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«Penas con pan son menos.»

Pepi Tignuso se ayuda a sí mismo y a los Safamita, pero no a los jornaleros

A mediados de junio de 1873, la familia se encontraba en Malivinnitti para la siega, como todos los años. Costanza estaba ansiosa: el nacimiento del hijo de Stefano era inminente.

La añada había sido buena. Pepi Tignuso pidió hablar con el barón. Éste lo recibió con Costanza, a quien quería animar para que se encargara de sus campos.

- Necesito hablar con vuecencia a solas -dijo Pepi-. Sin ofender a la baronesita Costanza, esto es cosas de hombres.

- Si se trata de Malivinnitti y de mi hijo Stefano, debe oírlo ella también -replicó el barón.

- Sí, vuecencia -contestó el otro estupefacto, y continuó-: Vuecencia se acordará de que, en mayo de 1860, una noche hablé con vuecencia y con el barón Guglielmo, que en paz descanse, en el castillo. Ahora es mucho peor.

- Cuénteme.

Pepi Tignuso sudaba copiosamente.

- Los Tignuso han trabajado pero que mucho en vuestras tierras, y no sólo en Malivinnitti, para la casa Safamita. Los otros mayorales y la gente del pueblo nos respetan. Con dificultad, pero sacamos adelante las cosas como en otros tiempos, aunque los jornaleros andan revolucionados y, de entonces acá, bribones hay bastantes más, tantos como moscas. Más moscas aplastas y más que aparecen, y de esas que pican. Nosotros, a esas moscas, no les hacemos ni caso. Pero los demás sí. Si por el momento dejamos volar a esos moscardones del carajo, es porque sabemos que con los primeros fríos caerán por los suelos, muertos. Cosas más importantes tenemos en la cabeza (todos los problemas que nos ha traído ese maldito impuesto sobre la molienda, los jornaleros, los bandoleros), que ya pueden revolotear las moscas, que es como si no hubiera ninguna a nuestro alrededor, palabra de Pepi Tignuso. Pero cuando los demás prestan atención a los moscardones, empiezan a perdernos el respeto a nosotros. Entonces hay que cerrarles el pico.

»Emanuele Carcarazzo es uno de esos bribones, y de los que más habla, uno de esos a los que ya le habríamos cerrado el pico, si no fuera por esa historia de su hija y del baroncito Stefano. Son compañías pero que muy malas. Esa rapaza no es para el baroncito Stefano, palabra de Pepi Tignuso. Mañana tengo que ir al pueblo, durante unos días, vuecencia sabe por qué. Si oigo algo por ahí, ya le contaré.

Cuando Pepi Tignuso se hubo ido, Domenico Safamita le dijo a su hija:

- Tengo entendido que la conoces. Ahora haz lo que creas mejor, no quiero saber nada.

Costanza no tuvo tiempo de reflexionar sobre aquella conversación, porque unos hechos muy graves tuvieron lugar en Malivinnitti.

Al día siguiente, los segadores se negaron a salir a los campos. Pedían un aumento del jornal apalabrado y otras cosas. Ocuparon la era, interrumpieron así la siega, y permanecieron allí todo el día, bajo el sol. Enviaron una delegación a hablar con el empleado de la administración de los Safamita. El barón estaba muy preocupado. Conflictos de esa clase, e incluso peores, se habían producido en los feudos de los demás, pero hasta entonces los Safamita se habían librado de ellos gracias al despiadado y eficiente control de los Tignuso. El barón dio órdenes a la familia de no salir de la casa y de no dejar solo a Giacomo, posible víctima de un secuestro, y puso en alerta a los guardas. Quiso que se diera de beber y de comer a los segadores cuanto había sido pactado, ni más ni menos. Éstos permanecieron en la era y pernoctaron allí: nadie regresó al pueblo.

