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«Tristes son los haberes que el amo no ve.»

La estancia de los Safamita en Malivinnitti

Al llegar el verano, los Safamita comenzaban sus vacaciones en Malivinnitti, en junio, para la siega. Sus hermanas y el padre Sedita eran huéspedes habituales, y la familia se demoraba allí más de lo necesario, para su deleite. Después se trasladaban a sus otras casas de campo: las propiedades exigían su presencia.

Malivinnitti, la más vasta de las posesiones de los Safamita, era un latifundio del interior en el que se cultivaba exclusivamente trigo. La masada, en la ladera de una colina, estaba rodeada de altos muros y dominaba el resto de las colinas. Durante gran parte del año, el feudo parecía abandonado por hombres y animales. Pero no era así. Malivinnitti estaba controlado por los mayorales. Los Tignuso lo recorrían a lo largo y a lo ancho montados en sus cabalgaduras. Armados con fusiles y pistolas, se apostaban para vigilar las tierras desde escondrijos secretos, mientras en la masada las mujeres hacían por turnos sus tareas junto a las ventanas de la caseta en la que vivían, con un ojo en la masada y otro en los campos. Malivinnitti sólo se animaba en los periodos de trabajo estacional -labranza, siembra y siega-, cuando desde las aldeas limítrofes docenas de jornaleros llegaban hasta allí renqueando para ganarse el pan, ellos también bajo la mirada vigilante de los Tignuso.

En la alquería vivían animales y campesinos. A principios del siglo XIX, el barón Safamita había hecho construir la casa de los amos, arrimada a la alquería, con un gran patio interior. Su vivienda, en el primer piso, se articulaba en torno a los cuatro lados del patio y contaba con numerosos dormitorios, como la hospedería de un monasterio. La casa, sencilla y carente de comodidades, era la residencia veraniega preferida de tres generaciones de los Safamita, que poseían sin embargo otras bastante más lujosas.

Sus amigos no lo entendían: los campos de trigo llegaban hasta los muros, y la única amenidad la proporcionaba una docena de inmensos algarrobos plantados en el valle, bajo la terraza, en una zona por la que corría el aire y donde había mesas y sillas para disfrutar de la fresca sombra de aquellas orgullosas copas; el paisaje, monótono, era el característico de los latifundios: una sucesión de colinas de mieses, una tras otra, hasta el infinito. Ni un árbol, ni una casa, ni una carretera. «Tierra y cielo, no hay otra cosa en Malivinnitti. Pero ¿qué verá allí esa gente?», se preguntaban.

Al amanecer, las sombras húmedas de la noche se retiraban de las laderas desiertas, dejando en ellas pinceladas celestes: las mieses, reconfortadas, crujían y los pájaros revoloteaban en busca de alimento. El cielo adquiría profundidad y se volvía de un azul intenso. Después palidecía, incandescente. El sol, cayendo a plomo, lo dominaba todo y lo hacía resplandecer, inexorable. Los pájaros, cansados y cegados por el fulgor, se refugiaban detrás de las piedras; las hierbas y plantas de los bordes del sendero retenían los aromas y curvaban las hojas abrasadas. Las sombras sedientas de la tarde -largas, nítidas, rojas- despertaban a insectos, pájaros y olores campestres. El sol se ponía por detrás de las colinas en un espectáculo de rojos, amarillos, amarantos y morados. Después llegaba la calma. La oscuridad más absoluta caía sobre Malivinnitti. Aparecían mortecinas las primeras luciérnagas.

Día y noche los campos yacían inmóviles, pero no infecundos: en aquel silencio amasado por el canto de las cigarras, el trigo de las mieses engordaba, grano a grano, y se enriquecía de almidones. La tierra devorada por el sol repetía el rito de la fertilidad, año tras año. Desde hacía milenios. Tierra, trigo y cielo. Las cosas. La familia. Eso, eso era lo que veían los Safamita en Malivinnitti. Era su forma de celebrar la vida y sus tenaces lazos con la tierra.

