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«Agáchate, junco, que pasa el quino.»
Costanza Safamita intenta comprender quién es ella verdaderamente y se consuela en las despensas de la cocina
Una semana después de las exequias del barón Safamita, los Sabbiamena regresaron a Cacaci. Costanza no había permanecido quieta ni un minuto: habló con el notario -requirió el inventario de la herencia-, organizó al personal, recibió las visitas de pésame en el castillo -con lo que hizo público el alejamiento de Giacomo- y halló tiempo incluso para ir a visitar al padre Puma. Estaba sorprendida por no sentirse transida, como se había imaginado, y tenía la sensación de que su padre habría aprobado su proceder. Los sarentineses decían:
- Qué extraña es esa pelirroja, ni siquiera parece adolorada, ¿dónde tendrá el corazón?
En Cacaci, sin embargo, sintió que la vencía el desconsuelo. Había perdido a su familia: era una huérfana y una hermana ofendida. Y una mujer herida. Costanza se comparaba con su madre, pero ésta había amado y había sido amada a su vez.
«Tu madre me quiso muchísimo, demasiado tal vez», le había explicado su padre. Ella, en cambio, era una mujer de veintisiete años condenada a la virginidad por su marido. «Hija del amor», la llamaba su padre y se lo había repetido hasta el final. Costanza le había creído. ¿Por qué la había preferido a sus hermanos? ¿Por qué Giacomo insistía en ofenderla? ¿Por qué la había llamado «bastarda»? Y sin embargo, el padre Puma le había confirmado que no era así:
«Tú eres tan Safamita como tus hermanos», le había dicho. Él, el confesor de su madre, lo hubiera sabido.
Lloraba en su cama. Ni la música, ni el bordado, ni las tortugas, ni el jardín le procuraban consuelo. Añoraba incluso el goce espurio de aquellas ojeadas a través de las persianas del despacho.
«Tú debes amarte, gustarte», la había exhortado su padre. Debía soltarse el pelo y rehacer la trenza de la vida. Nuevos deberes, nuevas necesidades, nuevos amores. Le zumbaban por la cabeza las palabras de su padre: «Deseo que hagas lo que quieras. La felicidad hay que buscarla, construirla piedra a piedra…».
«Pero ¿dónde?», se preguntaba Costanza.
Entonces percibió el olor de la vela sobre la mesilla. Era intenso; le palpitaban las narices.
Estaba en la sala de plancha. Lloraba. Maria Teccapiglia y Amalia la acariciaban. Lina Munnizza, que raramente pisaba aquella habitación, la miraba:
- Hija de baronesa es y, sin embargo, cuánta pena me da esta rapaza. Qué digna de lástima.
Costanza, que ya a esa edad era muy orgullosa, había levantado rápidamente la cabeza. Maria intervino:
- Cuanto menos se hable, mejor. Dame las llaves de la despensa, Lina, y lárgate. -Después se abrazó a Costanza y le dijo-: Ven conmigo, voy a llevarte a un sitio muy especial, pero ni una lágrima tiene que caer sobre las losas, porque si no, te convertirás en caracol, ¡y ya sabes lo que ocurrirá entonces!
Maria la tomó de la mano y se la llevó a las despensas. Era un nuevo mundo fascinante, todo por descubrir.
En el palacio Safamita había tres despensas: la primera para los productos secos e inodoros, la segunda para las cosas dulces y para conservar la fruta, y la tercera para todo lo demás. Maria desataba los sacos de legumbres, uno a uno y le decía:
- Tócalas, remuévelas.
Titubeante al principio, ella acababa por hundir las manos en aquellos grandes sacos, cogía un puñado y lo dejaba caer después poco a poco -lentejas, habas, garbanzos, judías-, muy despacio, sobre la boca del saco. El repiqueteo de las legumbres que le resbalaban entre los dedos y caían como lluvia sobre las tejas de los tejados la consolaba; de los sacos se desprendía un olor fresco a polvo y almidón, mezclado con los olores de las pajitas y de las hierbas aromáticas, esas que se tiran cuando se limpian antes de cocinarlas: olor a hinojo, a flores silvestres, olores de campo, de cañada.
