—No puedes matarle —advirtió el señor Luke—. A tu madre no le gustaría. —Después de pensarlo un poco, añadió—: Yo mismo me sentiré algo molesto.
—Pero, espera —dijo Angie con el tono dramático que adopta el reclamo del anuncio televisivo de una bayeta mágica—. Todavía hay más. No te he contado lo de las magdalenas con brandy…
—Sí, lo has hecho.
—¿Y que contó a Jennifer Williams lo que le obsequié por su cumpleaños, y que ella cogió una rabieta porque ya tenía dos iguales…?
—No lo hizo con mala intención —dijo su padre, cauto—. Estoy seguro.
—Y luego, cuando se chivó a mamá de lo mío con Orlando Cruz, y mira, no es que estuviéramos haciendo nada…
—Da lo mismo. Ni se te ocurra matarlo.
Angie se apartó de la frente un mechón de pelo sudado color pardo ratón y reagrupó sus fuerzas.
—¿Puedo al menos mutilarle un poco? Confía en mí: se lo ha ganado a pulso.
—No lo dudo —admitió el señor Luke—. Pero tienes quince años y Marvyn sólo tiene ocho. Ocho y medio. Eres mayor que él, así que darle una paliza no es justo. Cuando cumplas… no sé, veintitrés, y él dieciséis y medio, pues podrás hacer lo que quieras. Pero hasta entonces, ni se te ocurra.
El gruñido de Angie pudo o no equivaler a una expresión de conformidad. Se dispuso a salir del cuarto, pero su padre se lo impidió, tomándole la mano derecha.
—El juramento del meñique, hija.
Angie le miró con cautela, pero levantó la mano con el meñique en alto para cruzarlo con el de su padre sin titubear, lo cual fue un error.
—Lo has hecho sin pensar —dijo su padre, ceñudo—. Júralo por Buffy.
—¿Qué? ¡No se puede jurar por una serie de televisión!
—¿Dónde está eso escrito? Repite conmigo: «Juro por Buffy Cazavampiros…».
—¡Ya veo que no confías en mí!
—«Juro por Buffy Cazavampiros que dejaré en paz a mi hermano pequeño…».
—¡Al monstruo de mi hermano pequeño! Ha empeorado desde que empezó a escribir su nombre con i griega.
—«Y que dejaré de llamarle tontolaba…».
—Vamos, hombre, si sólo lo hago cuando me pone realmente enferma…
—«Hasta que cumpla la edad de dieciséis años y seis meses, a partir de cuyo momento…».
—A partir de cuyo momento le daré tantos golpes que lo convertiré en mermelada. Trato hecho. Puedo esperar. —Esbozó una sonrisa torcida; luego se dio cuenta del aspecto que debía tener y cubrió con el labio superior los relucientes y nuevos aparatos que llevaba en la dentadura. Ya en la puerta, volvió la mirada y dijo, sin darle importancia—: Eres demasiado listo para ser mi padre.
El señor Luke respondió, alzando la vista del libro:
—Eso he pensado yo a menudo. —Y a continuación, añadió—: Es algo muy coreano, todos nosotros somos así. Tienes suerte de que tu madre no sea coreana, o no habría nada que pudieras ocultarnos.
Angie pasó el resto de la noche en su habitación, haciendo los deberes o colgada del teléfono, charlando con Melissa Feldman, su mejor amiga. Una vez hubo terminado, sintiendo que su virtud la hacía merecedora de una recompensa en forma de pastilla de chocolate baja en grasas, bajó al salón y se dirigió a la cocina, pasando de camino por delante del cuarto de su hermano. Se asomó, no porque tuviera un interés especial, sino porque Marvyn invariablemente se dejaba caer por la puerta de su cuarto, para mirar con absurda fascinación lo que quiera que estuviese haciendo, hasta que ella lo echaba. Vio a su hermano en el suelo, jugando con Milady, la gata gris y vieja de la familia. No había nada inusual en ello: Marvyn y Milady habían formado equipo desde que él tuvo la edad suficiente para comprender que la gata no era algo que llevarse a la boca. Lo que hizo que Angie se quedara inmóvil como si acabara de toparse con una pared era el hecho de que estaban jugando al Monopoly, y que al parecer Milady iba ganando la partida.
Angie apoyó el hombro en el marco de la puerta, en trance y espantada a partes iguales. Marvyn acababa de hacer una tirada de dados conjunta para Milady y para sí mismo, pero la artritis tenía tan en jaque a la vieja gata que ni siquiera podía manejar con soltura el dinero del Monopoly. Sin embargo, esperó a que fuera su turno y moviera su ficha (llevaba la del sombrero de copa plateado) con sumo cuidado, como si al mismo tiempo considerara sus diversas opciones. La gata ya tenía un hotel en Park Place.
Marvyn dio un salto y cerró la puerta de un portazo en cuanto vio que su hermana observaba la partida, y Angie fue a liberar un resto de sorbete mayor de lo que había planeado. Logró embutir lo que acababa de ver cerca del fondo del contenedor, un lugar profundo de su mente que ella llamaba su «rincón del olvido». Como dijo en una ocasión a su amiga Melissa: «Existe eso que llamamos exceso de información, y no pienso permitir que me angustie. Nunca sabré más de lo que quiera saber sobre las cosas. Si no me crees, mira sino al presidente».
A lo largo de la semana siguiente, Marvyn se empeñó en interponerse aposta en el camino de Angie, lo que bastó por sí solo para ponerla furiosa. Si algo sabía acerca de su hermano, era que cuando más debías preocuparte era cuando no aparecía por ningún lado. De todos modos, al menos en apariencia reinaba la paz, y así siguió la cosa hasta la noche en que a Marvyn le dio por bailar con la basura.
El día siguiente tocaba recogida, así que la señora Luke le había confiado dos enormes bolsas de plástico verde para que las acercase a los contenedores con ruedas que había en el camino. Marvyn se había dado tantos aires de importancia por que le encargasen esa labor, que Angie se quedó ante la ventana abierta, para asegurarse de que no se limitaba a arrojar las bolsas en el césped y perderse en uno de sus misteriosos escondrijos. La señora Luke estaba de vuelta en el salón, viendo las noticias en televisión, pero Angie seguía en la ventana cuando Marvyn miró rápidamente a su alrededor, murmuró unas palabras que su hermana no alcanzó a comprender, e hizo un gesto con la mano izquierda, tan rápido que ella ni siquiera vio un sólo borrón. Entonces ambas bolsas se pusieron a bailar.
A Angie le temblaron tanto las rodillas que cayó postrada al pie de la ventana, cosa en la que ni siquiera reparó. Marvyn soltó juntas las bolsas, que se desplazaron dando vaivenes a su lado, y se movieron hacia adelante, hacia atrás, a un lado y al otro en perfecta armonía, con milimétrica coordinación, girando con él como si fuera una estrella y ellas las coristas. Para asombro de Angie, él chascaba los dedos y caminaba hacia atrás de un modo que ella jamás hubiera creído posible en él, y mientras las bolsas extendían sus verdes brazos y piernas vio cómo los tres bailaban camino abajo. Cuando alcanzaron los contenedores, las compañeras de Marvyn quedaron inmóviles, recuperando su identidad de simples bolsas de basura. Marvyn las arrojó al interior, se sacudió las manos y se volvió para emprender la vuelta a casa.
Cuando reparó en que Angie le había estaba mirando, ninguno dijo nada. Angie inclinó un poco la cabeza. Se encontraron en la puerta y se quedaron mirando.
—A mi cuarto —se limitó a decir ella.
Marvyn arrastró los pies detrás de su hermana, mirando a todas partes sin mirar a ninguna en concreto: rellenito y hecho una pena, con una inmanejable maraña de pelo castaño y un parche en la cuenca izquierda que se suponía debía servir para enderezarle el ojo vago.
—Habla —ordenó ella.
—¿Qué quieres que diga? —Para tener ocho años y medio, Marvyn tenía una voz profunda, ronca. El señor Luke siempre insistió en que le había cambiado antes siquiera de nacer—. Yo no rompí la funda de tu disco compacto.
—Sí, claro que lo hiciste —dijo Angie—. Pero olvídalo. Hablemos de bolsas de basura. Hablemos del Monopoly.
Marvyn enfocaba las mentiras de un modo muy profesional. En una crisis siempre decía la verdad, hasta que se le ocurría una alternativa mejor.
—Te lo advierto, no vas a creerme —dijo.
—Nunca te creo. Si la cuentas mejor que sea de las gordas.
—De acuerdo —dijo Marvyn—. Soy brujo.
Cuando Angie fue capaz de hablar, dijo lo primero que le vino a la mente, lo cual después la avergonzaría para siempre jamás:
—No puedes ser brujo. Querrás decir que eres mago, o un hechicero o algo así. —«Como si mantuviéramos una conversación cuerda», pensó.
Marvyn negó con la cabeza con tal fuerza que casi perdió el parche del ojo.
—¡Oh, oh! Todo eso son bobadas de las películas, los libros y demás. Eres brujo si eres hombre, o bruja si eres mujer. En mi caso soy brujo.
—Serás brujo muerto si no dejas de tomarme el pelo —le advirtió Angie.
Pero su hermano sabía que la tenía en sus manos, y sonrió como sonríen los piratas (a menudo en casa se ponía un pañuelo en torno a la frente e insistía a la señora Luke para que le comprase un loro).
—Puedes preguntar a Lidia. Ella fue la que se dio cuenta —le propuso.
Lidia del Carmen de Madero y Gómez había sido la señora de las faenas de los Luke desde mucho antes de que naciese Angie. Era de Ciego de Ávila, Cuba, y aseguraba haber cambiado los pañales de Fidel Castro cuando trabajó de joven para su familia. A pesar de su avanzada edad, que nadie parecía saber a ciencia cierta, y menos los Luke, Lidia conservaba la mirada tan clara como la de un niño, y Angie había estado a punto de echarse a llorar de envidia en una ocasión por la hermosura de su oscura piel arrugada. Si bien Lidia se llevaba bien con Angie, hablaba en español con la madre, enseñaba al señor Luke a preparar platos típicos cubanos, y Marvyn había sido su niño desde que nació, algo que estaba más allá de toda duda o interferencia. Iban juntos a ver películas en español los sábados, y hacían juntos la compra en el barrio de Bowen Street.
—¿La que se dio cuenta de qué? —preguntó Angie—. ¿Qué pasa? Si ahora resultará que Lidia es bruja.
A juzgar por la expresión de Marvyn, éste se preguntaba dónde habrían encontrado sus padres a Angie.
—No, claro que no es bruja. Es santera.
Angie abrió los ojos como platos. Sabía tanto acerca de la santería como pueda saber cualquiera que viva en una gran ciudad con una población que iba en aumento y estaba compuesta por africanos y sudamericanos, lo que a pesar de todo no era gran cosa. Los artículos en prensa y los documentales televisivos la habían informado de que los santeros sacrificaban pollos y cabras y… hacían cosas con la sangre. Intentó imaginar a Marvyn con un pollo, haciendo cosas, pero fue incapaz. No, Marvyn no.
—O sea, que Lidia te ha lavado el cerebro —dijo, al cabo—. ¿Ahora tú también eres santero?
—No, soy brujo, ya te lo he dicho. —La impaciencia de Marvyn alcanzaba poco a poco su masa crítica.
—¿La wicca? ¿Te ha dado por adorar a la diosa? Hay una chica en mi clase, Devlin Margulies, que es wiccana, y no habla de otra cosa. Los sabbats, los esbats, lo del plenilunio y todo eso. Tiene la piel como un rallador de queso.
Marvyn la miró, pestañeando.
—¿Qué es una wiccana? —Se despatarró de pronto en la cama, donde jugueteó con Milady cuando la gata saltó y le ofreció su peludo vientre—. Siempre supe que podía hacer cosas. ¿Recuerdas el pato de goma, y lo que pasó aquella vez en el encuentro de béisbol?
Angie lo recordaba. Sobre todo lo del pato de goma.
—Bueno, pues Lidia me llevó a ver a una vieja, pero vieja de verdad, en el mercado agrícola. Es mayor que ella, se llama Yemaya, o algo así, y fuma todo el tiempo en una pipa pequeña y rara. Bueno, pues tomó mi cara en sus manos y me miró a los ojos, ¡y luego cerró sus ojos y se quedó ahí sentada un buen rato! —Rió—. Pensé que se había quedado dormida, así que hice como que me apartaba, pero Lidia no me dejó. Así siguió sentada, y sentada, y entonces abrió los ojos y me contó que yo era brujo, así, en español. Y Lidia me compró un cucurucho de dos sabores, café y chocolate. Con M&M espolvoreado por encima.
