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«Las tribulaciones y los bienes, quien los halla, se los tiene.»

Amalia Cuffaro recuerda su boda y la concepción de su hijo gracias a las intervenciones de su suegra y de san Giovanni Decollato

El barco de vapor se deslizaba plácido sobre el mar ya no agitado pero tampoco límpido ni todavía monocromo. Como un tafetán arrugado, lo encrespaban pequeñas olas espumosas. Lejos de regresar a su habitual azul luminoso, el mar estaba dividido en anchas franjas horizontales azules, verdes, grises las últimas, las muy lejanas, casi incluso de color violeta: los residuos de una tempestad. La nave las surcaba atravesándolas en dirección a alta mar, la proa apuntando hacia el horizonte, la larga estela blancuzca abriéndose en forma de abanico. El humo negro de la chimenea se erguía derecho y empalidecía al mezclarse con el cielo oscuro. Tras ella, a respetuosa distancia, avanzaban cautas dos balandras a media vela remolcando las extremidades de sus redes de arrastre. El cielo era un amasijo de nubes, ya no agavilladas y uniformemente grisáceas, sino ordenadas en amplias y espesas capas de diversas tonalidades de gris, desde un gris muy ligero y casi reluciente al más tétrico y opresivo, listo para transformarse de nuevo en lluvia fragorosa.

El aire era cortante. Amalia y Pinuzza permanecían fuera para escapar al penetrante hedor de la cueva, saturada por la humedad que trasudaba de la blanca piedra porosa, bajaba en forma de lagrimones por las paredes y chorreaba desde lo alto en gruesas gotas.

Inmóviles sobre sus sillas, con los hombros y las piernas bien tapados -se habían puesto encima toda la ropa que poseían-, inspiraban a pleno pulmón la brisa fresca con los ojos clavados en el mar. Mientras la tormenta arreciaba, Pinuzza había permanecido muda, asustada por los truenos, acurrucada en el rincón que servía de asiento, de mesa y de cama. Ahora, al aire libre, no cesaba de hacer preguntas.

- ¿Adónde va ese barco tan grande?

- A una isla lejana.

- ¿Y tú cómo lo sabes?

- Me lo decía el señor Paolo.

- ¿Y después va a Nueva York?

- No lo sé.

- Pero ¿a que te gustaría ir a ver a Giovannino a Nueva York?

- Claro que me gustaría.

- ¿Y por qué no te vas allá?

- Porque estoy aquí contigo.

- ¿Y qué más da? Es tu hijo, y te necesita; si quieres, te vas y yo me vuelvo al pueblo.

- No lo veo desde que tenía dieciocho años.

- ¿Y por qué se marchó?

- Para trabajar, ése es el destino de todos nosotros, los pobres diablos.

- ¿Y por qué no te fuiste con él?

- Para no dejar a la marquesa.

- Así que la querías más que a tu hijo.

- Es distinto, los quería mucho a los dos.

- Ésa no era de tu sangre, como Giovannino, pero bien que te quedaste con ella… -Pinuzza se interrumpió, dejando la frase a medias, y permaneció un rato callada.

El barco, empequeñecido hasta parecer una pajita de rastrojo negro, estaba a punto de desaparecer y sumergirse, ligero, más allá de la línea del horizonte, en caída libre pero segura hacia otro mar, enorme, ese que llevaba a las tierras lejanas donde vivía Giovannino; eso pensaba Amalia, a quien le costaba creer lo que decía el señor Paolo, que el mundo era redondo como un huevo de paloma. Para ella, el mar era una fuente de pilones, sobre la que las hojas flotan y se deslizan de lavadero en lavadero, hasta el infinito.

- ¿Pero cómo es que te quedaste con la marquesa? ¡Hechicerías te hicieron! -insistió Pinuzza.

- Entremos otra vez, es tarde y te enfriarás. -El tono de Amalia era dulce pero autoritario.

El barco había desaparecido. Las balandras regresaban hacia la costa. Amalia se quitó la manta de las piernas, la dejó con cuidado sobre la silla y levantó a Pinuzza.

