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«Todos la misma agua somos, aunque de ríos distintos.»

El canto de un prófugo. La insubordinación de la nodriza y de Costanza Safamita ante el opresivo luto impuesto por el barón a causa del fallecimiento de su mujer

Amalia y Pinuzza comían pan con queso. Era una noche tibia y se oía el sonido de un birimbao; después una voz entonó una canción de amor de carreteros. La cantinela ascendía, modulada, sutil. Amalia escuchaba arrebatada, esbozando una sonrisa. Hermosa era aquella música, la primera que se oía en la Montagnazza.

- ¿Por qué canta ése? -preguntó Pinuzza.

- Está solo, y piensa en su novia. Joven es. Trabajaba en su pueblo cuando le llegó la leva y ahora vive escondido.

- Y ella, ¿dónde está?

- En el pueblo, quizás.

- Si ella no le oye, ¿para qué canta?

- Canta por cantar, y ya está. Costanza lo hacía tras la muerte de su madre. Me mandaba a vigilar que nadie la escuchara y después cantaba y cantaba.

- ¿Por qué cantaba a escondidas?

- Su padre no se lo permitía.

- ¿Por qué?

- Preguntas demasiado, Pinuzza. Estaban de luto por su madre y el barón no quería música en casa. Calladitos todos, y a disfrutar de esta cantata.

El joven entonaba canciones melancólicas. Resignadas. A ratos, el canto tomaba otra dirección y se volvía intenso, repleto de ansias de amor, de compañía.

El cielo estaba totalmente rojo sobre el esmalte azul del agua. Amalia pensaba que el canto solitario del prófugo era igual que el de Costanza tras la muerte de su madre. El barón no acababa de asimilar la muerte de su mujer. Sentía sobre sus espaldas la responsabilidad: Caterina no podía vivir sin Stefano. El amor de madre era el más fuerte, bastante más que el de esposa; sólo él podía pensar que era al contrario, y se equivocó.

Predispuso un luto tan riguroso que incluso a doña Assunta le pareció excesivo. Pero era el amo, y había que obedecer. La casa había sido arreglada como es debido: velos negros sobre las lámparas, sobre los espejos, sobre los cuadros; ventanas entrecerradas; portales entreabiertos. Tuvieron que enrollar las alfombras de colores, cubrir los muebles dorados, los candelabros y las lámparas; hasta los pianos estaban tapados.

Pero aún no era suficiente para el barón. Las persianas permanecieron cerradas durante los tres meses de luto riguroso, las criadas las abrían solamente para una ligera limpieza en los balcones. El personal debía hablar en voz baja, las mujeres pasaban los trapos sin poder murmurar ni tan siquiera un avemaría. Y así debía ser en todas partes, incluso en las cuadras.

Quiso también comer de luto el barón, algo nunca visto: platos insípidos y en silencio. El nuevo Monsù casi quería volverse a Palermo. El barón se limitaba a picotear de los platos. Reprimía con rabia las pocas palabras que se le escapaban a Giacomo en la mesa; en cuanto a Costanza, casi no probaba alimento y adelgazaba a ojos vistas.

Ni siquiera después del mes de las visitas de pésame, cuando los cristianos retoman su vida normal, quiso el barón cambiar. Todo aquello que no fuera silencio e inmovilidad le molestaba. Parecía como si hubiera decidido morir. Permanecía atrincherado en el salón, en penumbra, solo o con Costanza, mudo. No salía del palacio y obligó a sus hijos a imitarlo. En casa debían susurrar, moverse como si tuvieran las piernas atadas. Costanza, completamente vestida de negro, era la sombra de sí misma. Giacomo estaba inquieto, quería salir, montar a caballo, pero su padre no se lo permitía. Así pasaron los tres primeros meses: un auténtico infierno.

Amalia volvía a ver ante ella a Costanza, engalanada con las joyas del luto, delgada como una sardina. Al igual que su padre, ella también había perdido las ganas de vivir. Era de noche y Amalia le ayudaba a desvestirse. En un rincón del dormitorio estaba el arpa, tapada con un velo negro. Costanza pasó los dedos por las cuerdas, de forma maquinal. Y fue como cuando gotea el agua de rosas sobre el almendrado y lo aromatiza todo y llena la cocina.

- Vuecencia, no, no debe… -se le escapó.

Costanza la miró y dijo:

- Rápido, baja a ver si mi padre está durmiendo.

Amalia bajó: Gaspare estaba dormido en el sillón de la antecámara y se oían los ronquidos del barón. Costanza pellizcaba las cuerdas y éstas respondían dulces como la miel, con el eco de acordes limpios, líquidos. Se le había distendido la cara, parecía renacer. Descansó las manos en el regazo, murmurando una canción melodiosa como una nana. Desde entonces Costanza volvió a tocar, a escondidas, por la noche, desobedeciendo a su padre.

Tampoco Giacomo respetó las órdenes. Se escapaba a las cuadras y, tragándose la soberbia de los Safamita, jugaba con los mozos, lo que acababa en obscenidades, según decía el señor Paolo. Tiempo después puso sus ojos en una criadita y así se consoló.

La cantata había terminado. Amalia y Pinuzza volvieron a entrar en la cueva.

- Pero entonces, ¿tú ayudaste a Costanza a no respetar a su padre?

Amalia arreglaba el jergón.

- ¿Qué dices?

- Digo cuando ella cantaba a escondidas.

- Pinuzza, a veces hay que hacer cosas así, y sin sentirse culpable.

- ¿Y cuándo hay que hacer eso?

- Cuando el demasiado se pasa de la raya, y eso ocurre muy de vez en cuando en la vida. Ahora, preparémonos para acostarnos.