—Para cuando cumplas los doce años no te quedará un solo diente sano. —Angie no supo qué más decir, qué preguntas hacerle—. ¿Y eso es todo? ¿Ahora la anciana te da lecciones de brujería o algo?
—No, ya te lo he dicho, es una santera importante, que es distinto. Sólo la vi esa vez. No dejó de decir a Lidia que tengo el regalo. Creo que se refiere a que tengo el don, porque lo repitió varias veces y gift traducido al español puede ser regalo o don. Insistió que debía practicarlo. Como haces tú con el clarinete.
Angie torció el gesto. Tenía las manos pequeñas y los dedos regordetes, así que la música se deslizaba entre ellos como la lluvia. Sus padres, conscientes de ello, se habían ofrecido a anular las lecciones de clarinete, pero Angie se había negado. Como confesó a su amiga Melissa, no poseía la habilidad de aceptar la derrota.
—¿Y así practicas? —preguntó a su hermano—. ¿Bailoteando con bolsas de basura?
Marvyn negó con la cabeza.
—Eso empieza a aburrirme, y también me empieza aburrir jugar a juegos de tablero con Milady. Pensaba que tal vez podría hacer que los platos se lavaran a sí mismos, como en La bella y la bestia. Apuesto a que puedo hacerlo.
—Podrías encantar mis deberes —sugirió Angie—. Los de álgebra, para empezar.
Su hermano lanzó un bufido.
—Eh, que sólo soy un niño y tengo mis límites. O sea, ¿tus deberes?
—Claro —dijo Angie—. Claro. Mira, ¿qué te parece lanzar un gran hechizo sobre Tim Hubley la próxima vez que venga con Melissa? Como volverle los pies planos para que no pueda seguir jugando a baloncesto, porque ése es el único motivo de que le guste. O… —Su voz adquirió una tonalidad más baja, acompañada por un tono titubeante—. ¿Qué te parece si haces que Jake Petrakis se enamore loca, locamente, de mí? Eso sería… la monda.
Marvyn jugaba con Milady.
—Bah, cosas de chicas, ¿a quién le interesan? Quiero ser tan bueno jugando a fútbol que todos quieran formar parte de mi equipo. Quiero que el gordo de Josh Wilson lleve parches en los dos ojos para que me deje en paz de una vez. Quiero que mamá encargue cada noche una pizza de salchichón con masa fina y crujiente, y que papá…
—¡Nada de hechizar a papá y mamá! ¡Ni se te ocurra! —Angie se había erguido de tal modo que inclinó amenazadora sobre él—. ¿Lo has pillado, tontolaba? Si les haces una sola cosa, créeme, será mejor que seas un brujo cojonudo porque eso será lo único que impida que te estrangule. ¿Entendido?
Marvyn cabeceó en sentido afirmativo.
—De acuerdo, te propondré algo —continuó Angie—, ¿qué te parece si practicas con la tía Caroline cuando venga el próximo fin de semana?
El regordete rostro de pirata de Marvyn se iluminó tras oír aquella sugerencia. Tía Caroline era la hermana mayor de su madre, aplaudida en la familia Luke por saberlo todo acerca de todo lo que era digno de saberse. Era una buena persona, y agradable, cuyo perpetuo aire de plácido conocimiento habría elevado a la santidad a un asesino en serie. Basta para mencionar un país, cualquiera, para que la tía Caroline hubiese pasado el tiempo suficiente allí para saber más acerca del lugar que un nativo. Cuando se comentaba una noticia de prensa en presencia suya, tía Caroline era capaz de contar algo al respecto que ni siquiera figuraba en el texto. Pillar un resfriado movía a tía Caroline a recitar el nombre de soltera de la madre de la principal investigadora médica experta en infecciones virales. (El señor Luke decía a menudo que el lema de tía Caroline era: «Di algo, y apuesto a que te equivocas»).
—Nada peligroso —ordenó Angie—. Nada que la asuste. Nada que la ponga en ridículo o algo.
Marvyn frunció los labios.
—Pues al final no tendrá ninguna gracia.
—Si es demasiado gordo sabrán que tú lo hiciste —señaló su hermana—. Yo lo sabría.
Marvyn, a quien le encantaban los secretos y las identidades secretas, se dio por vencido.
Durante la semana anterior a la llegada de tía Caroline, Marvyn estuvo tan ensimismado que la señora Luke llegó a preocuparse por su salud. Angie no le quitaba ojo, pero no pudo estar segura de qué tenía planeado, una inseguridad que no debía de ser muy distinta de la que sentía él, o eso sospechaba su hermana. En una ocasión le sorprendió cambiando el canal del televisor sin ayuda del mando a distancia; otra, estando a solas en la cocina para pelar las patatas y las zanahorias destinadas a un guiso, hizo que el pelador se encargara de todo mientras él leía las viñetas cómicas del suplemento dominical. La aparente nimiedad de sus ambiciones alivió un poco la leve angustia de Angie, quien se entregó a la perspectiva de la espléndida cena familiar que era tradición la primera noche que tía Caroline pasaba de visita.
Tía Caroline era, entre otras cosas, la clase de mujer que es incapaz de irse de ninguna parte con las manos vacías. Su propia casa estaba atestada hasta el ático de recuerdos procedentes de todos los rincones del mundo: juguetes de Eslovenia, esculturas de Afganistán, servilleteros de Kenia con forma de león o de jirafa, legiones de brazaletes de latón, cajas y estatuillas de dioses de la India, y tantas muñecas rusas Matryoshka, de esas que encajan unas dentro de las otras, que cada Navidad las regalaba con calcetines dentro. Nunca se sentaba a la mesa de los Luke sin llevar consigo alguna nueva adquisición, de tal modo que la cena con tía Caroline, en palabras del señor Luke, era como una exposición oral.
Su hégira más reciente la había llevado de vuelta a África Occidental por tercera o cuarta vez, y de allí se había llevado la muñeca de aspecto más diabólico que Angie había visto en toda su vida. De pie junto al plato de tía Caroline, medía más de medio metro de altura, tenía orejas de murciélago, más dedos de la cuenta y ojos verdes, sendas canicas brillantes con aguas violeta. Tía Caroline explicó, entusiasta, que se trataba de una muñeca de la fertilidad única, propia de la tribu benin, lo que Angie encontró absolutamente inverosímil.
—¡De ninguna manera! —protestó en voz alta—. ¡Nunca se me pasaría por la cabeza tener niños con esa cosa mirándome! Ni siquiera parece estar embarazada. ¡Por encima de mi cadáver!
Tía Caroline ya había tomado dos margaritas que le había preparado el señor Luke, y bregaba con el tercer cóctel. Respondió algo acalorada que no todas las estatuillas de la fertilidad iban equipadas con pechos como obuses, vientres globulares y traseros como el de la Venus Calipigia.
—Las hay considerablemente delgadas, ¡incluso para los cánones occidentales! —Tía Caroline, según los cánones de todo hijo de vecino, estaba hecha a imagen y semejanza de un palillo chino.
Angie aspiraba aire, haciendo acopio de fuerzas para dar una respuesta, cuando oyó a su padre decir algo en coreano a su espalda, seguido por un grito ahogado de su madre.
—Caroline. —Pero tía Caroline estaba ocupada, explicando a su sobrina que no sabía nada en absoluto acerca de la fertilidad. Entonces la señora Luke añadió, elevando el tono de voz—: Caroline, cierra la boca y mira la muñeca.
—¿Qué? ¿Cómo? —dijo tía Caroline, que volvió la vista hacia su hermana, igual que hizo la propia Angie. Ambas lanzaron un grito.
La muñeca desarrollaba todos los atributos que, según tía Caroline, no cualificaban a una estatuilla como imagen de la fertilidad. Estaba esculpida en ébano, o algo incluso más duro, pero sacaba pechos, tripa y caderas igual que las dos bolsas de basura de Marvyn habían desarrollado brazos y piernas. Incluso su expresión había experimentado un cambio: de la languidez a una sonrisa boba, como si fuera a besar a alguien, a cualquiera de los presentes. Dio unos pasos temblorosos en la mesa y hundió un pie en la salsa.
Entonces empezaron a llover los bebés.
Cayeron sobre la mesa, con rapidez y dureza, como si llovieran troncos de madera, uno tras otro, uno tras otro… perfectas copias diminutas de la enloquecida y sonriente muñeca, «como cuando Milady dio a luz gatitos en mi regazo», recordó Angie. Al rebotar uno de los bebés fue a parar a su plato, y otro rebotó sobre la sopa, y un par acabaron rodando en el regazo del señor Luke, lo que le hizo arrastrar la silla hacia atrás para apartarse de su trayectoria. La señora Luke intentaba atraparlos todos, lo que era imposible, y tía Carolina permaneció sentada, gritando. Mientras, la muñeca no dejó de sonreír y de alumbrar bebés.
Marvyn estaba de pie de espaldas a la pared, con una expresión tan aterrada como la de tía Caroline, pero también tan absurdamente complacida de sí misma como la de la propia muñeca. Angie le miró a los ojos y le dirigió un gesto fiero, basta, para, apágalo, pero o bien su hermano se lo estaba pasando en grande, o bien no tenía ni idea de cómo deshacer el hechizo que había perpetrado. Una de las miniaturas le dio en la cabeza, y tuvo una visión de toda su familia asfixiada bajo los bebés de madera, gorgoteando todos, los brazos extendidos hacia la superficie en un gesto cargado de patetismo, antes de sumergirse por enésima vez. Otro bebé golpeó el sopero y le alcanzó luego la oreja izquierda, y la afilada punta del dedo le hizo una herida.
Finalmente cesó. Angie no llegó a averiguar cómo había recuperado Marvyn el control. Se impuso el silencio, exceptuando a tía Caroline. La muñeca de la fertilidad perdió la expresión de alegría y recuperó el magro y feo aspecto del souvenir libre de impuestos que ofrecen los aeropuertos, mientras que los bebés parecieron fundirse igual que si en lugar de madera hubiesen sido de hielo. Angie llegó a ver uno de ellos disolverse en la nada justo enfrente de tía Caroline, quien en ese momento dejó de gritar y empezó a hipar y golpear la mesa con las palmas de las manos. El señor Luke se puso a propinarle golpecitos en la espalda, y Angie se prestó voluntaria para practicarle la maniobra Heimlich, para lo cual no obtuvo permiso.
Tía Caroline se retiró temprano a la cama.
Más tarde, ya en el cuarto de Marvyn, sólo la cama separaba a ambos hermanos.
—¿Qué pasa? —preguntó Marvyn ante la indignación de su hermana—. Dijiste que no la asustara. ¿Qué hay de aterrador en una muñeca que tiene hijos? Me pareció bonito.
—Bonito —dijo Angie—. Oh, oh. —Una parte de ella se preguntaba mientras tanto cuánto tiempo pasaría en prisión si asesinaba a su hermano. «¿Diez años?», pensó. «¿Cinco, con buen comportamiento y mucho psiquiatra? No me parece un mal trato»—. ¿Y qué te dije acerca de no poner en ridículo a tía Caroline?
—Pero si yo no la he puesto en ridículo —protestó Marvyn, que abrió su ojo visible, personificando la imagen de la inocencia—. No tendría que beber tanto, ése es el problema. Es ella quien me pone en ridículo.
—Acabarán dándose cuenta —le advirtió Angie—. Puede que tía Caroline no, pero mamá seguro que sí. En cierto modo tiene algo de bruja. Te levantarán la tapadera, amigo.
Pero para su asombro, no volvió a mencionarse una sola palabra respecto a lo sucedido, ni al día siguiente ni al otro, no por parte de su observadora madre, ni de su padre, perspicaz observador, ni siquiera de tía Caroline, que no era descabellado pensar que pudiera mencionarlo durante el desayuno. Angie, sorprendida, dijo a Milady, amodorrada en su cojín:
—Supongo que la gente se las ingenia para taparse los ojos ante todo lo que les resulta extraño. —Aunque esta explicación no la satisfizo, ni siquiera un poco, no tuvo más remedio que aferrarse a ella, a falta de algo mejor. La vieja gata pestañeó para mostrar que estaba de acuerdo, rebulló para adoptar una postura más cómoda y se quedó dormida, ronroneando.
