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«Todo hombre tiene sus defectos.»

Al día siguiente de la boda de su hija predilecta, el barón Domenico Safamita comete un acto impuro

Domenico Safamita permaneció poco tiempo agasajando a sus huéspedes; se fue a dormir y dejó a los novios con los invitados. Su avanzada edad, setenta y dos años, le permitía esta aparente descortesía, por lo demás necesaria: estaba exhausto. No le agradaba aquella boda, ahora menos que nunca. Costanza le había parecido un corderito camino del matadero, pálida y consumida; la había visto temblar durante toda la ceremonia y había llegado a temer que se desmayara. Ese marido urbanita y vividor no estaba hecho para ella, pero la determinación de Costanza era inquebrantable. Hasta el último momento le había repetido que aún estaba a tiempo de cambiar de idea, que él mismo se encargaría de comunicarle a Sabbiamena que la boda quedaba suspendida. ¡Y con qué satisfacción! Le habían llegado voces de que Pietro no había hecho preparativo alguno en el palacio de Cacaci para recibir a su esposa: vivirían allí por el momento, dado que el palacio de Palermo estaba en pésimas condiciones y, en parte, alquilado. Sabía además, por fuentes de toda solvencia, que el prometido contaba con que su mujer lo mantuviera. Esperaba que Costanza se revelara una administradora sagaz y supiera poner a raya a su marido, pero sobre todo que formara una buena familia. Tenía el profundo presentimiento de que no sería así y se arrepentía de haberla empujado a enmaridarse. Añoró como nunca a su Caterina. ¡Qué desventurada familia habían criado, y qué precio habían pagado ambos!

Al día siguiente, se levantó al alba. Quiso tomar el café en el balcón y, en cierto modo, se serenó. Había aún una ligera neblina, que se iba despejando con la tibieza del aire. Las colinas, cubiertas de rocío, parecían desvanecerse en dirección al mar pálido. La luna estaba a punto de desaparecer. A pesar de la mala noche, se sentía en plena forma. Pensaba en todo lo que todavía podía hacer: viajar, volver a ver a viejos amigos, frecuentar el círculo en Palermo. Los primeros rayos de sol acariciaban las colinas. Muchas de esas tierras le pertenecían, en parte pasarían a Costanza; su hija y sus futuros nietos tenían el porvenir asegurado. Pensó en esa primera noche de los recién casados. Debía de haber sido bien distinta de la suya con Caterina, toda fuego y pasión. «Cada uno hace las cosas a su manera, pero por lo menos este Patella tiene una sólida reputación de semental», se dijo y sonrió. Inhaló una profunda bocanada de aire fresco y volvió a entrar en casa.

Desde la terraza del palacio, la pequeña multitud de parientes y amigos despedía con gran alboroto la fila de carrozas que abandonaban el pueblo en dirección a Malivinnitti. El barón estaba en medio de ellos, con el rostro lívido. Maria Anna Trasi le tomó del brazo.

- ¡Vaya una cara! -le dijo-. Demos un paseo. Casar a una hija produce siempre una gran emoción… Mi difunto marido sufría mucho cada vez que lo hacía.

- ¿Has visto qué mal aspecto tenía Costanza esta mañana? -le preguntó Domenico a quemarropa.

- Sí, no te preocupes, nos ha sucedido a todas la primera vez, después acabará gustándole. -Maria Antonia sonreía. Sus ojos clarísimos centellearon; luego los cerró un instante y se recompuso.

- ¡Pero qué primera vez ni qué niño muerto! Costanza no está bien, ¿es que no lo entiendes? Es infeliz, infeliz de verdad.

- Te estás volviendo neurasténico con la vejez. No lo pienses, son jóvenes y sabrán apañárselas; nosotros, los viejos, tenemos que preocuparnos de nuestros achaques, no de su vida. -Le tomó decidida del brazo y le forzó a caminar alargando el paso.

