Tolcet en un viejo trono de roble, que parecía haber sido escupido por el pantano. También estaba fumando en pipa, una más larga de lo que había sido la de Essa.
—¿Le has dado la muñeca al mago? —preguntó.
—Oh, sí —contestó Halsa.
—¿Qué te ha dicho?
—Bueno —respondió Halsa—, no estoy segura. Es una chica joven y bastante encantadora. Pero tartamudeaba terriblemente. Casi no he podido entenderla. Creo que ha dicho algo de la luna, de cómo le gustaría que le cortara un trozo. Y con él tengo que hacer una tarta.
—A los magos les gustan mucho las tartas —afirmó Tolcet.
—Claro que sí —replicó Halsa—. Y a mí me gusta mucho mi culo.
—Vigila tu lenguaje —dijo Burd, el niño de los ojos verdes. Estaba haciendo el pino, sin motivo alguno que Halsa pudiera ver. Movía las piernas en el aire lentamente, como haciendo señales—. O el mago hará que te arrepientas.
—Ya me arrepiento —replicó Halsa. Pero no dijo nada más. Subió el cubo lleno de agua hasta la puerta cerrada. Luego corrió escaleras abajo hasta el cubículo y esa vez se durmió al instante. Soñó que un zorro se acercaba y la miraba. Le puso el morro en la cara. Luego trotó escalera arriba y se comió los tres pescados que Halsa había dejado allí.
«Lo lamentarás —pensó Halsa—. Los magos te transformarán en un cuervo de una sola pata».
Pero luego estaba persiguiendo al zorro por el pasillo del tren que iba a Qual, donde su madre, sus hermanos y Cebolla estaba durmiendo incómodos en sus asientos, con las piernas bajo el cuerpo y los brazos colgando como si estuvieran muertos; el olor a carbón y magia era más fuerte de lo que lo había sido por la mañana. El tren trabajaba duro. Jadeaba como un zorro con una jauría de perros detrás, arrastrándose por las vías. Le sería imposible llegar a lo alto de la escalera del mago de Berfil. Y si lo hacía, de todas formas el mago no estaría allí, sólo la luna, alzándose sobre las montañas, ronda y gorda como un hueso con grasa.
Por regla general, los magos de Berfil no escriben poesía. Por lo que todos saben, no se casan, ni aran campos, ni les importa mucho hablar con educación. Se dice que los magos de Berfil aprecian un buen chiste, pero contarle un chiste a un mago es un asunto peligroso. ¿Y si el mago no encuentra divertido el chiste? Los magos son sibilinos, avarientos, despistados, obsesionados con las estrellas y los bichos, parsimoniosos, frívolos, invisibles, tiranos, indignos de confianza, dados a los secretos, inquisitivos, entrometidos, longevos, peligrosos, inútiles y tiene una opinión muy buena de sí mismos. Los reyes se vuelven locos, la tierra se pudre, los niños mueren de hambre o enferman o mueren ensartados en el puntiagudo extremo de una pica, y todo pasa desapercibido a los magos de Berfil. Los magos de Berfil no luchan en guerras.
Era como tener una piedra en el zapato. Halsa estaba siempre allí, insistiéndole. «Díselo, díselo, díselo». Llevaban en el tren un día y una noche; Halsa estaba en el pantano, alejándose cada vez más. ¿Por qué no lo dejaba en paz? Mik y Bonti habían seducido a las dos damas ricas que se sentaban enfrente. Ya no había más ceños o pañuelos, sólo sonrisas, bocados de comida y amor, amor, amor por todas partes. El tren seguía adelante por campos quemados y ciudades que un ejército u otro habían pasado por la espada. El tren y sus pasajeros adelantaban a gente a pie, o que escapaba en carromatos con sus bienes apilados: colchones, armarios, una vez un piano, cocinas, sartenes, batidoras de mantequilla, cerdos y gansos de aspecto enfadado. A veces, el tren se detenía mientras salían hombres a examinar las vías y repararlas. No paraba en ninguna estación, aunque a veces había gente esperando, que gritaba y corría tras el tren. Nadie bajaba. Había menos gente en las montañas, cuando llegaron allí. Pero había nieve. Una vez, Cebolla vio un lobo.
—Cuando lleguemos a Qual —dijo una de las mujeres, la mayor, a la tía de Cebolla—, mi hermana y yo montaremos un establecimiento. Necesitaremos a alguien que cuide de la casa. ¿Eres ahorrativa? —Tenía a Bonti en el regazo, medio dormido.
—Sí, señora —contestó la tía de Cebolla.
—Bueno, ya veremos —continuó la mujer.
Estaba medio enamorada de Bonti. Cebolla nunca había tenido oportunidad de ver qué pensaban los ricos. Se decepcionó un poco al ver que era más o menos lo mismo. La única diferencia parecía ser que la mujer rica, como el secretario del mago, pensaba que todo acabaría bien. El dinero, al parecer, era como la suerte, o la magia. Cualquier cosa iría bien, excepto que no iba a ser así. Si no fuera por lo que iba a sucederle al tren, quizá la tía de Cebolla hubiera podido vender más hijos.
«¿Por qué no se lo dices? —insistió Halsa—. Pronto será demasiado tarde».
«Díselo tú», le replicó Cebolla con el pensamiento.
Tener a una Halsa invisible, diciéndole siempre cosas que él ya sabía, era peor que tener a la Halsa real. La Halsa real estaba a salvo, dormida en un jergón bajo la escalera del mago. Cebolla debería haber estado allí en vez de ella. Cebolla estaba seguro de que los magos de Berfil lamentaban que Tolcet hubiera comprado a una niña como Halsa.
Halsa apartó a Cebolla de un empujón. Puso sus manos invisibles sobre los hombros de su madre y la miró a la cara. Su madre no alzó la vista.
«Tienes que salir del tren —dijo Halsa. Gritó—: ¡Baja del tren!».
Pero era como hablarle a la puerta en lo alto de la torre del mago. Había algo en el bolsillo de Halsa, apretándole tanto la barriga que casi le dolía como un morado. Halsa no estaba en el tren, estaba durmiendo sobre algo con una carita puntiaguda.