Angie mantuvo vigilado a Marvyn más estrechamente que cuando cuidaba de él cuando era muy pequeño y tenía tendencia a probar suerte entre el tráfico. Fuera o no causa de su vigilancia, su hermano se comportó más o menos bien, excepto cuando convirtió en cemento el aire de las ruedas de la bicicleta de un niño que le había robado un cómic. Sin olvidar también el asunto del balón de fútbol encantado, que no dejó de rodar hacia él como si no pudiera soportar la idea de que otro le diera patadas. Angie aprendió a mostrarse muy cuidadosa cuando se preparaba un sándwich, porque si perdía de vista mucho rato a su hermano, el sándwich era susceptible de adquirir un ingrediente extra. Pimentón, por ejemplo, o tabasco; los pimientos picantes era uno de los asiduos. Pero había otros menos fuertes pero más discutibles. Como soltó a la comprensiva Melissa Feldman, que tenía dos hermanos: «Tendría que ser posible encarcelar a los niños sólo por tener ocho años y medio».
También estuvo el asunto de la actitud de Marvyn respecto a la actitud de Angie respecto a Jake Petrakis.
Jake Petrakis iba un curso por delante de Angie en la escuela. Era medio griego, medio irlandés, y sus ojos azules y el denso pelo rojizo constituía un contraste tan marcado con su piel color aceituna que ella no había sido capaz de mirarle directamente desde cuarto curso. Formaba parte del equipo de natación, era presidente del club de ajedrez y salía con Ashleigh Sutton, reina de la clase de los pequeños, rebautizada «Espectro Ashleigh» por la leal Melissa. Pero él siempre trataba a Angie con afabilidad, era encantador con ella, y siempre le decía: «Eh, Angie», y «¿Cómo te va, Angie?», o «Nos vemos en otoño, Angie, que pases un buen verano». Ella se aferraba a todos y cada uno de estos comentarios, en igual medida que era incapaz de soportarlos.
En lo tocante a Jake Petrakis, Marvyn era implacable como un mosquito. Hacía ruiditos de desmayo y de besuqueos siempre que sorprendía a Angie mirando la foto de Jake incluida en el anuario, y la volvía loca cuando inventaba conversaciones entre ambos con un tono lo bastante elevado para que ella pudiera escucharlas. Su capacidad para la brujería, que iba en aumento, suponía que las notas perfumadas, escritas con elaborada caligrafía y un sinfín de faltas ortográficas podían lloverle en la cama en el momento menos pensado, al igual que las rosas de largos tallos, la bisutería (Marvyn tenía una experiencia limitada, y también muy mal gusto), además de las fotos pequeñas, borrosas, de Jake y Ashleigh juntos. El señor Luke tuvo que renovar el juramento que había hecho Angie, y endulzarlo con la promesa de una bicicleta nueva si Marvyn superaba intacto el año. Angie insistió en una bicicleta de montaña, y su padre exhaló un suspiro.
—Eso de que los gitanos robaban a los niños es un mito —dijo con cierta melancolía—. Seguro que sucedía al revés.
Sin embargo, hubo intermitentes ratos de paz entre Marvyn y Angie, y varios de ellos ocurrieron en el cuarto de Marvyn. Era un lugar mucho más ordenado que el de Angie, a pesar de la ropa que alfombraba el suelo y las baqueteadas cajas de los juegos de tablero que asomaban por debajo de la cama. Marvyn había cubierto las paredes de mapas desplegables del National Geographic, alineados con tal pulcritud que era imposible distinguir dónde empezaba uno y terminaba otro; en una pared especial había reproducciones y fotografías de un montón de personas con extraños ojos de mirada fija. Angie reconocía a Rasputín, y también sabía algunos de los nombres de los demás: Aleister Crowley, por ejemplo, y un tipo vestido como en el Renacimiento llamado doctor John Dee. También había dos mujeres: la joven bruja Willow, de Buffy Cazavampiros, y el daguerrotipo de una mujer de raza negra tocada con una especie de turbante doblado en puntas. Pero ni asomo de Harry Potter, porque a Marvyn nunca le había enganchado Harry Potter.
Un día, al salir de clase, encontró también un joven gatito que caminaba entre los libros que cubrían la cama de Marvyn. Angie, sorprendida, lo recogió y lo sostuvo a la altura del rostro, sintiendo los latidos del corazón entre sus manos. Tenía el pelo de un gris más oscuro que Milady, y pensó que nunca había visto otro gato con ese color. Le besuqueó el hocico, contenta, preguntándole:
—¿Y tú quién eres, eh? ¿De dónde sales?
Marvyn daba de comer a su pez ángel y no levantó la vista.
—Es Milady —respondió.
Angie soltó el gatito en la cama.
—Quiero decir que es Milady, pero de joven —se explicó Marvyn—, volví atrás para recuperarla.
Cuando se dio la vuelta para saborear su expresión sorprendida, esbozaba la enervante sonrisa de pirata que Angie no podía soportar. Angie tardó un minuto en dar con las palabras, y más tiempo en lograr pronunciarlas.
—Has vuelto… —dijo—. ¿Has vuelto atrás en el tiempo?
—Ha sido fácil —dijo Marvyn—. Hacia adelante cuesta, no creo que pueda llegar lejos. Puede que el doctor Dee fuese capaz. —Tomó el gatito y se lo devolvió a su hermana. Era Milady, hasta el pliegue que tenía en la oreja izquierda y la cola corta y rara que remataba con una punta oscura—. Le dolía todo continuamente, estaba tan mayor, la pobre. Pensé que si podía volver a empezar, ya sabes, antes de contraer la artritis…
Pero no terminó la frase.
—¿Dónde está Milady? —preguntó Angie lentamente—. Me refiero a la otra. Si te has traído a ésta aquí… Quiero decir que no sé cómo pueden convivir ambas en el mismo mundo.
—No pueden —dijo Marvyn—. La antigua Milady se ha ido.
Angie sintió un nudo en la garganta. Se le humedecieron los ojos, y también la nariz, y tuvo que sonarse antes de ser capaz de pronunciar otra palabra. Cuando miraba la gatita reconocía en ella a Milady, y se puso a pensar en lo bonito que sería tenerla de nuevo dando brincos por toda la casa, sin aquella grotesca cojera y los maullidos de dolor. Pero había querido a esa vieja gata toda su vida, y de hecho no conservaba muchos recuerdos de cuando era cachorro, así que cuando la nueva Milady se le subió al regazo Angie la apartó.
—Muy bien —dijo a Marvyn—. Muy bien. ¿Cómo la has recuperado… o lo que sea que has hecho?
Marvyn se encogió de hombros y volcó de nuevo la atención en el pez.
—No es difícil. Sólo tienes que concentrarte de la manera adecuada.
Angie le arrojó a la nuca una pelota de plástico Wiffle, y él se dio la vuelta, enfadado.
—¡Déjame en paz! Vale, si quieres saberlo existe un hechizo, palabras que tienes que pronunciar una y otra vez hasta hartarte de ellas, y luego también hay unas hierbas. Tienes que prenderles fuego, ponerte encima y cerrar los ojos y aspirarlas mientras dices esas palabras y…
—Sabía que este cuarto olía raro últimamente. Pensé que otra vez habías vuelto a llevarte a la cama esos sobres con salsa de curry.
—Y entonces abres los ojos y ahí estás —terminó Marvyn—. Ya te he dicho que no era difícil.
—¿A qué te refieres con eso de «ahí estás»? ¿El momento en que sales? ¿Das tres taconazos y dices que no hay nada como estar en casa?
—No, boba, simplemente lo sabes. —Y eso fue todo lo que Angie pudo arrancarle, y no, tal como llegaría a comprender, porque él no estuviese dispuesto a contárselo, sino porque no podía. Brujo o no, después de todo era un niño pequeño que no tenía ni idea de lo que se traía entre manos. Tanteaba el terreno, tocaba de oído.
Discutir con Marvyn siempre le provocaba dolor de cabeza, y la perspectiva de dedicarse al trabajo de historia, cuyo tema era el auge de la clase media en Inglaterra, empezó a parecerle más atractiva. Volvió a su cuarto, donde leyó dos capítulos enteros, y cuando la garita Milady se coló dentro, Angie la dejó dormir en el escritorio.
—Qué coño —le dijo—. Tú no tienes la culpa.
Esa noche, cuando el señor y la señora Luke volvieron a casa, Angie les contó que Milady había muerto plácidamente debido a la enfermedad y su avanzada edad mientras estaban trabajando, y que ahora estaba enterrada en el jardín trasero. (Marvyn se decantó por un relato de atropello y huida con omisión de auxilio, adornado por un vehículo todoterreno negro y una matrícula entrevista que empezaba por la letra Q, versión que Angie vetó). La aportación de Marvyn a su solemne explicación consistió en explicar que había visto a la nueva gata en el escaparate de una tienda de mascotas, y que «se parece tanto a Milady que me gasté todos mis ahorros. Yo cuidaré de ella, ¡lo prometo!». Su madre, que no era muy amiga de los gatos, se tragó el relato sin problemas, pero Angie no estuvo tan segura acerca del señor Luke. A menudo lo vio con la garita sentada en su regazo, mirándose ambos fijamente con cierta solemnidad.
Pero vio pocas pruebas que apuntaran a la posibilidad de que Marvyn tontease más con el tiempo. Aunque tampoco demostró interés alguno por convertirse en el mejor jugador de fútbol de primaria, o inflar su rendimiento escolar para acceder a los estudios universitarios a los once años, o simplemente vengarse de ciertas personas (Marvyn no olvidaba una y tenía una lista de afrentas que se remontaba a la guardería). Ella casi siempre se daba cuenta de si se había hecho la cama por medios mágicos, o si hacía crecer las plantas demasiado rápido, pero él parecía sentirse satisfecho con ese nivel. Angie lo dejó correr.
Una vez le sorprendió gateando por el techo, como Spiderman, pero cuando le dio un grito él se precipitó sobre la cama y, seguidamente, vomitó. Luego estuvo aquella vez, dos veces, de hecho, en que, ausentes el señor y la señora Luke, reunió todos los zapatos del zapatero para montar un espectáculo musical y les hizo bailar claque y dar taconazos como los Rockettes. A Angie le pareció divertido, pero le obligó a parar porque eran los zapatos de su madre. ¿Y si su ropa se sumaba a la fiesta? No quería ni pensarlo.
Así las cosas, había mucho de lo que preocuparse. Además de los deberes, estaban las prácticas con la banda de música, y los problemas de Melissa con su novio; por no mencionar las interminables horas que pasaba en el dentista, corrigiendo un leve caso de sobremordida. Melissa insistía en que le daba un aspecto sexy, pero a la madre de Angie le bastó con oírle decir eso para insistir en que debía corregirla. Sea como fuere, que Angie supiera, lo único que hacía Marvyn era jugar con su nueva caja de juguetes, como quien monta el recorrido del tren eléctrico o levanta un castillo con una miríada de piezas distintas. Fue incluso capaz de imaginarlo aburriéndose con la magia con el paso del tiempo. Marvyn tenía muy bajo el umbral de aburrimiento.
Angie formaba parte de la orquesta, así como de la banda, debido a la necesidad crónica que tenían ambas formaciones de intérpretes de instrumentos de viento, pero ella prefería la banda. Le daba el aire, desfilaban en los partidos de fútbol americano, formaba parte de aquel alegre ruido y siempre era más excitante que estar de pie a oscuras, en un auditorio envuelto en un silencio sepulcral, tocando para gente que a duras penas podía ver. «Además —tal como confesó a su madre—, en la banda nadie se da cuenta realmente de cómo suenas. Sólo quieren que marques bien el paso».
En una soleada tarde de primavera, cuando toda la banda ensayaba La marcha del Washington Post, el clarinete de Angie se volvió loco de pronto. Había dejado de ser un simple clarinete para convertirse en un cartucho de pura dinamita, produjo aires de valiente improvisación, dio la vuelta del derecho y del revés a la melodía, cosas que Angie se sabía incapaz de haber concebido jamás, por mucho que su habilidad hubiese estado a la altura de semejante inspiración. Sus compañeros de la banda, a lo largo y ancho de la línea que formaban, se volvieron para mirarla, y ella quiso ponerse a gritar: «Eh, que no soy yo, que es el capullo de mi hermano. Ya sabéis que soy incapaz de tocar así». Pero la música no dejó de fluir, excesiva, absurda, imparable… Al contrario que la marcha, que finalmente se precipitó sobre su desordenado final.
Angie nunca se había sentido tan avergonzada.
El señor Bishow, director de la banda, se abrió paso entre los músicos.
—Angie, eso ha sido fantástico —dijo—. ¡Arrebatador! ¡No sabía que tu música tuviera tal espíritu, tal libertad, tal ingenio! —Le dio unas palmadas en la espalda, incluso hubo un momento en que la abrazó con rapidez y cautela, pero se apartó enseguida y añadió—: Ni se te ocurra volver a hacerlo.
