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«En guerra, caza y amores, por un gusto mil dolores.»
Costanza Safamita relee la carta del padre Sedita y, esta vez, comprende
«Hace años, un joven irlandés quiso confesarse. Se había enamorado de la mujer de su amo, pero no se creía en pecado. Eso hacía que se sintiera mal. Durante seis semanas se habían visto de forma intermitente para colaborar en ciertas traducciones de unos papeles de negocios. Estaba embarazada.
»"Claro que es pecado", le dije, "piénsatelo bien."
»"Deje que le explique, padre", me pidió.
»En parte por curiosidad, le dejé hablar.
»"Yo creía que me encontraría con una mujer anciana y altiva. Me vi ante una joven de mi edad, sencilla y frágil. Llevaba ricos vestidos, pero ni polvos de maquillaje ni perfume. No se cuidaba. Tenía que traducir contratos, escribir cartas prosaicas y aburridas, y ella me ayudaba sin la menor sonrisa, ni un gesto vivaz, ni una mirada de curiosidad. De vez en cuando levantaba los ojos de los papeles y los clavaba en la pared. Tenía las pupilas apagadas. Se espantaba cansinamente las moscas del rostro y del pelo, a veces dejaba que vagaran por su piel, por el vestido, por los papeles. Era como si hubiera perdido el deseo de vivir. Me daba una pena indescriptible.
»"Trabajábamos en la mesa, uno al lado del otro. El bochorno era sofocante, no corría ni un soplo de aire. Estábamos sudados. Una avispa se posó sobre su brazo y ella estuvo observándola, desolada, impotente. Le aferré la muñeca y sacudí el brazo. Lloraba, silenciosa, con la muñeca abandonada en mi mano como un peso muerto. Reemprendimos el trabajo, ambos con los ojos húmedos. Al día siguiente me pidió perdón por su debilidad, y añadió: 'Estoy muy triste'. Estábamos en pleno verano y cada vez hacía más calor. Durante una pausa para beber un poco de agua se me ocurrió hablarle de la campiña de mi país, tan distinta de la amarilla y soleada en la que nos hallábamos. Me escuchaba. Poco a poco se convirtió en una costumbre. Empezó a hacerme preguntas sencillas, directas, y por ellas captaba yo atisbos de su estado de ánimo. No habló nunca de sí misma o de su vida. Excepto una vez. Yo le estaba contando algo, y ella estalló en lágrimas. Me preguntó: '¿Me permite que llore? No puedo hacerlo en ninguna otra parte, ni siquiera en mi habitación: allí tampoco estoy sola, la camarera lo oiría desde la otra habitación'. Después, todo cambió. No sé cómo ni por qué, pero nos amamos. Completamente. Me encaramaba por las noches por los troncos de la glicinia que llevaban al balcón de su alcoba, ésa era mi escalera. Volvió a sonreír. Sabíamos que todo acabaría en cuanto finalizara el carteo y nos demorábamos.
»"No me siento en pecado. Era un amor grande, inocente, como si fuéramos dos jóvenes en su primera experiencia. El último día, antes de mi regreso a la mina, me dijo que había estado considerando el suicidio y que yo le había devuelto la vida. Creía estar embarazada, su marido lo aceptaría como suyo. Me dijo que me amaba y que amaba a su marido. Dijo que le pertenecía. Dijo que a su marido le había dado la vida entera y que se sentía feliz de haberla puesto en sus manos. Le pedí que me hiciera saber el sexo del hijo que llevaba en su seno, de modo que pudiera imaginármelo en los años venideros, amarlo a distancia. Con una sonrisa extraña, me aseguró que sería un varón."
»Querido Domenico, como sacerdote debo admitir que me equivoqué: levanté mi mano e impartí la absolución a alguien que no se había arrepentido. Hubiera hecho lo mismo con ella.»
La carta se interrumpía allí, sin una despedida, ni una firma. Al final de la página, el padre Sedita había añadido: «Domenico, para ti, sólo para ti; haz lo que creas oportuno».
Costanza debía hablar con Paolo. Lo encontró al fondo del jardín, sentado delante de la puertecita de su casa: dormitaba al sol, con una manta sobre las piernas.
- Paolo, ¿le han dicho que mi hermano ha muerto? -preguntó Costanza.
- Sí, vuecencia. Una buena persona era el baroncito Stefano. ¡Ay, esa herrera! -suspiró el viejo cochero meneando la cabeza.
- Pero al barón no le gustaba mi hermano.
- Vuecencia me perdonará, pero no entiendo.
- Paolo, ¿usted sabe quién era mi verdadero padre?
Paolo se golpeó la frente con la palma de la mano; después permaneció callado. Costanza notó que los ojos del cochero centelleaban por un instante, para apagarse de inmediato.
- Paolo, quiero saber su nombre.
- Vuecencia me perdone, pero ¿qué se le viene a la cabeza? El barón, que en paz descanse, le quería más que a sus hijos varones: padre mejor que ése no podría encontrar, ¿y ahora me habla de otro padre?
- Sí, y también del de mis hermanos.
- ¡Ay, madre santa! -exclamó Paolo-, ¿qué ocurre en Malivinnitti?, ¿ha hablado demasiado alguna mala persona?
- Mi madre se encontró con mi verdadero padre en Malivinnitti -afirmó con convicción Costanza-, pero él no es el padre de Stefano ni de Giacomo. Eso lo sé.
- Yo era persona del baroncito, y de esas cosas no quiero ni oír hablar, soy demasiado viejo.