A la mañana siguiente solicitaron de nuevo hablar con el barón. Él no envió respuesta, esperaba el regreso de Pepi Tignuso, que ya había sido avisado. Era un día de bochorno, sin una bocanada de viento. El cielo, fosco, gravitaba sobre los campos repletos de presagios funestos. Una calma opresiva envolvía la masada. La vida de la alquería discurría lúgubre; hasta los animales y los rapaces parecían evitar los ruidos. Los amos pasaron el segundo día encerrados en casa.

A primera hora de la mañana, el barón hizo su entrada en la era, por la portalada. Frente a ésta, en las faldas del monte, estaban los segadores: vestidos con harapos, los rostros embadurnados de suciedad y sudor, inmóviles, desesperados. Un grupo compacto. Eran diez cuadrillas de doce hombres cada una y ocupaban la mitad de la parte alta de la era. Domenico Safamita se sentía como la diana de centenares de cerbatanas negras; ojos oscuros, estrechos -como los del barón-, clavados en los suyos y colmados de hastío, de hambre.

Los portavoces de los segadores se adelantaron y presentaron sus reivindicaciones. El barón escuchaba pensativo, impasible. Dejaba hablar a quienes habían acordado el jornal. Las negociaciones se desarrollaban con lentitud, en voz alta. Los personajes principales gesticulaban enfáticamente, como actores. Pepi Tignuso tenía un papel protagonista, ora conciliador, ora autoritario. A menudo permanecía silencioso: observaba a los segadores. Pasaban las horas. La cuadrilla de segadores se disgregaba, algunos se acercaban, amenazadores a veces, exasperados otras. Cada uno decía lo que pensaba. No se llegaba a acuerdo alguno. El sol caía a plomo, el aire era denso. Relucían las piedras blancas de la era: guijarros grandes como huevos de oca, sacados de los lechos de los ríos e hincados en la tierra batida. El barón permanecía de pie, en la parte baja de la era, junto a una decena de los suyos, sediento, silencioso. Gritos exaltados, gestos impacientes, caras consternadas, miradas torvas, cansadas. La atmósfera estaba al rojo vivo. Eran más de cien contra él. Había perdido de vista a Pepi Tignuso: el barón Safamita tuvo miedo. Empezó a mirar a su alrededor y disimulaba su ansiedad golpeando distraídamente el suelo con la caña.

Finalmente lo localizó: estaba apartado en un rincón -dándoles la espalda a todos- y pensó que quería orinar. Pepi deambulaba alrededor de las herramientas apoyadas contra el muro; de vez en cuando se agachaba fatigosamente, apoyándose en el bastón, como si recogiera algo del suelo. Era tarda de movimientos, tenía las piernas cortas, delgadas y torcidas -deformadas por toda una vida a caballo-, y una barriga prominente. Recogía piedras y se las metía en los bolsillos posteriores: parecía totalmente absorto. Las negociaciones continuaban, exasperadas: tras discusiones inútiles, se acababa volviendo siempre al mismo sitio. Era casi mediodía, los hombres estaban atrapados en la era bajo el sol, como si un hechizo la hubiera transformado en una cárcel de puertas abiertas de par en par, pero sin camino de salida para nadie.

- ¡So desgraciados, a trabajar! -tronó Pepi Tignuso-. ¡A trabajar!, ¡a trabajar todo el mundo! -Había arrojado al suelo el bastón y cruzaba transversalmente la explanada mientras lanzaba piedras contra los segadores con ambas manos. Avanzaba lento, inexorable-. ¡A trabajar!, ¡a trabajar! -Se hizo el silencio. Las piedras no golpeaban a los hombres, demasiado distantes, sino que caían al suelo y rodaban por el terreno. Despreocupado, en equilibrio precario sobre sus piernas inseguras, Pepi trepaba por la era, decidido. Avanzaba, adelante, adelante, los brazos incansables. Los bolsillos se le habían quedado vacíos-. ¡A trabajar!, ¡a trabajar! -Pepi se doblaba hasta el suelo, con el cuello estirado hacia delante, la mirada clavada en ellos, recogía a tientas, y hasta las arrancaba, piedras hincadas en el terreno, se erguía y las lanzaba. Ahora estaba a pocos metros de distancia de ellos. Uno contra muchos. Pero daba en el blanco. Indefectiblemente.