—Como si tuviera elección —murmuró Angie, pero el señor Bishow ya daba órdenes a la banda para recuperar la formación e interpretar Semper Fidelis y High Society, temas con los que Angie experimentó sus problemas de costumbre, dos compases por detrás del resto de la sección de viento. Caminaba cabizbaja fuera del campo cuando Jake Petrakis, cuyo pelo dorado oscuro centelleaba aún tras los entrenamientos de natación, se acercó a ella corriendo y dijo:
—Eh, Angie, ha sido estupendo. —Le dio una palmada en el hombro, como hubiera hecho con cualquier otro chico, y se alejó a la carrera para reunirse con otros compañeros del equipo de relevos. Angie fue a casa y esperó a Marvyn escondida tras la puerta de su cuarto.
En cuanto su hermano puso un pie dentro le aferró del pelo.
—¡Vale ya, suéltame! —protestó él—. ¡Pensé que te gustaría!
—¿Que me gustaría? —Angie le dio una fuerte sacudida—. ¿Que me gustaría? Pequeño monstruo, casi logras que me echen de la banda. ¿Qué más me tienes preparado que creas que va a gustarme?
—¡Nada, te lo juro! —Pero se reía como un tonto, a pesar del daño que le hacía—. Vale, tenía pensado volverte tan hermosa que ni siquiera papá y mamá pudieran reconocerte, pero tuve que dejarlo correr. Demasiado esfuerzo.
Angie quiso aferrarle de nuevo del pelo, pero Marvyn se agachó en el último momento.
—Así que pensé que quizá podía hacer que ese tal Jake se enamorase locamente de ti. Hay toda clase de hechizos y cosas para lograrlo…
—Ni se te ocurra —le advirtió Angie, que repitió la advertencia con tranquilidad, en voz muy baja—. Ni. Se. Te. Ocurra.
Marvyn conservaba la risilla.
—No, no pensé que me dirías que sí. Pero habría sido divertido. —De pronto adoptó una serenidad tremenda y miró a su hermana a través del único ojo visible, extrañamente serio, incluso con el goteo que tenía de nariz—. Es divertido, Angie. Nunca me lo había pasado tan bien.
—Apuesto a que sí —comentó ella, furibunda—. Pero a mí déjame al margen, siempre y cuando quieras pasar a tercer curso sano y salvo. —Fue a la cocina, dispuesta a tomarse un zumo de manzana.
Marvyn la siguió, parloteando sin cesar acerca de la escuela, los partidos de fútbol, la rapidez con que crecía Milady, y el posible romance que tenía lugar en la pecera.
—Lamento lo de la banda, no volverá a pasar. Pensé que estaría bien que pudieras tocar como un virtuoso, aunque sólo fuera una vez. ¿Te gustó al menos la parte musical?
Angie no supo si responderle con sinceridad. Echaba mano de la botella de zumo de manzana cuando saltó la tapa sin que llegase a tocarla y le alcanzó directamente en la cara. Cuando reculó, vio que un vaso se dirigía hacia ella por el mármol de la cocina, pero logró hacerse con él antes de que topase con la nevera. Entonces se volvió para regañar a Marvyn.
—¡Coño, tontolaba, déjalo ya! ¡Al final lograrás lastimar a alguien si sigues empeñado en resolverlo todo con la puta magia!
—¡Has dicho dos palabrotas! —la regañó Marvyn—. ¡Me chivaré a mamá! —Pero no hizo ademán de abandonar la cocina, y al cabo de un momento una lágrima solitaria se le deslizó bajo el parche del ojo—. ¡No utilizo la magia para resolverlo todo! Sólo para las cosas aburridas. Como lo de la basura, pasar la aspiradora o doblarme la ropa. Y lo de la caja de tierra de Milady, cuando me toca. Para esa clase de cosas, ¿vale?
Angie se lo quedó mirando, sorprendida como de costumbre por su increíble capacidad para mostrarse inocente e indefenso.
—Pero no mueves un dedo cuando me toca a mí limpiarle la tierra, ¿no? —dijo—. Es igual, olvídalo. Tú apártate de mi camino, que mañana tengo examen de francés. —Se sirvió el zumo de manzana, devolvió el envase al interior de la nevera, tomó un puñado de galletas de pasas y se fue a su cuarto. Pero se detuvo en la puerta, por ninguna razón concreta que pudiese identificar, excepto quizá por el modo en que Marvyn la había seguido y luego se había detenido.
—¿Qué pasa? Límpiate los mocos, que da asco verte. ¿Qué mosca te ha picado ahora?
—Nada —murmuró Marvyn, enfurruñado. Se limpió los mocos con la manga, pero no sirvió de gran cosa—. Me asusta, Angie. Dan un poco de miedo las cosas que soy capaz de hacer.
—¿Qué te asusta? ¿Por qué te dan miedo? Hace un minuto decías que no te lo habías pasado mejor en toda tu vida.
—¡Y así es! —Se acercó a ella, titubeante: en ese momento no era brujo, ni pirata ni querubín, sino un niño pequeño inquieto, apesadumbrado—. Es que a veces es demasiado divertido. A veces, justo en cuando estoy en ello, me da por pensar que quizá tendría que parar, pero no puedo. Como una vez que estaba yo solo, haciendo el tonto… Y de pronto hice algo que era muy interesante, pero salió raro y entonces no pude deshacerlo durante un buen rato, y me dio miedo que llegasen mamá y papá, y…
Angie sopesó malhumorada sus anteriores notas de francés y tomó otra galleta de pasas.
—Ya te lo he dicho, al final te meterás en un buen lío si sigues haciendo bobadas como ésa. Tú déjalo, antes de que pase algo grave y mágico que no puedas solucionar mediante la magia. Buscabas consejo y acabo de dártelo. Nos vemos.
Marvyn anduvo cabizbajo tras ella hasta llegar a la puerta del cuarto. Cuando ella se dio la vuelta para cerrarla, él murmuró:
—Me gustaría ser mayor como tú. Así sabría qué hacer.
—Ajá —dijo Angie, cerrando la puerta.
A partir de ese momento, sin importarle los verbos irregulares franceses, se sentó al escritorio y se puso a escribir una carta a Jake Petrakis.
Ni entonces ni siquiera mucho después, Angie sería capaz de explicar a nadie por qué había escrito la carta precisamente en ese momento. ¿Porque él le había dado una palmada en el hombro y le había dicho que ella, o al menos su música, era estupenda? ¿Porque le había visto esa misma tarde, totalmente trabado con Ashleigh en un rincón oscuro entre las librerías de la biblioteca? ¿Por los incesantes desafíos de Marvyn? ¿O sencillamente porque tenía quince años y era el momento de escribir cartas así a alguien? Fuera cual fuese el motivo, escribió lo que escribió, y al terminar dobló la carta y la guardó en el cajón del escritorio.
Después sacó la carta, volvió a guardarla, y finalmente decidió meterla en la bolsa. Y allí pasó la carta cerca de tres meses, hasta los exámenes de mitad de curso, los finales y la temporada de fútbol americano quedaron atrás, hasta la funesta noche de un viernes en que Angie había salido con Melissa, y ambas iban de escaparate en escaparate, pero sin comprar, por el centro de Avicenna, entrando y saliendo a su aire de todas las cafeterías de Parnell Street. Habló a Melissa de la carta, y Melissa se deshizo en risillas que enseguida se volvieron hipos y exigieron de un capuchino para apaciguarlos. Cuando pudo hablar de nuevo con coherencia, dijo:
—Tendrías que enviársela. Tienes que enviársela.
Al principio Angie se puso hecha una fiera.
—¡Ni hablar! La escribí para mí, no para un examen o para leerla en clase, y desde luego no la escribí para Jake Petrakis. Pero ¿por qué clase de idiota me has tomado?
Melissa esbozó una sonrisa torcida, sonrisa que asomó también a sus burlones ojos verdes.
—La clase de idiota que lleva esa carta en la bolsa ahora mismo, y apuesto que va dentro de un sobre con la dirección del destinatario escrita y un sello en la esquina.
—¡No lleva sello! ¡Y el sobre sólo es para protegerla! Me gusta llevarla encima, eso es todo…
—¿Y qué me dices de la dirección?
—Es para practicar, ¿vale? Pero ni la firmé ni tiene remite, así que no te pases de lista.
—Vale, vale —dijo Melissa, dando el brazo a torcer—. No me pasaré de lista.
—Y corta ya —le ordenó Angie, momento en que Melissa aparcó el tema. Pero era un viernes por la noche y ambas tenían permiso para andar por ahí hasta tarde, siempre y cuando no se separasen, y Avicenna cuenta con un montón de cafeterías. El número adecuado de cafés con leche y capuchinos, con doble carga de expreso, las sumió en un estado de alegre y parlanchín abandono en el que todas las cosas del mundo eran ridículamente divertidas. Melissa no aparcó mucho rato el asunto de la carta de Angie.
—Vamos, mujer, ¿qué es lo peor que podría pasar? ¿Que la lea y pueda intuir que tú la escribiste? Escucha, lo peor que podría suceder es que cuando seas mayor, muy mayor, sigas deseando haber confesado a Jake Petrakis lo que sentías de joven, y que él esté casado, sea incluso abuelo, o hasta se haya muerto…
—¡Déjalo ya! —Pero Angie reía casi tanto como Melissa, y ambas caminaban por la silenciosa Lovisi Street, por delante de la gasolinera y la precintada tienda de dietética, para después encontrar la oscura residencia de los Petrakis y subir de puntillas la escalera del porche. Frente a la puerta principal, Angie titubeó un instante, hasta que Melissa dijo:
—Una anciana, en un hogar de la tercera edad, por el amor de Dios, y él nunca llegará a saberlo.
Angie aspiró aire con fuerza e introdujo la carta por debajo de la puerta. Luego echaron a correr todo el camino de vuelta hasta Parnell Street, riendo tanto que apenas podían respirar…
… Y a la mañana siguiente, Angie despertó susurrando «Aydiosmío, aydiosmío, aydiosmío», una y otra vez, incluso antes de espabilar del todo. Se quedó en la cama casi una hora más, rezando en silencio, presa de la desesperación, para que la noche anterior no hubiese sido más que un sueño absurdo, terrible, y para encontrar la carta en su lugar cuando hurgara en la bolsa. Pero sabía perfectamente cuál era la verdad, y ni siquiera se molestó en comprobarlo de camino al teléfono.
—Bueno, al menos no la habías firmado —dijo Melissa al otro lado de la línea para tranquilizarla—. Al menos te queda ese consuelo.
—En cierto modo te mentí —dijo Angie. Su amiga no respondió, y Angie añadió—: Por favor, tienes que acompañarme. Por favor.
—Ve tirando —dijo finalmente Melissa—. Ve, me reuniré allí contigo.
Como vivía más cerca, Angie fue la primera en llegar a casa de los Petrakis, pero no tenía intención de llamar al timbre hasta que reunirse con Melissa. Caminaba de un lado a otro por el porche, maldiciéndose, dándose golpes en las piernas, preguntándose si podría trasladarse a vivir a Grand Rapids con Peggy, la hermana de su padre, cuando la mujer de la casa contigua le dijo que los Petrakis se habían ausentado de la ciudad con motivo de una reunión familiar.
—Se fueron ayer por la tarde. Me pidieron que echara un ojo a la casa porque no volverán hasta la noche del domingo. Por eso te he visto ahí. —Esbozó una especie de sonrisa de advertencia a Angie, antes de volver a meterse en su casa.
Pero el gigantesco perro que había aprovechado la ocasión para salir al jardín no volvió dentro con su dueña. Tenía el tamaño de un todoterreno, y saltaba a la vista que ya había tomado una decisión acerca del carácter de Angie.
—Perro, perro guapo —dijo ella, lo cual fue contestado con un gruñido por parte del can. Cuando probó con «Eh, cosita», que era como se dirigía su padre a todos los animales, el perro desnudó los caninos y se tumbó frente a ella para «echar un ojo» personalmente al asunto—. Por lo general se me dan bien los perros.
—Bueno, la colaste por debajo de la puerta —dijo Melissa al llegar—, así que no habrá llegado muy lejos. Ahora necesitamos un palo o el alambre de una percha para engancharla. —Pero siempre que miraban hacia la casa contigua sorprendían el zarandeo de una cortina, y al final optaron por marcharse y pensar qué otra cosa podían hacer. Pero no se les ocurrió nada, así que al cabo de un rato Angie tenía tal nudo en la garganta de contener el llanto que no podía hablar sin que le doliese horrores. Acompañó a Melissa de vuelta a la parada de autobús, y ambas se despidieron con un abrazo como si hubiesen tomado la decisión de no volver a verse.
