No es fácil vivir hacia atrás en el tiempo, incluso si eres Merlín el Magnífico. Creerías que sería de otra manera, que recordarías todas las maravillas del futuro, pero esos recuerdos se van desvaneciendo más rápido de lo que supondrías. Sé que Galahad ganará el duelo de mañana, pero ya no me acuerdo del nombre de su hijo. Lo cierto es que ¿tiene un hijo? ¿Vivirá lo suficiente para pasar su noble sangre? Creo que quizá sí, me parece que he tenido a su nieto en las rodillas, pero no estoy seguro. Todo se me va escapando.
Hubo un tiempo en que sabía todos los secretos del universo. Sólo con un pensamiento podía detener el tiempo, invertir su curso, enrollármelo en el dedo como un trozo de cuerda. Sólo con la fuerza de mi voluntad, podía ir entre las estrellas y las galaxias. Podía crear vida de la nada, y convertir en polvo los mundos vivos.
El tiempo fue pasando (pero no en la forma que pasa para ti) y dejé de poder hacer esas cosas. Pero podía aislar una molécula de ADN y llevar a cabo microcirugía en ella, y podía producir las ecuaciones que nos permitían atravesar los agujeros de gusano del espacio; hasta podía trazar la órbita de un electrón.
Más tiempo fue pasando, y aunque esos dones me abandonaron, pude sacar la penicilina del moho del pan, y comprender la teoría general y la teoría especial de la relatividad, y volar entre continentes.
Pero todo se ha ido, y lo recuerdo como se recuerda un sueño, en esas ocasiones que puedo recordar algo. Había (algún día habrá, pude pasarte a ti) una enfermedad de los viejos, en la que vas perdiendo partes de la mente, partes de tu pasado, pensamientos y sentimientos que tenías, hasta que lo único que queda es el «ello» primigenio, gritando en silencio por calor y alimento. Ves cómo se van desvaneciendo partes de ti mismo; tratas de sacarlas del olvido, fracasas y siempre te das cuenta de lo que te está pasando hasta que incluso esa percepción, esa comprensión, se pierde. Lloraré por ti en otro milenio, pero por ahora tu rostro perdido se desvanece de mi memoria, tu desesperación se aparta del escenario de mi mente y pronto no recordaré nada de ti. El viento se lo está llevando todo, incluidos mis frenéticos esfuerzos por aferrarme a ello y volverlo a traer.
Estoy escribiendo esto para que algún día, alguien (quizá incluso tú) lo lea y sepa que fui un hombre bueno y con moral, que hice todo lo que pude en unas circunstancias que un Dios más compasivo no me hubiera impuesto, que incluso mientras los acontecimientos y la gente se me van escapando, no abandono mis obligaciones; sirvo a mi gente lo mejor que puedo.
Ellos vienen a mí, y dicen: «Duele, Merlín». Dicen: «Haz un hechizo y que el dolor desaparezca». Dicen: «Mi bebé arde en fiebre, y se me ha secado la leche. Haz algo, Merlín». Dicen: «Eres el mejor mago del reino, el mejor mago que ha vivido jamás. Seguro que puedes hacer algo».
Incluso Arturo me busca. «La guerra va mal», me confiesa, los paganos luchan contra el bautismo, los caballeros se pelean entre ellos, desconfía de su reina. Me recuerda que soy su mago personal, que soy el amigo en el que más confía, que fui yo quien le enseñó el secreto de Excalibur (pero eso fue hace muchos años, y claro, aún no sé nada de él). Lo miró pensativo, y aunque conozco a un Arturo que está encorvado por la edad y vencido por los caprichos del destino, un Arturo que ha perdido a Ginebra, a su Mesa Redonda y a todos sus sueños de Camelot, no puedo sentir ninguna compasión, ninguna lástima por ese joven que me está hablando. Es un desconocido, como lo será ayer, como lo será la semana pasada.
