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«Las barricas de vinagre jamás se vacían.»

Las celebraciones en el palacio Sabbiamena por el cumpleaños de Stefano Trasi acaban mal. Un memorable viaje en tren

Baldassarre había entrado a hurtadillas y le susurraba al marqués algo al oído ante la mirada de desaprobación del señor Agostino Porrazzo, el mayordomo. Costanza, presidiendo el otro extremo de la mesa, controlaba a criados e invitados como ella sabía hacerlo: con pocas palabras daba comienzo o ponía fin a las conversaciones y seguía las evoluciones del servicio con el rabillo del ojo: le bastaba una mirada para transmitir una orden. Se percató de la presencia del intruso y se ofuscó, pero al poco recuperó sus maneras de anfitriona.

- ¿Le apetece un poco más de pastel de pichón? -murmuró al conde Acere; la bandeja de plata estaba inmediatamente a la izquierda del comensal, y la mano enguantada del criado lista para servir. Después dejó caer la mirada sobre el resto de los invitados: eran muchos, parientes y amigos íntimos de Stefano Trasi, su primo preferido, cuyo cumpleaños celebraban. Reinaba un ambiente alegre. Costanza oyó a lo lejos las risas de la tía Maria Anna, a la derecha de Pietro, y la miró tratando de oír lo que decía. Se le echaron encima los ojos de Pietro, sombríos. Molesta, miró hacia otro lado.

- ¿Estuvo usted en la Fenice? -le preguntó la mujer de su primo Stefano.

- No, en esos días no había ópera en Venecia -contestó ella con amabilidad, pero su prima ya se estaba riendo con su vecino de mesa.

Pietro volvió a mirarla fijamente y Costanza se irritó. Esta vez, ella le miró directamente a los ojos, ¡que la dejara en paz! Pietro, sin inmutarse, siguió mirándola fijamente, ceñudo.

- ¡Pietro, tienes que volver a Venecia y llevar a tu mujer a la ópera! -La baronesa Lannificchiati los estaba observando y entraba en acción a su manera.

- Sí, tía… -murmuró Pietro con una sonrisa forzada y hundió la mirada en su plato, atareándose con el cuchillo y el tenedor.

Los hombres discutían acerca de la gravísima situación política y social: el marqués Notarbartolo, que había sido presidente del Banco de Sicilia, había sido asesinado en un túnel mientras viajaba en el tren de Palermo -se desconocía al autor del crimen, pero el nombre de la mano instigadora estaba en boca de todos-, y entre tanto el gobierno, en un alarde de fuerza, se había visto involucrado en una serie de choques violentos contra los fascios: había habido muertos. Hablaban con la ligereza propia de un encuentro festivo: las mujeres aguzaban el oído e intervenían incluso -era una forma de saber lo que ocurría-, pero preferían los chismorreos.

Las conversaciones se entablaban animadamente. Era todo un charloteo, hablaban todos y al mismo tiempo, sin aguardar la respuesta de los interpelados. El barón Francesco Orata y el conde Gioacchino Acere criticaban el partido de Iero Bentivoglio: eran parientes y, por lo tanto, les estaba permitido.

- Pero ese que nos gobierna, Iero, ¿qué clase de siciliano es? ¡Hace treinta años que está en el Parlamento, un auténtico oportunista! Se declaraba revolucionario y ahora nos envía el ejército: ¡y no es la primera vez! Nos tratan como si fuéramos una colonia, ¡valiente unidad nacional es ésta! Así es la política: sucia, mugrienta, mi querida marquesa -comentaba Acere.

- Hablábamos en la celebración de su bautizo, marquesa, de ese Crispi. ¡Buenos tiempos, aquéllos! ¡Y qué recepción organizó su abuelo! ¡Grandes señores y hombres íntegros eran los hermanos Safamita, de los que ya no quedan hoy en día! -exclamó el barón Orata, y Costanza esbozó una sonrisa.