—Oh, deja de gritar. Vete. ¿Cómo se supone que voy a detener el tren? —dijo Cebolla.
—¿Cebolla? —dijo su tía.
Cebolla se dio cuenta de que había hablado en voz alta.
Halsa parecía satisfecha.
—Va a pasar algo malo —contestó Cebolla, capitulando—. Tenemos que parar el tren y bajar.
Las dos mujeres ricas lo miraron como si estuviera loco. La tía de Cebolla le palmeó el hombro.
—Cebolla —le dijo—. Estabas durmiendo. Tenías una pesadilla.
—Pero… —protestó Cebolla.
—Mira —repuso su tía, mirando a sus compañeras de viaje—. Lleva a Mik a dar una vuelta. Olvida el sueño.
Cebolla se rindió. Las mujeres ricas estaban pensando que quizá sería mejor que buscaran a una mujer en Qual para que les llevara la casa. Halsa estaba con los brazos cruzados en el pasillo, tamborileando con el pie.
«Vamos —le dijo—. No sirve de nada hablar con ellas. Sólo pensarán que estás loco. Será mejor que hables con el maquinista».
—Perdón —dijo Cebolla a su tía—. He tenido una pesadilla. Iré a dar un paseo. —Cogió a Mik de la mano.
Se fueron por el pasillo, pasando por encima de gente que dormía, de gente atontada o agresiva porque estaba bebida y de gente que jugaba a las cartas. Halsa siempre delante de ellos.
«Date prisa, prisa, prisa. Estáis casi allí. Lo has dejado para muy tarde. Ese mago inútil. Debería haberlo sabido y no molestarme en pedirle ayuda. Debería haberlo sabido y no esperar que te ocuparas de esto. Eres tan inútil como ellos. Los estúpidos e inútiles magos de Berfil».
Cerca de la cabecera del tren, Cebolla notó las cargas de dinamita, pequeños grupos encajados en las traviesas de las vías. Era como tener una piedra en el zapato. No tenía miedo, sólo estaba irritado; con Halsa, con la gente del tren que no sabía lo suficiente para tener miedo, con los magos y con las mujeres ricas que pensaban que podían comprar niños, sin más. También estaba enfadado. Estaba enfadado con sus padres, por morirse, por dejarlo colgado allí. Estaba enfadado con el rey, que se había vuelto loco; con los soldados, que no se querían quedar en casa con sus familias, que iban por ahí apuñalando, disparando y volando por los aires a las familias de otros.
Estaban en el principio del tren. Halsa llevó a Cebolla a la cabina, donde dos hombres estaban echando enormes paladas de carbón a un horno rojo y bullente. Estaban sucios como diablos. Los brazos con los músculos hinchados, y los ojos rojos e inflamados. Uno se volvió y vio a Cebolla.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Qué está éste haciendo aquí? Tú, niño, ¿qué haces?
—Tenéis que parar el tren —contestó Cebolla—. Va a pasar algo. He visto soldados. Van a volar el tren.
—¿Soldados? ¿Allá atrás? ¿Hace cuánto rato?
—Están delante de nosotros —contestó Cebolla—. Tenemos que parar ahora.
Mik lo estaba mirando.
—¿Ha visto soldados? —preguntó el otro hombre.
—No —contestó el primer hombre. Cebolla vio que no sabía si enfadarse o echarse a reír—. El maldito crío se inventa cosas. Pretende ver cosas. ¡Eh, quizá sea un mago de Berfil! ¡Qué suerte, tenemos un mago en el tren!
—No soy un mago —replicó Cebolla. Halsa resopló asintiendo—. Pero sé cosas. Si no paráis el tren, todos morirán.
Ambos hombres se lo quedaron mirando.
—Tú, sal de aquí —dijo entonces el primero, enfadado—. Y no vayas diciendo esas cosas a la gente o te tiraremos al horno.
—Vale —repuso Cebolla—. Ven, Mik.
«Espera —dijo Halsa—. ¿Qué estás haciendo? Tienes que hacer que lo entiendan. ¿Quieres morirte? ¿Crees que me podrás demostrar algo estando muerto?».
Cebolla se subió a Mik a hombros.
«Lo siento —le dijo a Halsa—, no quiero morir. Pero ves lo mismo que yo veo. Tú ves lo que va a pasar. Quizá deberías marcharte. Despierta. Pesca. Lleva agua al mago de Berfil».
El dolor que sentía Halsa en el estómago se hizo más intenso. Cuando bajó la mano, cogió a la muñeca de madera.
—¿Qué es eso? —preguntó Cebolla.
—Nada —contestó Halsa—. Una cosa que he encontrado en el pantano. Dije que se la daría al mago, pero ¡no lo haré! ¡Toma, cógela tú!
Halsa se la lanzó a Cebolla. Le atravesó de lado a lado. Fue una sensación incómoda, aunque en realidad no estaba allí.
«¡Halsa!» —exclamó Cebolla. Bajó a Mik.
«¡Cógela! —repuso ella—. ¡Toma! ¡Cógela!».
El tren rugía. Cebolla sabía dónde se hallaban; reconoció la luz. Alguien estaba contando un chiste delante del tren, y en un minuto una mujer reiría. En un minuto, la luz sería mucho más brillante. Alzó la mano para detener la cosa con la que Halsa le estaba pinchando, y algo le dio en la palma. Sus dedos rozaron los de Halsa.
Era una muñeca de madera con una naricilla afilada. Tenía otra nariz en la parte de atrás de la cabeza.
«¡Oh, cógela!» —insistió Halsa. Algo manaba de ella, a través de la muñeca, hacia Cebolla. Cebolla cayó de espaldas contra una mujer que tenía una jaula de pájaros en el regazo.
—¡Sal de aquí! —le gritó la mujer.
Dolía. Lo que manaba de Halsa era como vida, como si la muñeca le estuviera arrancando la vida como una madeja de lana pesada, empapada y negra. También le dolía a Cebolla. Algo negro manaba y manaba a través de la muñeca, y se metía en él, hasta que no hubo espacio para Cebolla, ni espacio para respirar, ni para pensar, ni para ver. La cosa negra le llenaba la garganta, le presionaba tras los ojos.