Una anciana viene a verme a primera hora de la tarde. Tiene el brazo rasgado y descolorido, el hedor que despide me hace lagrimear; un montón de moscas la rodean.
—No puedo aguantar más el dolor, Merlín —llora—. Es como el del parto, pero no acaba nunca. Eres mi única esperanza, Merlín. Échame un hechizo, cóbrame lo que quieras, pero haz que el dolor cese.
Le miro el brazo, donde un tejón se lo ha rasgado con las garras, y me entran granas de volver la cabeza y vomitar. Finalmente me obligo a examinárselo. Tengo la sensación de que necesito algo. No estoy seguro de qué, algo que ponerme delante de la cara, o si no de toda la cara al menos de la nariz y la boca, pero no consigo recordar qué es.
Tiene el brazo hinchado, llega casi el doble de su tamaño, y aunque la herida está a medio camino entre el codo y el hombro, la anciana grita de agonía cuando le toco los dedos con cuidado. Quiero darle algo para el dolor. Me vienen a la cabeza vagas imágenes, visiones de algo largo y fino como una aguja destellan ante mis ojos.
«Debo de poder hacer algo» —pienso— «algo que pueda darle, algún milagro que empleaba cuando era joven y el mundo era viejo, pero ya no recuerdo qué era».
Tengo que hacer algo más que ocultarle el dolor; eso aún lo sé, porque tiene el brazo infectado. El olor se hace más intenso mientras la examino, y ella grita.
«Gan —pienso de repente—, la palabra para su enfermedad comienza por “gan”, pero hay otra sílaba que no recuerdo, e incluso si la pudiera recordar, ya no sé curarla».
Pero tiene que encontrar algún alivio a su agonía; cree en mis poderes y está sufriendo, y me rompe el corazón. Mascullo un cántico, medio susurrado y medio cantado. Ella cree que estoy llamando a mis sirvientes etéreos del Inframundo, que voy a usar mi magia con su problema, y como necesita creer en algo, en lo que sea, porque tiene tan horrible dolor, no le digo que lo que realmente estoy mascullando es: «Dios, sólo por esta vez, permíteme recordar. Una vez, hace años, eones, la hubiera podido curar. Devuélveme mis conocimientos sólo durante una hora, sólo durante un minuto. Yo no pedí vivir hacia atrás en el Tiempo, pero es mi maldición y la he soportado con buena voluntad. Pero no dejes que esta pobre anciana muera por ello. Permíteme curarla, y luego Tú puedes saquearme la mente y llevarte mis recuerdos».
Pero Dios no me contesta, y la mujer sigue gritando, y finalmente le hago un emplasto de barro para alejar a las moscas. También debería darle una medicina, viene en una botella (¿botella? ¿Es ésa la palabra?), pero no sé cómo hacerla. Ni siquiera recuerdo su color, ni su forma, ni su textura, y le doy a la mujer una raíz, y mascullo un hechizo encima, y le digo que duerma con ella entre los pechos y que crea en su poder curativo, y pronto le remitirá el dolor.
Ella me cree; no hay ninguna razón humana por la que deba creerme, pero le veo en los ojos que me cree. Entonces me besa las manos, aprieta la raíz contra su pecho y se marcha, y de alguna manera, por alguna razón, sí que parece tener menos dolor, aunque el hedor de la herida permanece un buen rato después de su marcha.
Luego le toca el turno a Lancelot. La semana que viene o el mes que viene matará al Caballero Negro, pero primero debo bendecir su espada. Me habla de cosas que nos dijimos ayer, cosas de las que no tengo ningún recuerdo, y pienso en cosas que nos diremos mañana.