- ¡Ah, mi difunto hermano! ¡Costanza, tu padre sentía auténtica pasión por Stefano! -Estaba muy contenta aquel día Maria Anna Trasi, y con una sonrisa complacida se dirigió al festejado-: ¡Cuando eras pequeñín, en Malivinnitti te llevaba sobre la grupa de su caballo! Qué hermosas, aquellas vacaciones en Malivinnitti…

Las voces de los comensales se atenuaron: todos la escuchaban sonrientes, la condesa Trasi era una madre y una abuela muy amada.

Pietro no dejaba de mirar fijamente a Costanza, inexorable, tétrico. Ella le clavó una mirada de disgusto; si seguía así, estropearía la fiesta. No volvió a mirarlo, pero él no cejaba. La molestia se transformó en angustia, en pánico después. Cada mirada de Pietro -ella se las sentía encima todas- era portadora de terribles presagios. Costanza murmuraba débiles «es verdad», «naturalmente» a quien le dirigía la palabra: movía la cabeza hacia uno u otro invitado, pero nada entendía. Le llegaban retazos de frases, palabras de uno mezcladas con las de otro, y le retumbaban en la cabeza: un acompañamiento sonoro a los golpes infligidos por cada mirada de Pietro.

- Se aproximan malos tiempos, en los pueblos han vuelto a aparecer incluso los flagelantes.

- ¡Eso fue lo que ocurrió antes de la Revolución francesa!

- ¡La modista le estropeó el encaje de Bruselas con esas puntadas!

- Se vanagloria de conquistar África y no es capaz de domar a esos zarrapastrosos.

- En Catania hay un alcalde socialista.

- La comisión heráldica es lo único bueno que ha hecho Crispi.

- Son gente sin historia, ¿y hay que llamarles nobles?

- Se ha negado a vivir en el palacio de sus suegros, ¡cosas de otro mundo!

- Pero el título de cortesía es distinto, tiene sangre noble.

- Crean trabajo y trabajo, pero ¿para quién? Para sus amigos y sus rufianes.

- Los votos de los mafiosos cuentan, ¡vaya si cuentan!

- Han llegado unos zapatos de cachemira preciosos al Emporio Moderno, hacen descuentos.

- El gobierno grava menos los cítricos.

- ¡Pero nuestros feudos están gravados hasta sacarnos la sangre!

- ¡La ampliación del sufragio electoral será la ruina del ayuntamiento!

- ¡Conque un Palermo feliz!

- ¡Un alcalde que no es noble después de trece años de auténticos señores!

- ¡Lo que los jornaleros necesitan son brazos para trabajar, no papel y lápiz!

- Para eso están los fascios.

- ¡Cuatro millones de dote para llamarse princesa!

- Diez liras cada voto, ése es el precio.

- Hace falta ser noble por los cuatro costados para ser admitido en el círculo.

- Yo en tren ya no vuelvo a ir, después de lo que le ha ocurrido al pobre Notarbartolo.

- ¿Pero de dónde ha salido eso de que todo el mundo tiene que saber leer?

Los criados estaban retirando las bandejas redondas con los restos destripados del triunfo de la gula. Costanza se levantó de la mesa, seguida por los demás.

- Costanza, espera, he de hablarte. Tengo que darte una mala noticia -le dijo Pietro cuando el último invitado se hubo marchado-: Esta noche ha muerto el hijo de Stefano, Guglielmo. En Sarentini.

- ¿De qué?

- Mientras estábamos en la mesa, ha venido un criado desde el palacio Safamita: parece ser que ha sufrido un accidente muy parecido al de Stefano. Ha muerto en el acto.

- ¿Sabes cuándo serán las exequias?

- No. ¿Qué más puedo hacer?

- Nada, gracias -contestó ella, y salió lentamente del salón.

Pietro oyó ruido de pasos apresurados y las voces de los criados, después el piafar de los caballos: Costanza se marchaba a Sarentini. A toda prisa ordenó que le prepararan la maleta, pero en determinado momento él mismo empezó a meter dentro todo lo necesario, revolviendo la ropa colocada con cuidado por Baldassarre. Debía estar con ella.

