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«Criada, o besada o pellizcada.»

Los hermanos Safamita, durante unos instantes, arden en deseos por la nodriza Amalia Cuffaro

Maddalena y Costanza lanzaban migas de pan en el agua turbia del estanque de los peces. La nodriza se reunió con ellas y se inclinó para abrazar a Costanza. Las tres se encaminaron por el sendero que bajaba a las cuadras, ignorantes de que las observaban los amos, quienes aparecieron en el jardín poco después para despedirse de Costanza.

Guglielmo y Domenico Safamita se detuvieron junto al estanque y las siguieron con la mirada. El jardín estaba en su máximo esplendor: los cactus aún repletos de agua, las rosas en plena lozanía, los árboles cargados, las macetas y los parterres florecidos. La nodriza se contoneaba cimbreante, llevando de la mano a Costanza, que trotaba a su lado. Maddalena, pequeña de estatura y robusta, las seguía con desgana, a distancia, ostentosamente disgustada por abandonar el frescor del jardín. Arrastraba los pies por la grava moviendo la cabeza a derecha e izquierda; a veces se detenía frente a una fuentecilla en forma de concha, a veces tocaba una estatua, otras acariciaba las hojas carnosas y relucientes de un ficus, o se inclinaba a oler las flores de una adelfa.

La nodriza avanzaba, sumida en sus pensamientos. Había soltado la mano de Costanza, que había aflojado el paso y se había quedado atrás. Al darse cuenta, se detuvo, se volvió y le dirigió una amplia sonrisa. Costanza se apresuró a alcanzarla y continuaron su camino, dándose la mano. De vez en cuando se sonreían.

Los hermanos Safamita se quedaron mirándolas. Lozana y luminosa era aquella sonrisa. La nodriza caminaba ahora con renovada vitalidad, como si una sensación de muelle bienestar se hubiera introducido en su interior y se manifestara en el exterior en la cadencia de sus andares, a los que se abandonaba convencida de estar a salvo de miradas indiscretas.

Se contoneaba y la falda de algodón seguía los movimientos del cuerpo, se balanceaba y se rozaba contra los helechos que invadían el sendero; las puntas y el grueso lazo vaporoso de su amplio delantal de nodriza, blanco, rico en encajes y puntillas, se levantaba sobre el vestido azul con un ritmo marcado por el balanceo de las gotas de coral de los pendientes y el temblor del moño mullido y medio deshecho que se le deslizaba hasta taparle casi la mitad de la nuca. Le estaba diciendo algo a Costanza, inclinada ligeramente hacia ella. Rieron juntas y desparecieron por detrás de la curva del paseo.

- Buena hembra, esa nodriza… Quién sabe quién gozará de esas carnes -comentó el barón.

- Pues sí -añadió su hermano menor con una rara mirada de complicidad-: Ni tú ni yo, me juego el cuello.

- Eso, más claro que el agua.

En sus rostros cansados apareció una sonrisa maliciosa, la primera de aquel tremendo día.