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«Antes de hacer las cosas piénsatelas, que las cosas pensadas mejor resultarán.»
La revuelta del Siete y Medio y las vicisitudes de Stefano Safamita
Los Safamita llegaron a Palermo el 9 de septiembre de 1866. Muchos de sus parientes y amigos se habían demorado en sus casas de campo o lugares de vacaciones. En la ciudad se respiraban aires de revuelta: el descontento del pueblo y la inquietud de los partidos políticos inducían a pensar que no tardaría en estallar una insurrección, a pesar de que no estuviera claro cuál de las distintas facciones encendería la mecha. Entre tanto, a primeros de agosto, había saltado el polvorín cercano al Monte Pellegrino.
El señor Antonino Cicero, el mayordomo de Palermo, había sido avisado con escasa antelación. A toda prisa había organizado una limpieza a fondo: sillones y sofás fueron despojados de sus fundas a rayas, las cortinas fueron lavadas y aprestadas, a los muebles se les aplicó una capa de cera, las alfombras fueron cepilladas. Esa noche, después de que los amos, cansados del viaje, se hubieran retirado a dormir y también las mujeres se hubieran ido a la cama tras haber acabado de recoger, el señor Antonino Cicero, Gaspare Quagliata y el señor Paolo Mercurio se reunieron en la cocina para degustar un vasito de vino dulce y para charlar, como solían hacer el día en que llegaban de Sarentini. Se informaban mutuamente acerca de los acontecimientos familiares y de las novedades de Sarentini y de Palermo.
El señor Paolo Mercurio se quejaba del viaje:
- Cañadas levantadas, llenas de cascotes, hemos tenido que recorrer. Este gobierno sólo sirve para copiar las cosas malas de los reyes Borbones: tantas promesas de carreteras, de distribución de tierras, mejoras, para después, si te he visto, no me acuerdo.
- Te equivocas, Paolo -lo corrigió Gaspare-, no es así. Es peor. ¿No te has dado cuenta del montón de malas caras que se veían durante el viaje? De no ser por nuestros guardas, vivos a Palermo no llegamos. Los veía apostados sobre las colinas. Unos cobardes, eso es lo que son: apenas aparecen nuestros guardas, se largan. Antes no era así. Los bandoleros están por todas partes, y el ejército también. Soldados del reino se llaman, pero si se tropiezan con los bandoleros, matan sólo a los desgraciados que no quieren hacer el servicio militar, a ésos sí que los fusilan, hasta queman vivos a cristianos inocentes, en sus casuchas. Pero a los ladrones, a ésos los dejan en paz.
- Unos desgraciados, sí, que no tienen monedas para comprarse la exención de la leva, como los ricos. No son mala gente: el gobierno los obliga a desertar y después roban para vivir. A peor irá todo: nos dicen que hacen falta hombres para la guerra, pero ¿quién se encarga de buscarse el pan, de casar a las hermanas, de juntar la dote, el ajuar? O acaban llenos de deudas, o roban, o no cumplen con su deber de padres y hermanos -dijo el señor Antonino, que de esas cosas entendía: era hombre de honor y por lo tanto le estaba permitido prestar a usura, actividad a la que se dedicaba casi a tiempo completo y con éxito durante los largos periodos en que los amos estaban en Sarentini.
- ¡Leches, peor que los Baños de Túnez es esta leva! ¡De ahí, al menos después de dos años quedaba la esperanza de que la Limosna de Palermo nos rescatara! -exclamó Gaspare.
- Es mucho peor, ¿no os habéis enterado? -siguió el señor Antonio-. Pronto no nos acordaremos ni del nombre de las limosnas, ni de las antiguas ni de las de hoy: ¿no os han dicho en Sarentini que el gobierno está cerrando monasterios, seminarios incluso, y malvende todo lo que era de la Iglesia? Falta el pan, trabajo no se encuentra, arramblan con los rapaces para mandarlos como soldados: ahora hasta se nos quitan las monedas y nos dan pedazos de papel. Para colmo, ha vuelto el cólera. En fin, que peores amos no podríamos tener -concluyó.