Los dos hermanos se alejaron: ella charlando ininterrumpidamente bajo el velo del sombrero y él escuchándola con reticencia; después el barón apretó el paso y sólo entonces Maria Anna Trasi se dio el gusto de mirar más allá de la balaustrada, de disfrutar del paisaje.

Pina Pissuta estaba preparando una tisana de perejil para una clienta. Atendía aún a muchos partos, y lo hacía con gusto, a pesar de haber superado con creces los cincuenta. Su oficio la ponía en contacto con alegrías y dolores, desilusiones y esperanzas. Conocía los secretos más íntimos del pueblo y era respetada. Había permanecido hasta el alba en casa del farmacéutico, a quien le había nacido la primera hembra después de tres varones; de la alegría, el hombre casi le da un abrazo. Pina tenía siempre mucho trabajo, y siempre urgente; hacían falta bastantes manojos para preparar una tisana eficaz que llevar en secreto, precisamente, a la vecina de enfrente del farmacéutico. Ésa, hijos varones y hembras tenía ya los suficientes, y en su casa no necesitaba más bocas que alimentar. Si era voluntad de Dios, aquella tarde Pina se concedería algunas horas de reposo.

En la puerta apareció un guarda del barón Safamita.

- El señor barón le manda sus saludos. Le invita a degustar los dulces de la boda de la baronesita y le espera esta mañana.

«Ésta sí que es buena», se dijo Pina Pissuta, «jamás me han llamado al palacio Safamita sólo para comer.»

Resignada ya a no dormir ni siquiera esa mañana, removió la tisana y la dejó hervir. Después llenó un cazo de agua para lavarse la cara y las manos y arreglarse un poco. Tras visitar a la clienta, correría al palacio Safamita: al barón había que obedecerle.

Domenico Safamita la esperaba impaciente en su despacho; tenía prisa, debía reunirse con sus huéspedes en el castillo, donde comerían en el jardín. Salvo por algún breve saludo por la calle, no veía a Pina Pissuta desde el funeral de Caterina.

- La necesito. No estoy tranquilo con mi hija Costanza, y menos aún con su marido. Vaya a las cocinas, hable con todo el mundo, escuche, haga que le cuenten. Quiero saber qué ocurrió anoche entre ella y ése. ¿Entendido?

- Sí, vuecencia, haré lo que pueda. -Ella también era de pocas palabras.

Era una petición difícil de satisfacer. Pina permaneció en el palacio hasta después de la comida y consiguió hablar con casi toda la servidumbre. El personal de la casa se iba de la lengua y estaba excitado, como si hubiera renacido: después de tantos años de vida austera, por fin los festejos y los chismorreos habían vuelto a entrar en casa Safamita, y por todo lo alto. Pina tuvo que tragarse las interminables descripciones de los preparativos realizados para la boda, del ajuar de la baronesita, de las largas búsquedas, por toda Sicilia, de los ingredientes más raros y costosos para el banquete, de la recepción del día anterior. Después se pasó a los novios. Pina era persona de confianza para todos: eran pocos los que no tenían motivos para sentirse agradecidos con ella, unos por una razón, otros por otra. Los criados personales de los novios se habían marchado con su séquito, por lo que todos hablaban de oídas.

Pina los cribaba uno a uno. Así averiguó que la víspera, al acabar el banquete, el marqués había acompañado a Costanza a la cámara nupcial y había vuelto con sus invitados: habían permanecido juntos muy poco tiempo como para «hacer nada». Rosa Nascimbene, la camarera de Costanza, la había ayudado a desvestirse y a prepararse para acostarse.

- La señora marquesa ni siquiera quiso deshacerse las trenzas, de lo exhausta que estaba -había dicho Rosa.

Las personas del servicio estaban alrededor de la gran mesa de la cocina, sobre la que se habían desplegado los restos del día anterior y otros manjares, cocinados con maestría por Monsù. Comían y bebían juntos, relajados por fin. Pina se sentó en medio de los varones, a ella eso le estaba concedido. La conversación tendía a lo picante. No es que sacara nada decisivo, pero poco a poco impresiones y ocurrencias se convertían en indicios.