Domenico Safamita alzó la mirada. Había ordenado que los guardas se apostaran en la azotea; temía que hubiera llegado el momento de hacerles intervenir. Pepi se hallaba en peligro. Sólo se oían los gritos estentóreos, la respiración afanosa, el repiqueteo sobre la era de las suelas con clavos de Pepi y el ruido sordo de las piedras que se abatían sobre los segadores. Inmóviles bajo el linchamiento, los hombres que resultaban alcanzados se tambaleaban pero permanecían en su sitio, carentes de expresión, como los flagelantes en la procesión del Viernes Santo.

Pepi se detuvo en el centro de la era. Se irguió sobre sus piernas y dijo en voz alta, sin gritar:

- Os he dicho que a trabajar. ¿Es que no me oís?, ¡todo el mundo! ¡Pepi Tignuso os dice que vayáis a trabajar y no volverá a repetirlo! -Mantuvo las piernas abiertas, los brazos a lo largo del cuerpo, una piedra en cada mano, la espalda recta; les miraba, a la espera. Ellos no se movían.

De repente, el barón lo vio doblarse hacia delante y apoyar una mano contra el suelo. Temió que a Pepi le hubiera dado un soponcio. Pero he aquí que volvió a levantarse lentamente, como de una genuflexión, y echando el brazo hacia atrás lanzaba contra los jornaleros el guijarro arrancado de la tierra batida. Mudo, Pepi se doblaba de nuevo, se levantaba jadeando y lanzaba contra los hombres, uno tras otro, los guijarros que recogía. Después un grito:

- ¡A trabajar! -Y Pepi no volvió a agacharse, se quedó erguido delante de ellos, jadeante, sudando. Un anciano, vulnerable.

Era como si hubieran estado esperando aquel momento. Lentamente, los segadores fueron dándose la vuelta y agolpándose a la entrada del almacén donde se guardaba lo necesario para la siega. Salían uno a uno, llevando consigo su propia herramienta de trabajo, el brazalete de punto enfilado en el brazo, como una cadena; unos llevaban la hoz al hombro y los ditauna de caña en la mano, otros habían enganchado en la cuerda de los calzones las ligama, había quien sujetaba el ancinu y el ancineddu.

[2] Con la cabeza alta, lanzaban miradas de conmiseración a Pepi y embocaban la portalada lateral, en dirección a los campos.

Pepi no se movía.

Los portavoces de los jornaleros cerraron la procesión, arrastrando el paso, ellos también con la hoz en el hombro. Al cruzar la portalada, rompieron el silencio con un:

- Con su bendición, don Pepi.

Por la tarde, el barón mandó llamar a Pepi Tignuso.

- Pepi, quiero darle las gracias. Era un momento difícil.

- Vuecencia sabe que hago lo que debo.

- Es usted valiente y respetado, Pepi.

- Vuecencia me dio confianza. Sin Malivinnitti, yo no sería nadie.

- Del otro asunto, ¿tenéis novedades?

- Sí. Vuecencia debe perdonarme por lo que tengo que decir.

- Hable, hable.

- Si una sola gota de la sangre Safamita llega a oler a Carcarazzo, soy hombre muerto y los Safamita se volverán amos que no mandan. -Después de una pausa, añadió-: Vuecencia sabe que soy padre de familia y en mis hijos debo pensar, como hace vuecencia.

- Comprendo, Pepi, ¿estáis hablando sólo de Malivinnitti?

- Pepi Tignuso es respetado en todas las tierras de los Safamita y en las de los otros amos.

- Gracias, tengo que pensarlo.

Pepi miró a Costanza. Estaba tranquila, sentada junto a su padre.

- Otra cosa debo decirle a vuecencia. Siento tener que ser yo el primero: esta mañana le nació una rapaza a la hija del herrero, y la llamaron Caterina. El baroncito quiere casarse con ella antes de que acabe junio. Con la bendición de vuecencia.