Abrazadas para calentarse -las mantas estaban empapadas de humedad-, aquella noche les costó conciliar el sueño. Pinuzza tiritaba: encogida, con la espalda arqueada, se apretujaba contra los senos y el vientre de su tía como un feto gigante; al final se quedó dormida. En el duermevela, a Amalia la asaltaron visiones y pesadillas.

Había vivido hasta su matrimonio en una casucha aferrada a las laderas de la colina sobre la que se erguía el castillo. El barón Stefano Safamita se la había regalado al padre de Amalia, persona de la casa Lattuca y buen panadero, cuando, cegado por un glaucoma, había sido despedido por el dueño de la tahona en que trabajaba. Ella, la última en nacer y su preferida, le servía de lazarillo. Parecían uña y carne: se querían mucho. Era una vida miserable, pero no infeliz. Ella y su hermana mayor estaban destinadas a no encontrar marido, porque dineros para el ajuar de todas las hembras no había, pero Amalia no se afligía por ello: se encontraba a gusto con su familia.

En cambio, se desposó recién cumplidos los catorce. La señora Titta Cuffaro la quiso para su único hijo, Diego: no esperaba dote ni ajuar. Su suegra le pareció amenazadora:

- ¡La quiero con una mano delante y otra detrás, sólo con lo que lleve puesto!

Amalia comprendió que la señora Titta la había escogido porque una familia menos desgraciada no hubiera entregado a una de sus hijas como esposa a alguien como Diego, retorcido y renqueante, débil de mente y de cuerpo.

Los Cuffaro habían conocido tiempos notablemente mejores. Su tasca de vinateros había sido frecuentada por soldados ingleses: mucho bebía esa gente, y pagaba enseguida. El señor Diego Cuffaro, el suegro de la señora Titta, convencido de que la ocupación inglesa estaba destinada a perdurar, dándoselas de experto, había pactado con un arrendatario agrícola para comprar el vino a un precio fijo durante un largo periodo, saltándose los habituales intermediarios.

Quiso la desgracia que, tras la derrota de los franceses, el ejército inglés -los diecisiete mil que eran, número que, como se sabe, trae desventuras- abandonara Sicilia para no regresar jamás. El precio del mosto descendió considerablemente. El contrato provocó la ruina de la familia. Los Cuffaro entablaron negociaciones para modificarlo, pero no fue posible, y no por mala intención del arrendatario; éste les habría ayudado, pero no era dueño de hacerlo: tenía que rendir cuentas a «otros» que los hubieran matado a los dos, como admonición.

Amalia recordaba la consternación de la familia Cuffaro en cada vendimia, los toneles de vino que se veían obligados a adquirir. Eran muchos, y en la trastienda de la tasca no había sitio: ocupaban la casa, ya repleta del vino sin vender de la añada precedente, del que ni siquiera sacaban un buen vinagre. Se hubieran ahogado en las deudas de no haber redondeado las entradas sirviendo de lugar de intercambio para mensajes comprometidos y mercancía de contrabando. La suegra y la nuera se encargaban de esa actividad, mientras los varones permanecían sentados fuera, de guardia. Ella, inocente, no sabía aún que, con el tiempo, constituiría una fuente de ganancias para los Cuffaro, que la destinarían a ama de cría en una familia rica y la mantendrían allí todo lo posible; el ajuar de la crianza y el sueldo servirían para un último intento de salvarles del contrato del vino. Eso no era todo. Los Cuffaro temían, y con razón, que Diego no fuera capaz de preñarla y habían discurrido ya una nefanda estratagema.