—¿Sabes una cosa? —dijo Melissa—. Mi madre siempre dice que nada es tan malo como uno piensa que va a ser. Me refiero a que es imposible, porque nada supera todas las cosas horribles que imaginamos. Así que puede que… Bueno, ya sabes… —Pero guardó silencio antes de terminar. Abrazó de nuevo a Angie y volvió a su casa.
A solas en casa, Angie se sentó inmóvil en la cocina, decidida a no derramar una sola lágrima. El esfuerzo le causó un dolor terrible en la cara, y los ojos se volvieron insoportablemente pesados. Su mente no fue a ningún lado, lo cual agradeció al reparar en ello. Siguió sentada hasta que entró Marvyn, que llegaba de jugar con sus amigos al baloncesto. Era más bajito que los demás, así que solían hacerle bastantes cargas, y siempre llegaba magullado y dolorido. Angie había pensado que se haría crecer, o ser capaz de alcanzar mayor altura con su salto, pero hasta ese momento no se había servido de la magia para hacer nada semejante. La miró entonces, botó y arrojó una invisible pelota de baloncesto, y preguntó en voz baja:
—¿Qué te pasa?
Pudo ser la ronca e inesperada suavidad de su voz, o simplemente el hecho de que hubiese formulado esa pregunta. Fuera cual fuese el motivo, Angie rompió a llorar en ese momento con una ira que iba por entero dirigida sobre sí misma, tanto por haber escrito la carta a Jake Petrakis como por llorar a esas alturas por ello. Hizo un gesto a Marvyn para que la dejara sola, pero, y eso no hizo sino sorprenderla aún más, su hermano permaneció muy quieto, esperando a que se tranquilizara un poco.
—Angie, ¿qué pasa? —insistió de nuevo cuando esto sucedió. Y Angie se lo contó. Se disponía a añadir la advertencia previa: «Una sola burla por tu parte, tontolaba…», cuando cayó en la cuenta de que no sería necesario. Marvyn se rascaba la cabeza, estrujándose la ceja hasta que peligró la integridad del parche. De pronto hundió ambas manos en los bolsillos y echó la vista atrás: viva imagen del niño del cartel totalmente despreocupado. Dijo, como si no tuviera importancia:
—Yo podría recuperarla.
—Sí, claro. —Angie ni siquiera levantó la vista—. Claro.
—¡Podría hacerlo! —Marvyn volvía a ser el mismo de siempre, hasta ahí habían llegado su frialdad y naturalidad—. Puedo hacer muchas cosas.
Angie humedeció una toallita de papel e intentó recomponerse el rostro surcado de lágrimas.
—Dime dos de ellas.
—De acuerdo. ¡Lo haré! ¿Recuerdas en qué buzón la dejaste?
—Debajo de la puerta —masculló Angie—. La metí por debajo de la puerta.
Marvyn esbozó una sonrisa burlona.
—Guau, como si fuera una postal del día de los enamorados.
Angie no tuvo fuerzas para arrearle un golpe, pero sí le aferró aunque sólo fuera para guardar las apariencias.
—Bueno, podría hacer que saliera por la puerta, he ahí un modo. O apuesto a que podría abrirla si no hay nadie en casa. Para nosotros los brujos es el truco más fácil del mundo.
—No volverán hasta el domingo por la noche —dijo Angie—. Pero tienen una vecina que no quita ojo al lugar. Aunque ella no esté pendiente, tiene un perro inmenso. No me importa que seas el brujo más poderoso del mundo, no querrás vértelas con un hombre-lobo.
Marvyn, que, tal como Angie sabía perfectamente, temía a los perros grandes, volvió a rascarse la cabeza.
—De todos modos es muy fácil. No hay desafío. Olvídalo. —Se sentó a su lado, dando vueltas al asunto—. ¿Y si…? No, eso es cosa de críos, cualquiera podría hacerlo. Pero hay un hechizo… Podría hacer que la carta se autodestruyera, ahí mismo, en la casa, como en esa antigua serie de televisión. No quedaría más que una pila de ceniza que acabaría en la bolsa de la aspiradora. Nadie se enteraría. ¿Qué te parece eso? —Pero antes de que Angie expresara su opinión, Marvyn ya sacudía la cabeza en un gesto de negación—. Pero también es demasiado fácil. Un hechizo para bebés, para novatos. Odio esos encantamientos.
—Pero está bien que sea fácil —se apresuró Angie a convencerle de lo contrario—. Y tú eres un novato.
Marvyn se puso fuera de sí al oír eso, y su habitual voz de barítono bajo ganó varios tonos hasta adquirir la agudeza de un chillido.
—¡Eso no es cierto! ¡Cómo se te ocurra decir que soy novato…! —Se levantó para dar pisotones en el suelo, como no hacía desde los dos años—. Pues ahora verás. Sólo por haber dicho eso, te devolveré la carta, pero no voy a decirte cómo lo haré. Ya lo verás, eso es. Tú espera y verás.
Se alejaba a paso acelerado en dirección a su propio cuarto cuando Angie le llamó con el primer atisbo mezcla de esperanza y de humor que había concebido aproximadamente en un siglo.
—De acuerdo, eres un brujo poderoso y malvado, ¿qué es lo que quieres?
Marvyn se volvió hacia ella y se quedó mirándola con expresión vacía.
—Nada vale nada, ése es mi hermano. Escuchémoslo. ¿Qué quieres a cambio de salvarme la vida?
Si la voz de Marvyn hubiese ganado otro tono, sólo los murciélagos habrían sido capaces de oírlo.
—Me dispongo a salvarte, y tú crees que quiero algo a cambio. ¡Jobar! —Era la única expresión un poco subida de tono que le permitían sin regañarle—. De todos modos no tienes nada que yo quiera. Excepto, quizá…
Dejó suspendida en el aire aquella reflexión a medio terminar.
—Excepto, quizá, ¿qué? —repitió Angie.
Marvyn balanceó el peso del cuerpo hacia adelante, después de asirse al marco superior de la puerta, esbozando su sonrisa de pirata.
—Odio que me llames tontolaba. Sabes que lo odio y sigues haciéndolo.
—De acuerdo, no volveré a hacerlo nunca. Te lo prometo.
—Hmm. Bueno, no será suficiente. —La sonrisa había adquirido un matiz malvado—. Creo que durante dos semanas deberías dirigirte a mí como «Oh, Poderoso».
—¿Qué? —Angie se había puesto en pie, aparcada de pronto la aflicción—. No te pases, tontolaba. ¿Dos semanas? ¡Ni hablar! —Se miraron en silencio durante un largo instante, antes de que ella añadiese—: Una semana. No abuses. Una semana y no se hable más. ¡Y no pienso hacerlo en presencia de los demás!
—Diez días. —Marvyn dobló los brazos a la altura del pecho—. Empezando ahora mismo.
Angie abrió los ojos como platos.
—¿Quieres esa carta o no? —preguntó Marvyn.
—Sí.
Marvyn aguardó a que se decidiera.
—Sí, Oh, Poderoso.
Triunfante, Marvyn tendió su mano y Angie le dio una palmada.
—¿Cuándo? —preguntó ella a continuación.
—Esta noche. No, mañana. Esta noche voy al cine con Sunil y su familia. Mañana.
Cuando se alejó, Angie llenó de aire los pulmones como si respirase por primera vez en año y medio. Deseaba poder contar a Melissa que todo se iba a solucionar, pero no se atrevía. Por tanto, pasó el resto de la jornada intentando aparentar normalidad, siendo la Angie de siempre, dispersa y jovial en la tarde sabatina. Cuando Marvyn volvió a casa después del cine, pasó el resto de la noche leyendo cómics de Hellboy encerrado en su cuarto, con la gatita Milady en el estómago. Y así seguía cuando Angie dejó de vigilarle y se fue a la cama.
Pero el domingo por la mañana había desaparecido. Angie lo supo en cuando abrió los ojos.
No tenía ni idea de adonde podía haber ido, ni por qué. Había contado con que tendría que preparar en su cuarto el hechizo, bajo la mirada severa de sus mentores magos. Pero no estaba allí, y no se presentó para el desayuno. Angie contó a su madre que había estado hasta tarde viendo la televisión, y que quizá debería dejarle dormir tranquilo hasta tarde. Y cuando la señora Luke empezó a preocuparse tras el desayuno, Angie subió a su cuarto y volvió diciendo que Marvyn estaba muy absorbido, haciendo un trabajo para la clase de arte. También dijo que no estaba muy sociable. Por lo general, la madre no le habría perdonado así de fácilmente el desayuno, pero llegaban tarde para un almuerzo seguido de un concierto, así que confiaron a Angie las instrucciones de rigor de alimentar y dar de beber al gato, utilizar el billete de veinte dólares que había sobre el mueble del recibidor para encargar algo que fuese razonablemente sano, y echar «de vez en cuando» un vistazo a Marvyn, lo que en realidad quería decir «con frecuencia». («El día que no te digamos eso», comentó una vez el señor Luke cuando ella objetó ante las tareas que le encomendaban, «será el día en que al chaval le dé por robar un kayak y poner rumbo a Tahití». A Angie le costó entonces poner objeciones ante semejante argumento).
Se quedó a solas en la casa vacía, más sola de lo que nunca se había sentido. Angie echó a andar en círculos, yendo de habitación en habitación sin la menor idea de a qué dedicar su tiempo. A medida que fueron transcurriendo las horas sin que regresara su hermano, se vio llamándole en voz alta.
—¿Marvyn? Marvyn, te juro que si lo estás haciendo para volverme loca… Oh, Poderoso, ¿dónde estás? Vuelve, no te molestes por esa estúpida carta. ¡Vuelve! —Dejó de hacerlo al cabo de un rato, porque las fisuras y temblores de su voz le hicieron sentir ridícula e incluso le infundieron más miedo del que ya tenía.
Fue extraño, pero sintió su presencia en la casa en todo momento. No dejaba de volverse, pensando que lo vería acechándola para darle un susto, una de sus actividades favoritas. Pero nunca lo encontró allí.
En torno a mediodía llamaron a la puerta, y Angie estuvo a punto de tropezar con sus propios pies de la prisa que tenía por responder. Sin embargo, no tenía esperanza, prácticamente ninguna, de que se tratase de Marvyn. Era Lidia. Angie casi había olvidado que solía ir a limpiar los domingos por la tarde. Se quedó ahí de pie, anciana, sonriente, y Angie la abrazó con fuerza, gimoteando.
—Lidia, Lidia, socorro, ayúdame —dijo en español—. Lidia, ayúdame. —Había aprendido español gracias a la señora de la limpieza desde tan pequeña que ni siquiera se dio cuenta de que lo iba aprendiendo.
Lidia pasó ambos brazos sobre los hombros de Angie, la apartó de sí un poco y la miró a la cara.
—Chuchi, dime qué te pasa. —Llamaba chuchi a Angie desde que era pequeña, pero nunca le había explicado el significado o el origen de esa palabra.
—Se trata de Marvyn —susurró Angie—. Es Marvyn. —Empezó a hablarle de la carta, y a contarle lo de la promesa de Marvyn, pero Lidia se limitó a asentir sin hacer preguntas.
—El Viejo nos puede ayudar —dijo, segura de sus palabras.
Demasiado ensimismada para prestar atención a lo que había dicho Lidia, Angie entendió en su lugar que se refería a Yemaya, la anciana de la cooperativa agrícola que había dicho a Marvyn que era un brujo.
—Te refieres a la santera.
Pero Lidia negó con fuerza con la cabeza.
—No, no. Al Viejo. Ve y preguntar por el Viejo. Solamente el Viejo. Los otros no pueden ayudarte —explicó en español.
Los otros no pueden ayudarte. Sólo el anciano. Angie preguntó dónde podía encontrar al Viejo, y Lidia le dio la dirección de la santería de Bowen Street y le dibujó un mapa bastante tosco, además de asegurarse de que Angie llevase dinero encima. Luego le dio un beso en la mejilla y le santiguó la frente.
—Ten cuidado, chuchi —dijo con una especie de solemne alegría.
Angie salió y echó a correr para tomar el autobús de Gonzales Avenue, el mismo que tomaba para ir al colegio. En esa ocasión debía ir mucho más lejos.