—¡Halsa —exclamó él—, suelta!
—Yo no soy Halsa —replicó la mujer de la jaula.
—¿Qué pasa? —preguntó Mik—. ¿Qué pasa?
La luz cambió.
«Cebolla», llamó Halsa, y soltó la muñeca. Él se fue hacia atrás. Las vías bajo el tren cantaban tara-ta tara-ta tara-ta. Cebolla tenía la nariz llena de agua del pantano, de carbón, de metal y de magia.
—No —dijo Cebolla. Tiró la muñeca a la mujer de la jaula y empujó a Mik al suelo—. No —repitió Cebolla más fuerte.
La gente lo miraba. La mujer que había estado riendo el chiste había dejado de reír. Cebolla cubrió a Mik con su cuerpo. La luz se hizo más brillante y más negra, todo al mismo tiempo.
«¡Cebolla!», gritó Halsa. Pero ya no lo podía ver. Estaba despierta en el cubículo debajo de la escalera. La muñeca había desaparecido.
Halsa había visto hombres que regresaban de la guerra. Algunos estaban ciegos. Otros habían perdido una mano o un brazo. Había visto a un hombre envuelto en trapos y subido a un carrito, que su hijita arrastraba con una cuerda. No tenía brazos ni piernas. Cuando la gente lo miraba, él los maldecía. Había otro hombre que criaba pollos en Larch. Volvió de la guerra y pagó a un hombre para que le tallara una pierna de un nudoso pino. Al principio estaba inestable sobre la pierna de pino, tratando de aprender a equilibrarse de nuevo. Fue divertido verlo correr tras sus pollos, como ver a un juguete de cuerda. Pero cuando el ejército volvió a pasar por Larch, corría como el que más.
Se sentía como si la mitad de ella hubiera muerto en el tren en las montañas. Le pitaban los oídos. No podía mantener el equilibrio. Era como si le hubieran cortado una parte, como si estuviera ciega. La parte de ella que sabía cosas, que veía cosas, ya no estaba allí. Pasó todo el día en una triste niebla ensordecedora.
Subió agua por la escalera, y se puso barro en los brazos y las piernas. Pescó, porque Cebolla había dicho que debía pescar. Por la tarde, miró y vio a Tolcet sentado junto a ella en el embarcadero.
—No deberías haberme comprado —dijo ella—. Deberías haber comprado a Cebolla. Él quería venir contigo. Yo tengo mal humor, soy desagradable y no tengo buena opinión de los magos de Berfil.
—¿De quién tienes mala opinión? ¿De ti o de los magos de Berfil? —preguntó Tolcet.
—¿Cómo puedo servirles? —repuso Halsa—, ¿cómo puedo servir a hombres y mujeres que se esconden en torres y no hacen nada para ayudar a la gente que necesita ayuda? ¿De qué sirve la magia si no ayuda a nadie?
—Estos son tiempos peligrosos —contestó Tolcet—. Para los magos igual que para los niños.
—¡Tiempos peligrosos! ¡Malos tiempos! ¡Tiempos difíciles! —exclamó Halsa—. Las cosas han ido mal desde el día en que nací. ¿Por qué veo cosas y sé cosas, cuando no puedo hacer nada para cambiarlas? ¿Cuándo llegarán tiempos mejores?
—¿Qué ves? —preguntó Tolcet.
Cogió a Halsa por la barbilla y le inclinó la cabeza para un lado y para el otro, como si su cabeza fuera una bola de cristal en la que pudiera ver su interior. Le puso la mano en la cabeza y le alisó el cabello como si fuera su propia hija. Halsa cerró los ojos. La desesperación creció en su interior.
—No veo nada —dijo ella—. Parece como si alguien me hubiera envuelto en una manta de lana, me hubiera dado una paliza y me hubiera dejado en la oscuridad. ¿Es esto lo que se siente no viendo nada? ¿Han sido los magos de Berfil los que me han hecho esto?
—¿Es mejor o peor? —inquirió Tolcet.
—Peor —contestó Halsa—. No. Mejor. No lo sé. ¿Qué debo hacer? ¿Qué voy a ser?
—Eres una sirvienta de los magos de Berfil —respondió Tolcet—. Ten paciencia. Todavía es posible que todo vaya bien.
Halsa no dijo nada. ¿Qué podía decir?
Subía y bajaba la escalera de la torre, llevando agua, tostadas y queso, cosas que se encontraba en el pantano. La puerta en lo alto de la escalera nunca estaba abierta. No podía ver a través de ella. Nadie le hablaba, aunque a veces se sentaba allí, conteniendo la respiración para que el mago pensara que se había vuelto a marchar. Pero no era tan fácil engañar al mago. Tolcet también subía la escalera, y quizá el mago lo dejara entrar. Halsa no lo sabía.
Essa y Burd y los otros niños eran amables con ella, como si supieran que estaba rota. Halsa sabía que ella no habría sido amable con ellos, si la situación fuera al revés. Pero quizá ellos también supieran eso. Las dos mujeres y el hombre delgado mantenían la distancia. Ni siquiera sabía sus nombres. Desaparecían para hacer mandados, regresaban y desaparecían en el interior de las torres.
Una vez, cuando Halsa volvía del embarcadero con un cubo lleno de peces, se encontró un dragón en el camino. No era muy grande, sólo del tamaño de un mastín. Pero la miró con ojos malvados y enjoyados. Ella no podía pasar. Se la comería, y no había más. Casi era un alivio. Dejó el cubo en el suelo y se quedó esperando a que se la comiera. Pero entonces apareció Essa, con un palo en la mano. Pegó al dragón en la cabeza, una vez, dos, y luego le dio una patada para acabar.
—¡Y ahora te vas! —gritó Essa. El dragón se fue, lanzándole a Halsa una última mirada de reproche. Essa cogió el cubo de pescado—. Tienes que ser firme con ellos —explicó—. Si no, se te meten en la cabeza y te hacen pensar que mereces que se te coman. Son demasiado vagos para comerse nada que se les resista.