Los pequeños Safamita tenían otro motivo para adorar las vacaciones en Malivinnitti: la compañía de sus primos. En Malivinnitti los niños se sentían libres, aunque nunca dejaran de ser vigilados. Correteaban por la campiña, se aventuraban hasta el abrevadero, jugaban en los campos de trigo y seguían las labores de la siega acompañados por uno de los Tignuso y bajo la protección discreta de los guardas. En la masada había otras muchas cosas que hacer. Solos o con los hijos de los campesinos, pasaban las horas de más calor recogiendo piedras de distintos colores y terrones areniscos, que se deshacían nada más tocarlos, para pisotearlos hasta convertirlos en polvillo impalpable, rojo, blanco, amarillo, verduzco; modelando arcilla mojada; desgranando las espigas, verdes aún, para mordisquear los granos de trigo, húmedos y dulzones; tejiendo pequeños cestillos con juncos: los juegos sencillos de siempre.

Los varones jugaban con los nietos de Pepi Tignuso y con los hijos de los campesinos, quienes al principio se mostraban reticentes pero después le cogían el gusto, orgullosos de su familiaridad con los pequeños amos y de la maestría que podían exhibir ante ellos, cegando gatos, torturando a sus cachorros, seccionando las alas a los pájaros y la cola a las lagartijas.

Caterina Safamita se sentía muy bien en Malivinnitti. Por la tarde, en la terraza, jugaba a las cartas y charlaba con pequeños y mayores; cantaba junto a las otras mujeres e invitaba a Costanza, que tenía muy buena voz, a unirse a ellas. Disfrutaba.

El padre, todos los días, iba a dar una vuelta por las tierras con Pepi Tignuso. A veces volvía pensativo de esos paseos a caballo y se apartaba del grupo. Costanza se daba cuenta y trataba de animarlo. Por la noche, después de cenar, observaba desde la terraza la cansina caravana de asnos y mulas cargados con cántaros de agua, de regreso del último viaje al abrevadero. Parecía preocupado. Costanza se le acercaba. El padre le ponía una mano sobre el hombro y la estrechaba contra él. Ella advertía su tristeza y se inquietaba. Una vez, Costanza habló de ello con Stefano: él le dijo que dejara de preocuparse, que eran cosas de hombres.

Una mañana, la nodriza y Maria Teccapiglia estaban sentadas en los escalones del granero y vigilaban a los niños. Amalia cosía el dobladillo de un pañuelo, Maria quitaba el hilván de los que ya estaban listos.

- A mí no me gusta Malivinnitti -murmuraba la nodriza-, los rapaces se divierten, pero no entiendo a los amos… ¿Por qué les gustará tanto?

- Por qué, por qué…, ya sé yo el porqué -dijo Maria sin levantar los ojos de su labor-, siempre hay una explicación: aquí nació la cosa, hará veinte años. Aquí mismito estaba yo, sentada donde nosotras ahora, vigilando a la baronesita y a sus primos Scravaglio y Limuna: se lo pasaban en grande sobre el trigo, como estos niños nuestros. Nada ha cambiado. La baronesita Caterina era ya huérfana de madre. Su primo Stefano Scravaglio no le quitaba los ojos de encima, como Vincenzo Limuna no los aparta de Costanza: la dote de una Safamita atrae bastante. Pero la baronesita no se divertía con los juegos de su primo: él le tiraba de las faldas, se le echaba encima…, vaya, que la provocaba. Yo nada podía decir. Un día el baroncito apareció por el granero y se detuvo. Ella se había subido a lo alto y su primo le buscaba las cosquillas.

»-¡Socorro, tío, Stefano no me deja en paz! -gritó y, sin darle ocasión de contestar al baroncito, Caterina se tiró y fue a caer encima de su tío: él apenas tuvo tiempo de sujetarla por las axilas. Y yo vi lo que vi. Ella tenía ojos de hembra. Clavados estaban, esos ojos, en su tío. Yo no le veía la cara, pero él la mantenía abrazada, no la bajaba al suelo. Miré para otro lado.

»-Ten cuidado, Caterina, juega a cosas más tranquilas -dijo él, y se marchó sin despedirse de nosotras siquiera. Caterina vino a sentarse a mi lado y no dijo ni media palabra.

»Años después, los veía salir de la masada a primera hora de la mañana, muy lentamente, se metían debajo de un alcornoque grande, de esos en los que las ramas tocan el suelo, y no volvían a salir. Por eso el baroncito y la baronesa vienen a Malivinnitti y se quedan aquí tanto: para recordar cuando se enamoraron.