A Gaspare no le gustaba el tono resabiado del mayordomo:
- Claro que me he enterado, el baroncito habla de comprar en las ventas por subasta, por eso está en Palermo.
- Ya lo sé. -El señor Antonino Cicero no le dejaba pasar ni una aquella noche-. Y sé también que no hay prisa. No había necesidad de venirse aquí en este momento tan malo.
Gaspare y el señor Paolo no añadieron nada más, y siguieron tomándose su marsala a sorbos lentos. El señor Antonino cambió de táctica:
- Qué cansado estoy, cómo me duelen las piernas… Como mulos hemos trabajado para que los amos encontraran el palacio como es debido. Ya me diréis por qué el baroncito ha querido venir a Palermo de repente, con todo lo que está ocurriendo aquí… Algo pasa…, ¿con la baronesa, quizás?
- Nada vi, nada escuché -contestó Gaspare.
El señor Paolo guardaba silencio; sus ojos saltaban del uno al otro.
- ¿No será que estamos de nuevo con el follón del 58? -El mayordomo había ido al quid de la cuestión, el verano de la discordia entre marido y mujer a propósito del internado de Stefano, y no sólo por eso.
Gaspare frunció las comisuras de los labios, como si dudara.
El señor Antonino Cicero no cejaba:
- Desde luego, la baronesa parecía hoy contrariada.
Gaspare y el señor Paolo cogieron de nuevo sus vasos. Antonino se dio cuenta de que aquellos dos no soltarían prenda, al menos esa noche, y apuró de un trago el marsala.
El señor Paolo aprovechó la ocasión para preguntar:
- Entonces, dígame, señor Nino, ¿qué hacemos con este horrible gobierno?
El señor Antonino tenía la respuesta lista:
- Mal, pero que muy mal estamos, peor no podríamos estar. La revuelta se acerca.
- ¡Lo que nos faltaba! -exclamó el cochero-. ¡Y con los chiquillos en casa! ¿El baroncito lo sabía?
- Tenía que haber dejado a la familia en Sarentini -dijo lacónicamente el otro-. A menos que no haya otro motivo especialísimo para venir aquí a toda prisa. Pero visto que no me lo queréis contar, ¿sabéis lo que os digo? Vámonos a dormir, que es tarde y estamos todos agotados.
La revuelta popular estalló en Palermo exactamente una semana después de la llegada de los Safamita y atormentó a la ciudad durante siete días y medio, desde la noche del sábado 15 de septiembre hasta la tarde del sábado siguiente. Jamás quedó claro qué partido la había instigado y, no sabiendo cómo llamarla, pasó a la historia como «la revuelta del Siete y Medio».
El palacio Safamita y sus habitantes no sufrieron daños, pero Caterina Safamita, en quien había permanecido vivido el recuerdo de la Revolución de 1848, quedó traumatizada. Vivió momentos de ansiedad indecible. La situación llegó a cobrar visos de tragedia cuando se supo que Stefano, llevado por la curiosidad, había huido del internado y había sido dado por desaparecido. Los Safamita soltaron por las calles de Palermo a guardas y personal de servicio con la orden de entrar en los edificios saqueados, penetrar en los bajos fondos y deambular por figones, tascas y hasta burdeles, en busca del muchacho.
Lo encontraron precisamente en una taberna de los barrios bajos, sano y salvo pero borracho. Se había refugiado en ella, atemorizado, y había permanecido como huésped -o secuestrado por el vinatero, no estaba claro- tras agotar allí todo su dinero. Había dado en prenda su reloj de oro para pagar el alojamiento y el vino para él y para los demás: en efecto, Stefano había invitado a beber a la chusma que frecuentaba el figón, según decía, para aquietarlos y salvar el pellejo. Su madre lo acogió con los brazos abiertos, agradecida por volver a verlo ileso. Le perdonó las penas que le había causado y apenas le hizo reproches. Su padre se encerró con él en el despacho y se dijeron demasiadas palabras, demasiadas verdades. Stefano luchó y se encontró frente a un rival que le castigó injustamente y lo humilló como hijo y como hombre. Domenico Safamita salió con todo su orgullo intacto y con un sentimiento de vergüenza que lo atormentaría hasta su muerte.