Halsa se sacudió un último lamento por no haber sido comida. Fue como despertarse de un sueño, algo hermoso, noble, triste y totalmente falso.
—Gracias —dijo a Essa. Le temblaban las rodillas.
—Los más grandes no vienen al prado —le contó Essa—. Son los pequeños, que sienten curiosidad por los magos de Berfil. Y por curiosidad, lo que quiero decir es que sienten hambre. Los dragones se comen las cosas que les despiertan la curiosidad. Ven, vamos a bañarnos.
A veces, Essa o alguno de los otros le contaban a Halsa historias sobre los magos de Berfil. La mayoría de ellas eran tonterías o claramente falsas. Los niños parecían casi indulgentes, como si sus amos les resultaran más divertidos que aterradores. Había otras historias, historias tristes de magos de tiempos pasados, que habían luchado en grandes batallas o habían emprendido largos viajes. De magos que habían perecido por traición o que habían sido encerrados por gente a la que creían amigos.
Tolcet le talló un peine. Halsa encontró ranas con los lomos marcados con extrañas fórmulas matemáticas, y las puso en un cubo y las subió a lo alto de la torre. Cogió un topo con ojos como alfileres y una nariz como una carnosa mano rosada. Encontró la empuñadura de una espada; una moneda con un agujero; el caparazón de un dragón, pequeño como un tejón y casi sin peso, pero muy duro. Cuando limpió el barro que lo cubría, brilló un poco, como un candelabro. Llevó todo eso a lo alto de la escalera. No podía decir si las cosas que encontraba tenían algún sentido. Pero de todas formas, sentía un placer privado en encontrarlas.
El topo había vuelto a bajar la escalera, rápido, serpenteante y furtivo. Las ranas seguían en el cubo, haciendo sus tristes pronunciamientos, cuando Halsa volvió con la comida del mago, pero las otras cosas habían desaparecido tras la puerta del mago de Berfil.
La cosa que Tolcet había llamado el don de Halsa fue volviendo, poco a poco. De nuevo, volvió a ser consciente de los magos en sus torres, de cómo la observaban. Y había algo más. A veces, ese algo se sentaba a su lado, mientras pescaba, o cuando remaba en la piragua abandonada que Tolcet le había ayudado a reparar. Pensaba que sabía quién, o qué, era. Era la parte de Cebolla que él había aprendido a enviarle. Era lo que quedaba de él: una sombra, sutil y silenciosa. No hablaba con Halsa. Sólo observaba. Por la noche, se quedaba junto a su jergón y la contemplaba mientras dormía. Ella se alegraba de que estuviera allí. Que la rondara un fantasma era una especie de consuelo.
Ayudó a Tolcet a reparar una parte de la torre del mago donde las piedras habían perdido el mortero. Aprendió a hacer papel de los juncos y la corteza. A parecer, los magos necesitaban una gran cantidad de papel. Tolcet empezó a enseñarle a leer.
Una tarde cuando volvía de pescar, se encontró a todos los criados de los magos reunidos en un círculo. En medio había un lebrato quieto como una piedra. El fantasma de Cebolla estaba agachado con los otros niños. Así que Halsa también se quedó a mirar. Algo manaba entre el lebrato y los sirvientes de los magos de Berfil. Era lo mismo que había pasado con Halsa y Cebolla cuando ella le había dado la muñeca de dos caras. Los costados del lebrato subían y bajaban. Tenía los ojos vidriosos, oscuros y sabios. El pelaje se le tensaba por la magia.
—¿Quién es? —preguntó Halsa a Burd—. ¿Es un mago de Berfil?
—¿Quién? —repitió Burd. No apartó los ojos del lebrato—. No, no es un mago. Sólo una liebre. Sólo una liebre. Ha salido del pantano.
—Pero —dijo Halsa—, pero puedo notarlo. Casi puedo oír lo que dice.
Burd la miró. Essa también.
—Todo habla —repuso él, hablando lentamente, como a un niño pequeño—. Escucha, Halsa.
Había algo en la manera en que Burd y Essa la miraban, como si fuera una invitación, como si le estuvieran pidiendo que mirara dentro de sus cabezas, para ver lo que estaban pensando. Los otros también observaban; observaban a Halsa, en vez de la del lebrato. Halsa dio un paso atrás.
—No puedo —dijo—. No puedo oír nada.
Fue a buscar agua. Cuando salió de la torre, Burd y Essa y los otros niños ya no estaban allí. Liebres jóvenes corrían entre las torres, saltando unas sobre otras, peleándose en el aire. Cebolla estaba sentado en el trono de Tolcet, mirando y riendo en silencio. Halsa no creía haber visto reír a Cebolla desde la muerte de su madre. Saber que un niño muerto podía estar tan alegre le causó una rara sensación.
Al día siguiente, Halsa encontró a un zorrito herido en el zarzal. Trató de morderla cuando fue a liberarlo, y las zarzas la hirieron en la mano. El zorro tenía un tajo en la barriga, y Halsa pudo verle el lazo gris brillante de los intestinos. Se arrancó una tira de la camisa, y envolvió al zorrito con ella. Se puso el zorro en el bolsillo. Corrió todo el camino hasta la torre del mago, y todos los escalones hasta arriba. No los contó. No se paró a descansar. Cebolla la siguió, rápido como una sombra.
Cuando llegó a la puerta en lo alto de la escalera, la golpeó con fuerza. Nadie respondió.
—¡Mago! —llamó.
Nadie respondió.
—Por favor, ayúdame —dijo Halsa.
Sacó el zorro del bolsillo y se sentó en los escalones con él envuelto en el regazo. No trató de morderla. Necesitaba todas sus fuerzas para morir. Cebolla se sentó a su lado. Acarició al zorrito en la garganta.
—Por favor —insistió Halsa—. Por favor, no lo dejes morir. Por favor, haz algo.
Pudo notar al mago de Berfil, junto a la puerta. El mago extendió una mano, como si, por fin, la puerta fuera abrirse. Halsa vio que el mago amaba a los zorros, y a todas las cosas salvajes del pantano. Pero el mago no dijo nada. El mago no amaba a Halsa. La puerta no se abrió.
