Yan se despertó antes del amanecer con la blusa pegada por el sudor a la depresión de sus senos. Permaneció tendida en la cama, evitando moverse para no despertar a su hermana de tres años acurrucada a su lado y con la cara arrimada a su pecho. La pequeña tendría hambre cuando se despertara; ésta siempre, siempre tenía hambre, y a Yan no le apetecía tener que levantarse a cocer el arroz.

Los relámpagos gruñían en la distancia, como un tigre en plena cacería, y el viento susurraba justo al otro lado de la ventana de bambú.

Yan había soñado con Huang Fa. Sólo unos años antes se había abierto la Ruta de la seda hasta Persia, y Huang Fa se había animado a recorrerla por ella en primavera. El invierno ya se acercaba y muy pronto la nieve cubriría el Himalaya. Si Huang Fa no regresaba pronto, los caminos permanecerían bloqueados hasta el año siguiente.

En su sueño, Yan había visto los extraordinarios ojos claros de Huang Fa a la luz de la luna, mientras los grillos emitían sus himnos nocturnos de añoranza y las carpas aleteaban en la charca que había junto a su casita. «Cuando regrese —le había dicho Huang Fa—, tendré mucha plata. Tu padre seguro que dará su consentimiento para que nos casemos cuando vea todo lo que traigo». Huang Fa no era más que un humilde mercader nacido en el seno de una familia de pescadores, y osaba alimentar la esperanza de casarse con la hija de un terrateniente. Habría de subir mucho en la escala social para conseguirlo; tendría que poseer tierras.

La voz de Huang Fa, suave y entrecortada, sonaba prodigiosamente clara en el sueño, como si lo tuviera de pie al lado de la cama. Su aparición la había dejado una sensación de acaloramiento, con un leve cosquilleo en el útero. Con quince años, Yan era joven y estaba enamorada, y sentía toda la añoranza, la culpa y la confusión propias de su condición. Su madre le había dicho en una ocasión: «El primer amor de una muchacha siempre es el que se recuerda con más cariño. Si eres afortunada, también será el último».

Yan respiró hondo con la esperanza de que tal vez Huang Fa hubiera llegado realmente durante la noche, de que quizá podría advertir su olor. Fuera, sin embargo, el cielo de la aurora sólo olía a tormenta. Se preguntó dónde estaría Huang Fa en ese momento mientras musitaba una plegaria al dios Sol: «Por favor, haz que dondequiera que esté salude el día pensando en mí con cariño».

El paisaje era negro en el macizo de Altai; una piedra negra encima de otra, y únicamente focos muy dispersos de hierba y de arbustos brotaban aquí y allá.

Aún no había amanecido, y Huang Fa caminaba hecho una furia y profundamente resentido. Trató por un momento de evocar la imagen de Yan. Recorrer a pie un centenar de li en una sola noche podía arrebatar el alma a un hombre y convertirlo en un ser duro y frío. La fatiga lo hacía tambalearse, y los vientos gélidos que soplaban desde las cumbres del macizo de Altai y barrían las rocas áridas y grises le habían consumido todo el calor del cuerpo. Sólo le quedaba una sandalia y caminaba renqueando como podía. Cual broma del destino, en el pie calzado con la sandalia le habían salido unas ampollas que le sangraban, de modo que le dolía más ese pie que el descalzo. Pero antes de que el sol fuera siquiera una mancha triste en el cielo ceniciento divisó a su yegua ruana, con la cabeza agachada y mirando con desgana el suelo yermo, con la crin y la cola largas y oscuras flameando al viento. Los bárbaros que la habían robado la habían atado al único árbol que se veía en un radio de tres li y se habían puesto a dormir debajo de ella. Huang Fa llevaba diez horas rumiando la mejor manera de matarlos.

Huang Fa sintió un golpecito en el codo.

—¿Estás seguro de que quieres hacerlo? —le preguntó el monje sin nombre en un susurro.

Huang Fa se detuvo y se volvió al muchacho envuelto por la luz previa al amanecer. El monje sólo era una sombra en la penumbra en cuya cabeza afeitada se reflejaba un rayo de luz de la luna. El monje no tenía nombre, pues había renunciado a él.

—Esos hombres no son unos asesinos —musitó atropelladamente el monje—. Tuvieron la gentileza de escabullirse con todas tus pertenencias y dejarte con vida. Arrebatarles la suya significaría pagar la piedad con brutalidad.

—Los bárbaros entonces sólo robaron el caballo —alegó Huang Fa—, pero cuando abran mis alforjas y encuentren el diente de dragón no volverán a cometer el mismo error…

El monje no se atrevió a iniciar una discusión. Sabía que los bárbaros nunca renunciarían a tamaño tesoro. No obstante, para Huang Fa el diente de dragón no significaba demasiado; tenía que rescatar la yegua. Los bárbaros no podían hacerse una idea del valor de la magnífica montura. Aquellos hombres consumían los caballos como si fueran pollos. Y aunque no llegaran a matarla, probablemente aguardarían a que diera a luz al potrillo que albergaba dentro y luego le extraerían la leche para preparar licor.

Huang Fa estaba decidido a recuperar su yegua a cualquier precio, y no podía dejar con vida a los bárbaros.

El terror le hizo un nudo en el estómago. No sabía con certeza a cuántos hombres habría de enfrentarse. No obstante estaba decidido a emplear la estrategia de batalla del lobo ideada por el mago guerrero Jiang Ziya: un ataque inesperado en el punto débil.

Huang Fa enfiló con cautela y a grandes zancadas por la llanura baldía y desprovista de vegetación. Mientras se internaba raudo en el campamento de los bárbaros no se oyó el menor crujido de pisadas ni el frufrú de sus pantalones de arpillera sedosa.

Un bárbaro vestido con un chaleco confeccionado con piel de buey almizclero y con un gorro de pieles hacía guardia sentado, pero se había quedado dormido con la espalda apoyada contra un saxaul sin hojas cercano. Otro yacía tendido cerca de él envuelto en una manta. Habían acampado, pero no habían encendido una hoguera.

Huang Fa advirtió un ruido y apenas si detectó en el cielo la figura de un faisán de las nieves que descendía con gran estruendo desde la cumbre pedregosa para refugiarse en las rocas. Al sur, en las colinas que se elevaban al otro lado de un río helado, aulló un lobo.

Huang Fa se dirigió a trancos furiosos al bárbaro encargado de la guardia, agarró el hacha de batalla de bronce que el joven dormido sostenía entre las manos y lo descargó sobre su cara antes de que tuviera tiempo de despertarse. La sangre tiñó de negro la barbilla del bárbaro, que soltó un grito ahogado intentando mantenerse derecho. Huang Fa le asestó el golpe de gracia en la cabeza con otro hachazo.

El compinche patizambo del ladrón debió de oír el ruido de la refriega, ya que lanzó un grito de alerta, salió de un brinco de la manta y huyó saltando como un jerbo sobre las piedras.

«¿Quieres echar una carrera?», pensó Huang Fa, y le arrojó el hacha. El golpe en el pulmón derecho derribó al bárbaro y lo dejó tirado en el suelo, incapacitado para la lucha. Huang Fa acudió junto al cuerpo.

—¿Te parece divertido robar el caballo y una sandalia a un hombre? ¿Por qué no ríes ahora?

Partió en dos el cráneo del bárbaro con el hacha de bronce.

Aquella acción le provocaría pesadillas. Tal vez había hecho un chiste mientras lo mataba, pero era un crimen vil. Malditos ladrones de caballos.

