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«Del árbol caído todos hacen leña.»

Sarentini habla tras el nacimiento de Costanza Safamita y olvida la muerte del rey, pero no el pasado

Empezaron esa misma noche los chismorreos y las habladurías, destinados a serpentear por el pueblo entero hasta que, con ocasión del bautizo de Costanza, la familia Safamita los acalló, aunque no fuera más que temporalmente, con su ya legendaria munificencia.

Del nacimiento de la hija del baroncito Safamita en Sarentini se había corrido la voz en un santiamén, confirmando así, como si hubiera necesidad de ello, que el telégrafo sin hilos del chismorreo siempre aventaja a los medios de comunicación ortodoxos. El pregonero que, acompañado por los redobles de tambor, tenía el cometido de informar a la población de la muerte del monarca, el no muy amado Fernando II, en el lejano palacio de Caserta, y de la subida al trono de Francisco II, suscitó escaso interés y ninguna manifestación de duelo entre los lugareños; los curiosos, al contrario, no le daban tregua: pedían en voz baja noticias de la casa Safamita, que él distribuía con una dignidad conforme a su cargo.

Se rumoreó aún más de lo debido. Por otro lado, había mucho que chismorrear sobre esa arrogante familia palermitana que a principios de siglo se había dejado caer por Sarentini gracias a la boda del barón Stefano Muralisci con Caterina Lattuca, una heredera burguesa. Los Safamita habían dado muestras de avidez y soberbia, reforzando las patrullas de guardas privados, empleando a mayorales y capataces despiadados, reconstruyendo alquerías y masadas, fortificándolas casi, y se habían comportado como si fueran los soberanos de sus tierras e incluso del pueblo. Instalándose en el castillo de los príncipes Arcuneri, que eran los barones de Sarentini, feudatarios ausentes desde hacía generaciones y definitivamente empobrecidos, lo habían ampliado sin reparar en gastos. Hubieran podido vivir todos en el castillo cómodamente, pero el baroncito Domenico quiso construir un grandioso palacio para trasladarse allí con su sobrina, con la que se había casado tras arrancar al obispo una dispensa de la prohibición del matrimonio entre consanguíneos. Se sabía que había sido ella quien se había prendado de su tío y lo había seducido. Pero los dineros no borran los pecados, y todos, tanto los ricos como los pobres, antes o después deben pagar por ellos: aquella horrible hija pelirroja, como nunca las había habido en la historia de Sarentini, testimoniaba ahora la vergüenza de los Safamita. Y había algo aún peor: la madre la había rechazado. Se decía que tras su nacimiento se había comportado como una loca y que ni siquiera la había tomado en sus brazos. Las monjitas del convento del Carmine mucho tenían que contar a este respecto. La gente, con la excusa de comprar bollos y galletas, acudía al torno del convento para escuchar de la hermana despensera encargada de la venta, a través de la lámina de cinc agujereado, cuanto había sido referido por las inocentes hermanas convocadas al palacio de los Safamita para las plegarias del parto. Decía la monja, con su habitual cadencia dulce y serena, que las monjitas temblaban aún ante el recuerdo de los gritos obscenos de la baronesa, claramente poseída por el diablo en aquella circunstancia, y hablaba de su desesperación después del nacimiento, como si sintiera repulsión ante su propia sangre.

No eran sólo los extraños quienes testimoniaban las facciones de la recién nacida y la acogida que le había reservado su madre. Incluso la baronesa Scravaglio hablaba de la grosería de su cuñada. Caterina Safamita estaba «marcada» de mala manera y era necesario encontrar un exorcista, o recurrir a los viejos y eficaces métodos de hechicería, para salvarla a ella y a todos los Safamita.

Los sarentineses ni siquiera salvaban al baroncito: era un soberbio, emperrado en superar a su hermano en lujos y riquezas y devorado por aquella malsana pasión hacia su sobrina. El castigo de Dios se había abatido sobre él: se le morían todos los hijos concebidos por su sobrina, excepto uno -y también sobre éste habría mucho que decir, pero era poco sensato hacerlo-, y ahora le había caído encima una hija pelirroja de mirada bovina y cara amarillenta manchada por gruesas pecas.

El hecho de que muy pocas personas hubieran visto a Costanza, y que ésta fuera una niña como cualquier otra, pelirroja y de piel clara, fue convenientemente ignorado. La fealdad de Costanza Safamita no tardó en convertirse en término de parangón en las conversaciones de la gente, y así se transmitió a las generaciones sucesivas.

«Pelo rojo, mal agüero.» Los antiguos sabían muy bien lo que se decían.