—Ayúdame —pidió Halsa una vez más. Notó aquel terrible tirón negro de nuevo, como le había pasado en el tren con Cebolla. Era como si el mago le estuviera tirando de los hombros, sacudiéndola con una oscura rabia. ¿Cómo se atrevía alguien como Halsa a pedir ayuda a un mago? Cebolla también la sacudía. Cuando la mano de Cebolla la agarró, Halsa pudo notar algo que manaba por ella y hacia fuera de ella. Sentía al zorro, notaba el lugar donde tenía el estómago abierto. Notaba su corazón bombeando sangre, su pánico, su miedo, y la vida que se le estaba yendo. La magia fluyó de arriba abajo por la escalera de la torre. El mago de Berfil estaba tejiendo como una madeja de lana negra y pegajosa, y luego la soltaba de nuevo. Manaba a través de Halsa y Cebolla y el zorro hasta que Halsa pensó que iba a morir.
—Por favor —rogó, y lo que quería decir era 'basta'. La mataría. Y de repente volvía a estar vacía. La magia la había atravesado, y ya no le quedaba nada dentro. Le había convertido los huesos en mantequilla. El zorro comenzó a luchar, arañándola. Cuando ella lo desenvolvió, él le clavó los dientes en la muñeca y luego corrió escalera abajo como si nunca hubiera estado agonizante.
Halsa se puso en pie. Cebolla había desaparecido, pero aún podía notar al mago al otro lado de la puerta.
—Gracias —dijo. Siguió al zorro escalera abajo.
A la mañana siguiente, se despertó y se encontró a Cebolla en el jergón junto a ella. Esta vez parecía estar más cercano, de alguna manera. Como si no estuviera muerto del todo. Halsa tuvo la impresión de que si trataba de hablarle, él le contestaría. Pero le daba miedo lo que le diría.
Essa también veía a Cebolla.
—Tienes una sombra —dijo a Halsa.
—Se llama Cebolla —le informó ésta.
—Ayúdame con esto —le pidió Essa. Alguien había cortado trozos de bambú. Essa los estaba clavando en el suelo, usando una mezcla de piedras y barro para mantenerlos rectos. Burd y algunos de los otros niños estaban entrelazando los juncos con el bambú, formando muros, por lo que vio Halsa.
—¿Qué estamos haciendo? —preguntó.
—Viene un ejército —contestó Burd—. Para quemar la ciudad de Berfil. Tolcet ha ido a avisarles.
—¿Qué pasará? —inquirió Halsa—. ¿Los magos protegerán la ciudad?
Essa puso una barra de bambú en lo alto de dos palos rectos.
—Pueden venir a los pantanos, si quieren —contestó Essa—, y refugiarse. El ejército no vendrá aquí. Tienen miedo a los magos.
—¡Miedo a los magos! —exclamó Halsa—. ¿Por qué? Los magos son cobardes y estúpidos. ¿Por qué no salvan Berfil?
—Ve y pregúntaselo tú misma —replicó Essa—. Si te atreves.
—¿Halsa? —la llamó Cebolla. Halsa apartó la vista de la mirada fija de Essa. Por un momento, hubo dos Cebolla. Uno era la sombra fantasma del tren, lo suficientemente cerca para tocarlo. El segundo Cebolla estaba junto al fuego. Estaba sucio, delgado y era real. El Cebolla sombra parpadeó y desapareció.
—¿Cebolla? —preguntó Halsa.
—He venido de las montañas —explicó Cebolla—. Hace cinco días, me parece. No sabía adónde iba, pero te podía ver. Aquí. He caminado y caminado, y tú estabas conmigo y yo contigo.
—¿Dónde están Mik y Bonti? —preguntó Halsa—. ¿Dónde está mi madre?
—Había dos mujeres en el tren con nosotros. Eran ricas. Han prometido cuidar de Mik y Bonti. Lo harán. Sé que lo harán. Iban a Qual. Cuando me diste la muñeca, Halsa, salvaste al tren. Pudimos ver la explosión, pero la atravesamos. Las vías quedaron destruidas, y había nubes y nubes de humo negro y fuego, pero nada tocó el tren. Los salvamos a todos.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó Halsa de nuevo. Pero ya lo sabía. Cebolla guardaba silencio. El tren se detuvo junto a un arroyuelo para coger agua. Hubo una emboscada. Soldados. Había una botella de la que goteaba agua. La madre de Halsa la había dejado caer. Tenía una flecha clavada en la espalda.
—Lo siento, Halsa —dijo Cebolla—. Todos me tenían miedo, por cómo se había salvado el tren. Porque yo sabía que iba a haber una explosión. Porque no sabía lo de la emboscada y hubo gente que murió. Así que bajé del tren.
—Toma —dijo Burd a Cebolla. Le pasó un cuenco de gachas—. No, come despacio. Hay muchas más.
—¿Dónde están los magos de Berfil? —preguntó Cebolla con la boca llena.
Halsa se echó a reír. Rió hasta que le dolieron los costados y hasta que Cebolla se la quedó mirando y hasta que Essa la sacudió.
—No tenemos tiempo para esto —la riñó Essa—. Coge al chico y búscale algún lugar donde dormir. Está exhausto.
—Ven —dijo Halsa a Cebolla—. Puedes dormir en mi cama. O si lo prefieres, puedes ir a llamar a la puerta en lo alto de la torre y pedir al mago de Berfil si puedes usar su cama.
Enseñó a Cebolla el cubículo bajo la escalera y él se tumbó allí.
—Estás sucio —dijo ella—. Ensuciarás las sábanas.
—Lo siento —repuso Cebolla.
—No pasa nada —dijo Halsa—. Podemos lavarlas después. Aquí hay mucha agua. ¿Sigues teniendo hambre? ¿Necesitas algo?
—Te he traído algo —dijo Cebolla. Tendió la mano y ahí estaban los pendientes que habían sido de su madre.
—No —repuso Halsa.