Dio la vuelta al bárbaro para asegurarse de que no respiraba y lo que vio le produjo náuseas. No era un hombre; sólo un muchacho que apenas debía de tener trece años y cuyo cuerpo acababa de adquirir la constitución de adulto. Estaba tendido sobre la espalda, con la mirada perdida y los ojos clavados en el cielo ceniciento previo al amanecer. Tenía todos los dientes limados y puntiagudos y el tronco negro de un árbol tatuado desde la barbilla hasta la frente; las ramas que partían de él se desplegaban por sus mejillas y por la frente para componer el símbolo sagrado del Árbol de la Vida.

Huang Fa deseó no haber mirado jamás aquel rostro. Se preguntó si el chico sería un chamán. Se acercó al otro bárbaro y comprobó que también era un chiquillo, con los dientes limados y con los mismos símbolos tribales.

«Sólo hace cinco años —pensó Huang Fa— yo tenía su misma edad».

No existen las palabras para describir con exactitud hasta qué punto lo turbaron sus rostros. Aunque tenía el estómago vacío, se alejó tambaleante del campamento y no regresó hasta que el corazón dejó de aporrearle el pecho. Evitó mirar directamente los rostros de los cadáveres.

—Bojing —dijo con dulzura dirigiéndose a su yegua—, ¿estás bien?

Se acercó un poco más a ella para que lo oliera. La yegua le acarició el hoyuelo de la barbilla con el hocico y él le frotó el cuello agradecido. Bojing era el caballo más magnífico que había visto jamás. Lo había comprado a un grupo de árabes y ahora le acariciaba la ijada con cariño. Durante semanas lo había llevado únicamente de la rienda por las montañas por temor de que el largo viaje le provocara un aborto.

Habría sido vergonzoso permitir que los bárbaros se hubieran comido un caballo tan majestuoso.

Huang Fa examinó sus alforjas y encontró la sandalia que le habían quitado.

—¡Aja! —exclamó volviéndose hacia los bárbaros muertos.

Sus míseras provisiones seguían allí, salvo las manzanas arrugadas que se habrían comido los chicos. La plata también continuaba en las alforjas, junto con los preciados ungüentos de incienso para Yan, la brea de opio y el colmillo de dragón que quería vender a los boticarios.

El monje taoísta llegó por fin al campamento.

—¿Puedo preparar unas alubias? —preguntó con humildad.

Huang Fa se puso rojo de la ira. El monje no era un cobarde. Estaba regresando desde Persia, donde el emperador Qin probablemente habría acabado cortándole la lengua por sus opiniones religiosas. El emperador odiaba a los taoístas y a los budistas.

Sin embargo se había negado a enfrentarse a los bárbaros. Con un hombre que no mataba animales, que ni siquiera comía carne, no se podía contar para la lucha. En ese preciso momento, Huang Fa no sentía una tolerancia mayor que la del emperador por los taoístas. Malditos los taoístas y su piedad.

—No, no puedes —respondió Huang Fa.

El monje simplemente mostró su conformidad inclinando la cabeza.

Huang Fa armó una pequeña hoguera. El combustible era escaso, de modo que recogió las heces secas de un asno salvaje que había llegado tan al norte durante la primavera y el fuego pronto brilló como una piedra preciosa. El cráneo de un buey gigante, blanqueado por el sol, yacía sobre la hierba dorada bajo un árbol, con sus anchos cuernos negros pulverizados como ceniza. En él había un poema garabateado con carboncillo.

«Una luna fría se pone

Bajo estas montañas sagradas.

Tengo las manos heladas.

¿Es aquí donde los dioses

Vienen a morir?».

Huang Fa volvió la mirada hacia las faldas de la montaña y vio que la luna de verdad estaba poniéndose debajo de él en la lejanía, por el suroeste, de modo que él parecía estar observándola desde arriba, como si fuera un dios situado en las nubes. La luna flotaba en cielo azul lavanda del alba como una perla brillante sumergida en el agua, y lentamente descendía y desparecía en la niebla. La ladera de la montaña estaba cubierta por un manto de piedra negro y yermo que se extendía incontables li. Huang Fa paseó la mirada con la esperanza de vislumbrar luces: las llamas titilantes de las hogueras de los campamentos. El monje y él trataban de dar alcance a la última caravana de la estación, que no podía llevarles más de un par de días de ventaja.

Totalmente agotado, Huang Fa se enrolló la manta del bárbaro al cuerpo e intentó dormir. Pero los rostros de los chicos muertos lo rondaron, y durante su sueño intermitente y agitado se le aparecieron unos muchachos que rodeaban su campamento riendo cruelmente mientras se preparaban para cobrarse la venganza.

Las montañas del macizo de Altai eran negras, pero el desierto que se extendía a sus pies era rojo. Rocas rojas y arena roja. Incluso la escasa vegetación estaba cubierta de polvo rojo.

Huang Fa y el monje entraron con la yegua en la pequeña fortaleza con los muros de adobe de una localidad con una agitada vida comercial llamada Arumchee, en la frontera con el desierto Taklamakan.

Huang Fa llevaba dos días sin poder dormir. Por las noches soñaba con espíritus vengativos que se desplegaban por la hierba para rodearlo y durante el día lo consumían el aturdimiento y la extenuación.

«Todas las almas contienen el yin y el yang —se decía—. Tiene que haber un equilibrio entre la oscuridad y la luz. Yo me he dado a la oscuridad y ahora debo hallar de nuevo el equilibrio».

Ese pensamiento lo tranquilizó. Además se sintió reconfortado al oír el cacareo de los pollos, al ver las prendas de seda tendidas sobre los arbustos en las inmediaciones de las cabañas de adobe y al advertir el aroma de las judías y del pollo que se cocinaban en el interior de las casas. Incluso el hecho de encontrarse entre los muros de la fortaleza, aunque tuvieran el color rojo del desierto, lo hacía sentirse mejor.

Huang Fa tenía la intención de informar de los asesinatos en aquella localidad. El asesinato de asaltantes no era un asunto baladí, ni siquiera aunque se tratara de un par de jovencitos cuatreros. En su caso el asesinato estaba justificado, y todo el mundo debía saberlo; de lo contrario habría represalias.

Huang Fa no temía por su suerte. Sólo estaba de paso. Dentro de seis semanas estaría en casa, a salvo en su cabaña junto al lago. Dispondría de una yegua para su cuadra y de la dote para el padre de Yan.

Los comerciantes y los habitantes de aquel pueblo tenían que convivir con los bárbaros. La mayoría de los colonos eran talladores de jade que trabajaban la piedra que se extraía cerca de la Montaña Negra, pero cada año eran más las caravanas que pasaban por allí de camino a Persia y a Grecia, y los dueños de los caravasares pagaban buenos sobornos y cuantiosas asignaciones a los bárbaros para garantizar la seguridad de la ruta. Por lo tanto debían saber que los asaltantes bárbaros no habían respetado el acuerdo… y que lo habían pagado con sus vidas.

Huang Fa informó al oficial al mando de la guarnición, un tipo acaudalado llamado Chong Deming que llevaba el ancho cinturón dorado propio de su cargo sobre una armadura confeccionada con capas de seda roja.

El oficial estaba sentado en una banqueta en el exterior de una casa solariega con los muros erosionados y daba sorbos a un cuenco de cerámica rojo con gachas. Tenía el pelo blanco y una barba tan larga que con ella parecía querer arrogarse la importancia de un consejero del emperador.

A su lado había una mujer bárbara vestida con brillantes sedas azules sentada en cuclillas que parecía ser su esposa. Huang Fa se agachó y tocó humildemente el suelo con la frente en señal de respeto, juntando los puños y encorvándose con solemnidad. Tras recibir la venia se acercó e informó del suceso.

La preocupación reflejada en el rostro del oficial fue creciendo de un modo evidente a medida que Huang Fa avanzaba en su relato.

—¿Has matado a dos muchachos bárbaros? —inquirió Chong Deming, taladrando a Huang Fa con su mirada penetrante—. ¿De qué tribu?