El matrimonio no se consumó durante la noche de bodas, y no por falta de buena voluntad por parte de los recién casados. Las sábanas que Amalia tuvo que tender fuera de la puerta al día siguiente estaban embadurnadas con la sangre de las viejas gallinas que mataron para hacer el caldo de la comida nupcial; esa arpía de su suegra había reservado la sangre aposta, en todo había pensado. Un escalofrío de repulsa hizo estremecer a Amalia. En el momento decisivo -cuando el asunto debía concluirse-, Diego se mostraba incapaz y, desfallecido, se dejaba caer de costado sobre la manta que les servía de sábana y colchón, refunfuñando, sudado y vencido. La señora Titta, que obligaba a su hijo a contárselo todo, sugirió que lo intentaran después de las comidas, cuando Diego se sentía con más fuerzas. Amalia había llegado a aborrecer aquellos coitos de sobremesa, dictados por su suegra. Aquella desvergonzada se apostaba detrás de la cortina que separaba el rincón de su catre del resto de la habitación, en la que vivían junto al asno, y guiaba a su hijo gritando: «Venga, Diego, dale, cuenta hasta diez, dale, dale, que tú puedes, Diego, venga, adentro, concéntrate, Diego». Y apartaba incluso la cortina, asomando la cabeza para comprobar que seguía sus órdenes.

Al cabo de dos años de matrimonio, tras captar el sentido de las palabras que habían ido dejando caer sus suegros, Amalia comprendió sus diabólicos planes: en el caso de que Diego continuara mostrándose incapaz de aparearse, lo sustituiría el señor Carmelo. Amalia recordaba su desazón ante las miradas del suegro, sus viscosos manoseos, cada vez más audaces y repugnantes. Atemorizado e incapaz de protegerla, incluso Diego -un imbécil que no dejaba de quererla- sufría por ello en silencio: su madre lo notaba y se angustiaba, pero nada le decía a su marido.

En una última y desesperada tentativa, la señora Titta recurrió a san Giovanni Battista, a quien recitó un potente conjuro. Se lo había contado muchas veces a Amalia, alardeando de haber sido ella el artífice del nacimiento de Giovannino y como confirmación de que el lactante le pertenecía por partida doble. Venciendo el miedo, la señora Titta había ido en plena noche a ejecutar las órdenes de la hechicera: el conjuro a san Giovannuzzu Decollato debía ser recitado por el suplicante a solas, en secreto, a oscuras, en voz alta, en una cueva fuera del pueblo, hedionda debido a la fetidez de los excrementos de los murciélagos, donde sólo podían encontrarse a gusto los espíritus desesperados que por allí merodeaban.

La veía ante sus ojos, tan vívido era el relato de la suegra: allí, en la enorme cueva, rodeada de murciélagos que revoloteaban rozándole los hombros y que después, endemoniados por el olor a cabellos humanos, se arrojaban sobre su cabeza para aferrárselos y arrancárselos con sus patas aduncas, allí, la señora Titta, protegida por el chal atado con fuerza por debajo de la barbilla, ensordecida por sus chillidos, pávida pero no derrotada, con la fuerza que la fe y el amor de madre despiertan en los cristianos, permanecía erguida, clavada sobre sus pies como un gigante de piedra, y repetía con voz firme y como es debido todas las estrofas del conjuro.

Y así fue como, gracias a su madre, Diego finalmente lo consiguió y en octubre de 1858 nació Giovannino: san Giovanni Decollato se merecía que el crío llevara su nombre en vez del de su abuelo. Amalia tenía diecisiete años. La señora Titta asumió el papel de madre en cuanto Giovannino salió de su vientre y le comunicó con brusquedad que trabajaría como nodriza. Amalia le imploró que no le quitaran a Giovannino. Pero incluso Diego se había puesto de parte de su madre, como si ella ya no contara, y tuvo que darse por vencida.

- Éste es un Cuffaro, y es cosa mía. Lo criaré como me dé la gana -le dijo su suegra, con la victoria impresa en la cara.

Aún estaba la partera en la casa, medio borracha por el vino que le había sido ofrecido, e incluso ella palideció ante tanta maldad. Desde entonces fue la señora Titta la que asumió el papel de madre, mientras que sobre Amalia recayeron el resto de las tareas, en casa y en la tasca. Giovannino, inocente, crecía hermoso y sano. Apenas se lo daban para la toma, los lagrimones le caían sobre el pecho, se deslizaban hacia el pezón y se introducían entre sus pequeños labios: de leche y lágrimas fue alimentado Giovannino.

Ya casi había amanecido y por las grietas penetraba el alba rosada. Amalia ya no sentía frío. Abrazándose contra Pinuzza, lloraba a lágrima viva; después cayó en un duermevela.