Halsa se odiaba. Se estaba rascando el brazo, ferozmente, no como si le hubiera picado un bicho, sino como si quisiera escarbar hasta debajo de la piel. Cebolla vio algo que nunca antes había sabido, algo sorprendente y terrible: que Halsa no era más amable consigo misma que con los demás. No era raro que Halsa hubiera querido los pendientes; igual que las serpientes, Halsa se mordía a sí misma si no había nada más que morder. Cómo deseaba Halsa haber sido más amable con su madre.
—Cógelos —insistió Cebolla—, tu madre fue muy buena conmigo, Halsa. Así que quiero dártelos. Mi madre también hubiera querido que los tuvieras.
—Muy bien —repuso Halsa. Quería llorar, pero en vez de eso, se rascó y se rascó. Tenía el brazo blanco y rojo de tanto rascarse. Cogió los pendientes y se los metió en el bolsillo—. Ahora duerme.
—He venido aquí porque tú estabas aquí —explicó Cebolla—. Quería contarte lo que había pasado. ¿Qué haré ahora?
—Dormir —contestó Halsa.
—¿Les dirás a los magos que estoy aquí? ¿Cómo salvamos el tren? —preguntó Cebolla. Bostezó abriendo tanto la boca que Halsa pensó que se le partiría la cabeza en dos—. ¿Puedo ser un criado de los magos de Berfil?
—Ya veremos —respondió Halsa—. Ahora duerme. Subiré la escalera y les diré que estás aquí.
—Es curioso —comentó Cebolla—, los noto por todas partes. Me alegro de que estés aquí. Me siento seguro.
Halsa se sentó en la cama. No sabía qué hacer. Cebolla guardó silencio durante un rato.
—¿Halsa? —la llamó después.
—¿Qué?
—No puedo dormir —dijo él, como disculpándose.
—Shhh —siseó Halsa. Le acarició el sucio cabello. Le cantó una canción que a su padre le gustaba cantar. Le cogió la mano hasta que oyó que respiraba más despacio y estuvo segura de que se había dormido. Luego subió la escalera para decirle al mago lo de Cebolla.
—No te entiendo —dijo a la puerta—. ¿Por qué te escondes del mundo? ¿No te cansas de estar oculto?
El mago no dijo nada.
—Cebolla es más valiente que tú —continuó Halsa hablando a la puerta—. Essa es más valiente. Mi madre era… —Tragó saliva y continuó—. Era más valiente que tú. Deja de no hacerme caso. ¿De qué sirves, aquí arriba? No hablas conmigo, y no vas a ayudar a la ciudad de Berfil, y Cebolla va a sufrir una gran decepción cuando se dé cuenta de que lo único que haces es estar encerrado en tu habitación, esperando a que alguien te traiga el desayuno. Si te gusta tanto esperar, entonces puedes esperar todo lo que quieras. No voy a traerte más comida o más agua o nada de lo que encuentre en el pantano. Si quieres algo, puedes conseguirlo por magia. O puedes ir tú a buscarlo. O puedes convertirme en un sapo.
Espero a ver si el mago la convertía en un sapo.
—Muy bien —dijo finalmente—. Bien, entonces adiós. —Bajó la escalera.
Los magos de Berfil son vagos e inútiles. Odian subir escaleras y nunca te escuchan cuando hablas. No responden preguntas porque tienen los oídos llenos de escarabajos y cera, y sus rostros son arrugados y horrorosos. Las hadas del pantano viven en lo profundo de las arrugas de la cara de los magos de Berfil, y las hadas del pantano cabalgan por los cañones sin fondo de las arrugas sobre pulgas domadas, que se engordan chupando la sangre mágica de los magos. Los magos de Berfil se pasan toda la noche rascándose las picadas de pulgas y duermen todo el día. Preferiría ser una fregona que una sirvienta de los invisibles, babosos, casi ciegos, pulgosos, mohosos, de dedos pegajosos y creídos, magos de Berfil.
Halsa fue a ver a Cebolla para asegurarse de que estaba dormido. Luego fue a buscar a Essa.
—¿Me agujerearías las orejas? —preguntó.
—Te dolerá —contestó Essa, encogiéndose de hombros.
—Bien —repuso Halsa.
Así que Essa hirvió agua y puso una aguja dentro. Luego le hizo agujeros a Halsa en las orejas. No le dolió, y Halsa se alegró. Se puso los pendientes de la madre de Cebolla, y luego ayudó a Essa y a los otros a cavar letrinas para la gente de la ciudad de Berfil.
Tolcet regresó antes de la puesta de sol. Con él llegaron media docena de mujeres con sus hijos.
—¿Dónde están los otros? —preguntó Essa.
—Algunos no me han creído —contestó Tolcet—. No confían en la gente de los magos. Hay algunos que quieren quedarse y defender la ciudad. Otros están saliendo a pie hacia Qual, siguiendo las vías.
—¿Dónde está ahora el ejército? —preguntó Burd.
—Cerca —contestó Halsa.
Y Tolcet asintió.
Las mujeres de la ciudad habían llevado comida y jergones. Parecían abatidas y ansiosas, y era difícil decir si era el ejército que se acercaba o los magos de Berfil lo que las asustaba más. Las mujeres miraban al suelo. No miraban las torres. Si pillaban a sus hijos mirándolas, los regañaban en voz baja.
—No seáis tontas —dijo Halsa a una mujer, cuyo hijo había estado cavando un agujero cerca de una torre caída.
La mujer lo sacudió hasta que se puso a llorar y llorar, y no paraba. ¿En qué estaba pensando? ¿Que a los magos les gustaba comerse a los niños embarrados que hacían agujeros?
—Los magos son asociales y vagos e inofensivos. Se mantienen apartados y no molestan a nadie.
La mujer se quedó mirando a Halsa, y Halsa se dio cuenta de que le tenía tanto miedo a ella como a los magos de Berfil. Halsa estaba asombrada. ¿Acaso era ella tan terrible? Mik, Bonti y Cebolla siempre le habían tenido miedo, pero tenían buenas razones. Y ella había cambiado. Ahora era suave y dócil como la mantequilla.