Huang Fa se encogió de hombros. Se había cruzado con tantos bárbaros en los últimos meses que había llegado un momento en el que ya no sabía ni le importaba a qué tribu pertenecían.

—¿Cómo eran?

—No eran más que unos muchachos —respondió Huang Fa con franqueza—. Llevaban unos pantalones brillantes de color púrpura, tenían los dientes limados como colmillos y el símbolo del Árbol Sagrado tatuado en el rostro. Uno de ellos llevaba esta lanza de caza —dijo sujetando una jabalina con la punta de jade verde oscuro—, y el otro un arco fabricado con el cuerno de un uro.

Chong Deming se mesó la barba con el gesto pensativo.

—Bárbaros orquin —repuso—. Como pensaba. Suele ser gente pacífica que se alimenta con las ovejas y las cabras de sus rebaños y que cazan asnos salvajes en las montañas. Sus animales han sufrido el duro golpe de la epidemia de carbunco, de modo que los bárbaros llevan varias estaciones padeciendo hambruna.

»Varios de ellos intentaron asaltar una caravana la pasada primavera. La escolta de la caravana despachó rápidamente a esos bárbaros inexpertos y mis hombres cazaron a los que habían logrado escapar. Estuvimos siguiéndoles el rastro durante cinco días y finalmente los atrapamos en sus yurtas de las montañas; los arrancamos de los carros y acabamos con ellos con nuestras alabardas de mango largo. Sin embargo dejamos vivas a las mujeres y a los niños. No tuvimos el coraje de…

El anciano general guardó silencio y Huang Fa se volvió al monje para observar su reacción. El muchacho meneó la cabeza con pesar y preguntó al general:

—¿Acaso les ha servido de algo su compasión?

—Esperaba que regresaran a las montañas, que su propio pueblo les diera de comer. Pero supongo que están condenados —respondió el general en un tono apesadumbrado. Miró a Huang Fa—: ¿Tenían esos muchachos algún rasgo distintivo?

—Uno de ellos era un alfeñique bizco y patizambo. El otro estaba aseado y era guapo. Llevaba un collar hecho con jade y dientes de oso.

Chong Deming se quedó súbitamente boquiabierto, con la mirada perdida en el cuenco con las gachas del desayuno, pensativo. Del recipiente emanaban volutas de humo. Transcurridos unos segundos, el general sopló por encima del borde del cuenco, pero no sorbió de él.

—Debía ser Chuluun, el hijo de Battarsaikhan. —Y en voz baja, en un tono asustado, preguntó—: ¿Has oído hablar de Battarsaikhan?

Ese nombre se removió en los confines de su mente como una rata agitándose en su madriguera.

—Creo…

—Significa «héroe que vence sin necesidad de batalla». Es un jorobado, un poderoso brujo que utiliza la magia en vez del hacha o el arco para matar. Es el hombre más poderoso de estas montañas. Sus hijos mayores murieron durante nuestro ataque al río del Buey Blanco el verano pasado…

—Agh —masculló el monje. Se trataba de una noticia funesta.

—Battarsaikhan estaba en las montañas entonces, aleccionando al muchacho que has matado —explicó Chong Deming, que añadió con la voz ronca y quebrada por el pesar—: El brujo se ha quedado ahora sin hijos. ¿Es que no podías dejarlos vivos? Sólo querían alimentar a su tribu hambrienta. Podrías haberte llevado el caballo y ya está…

Huang Fa se quedó mirando al viejo oficial en silencio, con el mismo nudo que él en la garganta.

—Yo no sabía de sus necesidades. Quise asegurarme de que no volvían a asaltarme. Usted, como general, sabe que sólo un tonto perdona la vida a un enemigo.

—En ese caso me temo que sufrirás las represalias que querías evitar —aseveró Chong Deming—. Si yo fuera tú, huiría de aquí sin perder un segundo. La última caravana de la temporada partió de la fortaleza hace sólo dos días. En ella viajaba un mago; tal vez él pueda ayudarte. Podrías alcanzarla si te das prisa… pero deberías irte ya. Battarsaikhan estará echando chispas, y sus conjuros pueden llegar muy lejos…

—Lo siento —dijo Huang Fa—. Yo… —Huang Fa tuvo una idea. Los comerciantes pagaban una cuota todos los años, y entre los bárbaros se consideraba que la vida de un hombre apenas tenía valor—. ¿No podríamos enviar un obsequio a ese brujo? ¿Un regalo en son de paz?

—¿Crees que hay algo en este mundo que pueda aplacar su ira? —inquirió el monje.

Había poco en las alforjas de Huang Fa que pudiera compensar la vida de un hijo único. La plata era un metal blando, de menor valor que el bronce para los bárbaros. En cuanto a las especias… eran cuando menos cuestionables.

—Tengo un diente de dragón que fue extraído de la roca en Persia —respondió Huang Fa—. Se pueden comprar muchos caballos con él.

Se acercó a las alforjas y sacó el diente, que medía más de veinte centímetros, tenía el filo dentado y era curvo como una daga. Huang Fa había visto el cráneo gigantesco del dragón recubierto de piedra del que lo habían extraído. Su anterior propietario lo había pulido, de modo que el hueso antiquísimo brillaba como el ámbar.

—Tal vez lo complazca —dijo Chong Deming con el gesto pensativo—. Quizá para un brujo sea un obsequio valioso.

Huang Fa viajó durante cuatro días acompañado del monje y tirando de su yegua, bordeando el desierto por el terreno cubierto de hierba de sus márgenes en persecución de la caravana del mago. En otro tiempo aquella zona había estado habitada por una abundancia de asnos salvajes, toros gigantes, ciervos y guepardos susceptibles de ser cazados. Pero durante los últimos veinte años, el aumento del tráfico de caravanas había ahuyentado muchas manadas, y la epidemia de carbunco había acabado con buena parte del resto de los animales. Había quien decía que las caravanas eran las responsables de la propagación de la enfermedad. Y era bien conocido que el contagio era posible si se manipulaban las pieles de los animales que habían muerto víctimas de la epidemia.

Ahora las llanuras rojizas presentaban un aspecto de aridez, casi de una ausencia total de vida. En dos días, Huang Fa sólo había visto un par de avestruces y una pareja de elefantes gigantes a los que los hombres del emperador a veces ponían los arreos y adiestraban para la batalla. Los bárbaros tenían dificultades para cazar estas bestias, y Huang Fa lo sabía. Los veloces avestruces eran una tentación, pues siempre conseguían escapar más allá del alcance de los arcos. En cuanto a los elefantes, los amos de las llanuras, pesaban cuatro veces más que los elefantes indios y tenían unos colmillos del color del óxido que podían alcanzar más de tres metros y medio de longitud. Los elefantes macho a veces se volvían locos e incluso atacaban las caravanas.

Para Huang Fa, sortear una manada de esos animales formando parte de una caravana era una temeridad. Hacerlo sólo con un monje al lado y llevando a su yegua sujeta con una cuerda era aterrador. Para su sorpresa, sin embargo, los machos de mayor tamaño sólo olisquearon el aire con sus trompas y agitaron las orejas con inquietud, pero no patearon el suelo ni arrojaron hierba al aire. No cargaron contra ellos.

Aun así, los dos jóvenes mantenían una distancia respetuosa con los animales y avanzaban hasta donde las fuerzas les permitían. Eran tales las prisas de Huang Fa por unirse a la caravana y regresar a casa junto a Yan que nunca quería acampar hasta que era bien entrada la noche.

El monje apenas hablaba durante el viaje. Caminaba lenta y pesadamente, con la vista permanentemente fija al frente y musitando poemas que componía en su cabeza.

Huang Fa andaba a trompicones, con los ojos cerrándosele mientras imaginaba la sensación de tener por fin a Yan entre sus brazos cuando soñó con los niños salvajes.