Lo miró fijamente a los ojos, porque sólo yo sé su secreto, y me pregunto si debería decírselo a Arturo. Sé que eso sería causa de una guerra entre los dos, pero ya no recuerdo si el detonante seré yo o si la propia Ginebra confesará su infidelidad, y tampoco puedo recordar el resultado. Me concentro y trato de ver el futuro, pero lo único que veo es una ciudad de altas estructuras de acero y vidrio, y no puedo ver ni a Arturo ni a Lancelot por ninguna parte; luego la imagen se desvanece, y aún no sé si debo ir a Arturo con el secreto que conozco o guardar silencio.
Me doy cuenta de que todo ya ha ocurrido, que la Mesa Redonda y los caballeros, incluso Arturo, pronto serán polvo por mucho que yo haga o diga, pero ellos viven hacia delante en el Tiempo, y esto es de gran importancia para ellos, aunque yo ya lo he visto pasar y desvanecerse ante mis ojos.
Lancelot me está hablando, preguntándose sobre la fuerza de su fe, la pureza de su virtud, cargado de dudas sobre sí mismo. No tiene miedo de morir a manos del Caballero Negro, pero sí le da miedo encontrarse ante Dios si la razón de su muerte está en sí mismo. Sigo mirándolo fijamente, a ese hombre que siente que cada día que pasa nuestra amistad es más fuerte, mientras que cada día que pasa yo lo conozco menos; finalmente le pongo la mano sobre el hombro y le aseguro que saldrá victorioso, que he tenido una visión en la que el Caballero Negro yacía muerto en el campo de batalla mientras Lancelot alzaba su ensangrentada espada en señal de victoria.
—¿Estás seguro, Merlín? —me pregunta dudando.
Le digo que estoy seguro. Le podría decir más, explicarle que he visto el futuro, que lo voy perdiendo con la misma rapidez que voy conociendo el pasado, pero él ya tiene sus propios problemas (y me doy cuenta que yo también, porque mientras menos y menos sé, debo preparar el camino para ese joven Merlín que no recordará nada en absoluto. Es en él en quien debo pensar). Hablo en tercera persona porque no sé nada de él, y él apenas puede recordarme; ni conocerá a Arturo ni a Lancelot, ni siquiera al retorcido Modred. Porque al pasar cada uno de mis días, el tiempo continuará deshaciéndose, él será cada vez menos hábil, menos capaz de definir incluso los problemas a los que tendrá que enfrentarse, por no hablar de las soluciones. Le debo dar una arma con la que defenderse, una arma que pueda usar y manipular por muy poco que recuerde de mí, y la que elijo es la superstición. Donde antes hice milagros que se codificaron en libros y en la ley natural, ahora mientras voy perdiendo sus secretos uno a uno, debo remplazarlos con milagros que deslumbren al ojo y aterroricen el corazón, porque sólo asegurando el pasado puedo garantizar el futuro, y yo ya he vivido el futuro. Espero haber sido un buen hombre, me gustaría pensar que lo he sido, pero no lo sé. Sondeo mi mente, trato de examinarla en busca de debilidades como examino el cuerpo de mis pacientes, buscando las fuentes de infección, pero sólo soy la suma de mi experiencia, y mi experiencia ha desaparecido, y yo me conformo con no haberme deshonrado ni a mí mismo ni a mi Dios.
Cuando Lancelot se marcha, me pongo en pie y paseó por el castillo, con la cabeza llena de imágenes extrañas, de visiones pasajeras que parecen tener sentido hasta que me concentro en ellas y entonces las encuentro incomprensibles. Hay enormes ejércitos enfrentándose, ejércitos más numerosos que toda la población del reino de Arturo, y sé que los he visto, que he estado en el campo de batalla, quizá incluso he luchado en uno de los bandos, pero no reconozco los colores que lucen, y usan armas que me parecen mágicas, verdaderamente mágicas.
