45
«Los amores amargos son, pero encienden el corazón.»
Amalia Cuffaro, atemorizada por los vientos de la Montagnazza, revive su amor por el señor Paolo Mercurio
En Sicilia, a la larga y ardiente sequía veraniega sucede un invierno breve y lluvioso. Las lluvias constituyen un motivo de alivio y alegría colectivos, la promesa y garantía de futuras siembras y cosechas: cuanto más intensas, mejor. Para la gente de la Montagnazza, aquellas lluvias fragorosas eran en cambio presentimiento de males por llegar; azotada por los vientos y resbaladiza a causa de la lluvia, la Montagnazza se volvía inaccesible, se transformaba en una cárcel húmeda, fría y cruel. Tras la festividad de Difuntos, Amalia se preocupó por conservar pedazos de galletas, restos de muñecos de azúcar, medio cántaro de agua, trozos de velas, cerillas, precisamente en previsión de las lluvias. Pinuzza jamás había padecido hambre, la de verdad, la que atenaza las tripas y provoca alucinaciones; sus hermanos eran los últimos en rendirse al mal tiempo y los primeros en desafiar el viento y el granizo para llevarles víveres y leña.
Diluviaba y las gotas martilleaban las margas embarradas. La gente, atrincherada en las cuevas, aguardaba el peor momento: cuando la lluvia cesaba repentinamente, expulsada por el viento. Porque entonces el viento se ensañaba contra la roca, penetraba sibilante a través de la menor grieta, hacía golpetear los postigos de los ventanucos, abría de par en par las puertas, remolineaba sobre el suelo, aspirando todo lo que hallaba y dejando un reguero de algas, grava, plumas, estiércol, hojas, ramas y hasta pájaros muertos.
Amalia miraba de reojo desde la hendidura que servía de ventanuco a su cueva. El mar estaba tétrico y espumoso. El cielo parecía un campo de batalla en el que se batieran en duelo nimbos y vientos: como un perro pastor pone en fuga y reúne después a las ovejas, así el viento barría y empujaba las nubes henchidas de lluvia hacia un rincón u otro, según las variaciones de su humor, amasándolas, amontonándolas unas sobre otras, dóciles ovejas de vientres grávidos. Amalia nunca había visto tal desenfrenada contradanza en el cielo impotente.
Tenía miedo a morir: la puerta de la cueva parecía a punto de desmoronarse de un momento a otro, pese a que la había apuntalado con su escaso mobiliario, cántaros y ollas incluidas. Permanecerían aisladas mucho tiempo y no les quedaba ni siquiera un trozo de pan. Le entraron unas ganas enormes de hincarle el diente a una hogaza recién salida del horno. «El pan es la vida», pensaba, «y precisamente yo debo morir deseándolo, yo, que tengo un hijo panadero.» Aquella mala pécora de Lina Munnizza, ella había provocado que Giovannino se hubiera ido a trabajar de panadero a América y que ahora a su madre le tocara morirse de hambre.
El barón había mandado a sus albañiles para reconstruir el tejado de la capilla del castillo. Lina Munnizza, a la que Amalia siempre había respetado y a quien jamás había dicho una mala palabra, la había tomado con ella y la nodriza no sabía aún por qué. Tanto dijo e hizo Lina que llegaron ecos de la historia de Amalia con el señor Paolo hasta la señora Titta Cuffaro, su suegra. Ésta se presentó en el palacio y, sin darle ni siquiera la posibilidad de explicarse, le dijo que podía considerarse afortunada: Diego era bueno y no la mataría, como se hubiera merecido. Pero los Cuffaro abandonaban Sarentini para no regresar jamás. Sin dejar de pensar en lo mejor para Giovannino, sabían también cómo castigarla. Giovannino había encontrado trabajo en Palermo y después se marcharía aún más lejos, donde nadie pudiera echarle en cara que su padre era un cornudo. Ella jamás volvería a ver a su hijo. Poco después, los suegros de Amalia vendieron la tasca: a los dieciocho años, Giovannino se puso a trabajar con un panadero de Palermo y, más tarde, fue de los primeros en buscar suerte en América.
