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«Amor de madre no te engaña.»

Caterina Safamita se revuelve contra su sangre

Maria Caponetto, nodriza de Giacomo, y Amalia Cuffaro se pasaban el día entero con los niños, que tenían dos y tres años, respectivamente, y se hacían buena compañía. Costanza adoraba a su hermanito. Caterina Safamita compartía parte de la tarde con ellos, y se dedicaba exclusivamente a Giacomo. Costanza buscaba las caricias y la aprobación de su madre, que la rechazaba sin muchas contemplaciones. La baronesa ordenaba a las mujeres que la distrajeran con otros juegos. Ellas obedecían con la mirada baja y hacían lo que podían, pero era en vano. Costanza volvía junto a su madre, se pegaba a sus faldas, le agarraba las manos y se las cubría de besitos, le ofrecía golosinas y juguetes. En definitiva, la quería. Ella intentaba alejarla, pero no lo lograba. Costanza la llamaba, le tendía los brazos; cuando todo esto se revelaba inútil, estallaba en sollozos y permanecía muy derecha junto a su madre. La nodriza no era capaz de consolarla.

La simple presencia de su hija bastaba para volver irascible y casi neurasténica a Caterina Safamita. La culpabilidad y la vergüenza que después la asaltaban eran barridas por el resentimiento que le bullía por dentro en cuanto la veía. Cuando Costanza le impedía disfrutar en paz de Giacomo, pasaba a los malos modos, despreocupada de la presencia de las mujeres; se dirigía a ella groseramente, se la quitaba de encima, la empujaba de malos modos para que se alejara. Delante de los familiares se controlaba.

Una tarde de octubre de 1862, las nodrizas y los niños estaban en la habitación de los juegos. La baronesa se reunió con ellos. Tras dar un beso apresurado a Costanza, tomó a Giacomo de los brazos de su nodriza y le dijo a ésta que se fuera. Sentada en un sillón, lo besuqueaba sin parar y le entonaba cancioncillas. Costanza también extendía los brazos para que la cogiera en su regazo. Llamaba dulcemente a su madre, le dirigía sonrisitas, se le enredaba en el vestido, le besaba las puntas de la falda, lo intentaba todo, en definitiva, para obtener lo que quería. La baronesa ordenó a Amalia que se la quitara de delante.

No sin esfuerzo, Amalia convenció a Costanza para que se sentara a la mesita de trabajo de los niños y preparara las flores de papel cebolla para las guirnaldas con las que engalanarían la habitación en la fiesta de Difuntos. Era hábil con las manos. Doblaba los pétalos, los pegaba con una pasada de cola y los retorcía en el tallo de papel crepé. Hizo una preciosa rosa.

- Es un regalo para mamá -dijo, y corrió hacia su madre como un rayo. Amalia no consiguió retenerla.

Bien erguida, Costanza tendió a su madre su rosa de papel: daba saltitos esperando el «muy bien» que sabía que merecía. Su madre la miraba. También Costanza miraba a su madre. Los ojos opacos de Caterina y los escrutadores de Costanza estaban clavados los unos en los otros. Pero no se miraban. Los unos pedían y los otros no daban.

La mano de Caterina pareció separarse y descender desde una altura vertiginosa. Los dedos índice y pulgar estrujaron los pétalos de la flor y la condujeron hasta la palma de la mano, aplastándola, inexorables. Caterina miró primero de reojo la flor, después a Giacomo, adormecido; por último, volvió la mirada hacia la ventana y ya no la retiró de allí.

Caterina liberó la otra mano y apelotonó el papel como si fuera masa de pan, una palma contra la otra, con movimiento circular. Un olor ofuscador se desprendía del calor húmedo de la cola. La flor de Costanza era un pobre amasijo rosa y verde. Los brillantes refulgían, las manos apenas se tocaban. Lento, muy lento era su movimiento, como si Caterina estuviera en trance. A Costanza y a Amalia las tenía hipnotizadas, del mismo modo que a Caterina la hipnotizaba el cielo, un cielo sin nubes y luminoso como el de Malivinnitti. Malivinnitti.

- Vete con Amalia -dijo la madre, palidísima: bajó la mirada hacia lo que había quedado de la flor y dejó que resbalara hasta el suelo-. Vete, vete -repetía-, vete, vete -alzando cada vez más la voz y empujándola.

Costanza se le agarró al vestido.

- Mamá, no, no, mamá, ¿por qué lo has hecho? -repetía sin soltar la presa.

Caterina Safamita se levantó bruscamente. Apoyó a Giacomo sobre su brazo izquierdo y se lo puso a horcajadas sobre la cadera, sujetándolo con fuerza. Con la otra mano daba empujones a Costanza para alejarla. A sacudidas la obligó a soltarle la falda. Costanza forcejeaba con las manos extendidas para volver a pegarse a su madre. Giacomo, asustado, estalló en llanto y eso enfureció a Caterina.

Agarró a Costanza por la articulación del hombro con el brazo, cerrando la mano en torno a éste, como una mordaza, con los dedos apretados bajo la axila, y la levantó del suelo. Costanza gritaba con todas sus fuerzas: delgada como estaba, y zarandeada de un lado a otro, parecía una muñeca de trapo. Las sacudidas se volvieron frenéticas.

Con cuidado para que Giacomo no se le cayera, Caterina dobló ligeramente las rodillas y lanzó a Costanza contra la pared. La niña se desplomó en el suelo.

- ¡Que la matas, desgraciada! ¡Detente, como una cabra estás! -gritó la nodriza y se arrojó junto a Costanza.

La sangre le manaba copiosa sobre el ojo izquierdo y le bajaba hasta el labio.

- Mamá, mamá, mamá -farfullaba Costanza entre lágrimas, y la buscaba con los ojos por todos los rincones de la habitación.

Caterina Safamita había huido.

Con la cabeza apoyada en el regazo de la nodriza, Costanza sollozaba. Amalia le taponaba la herida, la cubría de besos, le acariciaba el pelo convertido en una masa crespa y húmeda de sudor, le daba masajes, le susurraba palabritas tiernas. Pero Costanza quería a su madre, sólo a su madre. La voz fue debilitándose, se ahogaba en sus propias lágrimas. Cuando ya no pudo más, perdió el conocimiento y permaneció así, a medias en el suelo y a medias en los brazos consternados de la nodriza.