Con una sonrisa misteriosa, Maria le dijo:
- Ahora vamos a la despensa de los dulces; es como la cueva de las maravillas de la princesa Caracol.
La despensa se parecía realmente a una cueva. Como estalactitas, colgaban, de ganchos en la pared y en el techo, coronas de higos secos, racimos de uvas pasas, ramas de granado cargadas de frutas, ramos de hojas de laurel, coronas de naranjas cuajadas de esencia de clavo. Los estantes estaban repletos de botellas de licores, rosoli, vinos robustecidos y sacos de frutos secos de todas clases: almendras, nueces, avellanas, pistachos, ciruelas, pasas, algarrobas, albaricoques, melocotones. Bien alineados sobre los estantes del medio había cajas de metal y recipientes de cristal llenos de azúcar, miel, almidón, cacao, chocolate, café, canela, vainilla, clavo, anís, menta seca, flores glaseadas, fruta escarchada y en aguardiente, pieles de naranja, dulce de membrillo, mermeladas, conservas, calabaza confitada y galletas de todo tipo. Los más bajos, los que estaban a su alcance, se hallaban repletos de fruta: melones de invierno, amarillos y blancos, de piel rugosa y aromática, manzanas y peras envueltas una a una en papel, membrillos nudosos, acerolas pequeñas y rojas como cerezas.
- ¡Huele la madera! -le dijo Maria.
Costanza apoyó la nariz en el estante y aspiró el olor de la madera mezclado con los aromas que llenaban la despensa.
- Cierra los ojos y no te muevas. Ahora verás lo que sucede.
Poco a poco, en un calidoscopio de olores, el aroma de cada una de las clases de fruta allí depositadas iba adquiriendo consistencia y se imponía sobre los demás: el olor dulzón del melón, el penetrante e intenso del membrillo, el más delicado de la manzana. Hubiera permanecido horas así, con la cabecita apoyada en el estante, los párpados caídos, un esbozo de sonrisa en los labios, embriagada.
Maria la llevó a la última despensa. Había piezas de queso cilíndricas: de oveja a la sal, de oveja curado añejo, caciocavallo;
[9] unas redondas, otras ovaladas; toneles de vino, damajuanas de vinagre, tinajas de aceite, barriles de aceitunas en salmuera y muchos cántaros de agua fresca. Había incluso, en un rincón, debajo de una trampilla y cubierta de paja, una pequeña nevera. Costanza olía la salmuera penetrante, el olor punzante de los vinagres, el pastoso del vino, el graso de las aceitunas en aceite -cubiertas por hojas de olivo-, el áspero de las berenjenas empapadas en vinagre y conservadas después en aceite, hasta el casi imperceptible del agua en las garrafas, húmedo, terroso.
Maria la llevó después a la cocina y le preparó un sencillo granizado mezclando zumo de limón con azúcar y nieve triturada, y le dio también una galleta crujiente para que la usara como cucharilla.
Costanza llamó a Rosa e hizo que le trajera una lámpara de petróleo. Bajó a las cocinas y entró en las despensas, que había organizado como las de Sarentini. Sola, abría los sacos de las vituallas, olía la fruta, los quesos, el aceite, el vino; a muchos años de distancia, revivía su iniciación al olfato.
Volvió a su habitación embebida de olores. Rosa, preocupada, había despertado a la nodriza.
- ¡Vuecencia nos ha hecho pasar las penas del infierno! -le reprochó Amalia.
A la mañana siguiente se fue a la terracita de las tortugas. Durante la noche había llovido, y en el tallo grueso y bulboso de una vinca había un enorme caracol estriado. Desentendiéndose de los reptiles, se quedó observándolo. Bien plantado sobre su base, asomaba apenas la cabeza. No se movía. «Tú no debes preocuparte, no estás sola: aquí estoy yo para encargarme de ti», le decía el sapenco a la princesa Caracol.