Tolcet, que estaba ayudando con la comida, resopló como si le hubiera leído el pensamiento. La mujer agarró a su hijo y se alejó deprisa, como si Halsa pudiera abrir de nuevo la boca y comérselos a los dos.
—Halsa, mira. —Era Cebolla, despierto y tan sucio que se le podía oler a dos metros. Tendrían que quemar su ropa. Halsa se sintió muy contenta, porque Cebolla había ido a buscarla y porque él estaba allí, y porque estaba vivo. Había salido de la torre de Halsa, donde había dejado su jergón sucio y maloliente, qué maravilla pensar en ello, y estaba señalando al este, hacia la ciudad de Berfil. Se veía un brillo rojo sobre el pantano, como si el sol estuviera saliendo en vez de poniéndose. Todo el mundo estaba en silencio, mirando hacia el este como si fueran capaces de ver lo que estaba sucediendo en Berfil. De repente, el viento llevó un humo ceniciento y desolado sobre el pantano.
—La guerra ha llegado a Berfil —dijo una mujer.
—¿Qué ejército es? —preguntó otra mujer, como si la primera pudiera saberlo.
—¿Acaso importa? —contestó la primera mujer—. Todos son iguales. Mi hijo mayor fue a unirse al ejército del rey, y el más pequeño fue a unirse a los hombres del general Balder. Han quemado muchas ciudades, y matado a otros hijos de otras madres, y quizá un día se maten el uno al otro, y nunca piensen en mí. ¿Qué diferencia hay, para la ciudad que están atacando, saber o no qué ejército la ataca? ¿Le importa a una vaca quién la mata?
—Nos seguirán —dijo alguien más con voz resignada—. Nos encontrarán aquí y nos matarán a todos.
—No lo harán —replicó Tolcet. Habló muy alto. Su voz era tranquila y confiada—. No os seguirán y no os encontrarán aquí. Sed valientes por vuestros hijos. Todo irá bien.
—Oh, por favor —exclamó Halsa para sí. Se puso en pie, con los brazos en jarras, y miró furiosa a las torres de los magos de Berfil. Pero como de costumbre, los magos de Berfil no hacían nada. No la fulminaron por su mirada llena de odio. No se asomaron a sus ventanas para ver, al otro lado de los pantanos, la ciudad de Berfil que ardía mientras ellos se limitaban a contemplar. Quizá ya estuvieran durmiendo en sus camas, soñando con el desayuno, la comida y la cena. Halsa fue a ayudar a Burd, Essa y los otros a preparar las camas para los refugiados de Berfil. Cebolla cortó cebollas silvestres para la olla del estofado. Iba a tener que bañarse pronto, pensó Halsa. Era evidente que necesitaba a alguien como Halsa para decirle lo que tenía que hacer.
Ninguno de los sirvientes de los magos de Berfil durmió aquella noche. Había demasiado que hacer. Las letrinas no estaban acabadas. Un niño se perdió en los pantanos y tuvieron que buscarlo antes de que se ahogara o se encontrara con un dragón. Una niña pequeña se cayó al pozo, y tuvieron que sacarla.
Antes de que el sol saliera de nuevo, llegaron más refugiados de la ciudad de Berfil. Llegaron al campamento en grupos de dos o tres, hasta que hubo casi cien habitantes de la ciudad en el prado de los magos. Algunos de los recién llegados estaban heridos o quemados o en shock. Essa y Tolcet tomaron el mando. Había compresas que aplicar, ropa que ya se había cortado para hacer vendas, bebidas calientes que olían amargas y medicinales y no especialmente mágicas. La gente iba de un lado a otro, tratando de averiguar noticias sobre parientes o amigos que se habían quedado en la ciudad. Los niños pequeños que se habían quedado dormidos, se despertaron y comenzaron a llorar.
—Han pasado por la espada al alcalde y a su esposa —decía un hombre.
—Van a marchar sobre la siguiente ciudad del rey —dijo una anciana—. Pero nuestro ejército los detendrá.
—Ése era nuestro ejército; vi al hijo del carnicero y al mediano de Philpot. Dicen que hemos estado comerciando con los enemigos de nuestro país. El rey los ha enviado. Para enseñarnos una lección. Han quemado la iglesia del mercado y han colgado al pastor del campanario.
Había una niña tumbada en el suelo que parecía de la edad de Mik y Bonti. Tenía el rostro gris. Tolcet le tocó el estómago con cuidado, y ella soltó un grito fino y agudo, un sonido que no era humano en absoluto, pensó Cebolla. Los pantanos hacían tanto ruido de magia, que él no podía oír lo que la niña estaba pensando, y se alegraba.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Tolcet al hombre que la había llevado al campamento.
—Se cayó —contestó el hombre—. La han pisoteado.
Cebolla observó a la niña, y respiró despacio y de manera regular, como si de alguna manera pudiera respirar por ella.
Halsa contempló a Cebolla.
—Ya es suficiente —dijo luego—. Ven, Cebolla.
Halsa se apartó de Tolcet y la niña, abriéndose paso a empujones entre los refugiados.
—¿Adónde vamos? —preguntó Cebolla.
—A hacer que bajen los magos —contestó Halsa—. Estoy hasta las narices de hacer todo el trabajo por ellos. De cocinar y de llevarles cosas. Voy a derribar esa estúpida puerta. Voy a hacerlos bajar a rastras sus estúpidas escaleras. Voy a hacer que ayuden a esa niña.
Había muchísimos escalones en esta ocasión. Claro que los malditos magos de Berfil debían saber lo que Halsa tramaba. Aquélla era su broma favorita, hacerla subir y subir y subir. Esperarían hasta que Cebolla y ella llegaran a lo alto y luego los convertirían en lagartos. Bueno, quizá no fuera tan malo ser un pequeño lagarto venenoso. Podría colarse por debajo de la puerta y morder a uno de los malditos magos de Berfil. Subieron y subieron, medio corriendo, medio a trompicones, hasta que pareció que Cebolla y ella habían subido hasta el cielo. Cuando la escalera acabó de golpe, Halsa aún corría. Se estrelló contra la puerta con tanta fuerza que vio las estrellas.