La tienda no tenía letrero, ni la puerta número, y era tan pequeña que Angie pasó varias veces por delante sin decidirse a entrar. Finalmente captaron su atención los objetos que se repartían por el escaparate poco iluminado, y en los estantes que se repartían a izquierda y derecha de las paredes que se intuían en el interior. Había una asombrosa cantidad de variedades de incienso, y de velas metidas en recipientes de cristal con imágenes de santos de raza negra, al igual que cajas con un letrero que rezaba «Juego de ritual para obtener dinero fácil», y botellas de Jabón de suelos Elegua, cuyas etiquetas rezaban «Impide que los problemas crucen tu puerta». Cuando entró Angie, el fuerte aroma que reinaba dentro la hizo sentir muy mareada y le enturbió las ideas, como cuando le entraba un fuerte constipado. Oyó el canto de un gallo, procedente de la trastienda.
No reparó en la anciana hasta que le crujió un poco la silla, porque estaba sentada en un rincón, medio oculta tras las largas vestiduras que eran como los atavíos de los componentes del coro de una iglesia, pero con unos símbolos y motivos que Angie nunca había visto. La mujer era muy anciana, mucho mayor que Lidia, y mordía un pipa en la boca desdentada.
—¿Yemaya? —preguntó Angie—. La anciana la miró con unos ojos que eran como planetas desérticos.
A Angie se le oxidaron por completo sus conocimientos de español, y a continuación también lo hizo su dominio de la lengua inglesa.
—Mi hermano… mi hermano pequeño… Se supone que debo preguntar por el Viejo. El anciano, ¿el viejo santero? —quiso explicarse Lidia, que en ese momento extravió las palabras de ambas lenguas. Una nube de humo se elevó de la pipa, pero por lo demás la anciana no respondió.
Entonces, a su espalda, oyó que alguien apartaba una cortina. Una voz lenta y ronca preguntó:
—¿Buscas al Viejo? —preguntó en español la voz—. Soy yo —añadió.
Angie se dio la vuelta y le vio acercándose a ella por un largo pasillo cuyo final no alcanzó a distinguir. Se movía con decisión, pero fue como si tardase una eternidad en alcanzarla, como si regresara de otro mundo. Era de raza negra, iba todo él vestido de negro y llevaba gafas de sol, incluso en la negrura que reinaba en la diminuta tienda. Tenía el pelo tan blanco que a ella le dolieron los ojos al mirarle.
—Tu hermano —le dijo.
—Sí —dijo Angie—. Está haciendo magia por mí, recuperando algo que necesito, y no sé dónde está, ¡pero sé que corre peligro, y quiero que vuelva! —No lloró ni perdió la compostura. Marvyn nunca se jactaría de que ella había llorado por su hermano. Pero estuvo a punto.
El Viejo se ajustó las gafas de sol en lo alto de la frente, y Angie comprobó que era más joven de lo que había pensado al principio, más joven que Lidia, desde luego. También vio que tenía bolsas bajo los ojos. Nunca llegaría a saber si eran naturales o fruto del maquillaje; lo que sí vio fue que le resaltaban los ojos, que los volvía más febriles, todo pupila y nada más. Tendrían que haberle conferido cierto aire cómico, como el retrato en negativo de un mapache, pero no era así.
—Conozco a tu hermano —dijo el Viejo.
Angie hizo un esfuerzo para mantenerse inmóvil cuando él se le acercó, sonriéndola con cara de conejo.
—Un brujito, un brujo pequeño, pequeño. Le conocemos. Mamá y yo hemos estado observándole. —Inclinó la cabeza para señalar a la anciana sentada en la silla, que no había movido un dedo ni había pronunciado una palabra desde que había llegado Angie.
A Angie le alcanzó un aroma dulzón, húmedo, como de patatas que se están pudriendo.
—Dime dónde está. Lidia me dijo que podrías ayudarme. —A esa distancia, Lidia distinguió los reflejos azulados de la piel del Viejo, y una especie de cicatriz en forma de uve que tenía en sendas mejillas. Llevaba una corbata fina y negra en la que no había reparado al principio; por alguna razón, la imagen de él haciéndose el nudo de buena mañana, delante del espejo, se le antojó más escalofriante que cualquier otra cosa relacionada con él.
El Viejo esbozó una sonrisa de oreja a oreja, dejando al descubierto una dentadura que ella había intuido amarillenta y hedionda, pero que resultó estar compuesta de dientes blancos, cuadrados y más grandes de la cuenta.
—Tu hermano está perdido —le dijo él en español—. Perdido en el jueves.
—¿Jueves? —Pasó unos instantes aturdida, y otro rato en dar forma a las palabras—. ¡Ay, Dios, ha vuelto atrás! Como hizo con Milady. Ha vuelto a antes de que yo… A cuando yo tenía aún la carta en la mochila. El muy fanfarrón. Dijo que ir hacia adelante era difícil, viajar al futuro. Quiso mostrarme cómo lo hacía y se ha quedado atrapado. ¡Pero qué imbécil! ¡Será idiota! ¡Idiota!
El Viejo rió entre dientes, asintiendo pero sin decir nada.
—Tienes que ir a buscarlo, a sacarlo de ahí ahora mismo. Llevo dinero —añadió, rebuscándolo en los bolsillos del abrigo.
—No, nada de dinero. —El Viejo hizo un gesto para rechazar su oferta, mesurándola con una mirada del color de la ciruela que está a punto de madurar. Las bolsas blancas bajo los ojos parecían reales, no fruto del maquillaje, pero los ojos no—. Yo te llevaré —añadió—. Iremos juntos a por tu hermano.
A Angie le temblaban tanto las piernas que le dolían. Quiso asentir, pero no le fue posible hacerlo.
—No, no puedo. No puedo. Ve tú y tráelo.
El Viejo rió entonces, una risotada inmensa, asombrosa, a lo Santa Claus, un Jo jo jo tan rico en matices, tan tranquilizador que hizo sonreír a Angie a pesar de que la había abrazado y la había envuelto con un brazo, bajo el brazo. Para cuando ella salió de la ofuscación lo bastante para dar patadas y forcejear, él se alejaba con ella por el largo pasillo por el que había asomado apenas hacía unos instantes. Angie lanzó un grito hasta que la voz se le astilló en la garganta, pero no pudo oírse a sí misma: desde el momento en que el Viejo se había adentrado de nuevo en la negrura del pasillo, habían enmudecido todos los sonidos. No pudo oír ni los pasos ni su risa, aunque sintió que reía, y tampoco sus propios gritos. Era como si estuvieran en el espacio exterior. Podían estar en cualquier parte.
Aturdida y desorientada, tuvo la impresión de que el pasillo se extendía una muda eternidad hasta el punto que ya no era posible concebir que estuviesen en la diminuta santería donde ella había entrado apenas hacía unos minutos. Era un lugar frío que olía a sótano abandonado; pese a toda su oscuridad, Angie tuvo la percepción de que las cosas les pasaban por el lado a gran velocidad, lejos, sin embargo, del escaso alcance de su borrosa visión. No pudo distinguir ninguna de ellas con claridad, no eran más que lo que ella intuía.
Entonces se vio en el cuarto de Marvyn.
Y no había duda alguna: era el cuarto de Marvyn. Ahí estaban los retratos de los ocultistas barbudos; las sábanas de invierno de franela con las que dormía todo el año porque llevaban los retratos de los jugadores de béisbol de los Mets de Nueva York; también vio la colección completa de figuras de Star Trek que Angie le había regalado en Navidad, repartidas en los estantes. Y ahí, sentado en el borde de la cama, estaba el propio Marvyn, con aspecto de sentirse más solo que cualquier otra persona que Angie hubiese visto en la vida.
No se movió ni levantó la mirada hasta que el Viejo la empujó para situarla delante de sus ojos. Marvyn echó el cuerpo hacia atrás, con la sonrisa de una trampa para osos. Seguidamente se puso en pie, rompió a llorar y se encaramó a ella, resoplándole encima.
—Angie, Angie, Angie.
Angie lo contuvo, intentando preservar su cuello, pelo y espalda, al tiempo que murmuraba:
—No pasa nada, todo está bien. Estoy aquí, Marvyn.
A su espalda, el Viejo rió entre dientes.
—Brujo llorón, el pequeño, pequeño brujito llorón.
Angie sopesó a su hermano pequeño como si de la bolsa de la compra se tratara, ajustando su peso sobre la cadera como había hecho cuando era más pequeño, y luego se volvió para encararse al anciano.
—Gracias —dijo—. Ya puedes llevarnos de vuelta a casa.
El Viejo sonrió. En esa ocasión no esbozó una sonrisa torcida, sino una larga sonrisa con los labios prietos como el corte que deja el papel en la piel.
—Tal vez dejamos que él lo haga, ¿sí? —Entonces se dio la vuelta y desapareció, como si se hubiera deslizado entre las moléculas de aire. Angie se irguió con Marvyn en brazos, intentando arrancárselo de encima como una tirita, mientras él se aferraba a ella con la barbilla hundida con mucha fuerza sobre la cabeza de ella. Angie logró por fin tumbarlo en la cama e imponerse a él.
—¿Qué ha pasado? —preguntó—. ¿En qué estabas pensando?
Marvyn seguía llorando y no respondió.
—Tenías que hacerlo a tu manera, ¿verdad? Nada de encantamientos para aprendices porque ahora juegas en las ligas mayores. Oh, Poderoso. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no has podido regresar?
—¡No lo sé! —Marvyn estaba colorado y tenía los ojos abotargados de tanto llorar. De hecho seguía llorando, así que Angie intentó ajustarle el parche. Le era imposible decir gran cosa sin romper de nuevo a llorar—. ¡No sé qué ha salido mal! Hice todo lo que se suponía que debía hacer, pero no logré que funcionara. No sé… Tal vez olvidé… —Pero no pudo terminar.
—Las hierbas —dijo Angie, con tanta suavidad y tanta calma como pudo—. Te dejaste las hierbas mágicas en ca… —Iba a decir «casa», pero se contuvo porque en realidad estaban en casa, sentados en la cama del cuarto de Marvyn, pero estaba demasiado confundida para resolver en ese momento semejante galimatías—. Dímelo. ¿Te dejaste las estúpidas hierbas?
Marvyn negó con la cabeza hasta que de nuevo le saltaron las lágrimas.
—No, no las olvidé —protestó—. No lo hice, ¡mira! —Señaló un puñado de hierbas secas esparcido en la cama. Lidia las habría tirado en un abrir y cerrar de ojos. Marvyn tragó saliva, se secó la nariz e intentó dejar de llorar—. Es muy difícil encontrarlas —añadió—, puede que ni siquiera sigan en buen estado, no lo sé, siempre han tenido el mismo aspecto. Pero ahora no sirven. —Lloraba de nuevo.
Angie le dijo que ni el doctor John Dee ni Willow se hubieran avergonzado de él, pero no sirvió de nada.
También se sentó a su lado y le rodeó el hombro con un brazo, luego intentó peinarle el pelo revuelto.
—Vamos, pensemos un poco, a ver si se nos ocurre una solución. Quizá las hierbas han perdido su jugo, o puede que se deba a alguna otra cosa. ¿Hiciste todo como la otra vez, cuando lo de Milady?
—Eso creía —respondió Marvyn con un hilo de voz, en lugar de su tono grave de costumbre—. Pero ya no lo sé, Angie. Cuantas más vueltas le doy, menos seguro estoy. Es un lío. No recuerdo nada.
—De acuerdo —dijo Angie—. De acuerdo. ¿Qué te parece si repasamos juntos lo sucedido? Tú y yo, juntos. Tú intentas todo lo que recuerdes, ya sabes, acerca de lo de moverte en el tiempo, y yo te imito. Haré todo lo que me digas.
Marvyn se limpió de nuevo los mocos y cabeceó para mostrar su conformidad. Ambos se sentaron en el suelo, con las piernas cruzadas a lo indio, y Marvyn sacó la cajetilla de cerillas que solía llevar encima por si había petardos a mano. Siguiendo sus instrucciones, Angie puso todas las hierbas en el plato de Milady, y su hermano las prendió. O intentó hacerlo, pues no prendieron, pero humearon, ardieron sin llama y olieron como polvo antiguo, un olor que produjo a Angie y Marvyn un cosquilleo en la nariz, el que se siente cuando se está a punto de estornudar. Angie tosió y preguntó:
—¿Recuerdas si esto sucedió la otra vez?
Pero Marvyn no respondió.
Hubo un instante en que ella pensó que el encantamiento estaba a punto de surtir efecto. A su alrededor el cuarto se volvió borroso, al menos un poco borroso, y Angie oyó sonidos lejanos que pudieron corresponder a ellos mismos proyectándose hacia el anhelado domingo. Pero cuando se despejó el humo que habían soltado las hierbas de Marvyn, seguían en pleno jueves. Ambos eran conscientes de ello y no hizo falta que se dijeran una palabra.