Recuerdo enormes naves espaciales, naves que navegaban por las estrellas sin velas ni mástiles, y por un momento pienso que eso sin duda debe de ser un sueño, y luego parezco encontrarme ante una ventanita, mirando las estrellas mientras pasamos a gran velocidad entre ellas, y veo las superficies rocosas y los colores cambiantes de los mundos lejanos, y entonces vuelvo a estar en el castillo, y siento una tremenda sensación de pena y pérdida, como si supiera que incluso ese sueño nunca más volverá a visitarme.
Decido concentrarme, obligarme a recordar, pero no acude ninguna imagen, y comienzo a sentirme como un viejo tonto. ¿Por qué estoy haciendo esto?, me pregunto. Era un sueño y no un recuerdo, porque todo el mundo sabe que las estrellas no son más que luces que Dios usa para iluminar el cielo nocturno, y que están clavadas a un manto de terciopelo negro, y en cuanto me doy cuenta de esto, ya no puedo recordar cómo eran los navíos espaciales, y sé que pronto ni siquiera recordaré que una vez tuve ese sueño.
Continúo vagando por el castillo, tocando objetos familiares para tranquilizarme: esta columna estaba aquí ayer, estará aquí mañana, es eterna, estará aquí para siempre. Encuentro consuelo en la constancia de las cosas físicas, objetos que no son tan efímeros como los recuerdos, cosas que no se pueden arrancar de la Tierra con tanta facilidad como se me ha arrancado mi pasado. Me detengo delante de la iglesia y leo una pequeña placa. Está escrita en francés, y dice: «Está iglesia fue algo por Arturo, Rey de los Britanos». La cuarta palabra no tiene ningún sentido para mí, y eso me inquieta, porque antes siempre había sido capaz de leer esa placa, y entonces recuerdo que mañana por la mañana preguntaré a sir Héctor si la palabra significa «construida» o «erigida», y él me contestará que quiere decir «dedicada», y lo sabré durante el resto de mi vida.
Pero ahora tengo una sensación de pánico, porque no sólo estoy perdiendo imágenes y recuerdos, también palabras, y me pregunto si llegará el día en el que la gente me hable y yo no entienda nada de lo que me dicen, y sólo los pueda mirar en muda confusión, con ojos tan grandes, tiernos y faltos de inteligencia como los de una vaca. Sé que todo lo que he perdido hasta ahora es una única palabra en francés, pero me preocupa, porque en el futuro hablaré francés perfectamente, además de alemán, italiano y… y sé que hay otro idioma en el que seré capaz de hablar, escribir y leer, pero de repente se me escapa, y me doy cuenta de que otra habilidad, otro recuerdo, otra parte integral de mí ha caído en el abismo y nunca la podré recuperar.
Me aparto de la placa, y regreso a mis aposentos, sin mirar ni a derecha ni a izquierda por temor a ver algún edificio, algún artefacto que no tenga un lugar en mi memoria, algo que exude permanencia y que aun así me resulte desconocido, y me encuentro a una sirvienta esperándome. Es joven y muy bonita, y mañana sabré su nombre, lo saborearé y me maravillaré de la melodía que lleva a mis viejos labios, pero la miro y me doy cuenta de que no puedo recordar quién es. Espero no haberme acostado con ella (tengo la sensación de que mientras me voy haciendo joven cometeré mi buena parte de indiscreciones) sólo porque no quiero herir sus sentimientos, y no hay forma lógica de explicarle que no puedo recordarla, que los éxtasis de la noche anterior y de la semana anterior, y del año anterior aún me son desconocidos.
Pero no está aquí como amante; ha venido como suplicante: tiene un hijo, que está entre las sombras tras la puerta, y ahora ella lo llama y él cojea hacia mí. Lo miro y veo que tiene un pie deforme: el tobillo desplazado, el pie metido hacia dentro, y es claramente evidente que se avergüenza de su deformidad.
—¿Puedes ayudarle? —pregunta la sirvienta—. ¿Puedes hacerle correr como los otros niños? Te daré todo lo que tengo, cualquier cosa que me pidas, si lo puedes hacer como los otros niños.