Se le aparecieron docenas de niños alrededor de una hoguera en el interior de una gran cueva. Eran criaturas delgadas, con barrigas protuberantes y la piel adherida a las costillas. Llevaban imágenes de lagartos con la cabeza de serpiente tatuadas en las espaldas desnudas. Sus rostros demacrados no eran más que huesos pintados del color de la carne, y tenían los dientes limados.

En el grupo había niños de todas las edades, desde los de un año o dos años hasta los diez u once. Estaban prácticamente desnudos; eran todo piel destapada.

En ese momento, un par de niños de los que tenía más próximos se volvieron, lo miraron con avidez y zarandearon a los que tenían a su alrededor para llamar su atención. Estos también se volvieron, pero parecían incapaces de verlo, como si él estuviera demasiado lejos.

De repente, en el centro de la hoguera apareció un brujo como si hubiera surgido de las llamas. Llevaba puesta una máscara de jade rojo —la cara de un demonio— y una capa confeccionada con piel de tigre. Bailaba entre las llamas, saltando sobre las ascuas al parecer sin sufrir daño alguno. Portaba en la mano derecha un sonajero enorme hecho con el cráneo de una cobra, mientras que en la izquierda sujetaba el diente del dragón. Cantaba mientras danzaba, y su voz hacía las inflexiones trémulas de quien llora.

Alrededor de la hoguera, los niños entonaban unas palabras que Huang Fa no entendía mientras se golpeaban la palma de la mano izquierda con el puño derecho. Dio la impresión de que de uno en uno iban tomando consciencia de su presencia, y empezaron a volverse y a mirarlo con mayor voracidad. Huang Fa se fijó en la saliva que manaba de la boca llena de colmillos y se deslizaba por la barbilla de una de las niñas famélicas más pequeñas.

De repente, el brujo gruñó una maldición, casi escupiendo las palabras, y arrojó el diente de dragón a la oscuridad. Huang Fa dio una sacudida, como podría hacer cualquiera en sueños, y se echó a un lado. Pero el colmillo le impactó en el pecho.

Abrió los ojos de golpe.

Se puso en pie con el corazón todavía aporreándole el pecho por el miedo que había pasado durante el sueño terrible. «Sólo es el sentimiento de culpa que me ronda —se tranquilizó—. Ya llegará el día que lo olvide».

El sol producía sombras inmensas. Huang Fa echó un vistazo atrás y vio el astro rey surcando el margen del mundo, suspendido debajo de un puñado de nubes como un ojo encarnado y vigilante.

—¡Eh! —susurró hacia el monje taoísta, todavía bregando con el miedo—. He tenido una pesadilla horrible.

—Cuéntame qué viste y tal vez pueda adivinar su significado —sugirió el monje.

Había sido tan vivido que Huang Fa todavía se resentía del golpe del diente de dragón. Se llevó la mano al lugar del impacto y se topó con el diente de dragón alojado en el pelo de su chaleco de piel de borrego.

El monje miró boquiabierto el diente.

Huang Fa escudriñó la llanura a su alrededor buscando a quien pudiera habérselo lanzado, pero lo único que vio fueron campos de hierba mecida por la brisa.

Entonces lo comprendió. El brujo le había arrojado el diente… desde una distancia mayor de trescientos li.

—No hace falta ser un erudito en adivinación para entender que el brujo ha rechazado tus disculpas —apuntó el monje.

Llegó la oscuridad y con ella los aullidos de los lobos y los rugidos de caza de los felinos en el desierto. Huang Fa y el monje coronaron una colina y divisaron en la distancia, a varios kilómetros de su posición, los pabellones de seda coloridos y brillantes de la caravana. Los pabellones, de estilo árabe con el techo puntiagudo, estaban iluminados desde dentro con lámparas y hogueras, y cada uno resplandecía con un color distinto, como gemas radiantes en medio del desierto con tonos que evocaban rubíes, turmalinas, diamantes y zafiros.

Los pabellones los reclamaban, pero a Huang Fa le pesaban los pies como si fueran de plomo.

—Sólo una noche de marcha nos llevaría hasta la caravana del mago.

—Yo no puedo dar un paso más —suplicó el monje, jadeando—. Las estrellas están extrañamente oscuras esta noche.

El monje se encorvó y se agarró las rodillas intentando recuperar el aliento.

Era cierto. El cielo estaba enturbiado por una niebla que mantenía oculto el Río de las Estrellas. Huang Fa tenía un plano celeste pintado sobre un mapa de seda que podía ser de utilidad para guiarse durante la noche por el desierto, pero en una noche como aquella era totalmente inservible.

—Deberíamos acampar —sugirió el monje—. Un hombre que camina precipitadamente durante la noche acaba cayendo en un hoyo.

Huang Fa se planteó prender fuego a un manojo de hierbas y utilizarlo como antorcha, pero descartó la idea, pues podría atraer miradas indeseadas. Echó un vistazo por encima del hombro, extrañamente convencido de que estaba siendo observado.

En el sueño que tuvo esa noche lo acecharon los niños salvajes.

Primero soñó que aparecía la luna, brillante como un espejo de plata abollada, y gracias a su luz vio a la extraña criatura: solmene y majestuosa. Era un alce, pensó Huang Fa, o algo similar. Tenía el pelaje pálido como el algodón y alcanzaba una alzada de dos hombres; su cornamenta estaba compuesta por numerosos troncos y era tan amplia que una persona podía tenderse sobre ella. A Huang Fa le pareció distinguir en un primer momento telarañas entre ellos, pero entonces se dio cuenta de que eran unos engrosamientos de los cuernos como nunca antes había visto en otro alce.

Huang Fa, que nunca había estado frente a un animal tan magnífico, tan rebosante de poder y de fuerza, quedó fascinado por la criatura.

Entonces oyó un rumor a su espalda y advirtió que algo se acercaba a él reptando por la hierba alta. Huang Fa giró en redondo y vislumbró los cuerpos desnudos y pálidos de los niños que avanzaban serpenteando a cuatro patas, como una manada de lobos siguiendo el rastro de un íbice herido. Huang Fa no sabía si su objetivo era él o el alce majestuoso.

En el sueño, Huang Fa juntaba un manojo de hierba seca y golpeaba un pedernal con su cuchillo para prenderlo; alzaba la antorcha improvisada en el aire frío con la esperanza de ahuyentar a los niños salvajes, pero éstos continuaban emitiendo sus gruñidos guturales y acercándose gateando. Sus ojos refulgían de un modo extraño en la noche, con el color de unos zafiros de sangre, y ya estaban lo suficientemente cerca como para que viera sus dientes limados como colmillos y el fulgor de las dagas de jade verde que empuñaban.

Algunos ya tenían la estatura de un hombre; otros eran meros niños de dos o tres años.

En el sueño, el monje no estaba con él, y Huang Fa gritó: «¿Dónde estás, amigo?».

En la lejanía, el monje le respondió: «¡He optado por seguir el Camino! ¡También tú deberías hacerlo!».

Llegó el amanecer lleno de confusión. Huang Fa se despertó zarandeado con insistencia por el monje.

—Algo no va bien —le susurró el monje.

Huang Fa lo advirtió incluso antes de abrir los ojos. El aire era sofocante, inexistente, y Huang Fa aún permaneció un instante envuelto en la manta imaginando que todavía faltaban horas hasta el alba.

—Ya ha salido el sol —le advirtió el monje—. Pero el día es como ninguno otro que yo haya visto. Se acerca una tormenta.

Huang Fa entreabrió los ojos. El mundo estaba teñido de rojo, desde el cielo encima de su cabeza hasta el suelo bajo su cuerpo. En el horizonte aparecía una nube roja, una muralla de polvo que ocultaba el cielo y se alzaba hasta una altura extraordinaria, más arriba que los nubarrones. El sol no conseguía penetrarla, de modo que más parecían estar de noche que de día. De hecho, el sol no era más que una mancha de hollín, y la luz tenue que se filtraba era del color de un rubí desvaído.