—Bueno, al menos lo hemos probado —dijo finalmente Angie—. ¿Qué me dices de esa concentración especial de la que me hablabas? ¿Crees que quizá ha habido un momento en que te has distraído? ¿Has pronunciado alguno de los hechizos del modo erróneo? ¡Piensa, Marvyn!
—¡Estoy pensando! ¡Ya te dije que cuesta mucho ir hacia adelante! —Marvyn parecía a punto de romper de nuevo a llorar, pero no lo hizo—. Algo se ha torcido —dijo lentamente—, pero no es culpa mía. No creo que lo sea. Algo me está castigando… —De pronto se le iluminó la expresión—. Quizá podríamos cogernos de la mano o algo. Puede que así en lugar de dos contásemos como uno solo. Podríamos intentarlo así.
Probaron con el hechizo introduciendo ese cambio, y luego lo hicieron metidos dentro de un pentagrama que dibujaron en el suelo con precinto, tal como Angie había visto hacer en Buffy Cazavampiros, a pesar de la insistencia de Marvyn de que eso no servía para nada; también lo intentaron de nuevo con las hierbas, en un orden especial que Marvyn creía recordar. Incluso probaron con Angie pronunciando el hechizo, después de que su hermano se lo enseñara, por si acaso había que achacar el reiterado fracaso al hecho de que su voz erraba en el tono o la pronunciación. Pero ninguna de estas medidas surtió efecto.
Marvyn se dio por vencido antes que Angie. De pronto, mientras ella intentaba pronunciar el hechizo una vez más y algunas de las palabras parecían prender en sus labios al decirlas, se hizo un ovillo en el suelo, pura imagen de la desolación, gimoteando.
—Estamos acabados, no hay nada que hacer. ¡Nunca saldremos del jueves! —Angie era consciente de que su hermano era muy pequeño, un niño aterrado, pero también se espantó. Le habría servido de alivio darle un bofetón y regañarle a gritos, pero en lugar de ello hizo lo que pudo por devolverle la confianza.
—Volverá a buscarnos. Tiene que hacerlo.
Su hermano se incorporó, llevándose los nudillos a los ojos para secarse las lágrimas.
—¡No, no tiene por qué! ¿No lo entiendes? Sabe que soy un brujo como él, y se ha propuesto abandonarme aquí, lejos de su camino. Lo siento, Angie. ¡Lo siento de veras!
Angie nunca había oído esa palabra en boca de Marvyn, y desde luego nunca había pensado oírla dos veces en una sola frase.
—Ya discutiremos eso luego —dijo ella—. Me preguntaba si… ¿Tú crees que podríamos llamar la atención de papá y mamá a su regreso a casa? ¿Crees que caerán en la cuenta de lo que nos ha pasado?
Marvyn negó con la cabeza.
—Tú no me has visto el tiempo que he pasado ausente. Yo te vi y grité y aullé y demás, pero tú ni te enteraste. Ellos tampoco lo harán. En realidad no estamos en nuestra casa, tan sólo aquí. Siempre estaremos aquí.
Angie quiso soltar una risa cargada de confianza en sus posibilidades, para infundirles a ambos coraje, pero lo que surgió de sus labios fue una especie de ruido a medio camino del hipo y del bufido.
—Uy, no. De ninguna manera. No pienso pasar el resto de mi vida atrapada en tu absurdo cuarto. Vamos a intentar todo este rollo una vez más, y luego… Luego ya se nos ocurrirá algo. —Marvyn pareció a punto de preguntarle qué otra cosa podían intentar, pero se contuvo, lo cual estuvo bien.
Probaron de nuevo con el hechizo. Lo hicieron de todas las maneras que se les ocurrió, excepto haciendo el pino y recitando las palabras al revés, pero también podrían haberlo hecho por el resultado nulo que cosecharon sus desvelos. O bien las hierbas de Marvyn habían perdido toda su potencia, o bien Marvyn sencillamente había olvidado una frase vital. El caso es que ni siquiera pudieron recuperar la volátil conciencia de algo que casi sucede, la sensación que habían experimentado durante la primera intentona. Abrieron los ojos una y otra vez sin moverse del jueves pasado.
—De acuerdo —dijo finalmente Angie. Se levantó para estirar las piernas dormidas, y echó a caminar por el cuarto, enredando un par de hierbas inútiles entre los dedos—. De acuerdo —repitió, deteniéndose a medio camino entre la puerta y la ventana, frente al escritorio pequeño de su hermano. Una pierna del pijama rojo Dr. Seuss asomaba colgando de uno de los cajones.
—De acuerdo —dijo por tercera vez—. Volvamos a casa.
Marvyn había adoptado una especie de posición fetal, incorporado en el suelo pero con los brazos alrededor de las piernas y la frente pegada a ellas. Ni siquiera levantó la vista al escucharla, así que Angie tuvo que levantar la voz.
—Vámonos, Marvyn. Ese pasillo, esa especie de túnel o lo que sea, se extiende desde donde estoy yo ahora. Por ahí fue por donde me trajo el Viejo, y por ese lugar se marchó cuando… se fue. Ése es el camino de vuelta al domingo.
—No importa —gimoteó Marvyn—. El Viejo… ¡Es él! ¡Es él!
Angie perdió la poca paciencia que le quedaba. Se acercó a Marvyn y tiró de él para ponerle en pie, arrastrándolo hasta el punto en el aire como quien señala un cuadro en una galería de arte.
—Y tú eres Marvyn Luke, y eres el brujo que causa sensación en la ciudad. Algo así dijiste tú mismo. Si no lo fueras, ni siquiera se habría molestado en desterrarte aquí. No tienes ni nueve años, ya puedes quitarle el almuerzo y lo peor es que él lo sabe. Pon la cabeza bien recta, mira al frente y llévanos a casa, hermano. —Le dio un codazo juguetón—. Ah, discúlpame. Quería decir: Oh, Poderoso.
—Ya no tienes que llamarme así. —Las piernas de Marvyn apenas le sostuvieron y acabó apoyándose en su hermana, convertido en el lastre de la desesperación—. No puedo, Angie. No puedo devolvernos a casa. Lo siento…
Lo bueno, lo adecuado, tal como Angie supo entonces, hubiera sido volverse hacia él y consolarlo: tomar su rostro aterido entre las manos y decirle que todo iba a salir bien, que no tardarían en prepararse unas palomitas con más mantequilla de la cuenta en el salón de verdad de su casa de verdad. Pero estaba a punto de alcanzar su propio límite, y la perspectiva de fingir coraje por el bien de su hermano fue algo que empezó a minarle la moral.
—¡Bueno, yo no pienso morir en el jueves pasado! Voy a salir andando de este lugar de la misma manera que lo hizo él, y tú puedes o no acompañarme, eso depende de ti —dijo con cierta dureza, sin volverse hacia él—. Pero voy a decirte una última cosa, tontolaba. No pienso volver la vista atrás.
Y dio un paso al frente, caminando decidida hacia el pijama Dr. Seuss que asomaba del cajón…
… Y en la densa nada gris y dulzona que al instante le llenó los ojos y la boca, la nariz y los oídos, desorientándola tan completamente que movió los brazos a los lados como quien pretende alzar el vuelo, extraviado el sentido de la orientación, sin tener la menor idea de hacia dónde se dirigía. Se ahogaba en miel como una abeja o una mariposa. Hubo un momento en que creyó oír la voz de Marvyn, y le llamó:
—¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!
Pero no volvió a oírle.
Entonces, entre una bocanada de aire y la siguiente desapareció la nada gris, la cual ni siquiera le había impregnado la piel de una sensación húmeda o del regusto dulce en la boca del azúcar. Estaba de nuevo en el túnel del tiempo, tal como ella lo concebía, y reconoció su estancado hedor característico: como las cenizas de un incendio extinguido hace mucho, y un poco lo que ella imaginaba que debía de ser el olor de la luz de la luna, siempre y cuando oliese a algo. La imagen fue irónica, puesto que no podía ver más que cuando el Viejo se la había llevado bajo el brazo al otro jueves. Ni siquiera distinguió el terreno que pisaba; tan sólo sabía que se parecía más a piedra resbaladiza que a cualquier otra cosa, así que tuvo cuidado de asentar bien los pies mientras avanzaba.
La negrura era total, lo que en cierto modo le infundía un extraño consuelo, puesto que Marvyn podía estar caminando muy cerca, a pesar de que no había oído que respondiera a sus gritos, por mucho que insistió e insistió en vocear su nombre. Avanzó con lentitud, abriéndose paso en la pegajosa negritud, vagamente consciente, como la vez anterior, de cierta sensación de movimiento que se producía a ambos lados. Si el túnel del tiempo tenía paredes, no podía tocarlas; si tenía techo, ninguna corriente de aire traicionó su existencia; si había más seres vivos aparte de ella, no percibió el menor indicio de ellos. Y tampoco Angie supo decir si allí dentro transcurría de algún modo el tiempo. Siguió adelante, caminando con los ojos cerrados y la mente vacía de pensamientos, excepto por el temor informe de no estar moviéndose en absoluto, tan sólo levantando y asentando los pies en el mismo lugar hasta el fin de los tiempos. Se preguntó si tenía hambre.
No fue hasta que abrió los ojos en una negrura distinta, caracterizada por el lejano canto de un gallo y un fuerte olor que le resultó familiar, que cayó en la cuenta de que caminaba por el pasillo que conducía al interior de la santería, procedente de… Bueno, de dondequiera que hubiese estado, el lugar en el que seguía estando Marvyn, porque el muy memo no la había seguido. Se dio la vuelta enseguida con intención de mirar hacia el pasado jueves, pero al final se lo impidió la risa ronca, profunda, que oyó a su espalda. No se dio la vuelta, sino que se quedó totalmente inmóvil.
El Viejo dio una vuelta completa a su alrededor antes de encararla. Había en su rostro una sonrisa inverosímil. Se había quitado las gafas, y las cicatrices gemelas de las mejillas resplandecían como si acabaran de hacerle los cortes.
—Lo sé. Lo sé incluso antes de verte.
Angie le golpeó en el estómago tan fuerte como pudo. Fue como golpear un pedazo de ternera congelado, ahogó un grito de dolor, convencida de haberse fracturado la mano. Pero volvió a golpearle, y aún lo hizo una vez más, gritando hasta donde le alcanzaron los pulmones.
—¡Trae a mi hermano de vuelta! ¡Si no lo traes de vuelta ahora mismo te mataré! ¡Te mataré!
Sin dejar de sonreírse, el Viejo le aferró las manos con sorprendente suavidad.
—Pequeña, escucha, escúchame ahora. Niñita, nadie más, nadie, hace lo que tú haces. ¿Lo entiendes? —dijo expresándose con torpeza en inglés, e intercalando alguna que otra palabra en español—. Nadie excepto yo puede recorrer el camino que te devuelve aquí desde el lugar donde te he dejado, ¿comprendes? —Las bolsas blancas que tenía bajo los ojos se estiraban y encogían como si fueran seres vivos.
Angie hizo acopio de fuerzas para apartarse de él.
—No. Es Marvyn. Marvyn es el brujo. El brujo —repitió la palabra, en español—. Ahora no vayas a decir a nadie que es cosa mía. Marvyn es quien tiene poderes.
—¿Él?
Angie nunca había oído semejante tono burlón en una sola sílaba.
—Tu hermano no es nada, nadie, no nos preocupamos por él. Olvídalo, eres tú quien tiene el regalo, lo que pasa es que no lo sabes —dijo con su inglés roto. La imponente dentadura blanca llenó el campo de visión de la joven, que fue como si no viera nada más—. Yo te mostraré… Yo, el Viejo, te mostraré lo que eres.
No era halago, iba más allá del elogio. A pesar del temor y lo mucho que le desagradara el Viejo, que alguien con su sabiduría le dijera que ella era como él de un modo terrible y espléndido hizo que a Angie le temblase el corazón. Quiso darle la espalda más de lo que había querido nada en la vida, incluso a Jake Petrakis, pero el largo camino de vuelta al domingo era más sencillo de hacer que partir la mandíbula en que se había convertido la presencia malévola del hombre de pelo blanco. A menudo sintió (con la misma frecuencia que lo descartó) que Marvyn ocupaba un lugar especial en la familia por el hecho de ser el más pequeño, por ser niño y, desde hacía un tiempo, un brujo poderoso, lo que no le impidió soñar con la posibilidad de tener el don, de ser ella quien lo tuviera, y no él, y de que si lo quería sólo tenía que extender la mano para ejercerlo a su libre albedrío. Era a un tiempo la sensación más aterradora y gratificante que había sentido jamás.