Miro al chico, y luego a su madre, y entonces otra vez a su hijo. Es muy pequeño, no ha visto nada del mundo, y deseo poder hacer algo para ayudarle, pero ya no sé qué hacer. Hubo un tiempo en que lo sabía, vendrá un tiempo en que ningún niño pasará cojeando por la vida, entre dolor y humillación; sé que será así. Sé que algún día podré curar enfermedades mucho peores que un pie deforme, al menos creo que lo sé, pero todo lo que sé con seguridad es que ese niño ha nacido tullido y que vivirá tullido y que morirá tullido, y no hay nada que yo pueda hacer.
—Está llorando, Merlín —dice la sirvienta—. ¿Acaso la visión de mi hijo te ofende tanto?
—No —contesto—, no me ofende.
—Entonces, ¿por qué llora? —pregunta ella.
—Lloro porque no puedo hacer nada —le respondo—. Lloro por la vida que tu hijo nunca conocerá, y por la vida que yo he olvidado.
—No lo entiendo —dice ella.
—Yo tampoco —repongo.
—¿Quiere decir que no va a ayudar a mi hijo? —inquiere ella.
—No sé lo que significa.
Veo su rostro envejecer, adelgazar y hacerse más amargo, y sé que vendrá a visitarme una y otra vez, pero no puedo distinguir a su hijo, y no sé si le ayudaré, y si accedo, tampoco sé exactamente cómo hacerlo. Cierro los ojos y me concentro, y trato de recordar el futuro. ¿Existe una cura? ¿Los hombres siguen cojeando en la luna? ¿Siguen llorando los ancianos porque no pueden ayudar? Lo intento, pero se me ha vuelto a escapar.
—Debo pensar en este problema —digo finalmente—. Vuelve mañana, y quizá tenga una solución.
—¿Quiere decir un hechizo? —pregunta ella ansiosa.
—Sí, un hechizo —respondo yo.
Llama al niño, y juntos se van, y me doy cuenta de que ella volverá esa noche, porque, estoy seguro, al menos, casi seguro, de que mañana sabré su nombre. Será Marian o Miranda, algo que empieza por M, o posiblemente Elizabeth. Pero creo, estoy casi seguro, de que regresará, porque su rostro me resulta más real ahora de lo que lo era cuando estaba ante mí. ¿O es que aún no ha estado ante mí? Cada vez me resulta más difícil separar los hechos de los recuerdos, y los recuerdos de los sueños.
Me concentro en su rostro, el de esa Marian o Miranda, y veo otro, uno bonito con ojos azul claro y altos pómulos, un fuerte mentón y un largo cabello color caoba. Esa cara significa algo para mí; tengo una sensación de ternura, cariño y pérdida cuando lo veo, pero no sé por qué. El instinto me dice que ese rostro significa, significará, más para mí que ningún otro, y que me traerá alegría y tristeza como nunca antes las he sentido. Un nombre lo acompaña, no es Marian ni Miriam (¿o sí?); trato inútilmente de atraparlo, y cuando más lo intento, más rápido se me escapa.
¿Amé a la dueña de ese rostro? ¿Nos daremos alegrías y consuelo el uno al otro, produciremos niños sanos y fuertes para consolarnos en nuestra vejez? No lo sé, porque mi vejez está agotada, y la suya aún no ha llegado, y yo ya he olvidado lo que ella todavía no sabe.
Me concentro en la imagen de su rostro. ¿Cómo nos conoceremos? ¿Qué me lleva hacia ti? Deben de haber cientos de pequeñas peculiaridades, defectos tanto como virtudes, que me harán quererte. ¿Por qué no puedo recordar ni una sola? ¿Cómo viviré, y cómo morirás? ¿Estaría contigo para consolarte, y cuando ya no estés, quién estará conmigo para consolarme? ¿Es mejor que ya no recuerde las respuestas a esas preguntas?