- Eso no se hace, la hembra debe soltarse el pelo para placer de su hombre -atronaba Monsù, el verdadero héroe del día. Y así dio la salida a un torbellino de voces en el que sólo Pina Pissuta sabía captar lo esencial.

- Sí, si ella quiere gustarle. Pero ¿es que vosotros no os fijasteis en la baronesita? Parece como si no quisiera gustarle a nadie, de cómo se ha quedado. ¡Un alambre se ha vuelto, poco le falta para desaparecer!

- Estaba enferma, comió poco y además era un manojo de nervios, y el alma estaba que se le salía: en la boda, parecía un cadáver andante.

- Pero a ése le gustaba…, si no, ¿para qué pillársela?

- Se la ha pillado porque se llama Safamita y tienen dineros como para cubrir todo el adoquinado de la calle mayor de Sarentini, piedra por piedra.

- Y qué pasa, ¿es que no hay hembras ricas con más carnes que la baronesita?

- ¡Pero si está lleno de deudas ese marqués! Su criado me cuenta que ni siquiera a él puede pagarle el mes entero.

Después de comer, Pina se apartó con los personajes clave, las hembras de la casa, para llegar hasta el fondo. Excluyó a Amalia Cuffaro, que no hablaría. Supo así que Rosa apenas había pegado ojo en toda la noche. Había confiado a las demás que la novia se había quedado dormida entre lágrimas, completamente sola.

Ella había permanecido despierta, en el saloncito adyacente, para ayudarla, si era necesario, antes de que se reuniera con ella su marido: desde hacía semanas, Costanza se despertaba de noche y vomitaba. Había oído llegar al marqués, borracho. El baroncito Giacomo tuvo que acompañarlo hasta la planta de arriba y confiarlo a Baldassarre Cacopardo, su criado, que, en absoluto desconcertado ni sorprendido por el estado del barón, lo desvistió y lo dejó tambaleándose ante la puerta de la cámara nupcial. Rosa juraba que había oído ruidos y luego la voz del marqués, que farfullaba: «¡Pero si es que está en los huesos!». Después, silencio. Por último, pasos ligeros, muy ligeros: Costanza se había levantado y se había ido al vestidor. Rosa entreabrió la puerta y la vio tumbada en el sofá, tapada con un chal. Lloraba en silencio y así siguió hasta que Rosa se quedó dormida en un sillón del saloncito. Por la mañana, el marqués se levantó temprano y fue al vestidor. Apenas vio a su mujer dormida aún, llamó a grandes voces y repetidamente a Rosa. Sobre la alfombra, delante del sofá, había un charco de vómito hediondo. Costanza estaba consternada. Cada uno se lavó ayudado por su propio criado. Desayunaron y bajaron juntos: ambos tenían caras mustias, de contentamiento no, desde luego.

Pina pasó por la lavandería. Admiró el hermoso juego de cama, que era de seda, el camisón, la ropa interior. Examinó más atentamente las sábanas nupciales, limpias, apenas dobladas. Había unas manchas amarillentas, en el lado en el que había dormido Costanza. Las olió: eran restos de vómito acre.

Por la tarde, Pina Pissuta se presentó de nuevo en el despacho del barón. Al fondo, bajo la ventana, estaba el imponente escritorio. Frente a éste, dos simples sillas, sin brazos. En el otro extremo de la habitación había una mesa rodeada de grandes sillas de nogal de brazos esculpidos, con el respaldo relleno y tapizado de cuero marrón. Las paredes estaban revestidas de librerías macizas: un pastel de la baronesa Caterina de niña era el único cuadro, colgado a espaldas del barón.

Domenico Safamita estaba inquieto: la preocupación por su Costanza, aún más suya que antes, se había convertido en una obsesión, le había torturado durante todo el día. Sentado detrás del escritorio, con el busto separado del respaldo de la butaca, estaba muy tenso, como a punto de saltar a las primeras de cambio. Pina Pissuta se hallaba delante de él, de pie.