—¿Halsa? —la llamó Cebolla. Se inclinó sobre ella. Parecía tan preocupado que Halsa casi se echó a reír.
—Estoy bien —contestó ella—. Sólo son los magos con sus trucos. —Golpeó la puerta con fuerza, luego le dio unas cuantas patadas por si acaso—. ¡Abre!
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Cebolla.
—Nunca sirve de nada —repuso Halsa—, debería haber subido un hacha.
—Déjame probarlo —dijo Cebolla.
Halsa se encogió de hombros.
«Niño estúpido», pensó, y Cebolla pudo oírla perfectamente.
—Adelante —dijo en alto.
Cebolla puso la mano sobre la puerta y empujó. La puerta se abrió. Él miró a Halsa y se encogió.
—Perdón —dijo.
Halsa entró.
En la habitación había un escritorio y una única vela, que estaba encendida. Había una cama, bien hecha, y un espejo en la pared sobre el escritorio. No había ningún mago de Berfil, ni siquiera escondido bajo la cama. Halsa lo comprobó, por si acaso.
Fue hasta la ventana vacía y se asomó. Veía el prado y el campamento improvisado, y más abajo, el pantano. Los canales, brillantes como plata. Estaba el sol que salía, como siempre. Era raro ver todas las ventanas de las otras torres desde allí, tan arriba, todas vacías. Pájaros blancos planeaban sobre el pantano. Halsa se preguntó si serían los magos, y deseó tener un arco y flechas.
—¿Dónde está el mago? —preguntó Cebolla. Clavó un dedo en la cama. Quizá el mago se hubiera trasformado en cama. O en escritorio. Quizá el mago fuera el escritorio.
—No hay magos —afirmó Halsa.
—Pero ¡los puedo notar! —Cebolla olisqueó una vez, luego otra, con más intensidad. Prácticamente podía oler al mago, como si el mago de Berfil se hubiera transformado en una niebla o en un vapor que Cebolla estuviera inhalando. Estornudó con fuerza.
Alguien subía la escalera. Halsa y él esperaron a ver si era un mago de Berfil. Pero era Tolcet. Parecía cansado y molesto, como si hubiera tenido que subir muchos, muchos escalones.
—¿Dónde están los magos de Berfil? —preguntó Halsa.
Tolcet alzó un dedo.
—Un minuto para recuperar el aliento —dijo.
Halsa tamborileó con el pie. Cebolla se sentó en la cama. En silencio se disculpó, por si acaso la cama era el mago. O tal vez la vela fuera el mago. Se preguntó qué pasaría si trataba de apagar al mago. Halsa estaba tan enfadada que Cebolla pensó que iba a estallar.
Tolcet se sentó en la cama junto a Cebolla.
—Hace mucho tiempo —comenzó a contar—, el padre del rey actual visitó a los magos de Berfil. Había tenido ciertos sueños sobre su hijo, que entonces sólo era un bebé. Tenía miedo de esos sueños. Los magos le dijeron que tenía razón al sentir miedo. Su hijo se volvería loco. Habría guerra y hambre, y más guerra, y el culpable sería su hijo. El viejo rey se puso furioso. Envió a sus hombres para que arrojaran a los magos de Berfil desde sus torres. Y eso hicieron.
—Espera —dijo Cebolla—. Espera. ¿Qué les pasó a los magos? ¿Se transformaron en pájaros blancos y salieron volando?
—No —contestó Tolcet—. Los hombres del rey les cortaron el cuello y los arrojaron desde las torres. Yo no estaba. Cuando regresé, habían saqueado las torres. Los magos estaban muertos.
—¡No! —exclamó Halsa—, ¿por qué mientes? Sé que los magos están aquí. Escondidos. Son unos cobardes.
—Yo también puedo notarlos —añadió Cebolla.
—Venid y ved —dijo Tolcet. Fue a la ventana. Cuando miraron hacia abajo, vieron a Essa y a los otros sirvientes de los magos de Berfil que se movían entre los refugiados. Las dos ancianas que nunca hablaban estaban organizando los montones de ropa y las mantas. El hombre delgado estaba atando la vaca de alguien. Los niños perseguían pollos mientras Burd aguantaba abierta la verja de un improvisado gallinero. Una de las niñas más pequeñas, Perla, estaba cantando una nana al hijo de alguna madre. Su voz, áspera y dulce al mismo tiempo, se alzaba hasta la ventana de la torre, donde Halsa, Cebolla y Tolcet estaban asomados. Era una canción que todos conocían. Era una canción que decía que todo saldría bien.
—¿No lo entendéis? —preguntó Tolcet, el mago de Berfil, a Halsa y Cebolla—. Estos son los magos de Berfil. Son jóvenes, la mayoría. Aún no tienen todos sus poderes. Pero aún puede que todo salga bien.
—¿Essa es un mago de Berfil? —preguntó Halsa. Essa, con una pala en la mano, alzó la mirada hacia la torre, como si hubiera oído a Halsa. Sonrió y se encogió de hombros, como diciendo: «Quizá lo soy, quizá no, pero ¿no es un buen chiste? ¿Nunca lo imaginaste?».
Tolcet hizo que Halsa y Cebolla se dieran la vuelta y quedaran de cara al espejo que colgaba de la pared. Les puso sus fuertes manos moteadas sobre los hombros durante un minuto, como para infundirles valor. Luego señaló al espejo, a los reflejos de Halsa y de Cebolla, que les devolvían atónitos la mirada. Tolcet comenzó a reír. A pesar de todo, rió tanto que se le saltaron las lágrimas. Resopló. Cebolla y Halsa comenzaron también a reír. No podían evitarlo. La habitación del mago estaba cargada de magia, igual que los pantanos, y que Tolcet, y el espejo donde los niños y Tolcet se reflejaban, y los niños, también estaban cargados de magia.
Tolcet señaló de nuevo al espejo. Y su reflejo señaló directamente a Halsa y Cebolla.
—¡Aquí están ante vosotros! —dijo Tolcet—. ¡Ja! ¿Los conocéis? ¡Aquí están los magos de Berfil!