En Sarentini se empezó a murmurar: ¿qué falta hacía emigrar a América para eso? Los Cuffaro ya se habían topado con la suerte en Sicilia. Alguien les había dado mucho dinero para acallarles e impedir que el pobre Diego cumpliera con su deber: matar a la mujer infiel junto a su amante. A cambio, se habían comprado una casucha en propiedad y vivían sin padecer hambre. Se contaba que, cuando Giovannino subió al barco que habría de llevarle a Nueva York, llevaba un ajuar tan grande que necesitó un baúl. Exagerando como siempre, los sarentineses sostenían que Giovannino había sido aún más afortunado: recién llegado a América abrió un horno, donde amasaba el pan más sabroso de Nueva York, y la gente iba a propósito desde la otra punta de la ciudad a hacer cola para comprar sus hogazas.
Nadie sabía quién había pagado a los Cuffaro ni por qué. No habían sido los Safamita, de eso no cabía duda: había quedado ampliamente demostrado en el pasado que los Safamita no soltaban los dineros ni siquiera cuando se sentían responsables, de modo que era impensable que los amoríos de una nodriza y de un cochero pudieran importarles lo más mínimo. ¿Quién podría ser? Al final, reluctantes, tuvieron que resignarse a no llegar a descubrirlo. Alguien rico de veras había tomado cartas en el asunto y deseaba guardar el anonimato. Era mejor para todos que también ellos lo dejaran correr, en la vida nunca se sabe qué más puede pasar.
Sólo Amalia seguía preguntándoselo. Había perdido a su hijo por segunda vez. Madre e hijo no se veían tanto como hubieran deseado, por contentar a esa mala abuela que tenía, y sólo ella se ocupaba del niño. Con todo, se veían. Y se querían mucho. Amalia no hacía confidencias ni daba carnaza a nadie, pero estaba profundamente afligida. Ni siquiera el señor Paolo era capaz de consolarla, y eso que era él una persona especial, su único amor de hembra.
Sucedió en la sacristía. Después de haberle contado la historia del rey Fernando y de la duquesa de Floridia, el señor Paolo parecía evitarla. Decía que iba al castillo a tomar el aire, se sentía como un viejecillo. Le contaron que se había dejado ver por los alrededores de la iglesia mayor, a veces en compañía del padre Puma. Ella creyó que se preparaba para morir y se afligió mucho. Llegó hasta el extremo de desasosegarse porque deseaba verlo a solas, olvidaba sus deberes, remendaba desganadamente, se despreocupaba incluso del cuidado de Costanza. Una tarde, el señor Paolo llevaba a la niña al castillo en la carroza del baroncito, junto con ella y Maddalena Lisca.
Mientras la ayudaba a bajar de la carroza, el señor Paolo, en voz baja, la citó para verse en el jardín, cuando Costanza estuviera tomándose la leche con galletas junto a doña Assunta. Aturdida, Amalia aceptó.
Se encontraron en el lugar establecido. Él le hizo una señal para que le siguiera en silencio. Evitaban los senderos, y penetraban en los bancales infestados de exuberante vegetación. Amalia estaba turbada. El señor Paolo la precedía, levantaba las ramas de los matorrales, o bien los doblaba a sus pies para facilitarle el paso, partía las zarzas a golpes de bastón, haciéndole puntualmente señas de que lo siguiera, imperturbable. Ella iba tras él.
Aparecieron delante de la capilla. El señor Paolo sacó una gruesa llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura. Entraron deprisa, mirando a sus espaldas: no había ojos curiosos. La capilla estaba a oscuras. Faltaba el olor a incienso de los lugares de culto; la concavidad de mármol de la pila de agua bendita estaba seca. Detrás del altar había una puertecilla. El señor Paolo la abrió con otra llave, más pequeña. En la húmeda penumbra de la sacristía, bajo las miradas severas de las telas de santos colgadas de las paredes, arrastrada por el polvoriento carácter sagrado de aquel lugar abandonado, Amalia no supo ni quiso negarse al señor Paolo: se amaron con pasión sobre la otomana colocada allí por doña Assunta para descanso de los sacerdotes.
Después le preguntó por qué había tenido aquella ocurrencia sacrílega. El señor Paolo le contestó que una persona como él, con tantos años de experiencia, lo sabía todo de la casa Safamita, y no tenía un pelo de tonto. Ella debía fiarse: era el mejor sitio.
Pero a Amalia le asaltaron los escrúpulos religiosos: se sentía una pecadora. Era consciente de haber cometido un pecado mortal, que sin embargo se eliminaba con la confesión. La confundía el hecho de que la historia de amor entre el rey y la duquesa, antes de que se casaran, hubiera sido descrita por el señor Paolo como casta y casi sublime. Había intentado hablarle de ello cuando estaban a solas, pero él no le daba tiempo material.