Palermo fue reducida por la Marina Real, tras un feroz cañoneo desde el mar que duró cuatro días. Se proclamó el estado de sitio y el ministro de Finanzas ordenó el inmediato embargo de conventos y monasterios femeninos de Palermo y de su provincia. Una vez más, el gobierno mandó el ejército a Sicilia y lo mantuvo allí, lo que acabaría provocando descontento y convirtiéndose en el caldo de cultivo para la proliferación de la mafia y de otras sociedades secretas.
Una extraña calma cayó sobre la ciudad. Los palermitanos, por lo general llenos de vitalidad y de recursos, quedaron aturdidos y se mostraban reacios a retomar el curso natural de las cosas. El baroncito decidió devolver a su mujer y a Giacomo a Sarentini, y enviar a Costanza a Bagheria, como huésped de su hermana menor, su preferida, Maria Anna Pertusi, condesa de Trasi: allí asistiría a la boda de su sobrina Maria Antonia con Iero Bentivoglio; después volvería a Sarentini a finales de octubre, con los Trasi, para la reunión anual de los Safamita. Stefano, humillado y dolido, permanecería en Palermo para completar su último año de estudios.
Costanza estaba aturdida por todo lo que sucedía a su alrededor y angustiada por la idea de su regreso a Sarentini. Aceptó con alivio la decisión de sus padres de mandarla con sus tíos acompañada solamente por su nodriza. Había sido iniciada, precozmente y al mismo tiempo, en el abuso y en un sacramento del que no conseguía obtener consuelo. La víspera de la comunión había tenido una pesadilla: en contacto con su boca, la hostia empezaba a sangrar. La sangre de Cristo le llenaba la boca, le forzaba los labios, se le derramaba por la barbilla, le chorreaba por el cuello, se le deslizaba por el vestido para acabar a sus pies, formando un charco rojizo. Desde entonces, Costanza se acercaba siempre a la comunión con una vaga sensación de canibalismo. El estallido de los motines y la desaparición de Stefano se le antojaron un castigo divino.
Nada de esto quiso confiárselo a la nodriza. Amalia sospechaba algo: Costanza lo notaba por su mirada ansiosa, por sus silencios atentos, por sus preguntas calibradas. Y ella le contestaba reticente y púdica. Con el tiempo Costanza quizás hubiera vencido su reserva, pero tras una conversación con el señor Paolo Mercurio, se negó esa posibilidad.
Un día, antes de la revuelta, los niños y las nodrizas estaban a punto de marcharse a casa de los Trasi en Bagheria. Giacomo se había escapado por el jardín, perseguido por Amalia y Maria Caponetto, y Costanza se había quedado en la carroza con el señor Paolo: no era la primera vez, y no sentía la menor turbación por ello. Le quería y percibía entre él y la nodriza una amistad especial y afectuosa. Aquel día, el señor Paolo estaba extrañamente silencioso: su mirada iba alternativamente de ella al tiro, y parecía incómodo.
- Costanza -dijo de repente-, debes escucharme: persona de tu padre soy, y de todos vosotros. Si hay alguien que te hace alguna ofensa, dímelo, que lo mato: nadie debe tocarte ni un pelo. Palabra del señor Paolo. ¿Me entiendes?, media palabra a Paolo Mercurio y le ajusto las cuentas a quien no se comporte contigo como es debido. -En ese momento aparecieron las nodrizas, arrastrando a Giacomo, que voceaba.
Costanza se percató de que el señor Paolo lo sabía. Lo consideró una traición por parte de la nodriza. Juró que no volvería a hablar con ella, ni con nadie.