Noto que si me concentro lo suficiente, las cosas vuelven a mí. Ningún rostro fue nunca tan importante para mí, ni siquiera el de Arturo, así que borro todos los demás pensamientos, cierro los ojos y lo conjuro (sí, «conjuro»; soy Merlín, ¿no?), pero ahora ya no estoy seguro de que sea su cara. ¿El mentón era así o asá? ¿Realmente sus ojos eran tan claros, su cabello de ese tono? Soy todo dudas, y me la imagino con ojos más azules, cabello más claro y más corto, y una nariz más delicada… y me doy cuenta de que nunca he visto este rostro, de que mis dudas me han engañado, de que mi memoria no me ha fallado completamente, y trato de pintar su retrato en el lienzo de mi mente una vez más, pero no puedo, las proporciones están mal, los colores no están bien, e incluso así me aferró a esa aproximación, porque una vez que lo haya perdido, será para siempre. Me concentro en los ojos y los hago más grandes, más azules, más claros y finalmente estoy satisfecho con ellos, pero ahora están en un rostro que ya no conozco, su auténtico rostro es tan esquivo para mí como su nombre o su vida.
Me recuesto en mi silla y suspiro. No sé cuánto rato llevo sentado aquí, tratando de recordar un rostro (el de una mujer, creo, aunque ya no estoy seguro), cuando oigo una tos y alzo la mirada, y veo a Arturo ante mí.
—Debemos hablar, mi viejo amigo y mentor —dice mientras arrastra su silla y se sienta en ella.
—¿Debemos? —le preguntó.
Él asiente con firmeza.
—La Mesa Redonda se está desmoronando —me explica con voz preocupada—. El reino está sumido en la confusión.
—Debemos reafirmarte como rey y ponerlo en orden —digo, preguntándome de qué me estará hablando.
—No es tan fácil —repone él.
—Nunca lo es —digo yo.
—Necesito a Lancelot —dice Arturo— él es el mejor de todos, y después de ti, es mi amigo y consejero más íntimo. Él cree que no sé lo que está haciendo, pero lo sé, aunque finjo ignorarlo.
—¿Qué harás? —le pregunto.
Me mira con ojos tristes.
—No lo sé —contesta—. Los amo a ambos. No quiero hacerles ningún daño, pero lo importante no soy yo o Lancelot o la reina, sino la Mesa Redonda. La creé para que durara toda la eternidad, y debe sobrevivir.
—Nada dura toda la eternidad —afirmo yo.
—Los ideales sí —replica él con convicción—. Existe el Bien y existe el Mal, y los que creen en Dios deben alzarse y presentarse.
—¿No es eso lo que has hecho? —inquiero.
—Sí —responde Arturo—, pero hasta este momento la elección era fácil. Ahora no sé qué camino escoger. Si dejo de fingir, debo matar a Lancelot y quemar a la reina en la hoguera, y eso sin duda destruirá la Mesa Redonda.
—Calla y me mira. —Dime la verdad, Merlín, ¿sería Lancelot mejor rey que yo? Debo saberlo, porque si con ello se salva la Mesa Redonda, me alejaré y él podrá quedarse con todo: el trono, la reina, Camelot. Pero debo estar seguro.
—¿Quién puede decir lo que depara el futuro? —contesto.
—Tú puedes —afirma él—. Al menos, cuando yo era joven, me dijiste que podías.
—¿Te lo dije? —pregunto con curiosidad—. Debo de haberme equivocado. El futuro es tan incognoscible como el pasado.
—Pero todo el mundo conoce el pasado —replica él—. Es el futuro a lo que temen los hombres.
—Los hombres temen lo desconocido, donde quiera que esté —digo yo.