El tren estaba a punto de arrancar. Pietro corría descompuesto. Baldassarre, el señor Agostino y el cochero lo seguían resollando. El empleado de los ferrocarriles ya estaba cerrando la puerta del vagón de primera clase.

- ¡Déjeme entrar!

- ¿Lleva billete?

- ¡Soy el marqués de Sabbiamena! -gritó Pietro, y le empujó a un lado.

- ¡Esperen, esperen, que vamos con el marqués! -vociferaban los otros dos.

Baldassarre, jadeante, corría con sus pies planos.

No se había percatado de que aquella figura solitaria vestida de negro, acurrucada contra la ventanilla, era precisamente ella: Costanza parecía empequeñecida.

- Te he buscado por todas partes -le dijo Pietro, sentándose enfrente de ella.

- Ah, gracias -le contestó, y siguió mirando hacia fuera.

En la parada siguiente, una pareja y un niño tomaron asiento en el compartimento.

- ¡Mamá, tengo hambre!… -se quejaba el niño, y su madre sacó pan y tortilla de su bolso de cuero-. ¿Quién es ése?… -preguntaba señalando al revisor-. ¿Cuándo llegaremos?… -se impacientaba-. Mamá, se ha ido el sol, ¡dame la mano!… -decía en el túnel-. ¡Mamá, esa mujer tiene el pelo rojo como el diablo, me da miedo! -dijo poco después, al salir del compartimento, e hizo una señal de conjuro.

Entonces Costanza se volvió hacia el niño y le dirigió una mirada cansina, como disculpándose.

Había oscurecido. Estaban solos. Costanza, adormecida, se iba deslizando hacia un costado con las sacudidas del vagón. Pietro se sentó a su lado: ella se apoyó en él, con la cabeza en el hueco entre el hombro y la barbilla, como solía hacer en otros tiempos, y siguió durmiendo. Pietro inhaló el olor penetrante de sus cabellos sudados, y sin darse cuenta se halló acariciándole la mejilla. Siguiendo el ritmo del tren, ella movía los labios, aceleraba y demoraba la respiración, pero sin llegar a despertarse. Pietro estaba seguro de que también Costanza lo sentía cerca, de que percibía su cuerpo, y albergaba esperanzas. Su «verdadero» matrimonio había sido sencillo, normal, como debe ser. Feliz. La quería de nuevo como mujer. Ella abrió los ojos y volvió a cerrarlos; la cabeza abandonada sobre el hombro de Pietro se hizo más pesada. De repente, Costanza se incorporó y recuperó su postura erguida. El viaje continuó en un silencio cargante y tenso.

En la carroza y en el castillo, Costanza le evitó con cuidado; le dirigió la palabra sólo cuando no le quedaba más remedio y no hizo alusión alguna a su sobrino. Al día siguiente acudieron al funeral juntos; ni siquiera después del incidente en la iglesia ella volvió a hablar.

Y siguió sin dirigirle la palabra en el castillo, en la carroza ni en el tren que los llevaba de vuelta a Palermo. Arrellanados en los asientos de su vagón personal, uno frente a otro, evitaban mirarse, cada uno aplastado por su propia angustia.

El tren cruzaba las montañas del interior. Entraba y salía de los túneles. La oscuridad alternaba con la luz. Deslumbrante.

- Ayer, tú ya sabías cómo había muerto, ¿verdad? -preguntó Costanza. Se había vuelto hacia él y le miraba a los ojos.

- Sí.

- Pero no me lo dijiste cuando te lo pregunté.

- No quería darte otro disgusto.

- Dijiste que había sido un accidente como el de Stefano. -Pietro bajó la cabeza-. ¿Sabías que no era cierto? -Él guardaba silencio-. Una mentira más -suspiró Costanza, y siguió mirando los campos por la ventanilla. El tren se acercaba a Palermo. Anochecía. Levantó la mirada hacia el Monte Pellegrino. Ya no estaba ahí. Había desaparecido, envuelto por la bruma.