—¡Amigo! —exclamó Huang Fa—. ¡El Viento Amarillo se acerca!

—¿El Viento Amarillo? —inquirió el monje.

—¡Sí, una tormenta de polvo procedente del Gobi! Cuando yo era niño hubo una que barrió nuestro pueblo, ¡pero aquí las consecuencias serán peores! ¡Rápido, recoge las mantas! Yo iré por el caballo. ¡Tenemos que encontrar refugio!

La magnífica yegua estaba atada a un arbolito, con las orejas inclinadas al frente y sin apartar del levante sus ojos, apagados por el terror y la fatiga. Flexionaba la rodilla derecha hacia delante, como si le doliera el casco. Resolló y los músculos de su lomo temblaron con un espasmo. Perdió el equilibrio y se trastabilló una pizca.

Huang Fa apoyó la palma de la mano en el hocico de la montura y comprobó que tenía fiebre. La yegua no reaccionó al notar el contacto de su amo; no se inclinó hacia él buscando sus mimos ni respingó con nerviosismo. Actuó como si él no existiera, como si fuera un fantasma.

La yegua carraspeó ligeramente para expectorar la flema de los pulmones y luego permaneció quieta, resollando.

—No la toques —le advirtió el monje—. Tiene el carbunco. Lo he visto en otras ocasiones.

Huang Fa escudriñó la tormenta que se acercaba. Nunca había oído nada tan descomunal. Se les echaba encima como la noche, como una sombra nefasta. El polvo ascendía más alto que la nube más alta y emborronaba el sol. La tormenta no llegaba impelida por fuertes rachas de viento. De hecho el viento tenía un cariz lúgubre, casi moribundo. La tormenta simplemente reptaba hacia ellos.

—Tápate la nariz —le aconsejó Huang Fa—. El polvo te obstruirá la garganta. Cuando nos alcance ni se te ocurra parar de moverte. Si te quedas tumbado podrías acabar enterrado bajo el polvo.

El monje, un hombre delgado y joven, parecía aterrado.

—¿No podemos evitar la tormenta? Se mueve despacio.

—No podemos movernos más rápido que ella —respondió Huang Fa—. Y aunque pudiéramos, nos atraparía cuando nos cansáramos. Nuestro único refugio está por delante de nosotros, en la caravana.

El monje volvió la vista atrás siguiendo el camino y divisó un montón de rocas a menos de quinientos metros. Podría ofrecerles refugio de la tormenta inminente, aunque tal vez no todo el que necesitaban.

—¡Entonces démonos prisa! —exclamó el monje.

Huang Fa dio unas palmadas a su yegua y la desató rápidamente.

—Déjala —le dijo el monje en un susurro—. Sólo nos entorpecerá la marcha y no le queda demasiado tiempo de vida. Además, si alcanzamos la caravana podría contagiar al resto de los animales.

—No puedo dejarla —replicó Huang Fa. La yegua era su futuro. Tal vez la plata le sirviera como dote, pero el caballo era muchísimo más valioso—. Podría recuperarse. El carbunco no siempre es mortal.

El monje se encogió de hombros cediéndole la decisión final.

Huang Fa tiró de la rienda de la yegua, pero ésta no acompañó el movimiento. Huang Fa le rodeó el cuello con un brazo.

—Vamos, Bojing —le suplicó en un susurro—. Por favor…

La yegua permaneció inmóvil con las orejas caídas hacia delante. Ella sabía lo que quería. Dio un paso tambaleante, pero volvió a detenerse.

—Es una maldición —dijo Huang Fa entre sollozos, retorciéndose las manos.

El monje intentó tranquilizarlo.

—A veces una tormenta no es más que una tormenta —le dijo—. A veces una enfermedad no es más que una enfermedad. Yo creo que son cosas que quedan fuera del alcance incluso de los poderes de un brujo tan afamado como Battarsaikhan.

Huang Fa se llevó las manos a la cabeza mientras se estrujaba los sesos. Recordó el diente de dragón. El brujo se lo había arrojado desde una distancia de varios centenares de li.

Huang Fa se cubrió la cabeza con un sombrero de paja que sacó de su bolsa, se envolvió la cara con un trapo y enfiló a trancos hacia la tormenta.

—Intenta recordar en qué dirección vimos las luces de la caravana por última vez —le sugirió el monje—. Deberíamos dirigirnos directamente allí.

Huang Fa lanzó una mirada hacia el horizonte, pero no estaba seguro de la dirección que debían seguir. La cortina de polvo rojo se extendía implacablemente hacia ellos hasta que finalmente los engulló.

Huang Fa y el monje invirtieron toda la mañana en atravesar la tormenta de polvo. A Huang Fa la arenilla le acribillaba los ojos a pesar de que los mantenía entrecerrados como dos minúsculas rendijas; y aun así no tardaron en brotarles las lágrimas.

El polvo se le colaba por la nariz y una especie de lodo se le escurría por los orificios nasales. El barro le obstruía la garganta y su respiración era dificultosa. Nunca había imaginado una agonía igual.

El polvo era increíblemente fino y lo cubría todo, se adhería a su piel y penetraba por todos sus orificios.

Lo único que Huang Fa podía hacer era continuar caminando lenta y pesadamente, poniendo un pie delante del otro. Una y otra vez, el monje alargaba el brazo hacia atrás y asía a Huang Fa, quien intentaba tirar de la yegua, más terca a medida que empeoraba su enfermedad.

Lo único que alentaba a Huang Fa a continuar era la promesa de reunirse con Yan al final del camino.

En condiciones normales habría sido sencillo seguir el rastro de la caravana, pero el polvo se posaba rápidamente sobre todas las cosas, creando una alfombra roja que cubría las huellas de los cascos de los caballos. La arena se filtraba hasta los pulmones de Huang Fa, que los notaba pesados, como si los tuviera llenos de piedras.

Apenas se habían adentrado en la nube de polvo cuando la yegua simplemente se detuvo.

—¿Qué ocurre? —gritó el monje.

Huang Fa levantó la mirada hacia él, pero no lo vio hasta que su compañero de viaje se materializó de repente emergiendo del polvo a menos de tres metros de él.

—¡Bojing! —espetó Huang Fa.

El monje tiró de la rienda y maldijo, pero no sirvió de nada. Bojing permaneció inmóvil, resollando y resoplando. Huang Fa apoyó la cabeza en el pecho del animal para auscultarle los pulmones y Bojing pareció interpretarlo como una señal, pues se desplomó sobre las rodillas delanteras y luego se tendió en el suelo para morir.

Huang Fa no deseaba abandonarla sumida en aquel sufrimiento. Le cubrió la cabeza con su abrigo con la esperanza de que así impediría la entrada del polvo en sus pulmones; luego se arrodilló a su lado y pasó varios minutos acariciándola.

—Déjala —le suplicó el monje—. No la toques. ¡Podría contagiarte el carbunco!

—¡No puedo dejarla! —respondió Huang Fa.

Huang Fa se dio cuenta entonces de que no había nada que hacer. Sólo quería reconfortar a su preciada montura en sus últimos instantes de vida.

—Lo siento, princesa —le susurró una y otra vez mientras le acariciaba el pelo cubierto de arenilla.

El aire polvoriento y el carbunco la mataron en menos de una hora.

Una vez muerta, Huang Fa le desenganchó las alforjas con lo que quedaba de su tesoro y reemprendió la marcha a trompicones.

Cerró los ojos para protegerlos de la tormenta y se dejó guiar por el monje.