- Giacomo me ha llamado «bastarda». Tengo que saber si también lo es él.
- Y después, ¿qué quiere usted hacer, ir a decírselo? -El hombre estaba sofocado y parecía que le faltara el aire.
- Paolo, usted me conoce, ni siquiera debería ocurrírsele que vaya yo a hacer algo así. Pero ¡necesito saber quiénes somos y de dónde venimos todos!
Costanza hablaba como él nunca le había escuchado, había una desesperada necesidad en aquella pregunta, y él debía contestarle. Agachó la cabeza y dijo:
- Juro que un solo padre he conocido de vuecencia, y es el baroncito. Yo siempre estaba con él en aquellos tiempos, y la baronesa, que en paz descanse, estaba en Malivinnitti: lo que ella hiciera, eso no lo sé.
- ¿Y el padre de mis hermanos? ¿Quién era? -Costanza lo apremiaba, suplicante.
Paolo se persignó:
- Que el baroncito, que en paz descanse, me perdone por hablar ahora y por vez primera, a nadie le he dicho lo que digo, y no debería. Distintos son ustedes tres, pero todos Safamita, los tres descienden del barón Stefano. Sólo Guglielmuzzo, el primero que nació, era clavadito a su padre, como el baroncito era. Pero todos, ay, morían antes de nacer, mal destino tenía la baronesa; hijos varones nos debía dar a la casa Safamita. Su padre y su marido necesitaban eso: hijos varones, herederos. Y ocurrió lo que ocurrió. No digo más, palabra de Paolo Mercurio.
Paolo estaba llorando. Aferró la mano de Costanza y empezó a besársela:
- ¡Vuecencia era la alegría del baroncito, no se lo tome a mal, mucho la quería! -le decía sujetándole la mano. Costanza miraba hipnotizada el resplandor de los brillantes del anillo de su madre en la mano temblorosa del fiel cochero. De repente, tuvo una iluminación: recordó un detalle que le había pasado inadvertido durante su visita al padre Puma, y se estremeció. Paolo lo notó y pensó que Costanza temía a las malas lenguas-. Vuecencia no se preocupe de la gente. Las paredes tienen ojos y oídos, y hasta boca, pero también saben cuándo hay que tener la boca cerrada. Y sangre Safamita la tienen los tres. La baronesa estaba enamorada del baroncito, como loca, y mucho por los Safamita se sacrificó.
Costanza ya no le escuchaba, tenía la cabeza en otra parte. El padre Puma le había dicho: «Tú eres tan Safamita como tus hermanos». Una amarga verdad, sólo por él conocida.
Tenía que hablar con Amalia, antes de que Paolo se le adelantara.
- Amalia, quién sabe cómo serán los hijos de Giacomo. Sólo conocemos a los dos mayores.
- Me han dicho que son guapos y de pelo claro, como la baronesa Adelaide -contestó Amalia.
- Quién sabe si tendrán seis dedos en los pies, o cinco -Costanza dejó caer la frase como una trampa.
- ¿Y cómo se le ocurre hacerme esa pregunta? -exclamó Amalia.
- ¿Es que tú lo sabes?
- Claro que lo sé, se lo pregunté a la madre de la nodriza: sólo uno tuvo seis y el cirujano le cortó el que sobraba, como le hicieron a Giacomo; pobrecillo, lo que lloró, pero recién nacido estaba, chiquitín chiquitín era aquel dedo -contestó Amalia, complacida.
- ¿Y a Stefano también se lo cortaron?
- Rosa Vinciguerra me decía que también a él se lo cortaron, pero que no lloró tanto como Giacomo; era muy bueno Stefano, nunca lloraba cuando se caía y se hacía daño, ni siquiera cuando se arañó la pierna al caerse de un algarrobo… -Amalia contaba consejas de cuando Stefano era niño (las habían repetido tantas veces que se habían convertido en parte de la memoria común de las nodrizas) y hablaba, hablaba sin parar Amalia, convencida de que esas consejas consolarían a Costanza, pero ésta no la escuchaba. Ahora, solamente ahora, conocía la verdad. Veía a su madre como era: una mujer frágil y apasionada, arraigada en su marido como un convólvulo en una encina, inseparable y dependiente de él. Sabía que había pecado, y por eso no había sido capaz de quererla. Y sin embargo, ella, Costanza, era hija del amor, a diferencia de sus hermanos. Así era la vida, las cosas ocurren, y no siempre como debieran.
Costanza pensaba con ternura en aquel joven irlandés que había intentado informarse acerca de ella; tal vez su padre había mandado a su hijo a localizarla. Su padre. Pero no lo sentía como tal y no deseaba conocerlo. Le iba invadiendo una imperceptible sensación de bienestar que poco a poco se agrandaba y le daba la paz. «Tú debes amarte», le decía su padre. Y Costanza -consciente de sí misma y de su diversidad- sentía crecer en ella, vacilante, el deseo de conocerse y de amarse. Se sentía libre.
Stefano le inspiraba mucha pena, había muerto sin saber, mientras que Giacomo le provocaba la misma repulsa que el verdadero padre de su hermano.
En los años sucesivos, su hermano no hizo nada para acercarse a ella y Costanza dejó las cosas como estaban. Los hijos de Giacomo crecieron sin conocer a aquella única tía Safamita. Las rarísimas ocasiones en las que en casa se hablaba de ella, la llamaban con su título, de modo que los sobrinos y sus hijos, y los hijos de éstos, olvidaron su nombre: era, simplemente, «la tía marquesa», una mala persona.