Pero no era tentadora. Y Angie conocía la diferencia.
El Viejo no le respondió. Los ojos ancianos, muy ancianos, que eran todo pupila siguieron recorriéndola como manos, y Angie clavó también en él la mirada con sus ojos castaños, color del que renegaba porque nunca podrían tener la tonalidad rica en matices, el verde calado de los ojos de su madre. Ambos permanecieron de pie, no supo decir durante cuánto tiempo, hasta que el Viejo se dio la vuelta y abrió la boca como para hablar a la silenciosa anciana cuya mirada pétrea parecía no haber pestañeado desde que Angie entró por primera vez en la santería, de lo cual hacía una niñez. Fuera lo que fuese que se había propuesto decir, nunca llegó a hacerlo porque Marvyn regresó en ese instante.
Volvió por el oscuro corredor, procedente de la lejana distancia que los separaba, igual que había hecho el Viejo cuando Angie le vio por primera vez, igual que ella había caminado pesadamente durante una eternidad hacía apenas un rato. Pero Marvyn había recorrido un camino más largo, tal como percibió ella por el modo en que arrastraba los pies, por la inseguridad de su paso. Parecía una sombra que proyectase a una persona. Llevaba una cosa en los brazos, pero no alcanzó a distinguir de qué se trataba. A pesar del rato que estuvo viéndole caminar, no pareció que se acercara un paso.
Independientemente de lo que sostenía, era demasiado pesado para un niño pequeño: amenazaba constantemente con resbalársele de las manos, y él no dejaba de cargarlo sobre un hombro y luego sobre el otro, así una y otra vez. Antes de que Angie pudiese verlo con claridad, el Viejo lanzó un grito, y ella comprendió en ese instante que nunca volvería a oír un sonido más aterrador en toda su vida. Podrían haberlo desollado vivo, o haberle arrancado el alma del cuerpo… Ni siquiera intentó buscar la comparación más adecuada, porque no había palabras para describir su horror. Tampoco contaría a nadie que se cayó al suelo después de oír ese grito, que cayó a cuatro patas y gimoteó hasta que cesó aquel sonido. Y duró un buen rato.
Pero por fin cesó, y al levantar la vista vio que el Viejo ya no estaba. Marvyn se encontraba de pie a su lado, llevando un bebé en brazos. Era negro, precioso, con ojos grandes y brillantes. Le llamó la atención que los tuviera tan abiertos. Angie le miró una vez a los ojos, y rápidamente apartó la vista.
Marvyn parecía agotado. Había perdido el parche, y tenía tal derrame en el ojo izquierdo, que Angie llevaba meses sin ver, que parecía haber recuperado la conciencia después de pasar tres días de borrachera, aunque reparó en que su mirada ya no parecía extraviada.
—Tuve que volver más atrás, Angie. Mucho, mucho más.
Angie quiso abrazarle, pero temió por el bebé. Marvyn miró en dirección a la anciana del rincón y exhaló un suspiro; luego cambió de nuevo de hombro el peso del bebé.
—Señora, creo que esto le pertenece.
Los adultos siempre aplaudían los excelentes modales de Marvyn.
Entonces se movió la anciana por primera vez. Lo hizo como una ola, pensó Angie: una ola vista desde lo alto de un acantilado o de un avión, deslizándose con tal lentitud que parecía imposible que rompiera o que alcanzara la orilla. Pero el mar estaba en movimiento, todo él contenido en esa única ola; y cuando dejó a un lado la pipa, tomó al bebé de brazos de Marvyn y esbozó una sonrisa que también fue ola. Contempló al bebé y pronunció una palabra que Angie no distinguió. Luego Angie rodeó los hombros de su hermano con el brazo y salieron de la tienda. Marvyn nunca volvió la vista atrás, pero Angie sí, a tiempo de ver a la anciana despegar los labios y reír sin dientes con una risa muda.
Durante el trayecto de vuelta a casa en taxi, Angie rezó en silencio para que sus padres aún no hubieran regresado. Lidia estaba esperando, y juntas metieron a Marvyn en la cama sin que éste elevara la menor protesta. Lidia le lavó la cara con un paño húmedo, y luego le dio un par de bofetadas y le regañó en español, lo que proporcionó a Angie la oportunidad de aprender un par de palabras que no veía momento de poder utilizar. Luego la anciana le dio un beso y se marchó. Angie le llevó un vaso de zumo de naranja y un plato lleno de galletas de jengibre, y se sentó en la cama.
—¿Qué ha pasado?
Marvyn estaba tan ocupado con las galletas que parecía llevar días enteros sin comer, lo cual, en cierto modo, no podía ser más cierto.
—¿Qué significa «malcriado»? —preguntó con la boca llena, pronunciando la palabra en español.
—¿Qué? Ah, pues algo parecido a mimado. Que eres un niño que da problemas, una de las pocas cosas que Lidia no te ha llamado. ¿Por qué?
—Bueno, eso es lo que esa señora llamó al… bebé.
—Mira, resérvame un par de ésas y dime cómo se convirtió en un bebé. ¿Hiciste lo mismo que con Milady?
—Ajá. Aunque tuve que volver mucho, mucho más atrás, como te expliqué. —La voz de Marvyn adoptó el tono distante en el que ella había reparado en la santería—. Es tan viejo, Angie…
Angie no dijo nada.
—No pude seguirte, Angie —continuó Marvyn entre susurros—. Tuve tanto miedo.
—Olvídalo —dijo ella. Quiso tranquilizarle, pero no pudo detener el torrente de palabras—. Si no te hubieses empeñado en fanfarronear, si hubieses recuperado la carta de la forma más simple… —Se le paralizó el pecho ante la sola mención de aquella palabra—. ¡La carta! ¡Nos hemos olvidado de mi estúpida carta! —Se inclinó hacia adelante y quitó a Marvyn de las manos la bandeja con las galletas—. ¿Te olvidaste de ella? Lo hiciste, ¿verdad? —Temblaba como no lo había hecho cuando el Viejo le había aferrado los brazos—. Ay, Dios, ¡después de todo por lo que hemos pasado!
Pero Marvyn sonreía por primera vez en mucho rato.
—Tranquilízate, calma que la tengo aquí. —Sacó del bolsillo del pantalón la carta que su hermana había escrito a Jake Petrakis, algo arrugada ya, y se la tendió a Angie—. Aquí la tienes. No dirás que no te traigo nada. —Era una de sus frases favoritas, tomada de una serie de televisión, una frase que utilizaba a menudo, indistintamente cuando daba de comer a Milady, fregaba su cuenco del desayuno o se doblaba la ropa—. Ten, ábrela —dijo—. Asegúrate de que sea tu carta.
—No hay necesidad —protestó Angie, irritada—. Es mi carta, créeme, me basta con verla. —Pero abrió de todos modos el sobre, de cuyo interior sacó una solitaria hoja de papel doblada por la mitad, a la cual echó un vistazo y… se quedó mirando con ojos agrandados por el asombro.
Tendió la hoja a Marvyn.
No había nada escrito en ella.
—Veo que hiciste tu trabajo a conciencia —dijo ella a su aturdido y boquiabierto hermano—. De eso no cabe la menor duda. Intento pensar por qué hemos tenido que liarla tan gorda por una cuartilla de papel en blanco.
Marvyn se apartó de ella en la cama.
—¡No ha sido cosa mía, Angie! ¡Te lo juro! —Marvyn se puso en pie en la cama, ambas manos en alto, como para protegerse de ella por si le atacaba—. Te la saqué de tu mochila, ni siquiera llegué a mirarla.
—¿Y qué? ¿Se supone que la escribí con zumo de pomelo para evitar que pudieran leerla, a menos que la pusieran al contraluz o algo? Vamos, ahora ya no importa. Quita los pies de tu almohada y siéntate.
Marvyn obedeció, acuclillándose en lugar de sentarse a su lado en el borde de la cama. Permanecieron juntos, en un silencio que él acabó por romper.
—Fuiste tú. Lo de la carta, digo. Deseabas con tanta fuerza que no tuviera nada escrito que la letra se esfumó. Eso fue lo que pasó.
—Ah, claro —dijo ella—. Porque yo soy la bruja más poderosa del lugar. Ya te he dicho que no tiene importancia.
—Tiene importancia. —Estaba tan acostumbrada a ver a su hermano con un solo ojo, que su expresión le pareció más seria si cabe—. Es que tú eres la bruja más poderosa del lugar, Angie. Él iba a por ti, no a por mí.
Esa vez ella no respondió.
—Yo era el cebo —continuó Marvyn—. Yo me encargo de hacer que las bolsas de basura bailen y los clarinetes toquen a su aire. Vale, también hago que las muñecas anden solas. ¿Eso qué podía importarle? Sin embargo, él sabía que irías a buscarme, por eso me retuvo en el jueves pasado, hasta que pudiera hacerse contigo. Pero no imaginó que fueras capaz de volver a casa por tus propios medios, sin recurrir a hechizos ni nada. ¡Estoy seguro de que eso fue lo que pasó, Angie! Por eso sé que tú eres la bruja de verdad.
—No. —Angie levantó el tono de voz—. Estaba enojada, que es muy distinto. Nunca subestimes el poder de una mujer enojada, Oh, Poderoso. Pero tú… Tú recorriste todo el camino de vuelta por tus propios medios, y fuiste a buscarlo. Serás mucho más poderoso y mejor que él, y él lo sabía. Pensó que sería mejor librarse cuanto antes de la competencia, mientras tuviera ocasión de hacerlo. El Viejo no es un tipo muy generoso que digamos.
El rostro de Marvyn adquirió una tonalidad cenicienta.
—¡Pero yo no soy como él! ¡No quiero ser como él! —De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas y se abrazó a su hermana como no lo había hecho desde su regreso al domingo—. Fue horrible, Angie, horrible. Tú te habías ido, y yo volvía a estar solo y no sabía qué hacer, sólo que tenía que hacer algo, me acordé de Milady y supuse que si él no iba a permitirme volver al presente, resolvería el problema de otro modo. Tuve tanto miedo y estaba tan enfadado que me puse a caminar, a caminar y a caminar en la oscuridad, hasta que… —Lloraba tanto que Angie apenas podía entender sus palabras—. Ya no quiero ser brujo, Angie. ¡No quiero serlo! Y tampoco quiero que tú lo seas…
Angie le abrazó, acunándole como había hecho cuando su hermano tenía tres o cuatro años.
Las galletas se esparcieron por toda la cama.
—No te preocupes —le dijo, con una oreja pendiente de oír el ruido que hacía el coche de sus padres cuando aparcaban en el garaje—. Shh. Shh. No te preocupes, todo ha terminado, ahora estamos a salvo. Tranquilo, no seremos brujos, ninguno de nosotros lo será. —Lo tumbó en la cama y le cubrió con la manta—. Duérmete, anda.
Marvyn levantó la vista hacia ella, y luego contempló la pared cubierta por los retratos de los magos que había más allá.
—Puede que quite algunos —murmuró—. Quizá podría colgar un tiempo carteles de jugadores de fútbol. Brasil tiene muy buen equipo. —Empezó a quedarse dormido, cuando de pronto se incorporó en la cama con los ojos muy abiertos—. Pero Angie, ¿y el bebé?
—¿Qué pasa con el bebé? El Viejo me pareció un bebé precioso. De los que no paran de llorar, y loco como una cabra, pero adorable.
—Cuando nos fuimos era mayor —dijo Marvyn. Angie le miraba fijamente—. Me di la vuelta y lo vi en el regazo de esa señora, y ya era mayor que cuando yo lo llevaba a cuestas. Ha empezado a crecer, Angie, como Milady.
—Mejor él que yo —dijo Angie—. Espero que esta vez tenga un hermano pequeño porque se lo ha ganado a pulso. —Oyó el coche, y luego el ruido de la llave al entrar en la cerradura—. Ve a dormir, no te preocupes ahora por eso. Después de todo por lo que hemos pasado, podemos enfrentarnos a cualquier cosa. Los dos, juntos. Y sin brujerías. Nada de recurrir a la magia.
Marvyn sonrió, somnoliento.
—A menos que la necesitemos de verdad.
Angie levantó la mano y la chocaron para rubricar su conformidad. Ella se miró los dedos y dijo:
—Ecs. Suénate de una vez, ¿quieres?
Pero Marvyn se había quedado dormido.