El mundo parecía aún más oscuro, y cuando levantó la mirada se preguntó si habría perdido la noción del tiempo, pues parecía que ya estaba cayendo la noche. Entonces comprendió su error: había estado en los márgenes de la tormenta y se había maravillado de su brutalidad, pero lo que había experimentado en sus límites no era nada comparado con lo que veía ahora: el viento, que le había parecido ligero, como aplacado, empezaba a soplar con fuerza, y a medida que ganaba intensidad, el polvo los fustigaba en rachas. La neblina que había ocultado el sol una hora antes ahora se espesaba y amenazaba con borrarlo por completo.

«Una maldición pesa sobre mí. No hay duda —pensó Huang Fa—, deseaba tanto salvar la yegua que el brujo me la ha arrebatado. ¡Battarsaikhan está furioso!».

Continuó avanzando renqueante y a ciegas, guiado por el monje, cuya capacidad para transitar por la tormenta sólo podía tener un origen místico. Huang Fa no podía respirar; el polvo no permitía que el aire llegara a sus pulmones, y empezó a temer que a pesar de todos sus esfuerzos acabaría ahogado por la tormenta.

Se derrumbó sobre las rodillas tosiendo, con la cara sepultada bajo la ropa y sumido en una oscuridad perpetua, y continuó gateando agarrado al puño del hábito del monje. Entonces su mano golpeó una superficie que cedió a su contacto y Huang Fa comprendió que por fin habían dado con una tienda de campaña.

El monje se arrodilló y deshizo unos nudos, y ambos irrumpieron en un pabellón donde había varios mercaderes vestidos con lo más exclusivo de su género —sedas multicolor brillantes como pájaros cantores y mariposas—, bebiendo té sentados en cojines alrededor de una solitaria lámpara dorada. Incluso allí dentro el aire estaba cargado de polvo. Un distinguido erudito miró fijamente y con complicidad a Huang Fa y anunció:

—Y aquí tienen, señores míos, a los visitantes que les prometí: un santo varón y un hombre maldecido.

Los mercaderes de seda miraron boquiabiertos a Huang fa y al monje.

—¡Increíble! —exclamó uno de ellos.

—¡En mitad de una tormenta implacable! —profirió otro.

Y otro par de mercaderes aplaudieron entusiasmados por el extraordinario espectáculo.

Esa noche, mientras el viento merodeaba en el exterior del pabellón como un espíritu diabólico y el polvo flotaba en el aire formando una densa niebla, Huang Fa escudriñaba con los ojos llenos de arena al mago, un eunuco con un rostro que poseía cierto aire regio a pesar de la ausencia de barba.

—No deberías haber entregado el diente de dragón a Battarsaikhan —dijo el mago tras escuchar el relato de Huang Fa.

Habían pasado varias horas desde que él y el monje habían aparecido en el pabellón, pero sólo ahora había sido capaz de respirar con la fluidez necesaria para suplicar ayuda. El día ya declinaba, y el sol descendía para desaparecer en una insulsa neblina de color naranja. Los mercaderes de seda yacían por el pabellón sumidos en un extraño letargo, agotados por el esfuerzo que exigía respirar, así que sólo el mago, Huang Fa y el monje continuaban despiertos.

—Si un brujo tiene en su poder algo que has tocado y que te pertenecía —continuó el mago—, puede ejercer sus poderes sobre ti.

—Yo sólo esperaba ganarme su perdón, maestro Wong —se disculpó Huang Fa.

—Nunca lo obtendrás —entonó el mago, que dejó caer la mirada sobre su regazo.

—¿No se puede hacer nada? —inquirió el monje en tono suplicante—. ¿Cómo atacará el brujo?

—Yo soy experto en adivinación —respondió el maestro Wong—. No soy experto en todos los campos de la brujería, pero he viajado por todo el orbe y conozco algo de esos bárbaros. El brujo enviará el espíritu de un animal para que posea a Huang Fa, lo colme de deseos animales y lo conduzca a la perdición.

—¿Qué clase de espíritu? —preguntó el monje.

El mago meneó la cabeza.

—No puedo saberlo con certeza. El espíritu de un zorro lo colmaría de lujuria; el de un zorro, de sed de sangre. El de un cerdo lo volvería un glotón. El espíritu de un mono lo haría actuar como un tonto, pero estamos lejos de la tierra de los monos. Será el espíritu… de un animal próximo al brujo.

El maestro Wong dio una palmada y pidió a un muchacho, su ayudante, que le trajera el «baúl especial». El chico salió disparado en dirección a otro pabellón y regresó sólo instantes después. El maestro Wong había pedido a Huang Fa que se tumbara; cogió entonces un frasco de tintura de henna y un pincel para caligrafía y se puso a escribir conjuros de protección en el rostro de Huang Fa.

—Los espíritus de los animales no pueden imponer su control a menos que les permitas la entrada de buen grado —explicó el maestro Wong mientras realizaba su labor—. Puedes combatirlos. Has de combatirlos por fuerza. Los conjuros que estoy escribiéndote te ayudarán. Los espíritus buscarán un hueco por donde introducirse… los orificios nasales y la boca son los puntos más débiles, así que los rodearé con conjuros.

—Dijo a los demás que me habían maldecido —dijo Huang Fa—. ¿Cómo lo supo?

El maestro Wong vaciló un instante con el pincel en la mano.

—Dividí los tallos de milenrama esta mañana y consulté el trigrama en el I Ching.

Huang Fa reaccionó con escepticismo. El I Ching o Libro de las mutaciones sugería que la vida era un continuo fluir. Todas las situaciones de un individuo siempre estaban al borde de un cambio, y el resultado que arrojaran los tallos de milenrama podía consultarse en el libro para averiguar el rumbo que debía seguirse. Sin embargo no era tan sencillo. En parte había que encomendarse a las aptitudes del mago encargado de la adivinación. Había que confiar en su perspicacia.

—¿Entonces el I Ching le dijo que me habían maldecido?

—Hacía días que estaba al tanto de tu llegada —respondió el maestro Wong—. «Se acerca un desconocido», auguraron los tallos de milenrama, «con las manos manchadas de sangre y una maldición en el alma. Tiene un enemigo más poderoso que esta tormenta».

—«¿Había vaticinado que ocurriría todo esto?».

El mago asintió solemnemente con la cabeza. Soltó el pincel y entrelazó las manos.

—No pude adivinar nada más… excepto la hora de tu llegada.

—¿Me queda alguna esperanza?

El maestro Wong frunció el ceño.

—Este Battarsaikhan posee unos poderes que superan los míos. Él envió esta tormenta para retrasarte… o matarte. Y eso no es cualquier cosa. Sin embargo también sé lo siguiente: el corazón humano posee su propia magia, tan poderosa como cualquier conjuro. Quizá si comprendiéramos mejor los poderes del brujo…

A Huang Fa se le aceleró el corazón lleno de esperanza.

—¿Hay algún método de adivinación algo más certero que el I Ching?

El maestro Wong se inclinó hacia Huang Fa y lo miró con una expresión inescrutable, como de enfado.

—¿Dudas del I Ching? ¿No confías en mí? Yo lo consulto para mí dos veces al día. ¡No habría llegado a los ciento doce años sin él! Si los tallos me dicen que hoy coma un albaricoque, yo lo cómo. Si me dicen que me refugie de la lluvia…

—¿Tiene ciento doce años? —preguntó boquiabierto el monje.

El mago no aparentaba tener ni un día más de cincuenta años. Su gesto permaneció congelado unos instantes, hasta que se echó a reír a mandíbula batiente de su propia respuesta.

—Si buscas un método de adivinación más certero podemos consultar el oráculo del caparazón de tortuga —sugirió al cabo a Huang Fa.