—Creo que sólo los cobardes temen lo desconocido —me contradice él—. Cuando era joven y estaba creando la Mesa, no veía la hora de que llegara el futuro. Solía despertarme una hora antes del amanecer y quedarme en la cama, temblando de excitación, deseoso de ver qué nuevos triunfos me traería el nuevo día. —De repente, suspira, y parece envejecer antes mis ojos—. Pero ya no soy ese hombre —continúa después de un pensativo silencio—, y ahora temo al futuro. Temo por Ginebra y Lancelot, y por la Mesa Redonda.
—No es eso lo que temes —digo yo.
—¿Qué quieres decir? —pregunta él.
—Temes lo que todos los hombres temen —contesto.
—No te entiendo —dice Arturo.
—Sí, sí me entiendes. Y ahora temes incluso admitir tus temores.
Él respira hondo y me mira a los ojos sin parpadear, porque es un hombre realmente valiente y honorable.
—Muy bien —dice finalmente—. Temo por mí.
—Eso es natural —afirmo.
Él menea la cabeza.
—No me siento como si fuera natural, Merlín —dice.
—Oh —digo yo.
—He fallado, Merlín —continúa él—. Todo a mi alrededor se está deshaciendo; la Mesa Redonda y las razones para su existencia. He vivido la mejor vida que he podido, pero es evidente que no lo he hecho lo suficientemente bien. Ahora todo lo que me queda es mi muerte —se detiene incómodo—, y me temo que no moriré mejor de lo que he vivido.
Siento compasión por él, por ese joven que no conozco, pero que conoceré algún día, y le pongo la mano en el hombro para consolarlo.
—Soy el rey —continua—, y si un rey no hace nada más, al menos debe morir bien y con nobleza.
—Morirás bien, mi señor —digo.
—¿De verdad? —pregunta inseguro—. ¿Moriré en batalla, luchando por lo que creo, cuando todos los demás me hayan dejado, o moriré como un débil anciano, babeante, incontinente y sin saber ya lo que me rodea?
Decido tratar de mirar una vez más el futuro para tranquilizarle. Cierro los ojos y miro hacia delante, y no veo a ningún viejo chocheando, sino a un bebé inconsciente, y ese bebé soy yo.
Arturo intenta mirar hacia el futuro que teme, y yo, que viajo en dirección opuesta, miro al futuro que yo temo, y me doy cuenta de que no hay diferencia, que ese es el humillante estado en el que un hombre tanto entra como sale del mundo, y que es mejor aprender a apreciar el tiempo que hay en medio, porque eso es todo lo que hay.
Le vuelvo a decir a Arturo que tendrá la muerte que desea, y al final se marcha, y me quedo solo con mis pensamientos. Espero poder enfrentarme a mi destino con el mismo coraje que Arturo se enfrentará al suyo, pero dudo que me sea posible, porque Arturo sólo puede suponer el suyo mientras que yo veo el mío con sorprendente claridad. Intento recordar cómo acaba realmente la vida de Arturo, pero ya no está, se ha disipado entre las nieblas del Tiempo, y veo que me quedan muy pocas piezas que perder antes de convertirme en ese bebé llorón e inconsciente, una criatura sin nada más que apetitos y temores. No es el fin lo que me inquieta, sino el conocimiento de ese fin, la terrible conciencia de que me ocurra mientras contemplo impotente, casi como un observador, la desintegración de lo que sea que me ha hecho ser Merlín.
Un joven pasa ante mi puerta y me saluda. No recuerdo haberlo visto nunca.
Sir Pellinore se detiene para darme las gracias. ¿Por qué? No lo recuerdo.
Ya casi ha oscurecido. Espero a alguien, creo que a una mujer, casi puedo ver su rostro. Pienso que debería ordenar el dormitorio antes de que llegue, y de repente me doy cuenta de que no recuerdo dónde está el dormitorio. Debo redactar esto mientras todavía poseo el don de escribir.
Todo se me está escapando, arrastrado por el viento.
Por favor, que alguien me ayude.
Tengo miedo.