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«Amar y desamar no están en manos de quien lo desea.»
En las cocinas del palacio Safamita se habla del amor de Stefano Safamita y Filomena Carcarazzo
Corría el año 1873, doce meses habían transcurrido desde la muerte de Guglielmo Safamita. En las cocinas del palacio se hacían los preparativos para una visita importante: el prefecto Ermenegildo Calloni y su mujer. El tío materno del prefecto había sido un viejo amigo del barón y le había alojado en su finca de Asti. Era la primera invitación después del luto riguroso, y en la planta noble volvió a abrirse la sala de recepciones. Los criados quitaron los velos de los espejos y de las lámparas del salón, los latones fueron bruñidos hasta arrancarles destellos; la escalera principal recuperó su aspecto de siempre: alfombra roja, en los rellanos plantas lozanas de hojas relucientes y carnosas, luces en las paredes. Iba a ser una comida íntima pero elegante.
Lina Munnizza y Rosa Vinciguerra realizaban la prueba general del centro de mesa: seis fruteros de distintas medidas, repletos de pastelillos rellenos de pistacho, chocolatinas, frutas preparadas por Monsù, el chef, siguiendo las recetas de las monjas del convento de la Martorana. Los colocaban según sus gustos, pero atendiendo también a colores y formas. Los platos de la vajilla de porcelana francesa habían sido retirados de las estanterías y estaban colocados sobre el aparador, cubiertos por una tela. Monsù andaba de lo más atareado: le habían encargado una comida siciliana, aunque algo rebajada de sabor, adecuada para el paladar de los continentales.
Costanza y Maria Teccapiglia ayudaban a las mujeres a pelar los pistachos para nuevos pasteles y para decorar el manjar blanco. Las criadas traían ollas de agua hirviendo, en la que acababan de echar los pistachos. Los sacaban del agua con un colador y las demás se los repartían para pelarlos inmediatamente, muy calientes aún: sólo así conseguían desprender la tenaz cáscara rojiza. Intactos, relucientes, verdes como perlas de malaquita, los pistachos pelados salían a chorros de aquellas manos expertas.
El señor Paolo Mercurio, presidiendo la mesa, echaba desganadamente una mano; de vez en cuando se metía un pistacho en la boca.
- Señor Paolo, usía que ha estado en Turín…, ¿cómo son estos forasteros? -lo exhortaba Maria Teccapiglia.
- Con el baroncito, toda Italia me recorrí cuando era joven. Gaspare y yo íbamos con él, para servirle. En Turín hacía muchísimo frío. Las riadas parecían mares; las montañas, tan altas como el Mongerbino, diez Montes Pellegrino eran. Pero nos respetaban, esos turineses.
- ¿Sólo eso nos cuenta? Y las hembras, ¿cómo eran? -Nora Aiutamicristo se esperaba algo más picante.
- Como todas las hembras del continente: cuando huelen a monedas, los forasteros les gustan un montón; pero si son unos pobretones como nosotros, ni los miran.
- Señor Paolo, usía que los conoce bien, dígame, ¿cómo es que se le ha metido en la cabeza al barón invitar al prefecto, precisamente a éste, que ha cerrado conventos y monasterios, que ha dejado en plena calle a todos los monjes y que, por si fuera poco, hace y deshace como un obispo? -Rosa Vinciguerra no conseguía resignarse: el gobierno le había quitado a seis sobrinos para el servicio militar, dejando a las familias de sus cuñadas en la miseria durante los cinco años de leva obligatoria. Meneando la cabeza, arrojó un puñado de pistachos pelados en la escudilla. Algunos cayeron sobre la mesa. Ágiles, dos jóvenes los recogieron.
- Cuidado, Rosa, que son pistachos: ¿qué te crees, que son polizontes del rey? -la amonestó Maria Teccapiglia.
- Tenga en cuenta, señora Rosa -añadió Nora Aiutamicristo-, que ése es muy poderoso, que manda a diestro y siniestro. El barón tendrá que ganarse su amistad, si él también quiere mandar… -Vació otro cuenquito de pistachos hirvientes y añadió-: Entre tanto, trabajad, tenemos que darnos prisa.
- … ¡y si también quiere comprar las tierras de los monjes! -murmuró el señor Paolo entre dientes, siguiendo el razonamiento de Rosa.
Rosa, estupefacta, se quedó inmóvil, mirando a su alrededor. Con un suspiro largo y sonoro, se puso de nuevo a pelar. El señor Paolo la observaba, después comentó:
- A los amos hay que respetarlos. Invitan a quien quieren. Además, si es verdad que este prefecto se comporta como un obispo y un general a la vez, con más razón han de invitarle al palacio. Obispos, mejores y peores, por casa Safamita han pasado ya un montón.
- Doña Assunta, desde luego, no estaba contenta cuando supo lo de esta invitación -borbotó Rosa.
- Escúchame, Rosa, y ¿ésa quién es?, ¿su madre? Es sólo su hermana, y calladita debe estar. Y tú, por más nodriza del primogénito del baroncito que seas, tienes que hablar poquito, y si tienes que hablar, habla con el señorito Stefano y dile que tenga cuidado de con quién anda -dijo Maria Teccapiglia, de repente muy seria.
- ¿Qué quieres decir? -Rosa seguía enfadada.
- Nada, nada. -Maria Teccapiglia le hizo un guiño: se había olvidado de la presencia de Costanza, sentada en un rincón, absorta ella también en pelar pistachos.
Siguieron trabajando en silencio. En ese momento llegó Gaspare para llamar a Costanza; la madre quería verla en la planta de arriba. Maria Teccapiglia retomó la conversación:
- ¿Sabéis lo que se dice en Sarentini? Que todos los días va a ver a la hija del herrero de los Angeli y la trata como si fuera una novia, le da montones de regalos preciosos.
- ¿Quién te ha dicho eso? Con la de enamoradas que tendrá Stefano… No lo creo, son cosas de chicos… ¡La de regalos que les llevé yo a las hembras del baroncito, en su tiempo! ¿Qué hay de malo en eso? -intervino el señor Paolo.
- Pues que aquéllas eran hembras, y ésta, en cambio, es una rapaza. Ni el lazo rojo tenía en la pierna
[1] cuando el chico se enamoró de ella. -Maria Teccapiglia era categórica.
- ¡Pues ahora ya tiene ese maldito lazo, así que se acabó esta historia! -estalló el señor Paolo, exasperado por la velada acusación de Maria Teccapiglia.
- Si no lo tiene, lo tenía -dijo sibilina Nora Aiutamicristo.
Costanza había regresado sin hacer ruido. Sentada en un rincón, escuchaba. El señor Paolo cambió de tema:
- Decidme una cosa, ¿cómo hay que «llamar» al prefecto?
- «Excelencia», así le llama el señor Filippo -contestó rápidamente Nora Aiutamicristo. Y siguieron conversando, sobre el prefecto y los italianos, y todos estuvieron de acuerdo en lo bárbaros que eran esos forasteros venidos para quedarse.