Se trataba de un método de adivinación en el que Huang Fa confiaba. La tortuga era la criatura más venerable sobre la faz de la tierra. Por ese motivo, los dioses habían concedido a las tortugas una vida larga y una gran sabiduría y ocupaban un lugar especial cerca de ellos como uno de los cuatro animales sagrados. Huang Fa, de hecho, a veces dirigía sus plegarias a las tortugas, ya que podían actuar como intermediarias con los dioses.

Para consultar el oráculo del caparazón, el mago sólo tenía que grabar una pregunta en el caparazón de una tortuga que hubiera sido sacrificada siguiendo el ritual establecido. Luego realizaba unos pequeños orificios en la concha en los que insertaba varitas de incienso que encendía a continuación. Cuando el incienso se había consumido, el calor había ablandado el caparazón y éste se había agrietado. Si la concha se agrietaba hacia dentro, hacia el centro del caparazón, la respuesta a la pregunta era «sí». En el caso de que se agrietara hacia los bordes, la respuesta era «no».

Esta forma de adivinación limitaba al mago a realizar preguntas que sólo podían recibir un sí o un no como respuesta. La virtud de este método, sin embargo, estribaba en que el cielo no dejaba lugar para la ambigüedad en la respuesta.

—Sugiéreme la pregunta —demandó el maestro Wong— y yo consultaré el oráculo del caparazón.

Huang Fa se sonó la nariz. El aire estaba tan cargado de polvo que los mocos salían negros. Notaba la arenilla en las vías respiratorias hasta los pulmones, en cada poro de la piel, en el centro mismo de su alma.

Huang Fa formuló la pregunta para los dioses:

—¿Puedo escapar de la maldición del brujo Battarsaikhan?

El viento aullaba en el exterior de la tienda, aporreaba la cubierta de seda y tiraba de las estacas y de los soportes. Dentro del pabellón reinaba la oscuridad y hacía un frío de una extraña naturaleza. La única fuente de luz eran las ocho varitas de incienso que sobresalían de los orificios en el caparazón de la tortuga. El dulce aroma a jazmín del carbón blando se propagaba en volutas, de modo que en la estancia flotaba un aire polvoriento y empalagoso.

Huang Fa dormitaba con un sueño inquieto y con el cuerpo sacudido por los temblores que le provocaba el frío. Soñaba con niños que atravesaban la tormenta gateando y a hurtadillas, con los rostros descubiertos al viento. Iban arrastrando a su espalda un objeto grande y voluminoso, algo peludo, aunque la ausencia de luz frustraba la visión de Huang Fa.

«La cabeza de la yegua», pensó Huang Fa sin saber muy bien de dónde surgía esa idea y gimoteó horrorizado.

Los niños, no obstante, se acercaban; los de dos o tres años empuñando cuchillos, y las muchachas sin nada encima salvo un taparrabos. Entre ellos había chicos con los dientes afilados y unos ojos que brillaban con su propia luz interior, como si de ellos pudieran brotar estrellas.

Llegaron a la puerta del pabellón y se deslizaron dentro. Huang Fa los observaba con una ligera indiferencia mientras se acercaban a su cama arrastrando el bulto peludo, aun a pesar de que esperaba que hundieran las dagas en su cuerpo.

—No fue mi intención causar daño —se disculpó—. Desconocía vuestras necesidades.

Los niños salvajes no respondieron.

Huang Fa sintió un escalofrío en todo el cuerpo; como si una racha de aire gélido hubiera salido de las cavernas del infierno y le hubiera recorrido la espalda. Sentía los músculos gomosos como anguilas muertas.

Media docena de niños se alzaban sobre el bulto peludo. Huang Fa vio a la luz del incienso un fragmento de piel animal envuelto y atado.

«Es el pellejo de mi caballo —pensó—. Me lo echarán encima para que me contagie el carbunco».

Huang Fa se debatía entre el deseo de huir o de luchar, o simplemente permanecer tendido e inmóvil y acatar el destino que los niños salvajes juzgaran oportuno para él.

Tres niños cortaron los cordeles que mantenían recogida la piel y lo desplegaron casi con una ceremonia entusiasmada. Incluso a la luz tenue Huang Fa pudo ver que no se trataba del pellejo de su magnífica yegua ruana, pues tenía el pelo blanco como el satén y tupido como la lana.

Cuatro críos extendieron sobre él el vasto pellejo con gran pompa, y Huang Fa aspiró el aroma espléndido de la piel bien curtida. El pelo que cubría la piel era un regalo del cielo, como una hoguera nutrida de leña que lo hizo entrar en calor.

Los niños dieron media vuelta para marcharse. Huang Fa de repente se sintió en peligro. Se le abrieron los ojos y contuvo la respiración para tratar de advertir el ruido de movimientos sigilosos.

La estancia permanecía oscura y el aire cargado de polvo flotaba pesado. Fuera, la tormenta había amainado. No se observaba movimiento en el pabellón. El único ruido que se oía eran los ronquidos de un mercader en el otro extremo de la tienda, sepultado bajo las pieles de borrego.

Las gotas de sudor poblaban la frente de Huang Fa y mantenían adherida la camisa a su pecho. Por un momento le inquietó la posibilidad de haberse contagiado de carbunco, pero entonces comprendió que había estado sumido en un sueño propiciado por la fiebre y que la fiebre había remitido.

Había pasado varios días acuciado por la preocupación y de repente ahora se sentía liberado. Se incorporó apoyado sobre un codo y escudriñó el espacio del pabellón. No había ni rastro de niños salvajes.

Palpó la manta que lo cubría. Se trataba de un pellejo magnífico que no recordaba haber visto antes; tupido, suntuoso, de un animal enorme.

Tal vez perteneciera a un yac blanco, se dijo, y entonces pensó que alguien se había dado cuenta del descenso en picado de la temperatura durante la noche y se la había echado por encima. La fiebre había transformado un acto de cortesía en una pesadilla.

Huang Fa se tapó la cabeza con el pellejo y deseó poder quedarse debajo de él eternamente, aspirando el aroma limpio de la piel, abandonarse en el abrazo de su calor imperecedero.

Huang Fa se despertó al amanecer con el olor del té. La luz del sol entraba a raudales en la tienda. Alguien había salido del pabellón y estaba limpiando el polvo de las paredes con una rama de arbusto.

—Buenas noticias —dijo el monje—. La tormenta se extinguió anoche y el aire polvoriento está dispersándose. El sol apareció rojo como un fénix esta mañana, pero todo está bien.

Los mercaderes de sedas ya se habían levantado e iban trajinando de aquí para allá enfundados en sus coloridos ropajes de seda, preparando para el viaje sus barriles de valiosos aceites y especias en el exterior de la tienda. El maestro Wong, por su parte, permanecía sentado, tomándose el té con el semblante demacrado y severo.

Huang Fa se incorporó y se estiró envolviéndose con el pellejo blanco. Luego se volvió hacia un pequeño tronco sobre el que yacía el caparazón de tortuga. Las líneas marrones sobre el dorso redondeado parecían las grietas en el barro seco del lecho de un río sin agua. Los cabos de ocho varitas de incienso sobresalían de la concha.

Huang Fa se sentía bien, lleno de luz y de esperanza.

—¿Ha mirado la respuesta en el oráculo del caparazón? —preguntó al mago sacudiendo la cabeza hacia la concha.

El maestro Wong se quedó mirando largamente a Huang Fa con una expresión estoica en el rostro. Al cabo hizo un breve gesto de asentimiento con la cabeza.

—No puedes escapar de tu destino —respondió sin alterarse—. Lo siento. No podemos escapar de las consecuencias de nuestros errores por mucho que nos arrepintamos de los actos que hemos cometido.

Una sensación extraña se apoderó entonces de Huang Fa. Se le entumeció la cara y notó un picor en la frente. Se llevó la mano a la cabeza y se palpó un costado… y notó el bulto duro e inconfundible que sobresalía de su cabeza y le tensaba la piel.