- ¿Y bien?

- He hablado con todos, he visto a quien tenía que ver. Los criados de los señores marqueses se han marchado, por otra gente me he enterado de ciertas cosas.

- Ya lo sé. ¿Y bien? Dígame.

- La baronesita sigue estando como salió del vientre de la difunta baronesa.

Domenico Safamita se sofocó. Sudaba y temblaba, y mantenía los puños apretados sobre la mesa. Con los ojos secos, lloraban sus carnes. Miraba fijamente a Pina Pissuta.

Aferró su caña de paseo, la puso en posición horizontal, apretándola entre sus manos, sin dejar de mirar a Pina. Lento, con ademán casi hierático, empezó a doblarla; después, con un arrebato amenazador, apoyó los pulgares en la madera, uno al lado del otro, y la quebró.

Pina era tal vez la única extraña que había conocido la intensidad del dolor del barón: había sido cometido suyo el anunciarle el resultado de los recurrentes abortos de su mujer, hasta casi antes de su muerte. Había sido testigo de sus tempestades interiores, de las sillas despedazadas, de los jarrones hechos añicos. Pero hasta entonces, nunca le había temido.

A pesar de que los separaba el escritorio, Pina tuvo miedo de aquel viejo. Los ojos del barón se habían dilatado -los párpados parecían haber sido absorbidos hacia la cavidad de las órbitas- como si estuvieran a punto de estallar, clavados en ella, negros, desesperados.

Se levantó de repente. Tenía aún los dos pedazos de caña en las manos. Empujó la butaca hacia atrás y, lentamente, cruzó el despacho para llegar hasta Pina. La orden salió de lo más profundo de su garganta:

- ¡Apóyese contra el respaldo!

Pina no lo entendió.

- ¡Sobre la silla, sobre la silla, la más pesada, maldita sea! -Temiendo que quisiera fustigarla, Pina no obedecía.

Su rostro era impenetrable y terrible.

- Date la vuelta y suéltate las bragas -dijo en voz baja.

A Pina le invadió entonces un disgustoso alivio. Apartó el capacho lleno de alimentos que se llevaba a casa, para ponerlo a buen recaudo; aferró una de esas sillas robustas y la colocó en el centro de la habitación. Se apoyó en los brazos, agarrándose a las cabezas de dragones gesticulantes, y controló su estabilidad. Pina se subió, se levantó deprisa las faldas, tapándose la cabeza, aflojó la cuerdecilla apretada contra la cintura que le sujetaba las bragas y se la soltó; después se dobló hacia delante contra el respaldo y aferró los brazos. Con cierta vergüenza, recordó que se había lavado poco y apresuradamente.

Domenico Safamita la penetró con un golpe seco y, después, a empellones cada vez más fuertes, tanto era el vigor que emanaba su desesperación. Con angustioso frenesí, el barón, llorando, sodomizó a Pina Pissuta.

- Puede marcharse, Pina. Gracias.

Pina se estaba recomponiendo, sin osar darse la vuelta, cuando vio caer a los pies de la silla un saquito de monedas. Lo recogió con los brazos aún doloridos; después se volvió hacia él para agradecérselo.

El barón volvía a estar detrás del escritorio, de espaldas a ella. De pie, con el vientre aplastado contra una librería baja, los brazos en alto, la cabeza caída hacia delante, la frente contra la pared, las manos aferradas al marco del retrato de su mujer.

- Márchese -repitió con voz cavernosa.

Pina sintió el impulso de decirle algunas palabras de consuelo, pero oía sollozos reprimidos y en esos casos a los hombres hay que dejarlos solos. Recogió sus cosas y se marchó.

Ya no eran sollozos los del barón. Al quedarse solo, empezó a aullar en voz muy alta. O eso por lo menos le pareció a Pina Pissuta, que aflojó el paso y después se alejó definitivamente.