Un día, mientras observaban cómo perseguía Costanza el aro de madera en la terraza de la sala de plancha, quiso hablarle:
- Discúlpeme si le parezco una boba, pero debe explicarme una cosa. Si la reina estaba aún en Palermo, y el rey se veía con la duquesa, eso era a escondidas, sin que lo supieran los demás, ¿fue así?
- Claro, las apariencias son importantes.
- Entonces, si uno de los hijos del rey o un noble se hubieran dado cuenta, ¿se hubiera montado un escándalo? Y si la duquesa era la enamorada del rey, ¿aquello la hacía una mala hembra ante los ojos de la reina y de los príncipes, sus hijos, o no? Y los nobles que lo sabían, ¿qué pensaban de la duquesa? -Le planteó una tras otra todas las preguntas que le venían a las mientes.
El señor Paolo, tras reflexionar unos segundos, le contestó:
- Amalia, tengo que explicarte una cosa importante. En este mundo hay leyes para nosotros, los pobres, y leyes para los ricos, y además están también las leyes para el rey. Hay un Dios nuestro y otro para ellos, aunque sea siempre el mismo Jesucristo. Si el rey está enamorado de una hembra, la hace noble a ella, a su marido y a sus hijos también, y todos tan contentos. También para los ricos es lo mismo. En Palermo, don Beniamino Ingham, el inglés más rico de todos, se llevó a vivir a su casa nada menos que a la duquesa de Santa Rosalía, que además tenía seis años más que él, pero que bien hermosa y rica era.
»Tú no te lo creerás, pero los hijos de la duquesa de Floridia estaban contentísimos (el conde Vasciterre se lo contaba al baroncito en la carroza), puesto que él les pagaba las deudas cada vez que la madre le ponía ojillos tiernos. Los nobles competían para invitarlo a sus palacios, porque era rico. Si hubiera sido un pobretón, hubiera acabado muerto.
- ¿Y su marido?
- Ni idea, pero por cómo se hablaba de él, se veía que si no estaba muerto de verdad, muerto lo consideraba todo el mundo. Los cuernos, cuernos son, pero los del rey, los de los nobles y los de los ricos son especiales, bonitos, dorados, y a todo el mundo le gustan, incluso a los cornudos. En cambio, los cuernos que se ponen los pobres cristianos como nosotros parece que son ofensas y que huelen mal como los del chotuno y deben esconderse y negarse. ¿Sabes que la gente muere por eso? -Amalia no se atrevió a aludir a su confesión con el padre Puma. El señor Paolo probablemente se lo había imaginado, porque añadió-: Tú eres para mí mejor que la duquesa de Floridia, palabra de honor del señor Paolo Mercurio, pero debemos guardarnos para nosotros este secreto, incluso en confesión, porque si no, nos acogotan.
Amalia tuvo miedo, la señora Titta o su suegro eran capaces de matarla en menos que canta un gallo.
- ¿Sabes lo que decían los nobles de la duquesa de Floridia? -le preguntó entonces el señor Paolo-. La ponían como ejemplo por todas sus virtudes y por su belleza. Si la enamorada del rey no es guapa, se dice que quienes se le parecen son guapas. -Le dio un pellizco en el muslo-. Si tiene el cuello delgado y largo, se dice que los cuellos delgados y largos son bonitos, si tiene los dientes torcidos y hacia fuera como los de los conejos, se dice que son bonitos así, si es pelirroja como la baronesita, se dice que las mujeres guapas deben ser pelirrojas.
- ¿Y qué tiene que ver Costanza con esto? -protestó ella.
- ¡Tiene mucho que ver! A nosotros nos parece guapa porque la queremos, pero a los demás les parece horrorosa. Pero es rica nuestra baronesita, de modo que se vuelve guapa, pero que muy guapa con todas las tierras que tiene. Volvamos a nosotros: si la gente oye que tú y yo nos azucaramos nuestras pobres vidas sin hacerle daño a nadie ni provocar escándalo, nos echarán a patadas del palacio y nos dejarán morir de hambre. -Le cogió la barbilla entre las manos y susurró-: Guapísima mía, dame un besito rápido aprovechando que Costanza no nos ve. ¡No pensemos más en estas cosas, que si no, me entran ganas de hacerme socialista!
Ella decidió que no necesitaba confesarse. No tuvo que arrepentirse de haber seguido los consejos del señor Paolo ni de haber abrazado sus ideas, y le quedó agradecida y devota por el contentamiento que le proporcionó.
- Pobre Pinuzza, que debe morirse sin palpar amor de varón -suspiró Amalia, que ya no tenía miedo del temporal.