—¿Qué? —preguntó con el estómago revuelto por el miedo. Notó algo extraño en la mano y descubrió que había empezado a brotarle un pelaje suave y espléndido en ella, tan blanco como la piel bajo la que había dormido.

Huang Fa lanzó un grito ininteligible de pavor y se desprendió de una sacudida de la piel con la que se cubría.

—El espíritu del animal ha entrado en ti —aseveró el mago—. El conjuro de Battarsaikhan es más poderoso de lo que yo habría soñado jamás. Tu personalidad no será lo único que cambie.

Huang Fa dio un brinco en la cama, arrojó lejos el esplendoroso pellejo blanco y se lo quedó mirando fijamente.

—En la tierra de los kazajos, el animal que luce esa piel recibe el nombre de «gran ciervo», y su carne está considerada la más sabrosa de todos los venados. Su pelaje es inmaculado como la nieve que cae del cielo en las montañas que habita, y su amplia cornamenta es apreciada por todo el mundo. Aunque es tan poco común que hay quien cree que no es más que un animal mitológico. Aquí, cerca del macizo de Altai, sobreviven unos cuantos ejemplares, pero incluso en nuestros relatos son poco más que un mito: los Xie Chai. Aunque posee dos cuernos, algunos insisten en que es una clase de unicornio.

Huang Fa trató de salir de la cama y siguió el impulso insólito de ponerse a cuatro patas. Sintió un dolor atroz en los tobillos cuando se le torcieron los huesos. Había oído hablar de los Xie Chai, por supuesto. Se decía que el unicornio era capaz de percibir el bien y el mal por el olfato y que era atraído por la fragancia de los hombres honrados y castigaba a los malos. Los budistas decían que los unicornios solían llevar el libro de la ley en los cuernos.

—¡Socoooorro! —exclamó Huang Fa, pero la palabra se enredó en su boca y únicamente un gemido animal escapó de sus labios.

—Es tu destino, el destino que Battarsaikhan, el brujo pacífico, te ha otorgado —dijo el mago en un tono apesadumbrado—. Habrás de vagar por la tierra sobre tus cuatro pezuñas y estarás condenado a hurgar bajo la nieve en busca de líquenes y de hierba a los pies del macizo de Altai. Nunca conocerás el amor de una mujer, pues eres uno de los últimos supervivientes de tu especie.

»Serás acosado todos los días de tu vida, tanto por los bárbaros y los hombres de verdad como por los lobos y los leopardos de las nieves que habitan las montañas y los guepardos de las llanuras. No hay escapatoria para ti, ¡oh, hombre con el alma afable!, no tienes donde esconderte. Me temo que no sobrevivirás al invierno, pues muchos de los tuyos serán cazados por los niños salvajes, de cuyas bocas les habéis arrebatado el alimento, pues es voluntad del brujo que os encuentren.

»Finalmente alimentarás a los niños salvajes con tu carne.

La imagen de Yan apareció fugazmente delante de Huang Fa. La muchacha estaba junto a un biombo, pintando un fénix sobre un lienzo de seda negra, y levantó la mirada hacia la luz del sol que se precipitaba por una ventana.

Huang Fa embistió la puerta de la tienda para salir al aire polvoriento dando bandazos. Sus instintos animales le hacían ansiar la libertad, correr hacia el cielo abierto, y fue chacoloteando el último tramo con unos cascos que resbalaban sobre la seda; los cuernos cada vez más altos se enredaron en las puertas del pabellón y amenazaron con partirle el cuello hasta que consiguió liberarlos de un tirón. Fuera, el cielo estaba cargado de polvo y brillaba con una luz irreal, tan roja como si estuviera iluminado por las hogueras del dios Sol.

«Yan», pensó Huang Fa.

Resopló y giró levantando una nube de polvo con los pies. Miró intensamente la hierba alta que crecía cerca del campamento y vio unas figuras diminutas: los cuerpos despatarrados de niños muertos de hambre, escondidos en la hierba y con los dientes afilados como dagas.

Se dio la vuelta y se alejó saltando, con la cola erguida como una bandera de advertencia. Sus cascos estallaban cada vez que ascendía en el aire, regresaba al suelo y volvía a elevarse.

Yan se despertó una noche de las postrimerías del invierno. Acababan de entrar en el nuevo año lunar y esa noche se celebraba el festival de los faroles. Un enorme farol rojo colgaba de las vigas del porche de su casa, arrojando una luz tenue que se colaba por su ventana.

Había vuelto a soñar con Huang Fa, y la alegría por las fiestas se vio empañada por una sensación de pérdida. Él nunca había regresado a casa, y Yan temía que hubiera quedado atrapado en las cumbres nevadas o que hubiera muerto mientras atravesaba el desierto.

Esa noche, sin embargo, el corazón le decía que seguía vivo, e imaginó que Huang Fa se acercaba a su cama.

Inspiró hondo intentando captar la fragancia de Huang Fa. Trató de recordar la luz en sus ojos y su amplia y hermosa sonrisa, pero le falló la memoria.

Yan se liberó de la maraña de sábanas de la cama y de los brazos de su hermanita —de quien temía que se despertara y le suplicara el desayuno— y se acercó a la puerta. El farol rojo colgaba encima de su cabeza, con la llama ardiendo con alegría en mitad de la noche.

Dirigió la mirada hacia la entrada opuesta del puente de madera que había frente a su casa, hacia el bosquecillo de bambúes, cuyas hojas susurraban mecidas por un viento suave.

Había plantado allí un animal, enorme y blanco; tan grande que Yan pensó en un primer momento que se trataba de un caballo. Pero entonces pensó que incluso un semental parecería enano al lado de aquel ser formidable. Su amplia cornamenta era similar a la de un alce descomunal, si bien entre los troncos de los cuernos aparecía tendida una red, como con la función de atrapar la luz de la luna llena.

El animal enfiló de puntillas hacia ella y entró en el círculo de luz de las inmediaciones de la puerta, y entonces Yan lo identificó: era un unicornio Xie Chai.

El animal alzó el hocico como con la intención de captar el olor de la muchacha, y esta alargó la mano hacia él con la esperanza de que el unicornio pudiera disfrutar del aroma embriagador del agua de rosas que se había puesto. Los unicornios eran capaces de leer el corazón de una persona, de modo que aquél podría decirle si era una joven buena o mala.

Yan deseaba ser buena, pero sabía que su amor por Huang Fa era demasiado poderoso.

El unicornio se acercó un poco más y Yan se quedó admirada de su tamaño. Contempló sus ojos, que brillaban con la luz del farol y rebosaban un deseo inimaginable.

De repente advirtió su olor, el olor a almizcle de un joven que a menudo la rondaba en sueños. Reconoció el olor inmediatamente, reconoció las extremidades inmaculadas del joven y su aliento dulce.

—¿Huang Fa? —se preguntó en voz alta.

El animal se sobresaltó y los músculos de sus hombros se fruncieron como si fuera a salir disparado.

Yan lo reconoció. Supo qué había ocurrido. Huang Fa se había transformado en aquella bestia mágica y, en sus ansias de reunirse con ella, por fin había logrado llegar a su lado.

Pero ¿cómo había ocurrido algo así?

En el interior de la casa, su hermana se despertó en mitad de la noche.

—¿Yan? —gritó la pequeña—. ¡Yan, tengo hambre!

En ese momento el unicornio se asustó. En su mente no había lugar para pensamientos más elaborados, únicamente para ese miedo animal que ahora se apoderaba de él.

El animal dio media vuelta y cruzó el arroyo al trote.

—¡Huang Fa! —gritó Yan, corriendo hacia el borde del porche.

El unicornio se deslizó brincando por la niebla baja que cubría el suelo, como si fuera saltando sobre las nubes, hasta que se adentró en el huerto de ciruelos y desapareció bajo una luna plateada.