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«Las bodas, o se hacen pronto o jamás.»
Costanza Safamita busca de mala gana marido en Palermo
En febrero de 1880, Costanza, que no había cumplido aún los veintiún años, iba a Palermo infeliz y con el corazón en un puño. Tenía un cometido bien preciso: encontrar marido.
El año precedente, su padre la había llevado consigo a Nápoles; fue su primer viaje largo.
- No has ido nunca al teatro -le había dicho. Representaban Lucia di Lammermoor-. Donizetti la compuso precisamente aquí -le había recordado su padre al llegar a Nápoles-, hace casi cincuenta años. Ponte el vestido que te compró la tía Maria Anna, no lo olvides.
El maestro bajó la batuta: la música llenó el teatro. Costanza era todo oídos y miraba fijamente el telón de terciopelo carmesí, altísimo y opulento con sus galones y bordados de oro. Un ligero temblor hizo ondear los pliegues de las cortinas. Costanza aguardaba, conteniendo la respiración. Cuando se alzó el telón, reveló un bosque, como ella nunca se lo hubiera imaginado: los bastidores eran árboles de troncos altos y poderosos y de follaje exuberante en distintas tonalidades de verde oscuro; se degradaban en perspectiva hacia el fondo de la escena -el bosque de Ravenswood- y guiaban la mirada de Costanza. La luz, al inicio débil, aumentó progresivamente; el coro, desplegado y disimulado entre bastidores y el inmenso telón de fondo -con los trajes del mismo color que los troncos-, adquiría cuerpo, con los semblantes pálidos como luciérnagas bajo el claro de luna. Las notas ascendían del foso y se fundían con las voces de los cantantes en el escenario. Costanza se despegó del respaldo y permaneció al borde de la silla, estática: era otro mundo, un verdadero país de las maravillas.
En el descanso se unieron al público en las salas del foyer: ninguno de los dos tenía interés en observar la opulenta elegancia de las señoras o los dorados y los estucados del teatro. Costanza se deslizaba entre la gente cogida del brazo de su padre. Había adoptado una postura que él no le había visto nunca: hombros rectos y cabeza alta, mirada encendida, mejillas sonrosadas, labios abultados y entreabiertos en una sonrisa; le recordaba a Caterina a su edad. Era atractiva: el azul pavo real de su traje de noche y sus cabellos cobrizos resaltaban su tez, blanca como la leche, y recibía miradas llenas de curiosidad y admiración. Pero ella no las notaba, tenía delante de sus ojos el proscenio y tarareaba la música. El padre se percataba de que los hombres también le miraban a él, y se irritó: obviamente, pensaban que no era su hija. Costanza estaba extasiada; ebria de música, seguía inmersa en las vicisitudes de la trama. La eterna lucha entre Edgardo y Enrico, el tormento de Lucia, el deber de Enrico. Se repetía para sí misma, musitando, el estribillo del último dúo: «Verranno a te sull'aure i miei sospiri ardenti».
- ¿Quieres beber algo? -le preguntó su padre.
- No, no, estoy bien así. -Costanza, a su pesar, volvió a la realidad.
- ¿Te gusta?
- Sí, mucho -murmuró ella, lejana otra vez.
- Es una historia de amor tristísima.
- Pero es tan hermosa, papá, qué feliz soy.
De vez en cuando, su padre le señalaba algo y no recibía respuesta. Costanza oía pero no escuchaba, veía pero no miraba.
Durante el descanso tras el segundo acto, su padre ni siquiera intentó aparentar que conversaban. Paseaban en silencio: dos desconocidos entre la multitud. Domenico Safamita experimentaba una extraña sensación de malestar. «Appressati Lucia.»
[5] ¿Y si el matrimonio que deseaba para su hija no le traía la felicidad? «Per poco tra le tenebre sparì la vostra stella.»
[6] Él la había aplastado con su luto. «Io la farò risorgere più fulgida, più bella.»
[7] Le asaltaron unos celos rabiosos y viscerales contra aquel que habría de poseer a su hija. La miró, avieso. Costanza, con ojos soñadores, movía la cabeza siguiendo su música interior. También Caterina cantaba silenciosa en la ópera.
- Costanza, ¿cómo te imaginas tú a un enamorado? -le preguntó de repente.
- Comme toi, mon papa -murmuró ella-, yo quisiera casarme con alguien como tú.
Él sintió que se sonrojaba. Se tambaleó, pero recuperó después el paso indolente que requería el lugar en que se hallaban; entre tanto, su puño cerrado trituraba inexorable las gafas de leer. Costanza percibía que algo iba mal, pero no sabía qué y no se preocupaba: sólo quería que el tercer acto empezara enseguida, enseguida y nada más. Se aferró impaciente al brazo de su padre para acelerar el paso y le rozó con el hombro y el pecho.
- Despacio, despacio, Caterina, es la primera llamada -dijo él.
Costanza no le oyó. «Per te d'immenso giubilo tutto s'avviva intorno»,
[8] cantaba el coro, y ella estaba junto a ellos, en la recepción de Arturo.
El barón Safamita volvió a llevar a Costanza a la ópera otra vez, a petición expresa de ella, pero quiso regresar a Sicilia antes de lo previsto.
En Sarentini, el palacio estaba revolucionado. Maria Teccapiglia, que no tenía pelos en la lengua, puso de inmediato a Costanza al corriente de todo: durante la ausencia del barón, Giacomo se había comportado como amo, y mal. Algunas criadas incluso habían dejado de servir; los guardas estaban inquietos y los empleados de la administración descontentos. Mirando a Costanza a los ojos, Maria añadió que el padre de Filomena había desaparecido. Costanza comprendió que los Tignuso andaban de por medio.
- Encontró lo que se merecía -dijo Maria-, pero vuecencia no me dijo que les pagaba el colegio a los hijos; lo que piensen los demás no me interesa, yo lo digo de buena fe.
El padre tuvo que tomar las riendas de la casa, y aplacar y poner las cosas en su sitio. Su hijo menor, el único que habría de transmitir el nombre Safamita, le era antipático. Giacomo constituía un problema: era un palurdo, listo, pero de inteligencia limitada. De la parte de sangre Safamita que corría por sus venas emergían los rasgos menos adecuados para los tiempos modernos: era un pollastre que sembraba el desbarajuste entre las criadas.
Giacomo rehuía la compañía de los palermitanos. No se casaría bien. Lo más adecuado para él era una mujer de la pequeña y dudosa nobleza de pueblo, que tanto desagradaba a los Safamita. Por otra parte, una nuera de esa clase se plegaría a la voluntad y a los gustos de su marido, asegurándole la estabilidad doméstica, y era necesario encontrarla pronto. Pero antes debía casarse Costanza.
Domenico lo sabía: Giacomo incubaba una gran aversión hacia él -y sin duda el barón era en parte responsable de ello-, y estaba convencido de que también aborrecía a su hermana: después de su muerte se haría evidente. No la trataría con la deferencia que los hermanos Safamita habían reservado a Assunta, ni estaría dispuesto a imponer la presencia de Costanza a su mujer. En vez de ama, Costanza sería una huésped molesta, tolerada en espera de la herencia. Dócil como era, sufriría en silencio.
La nobleza palermitana atravesaba un periodo de renacimiento, había vislumbres de mayor cultura y responsabilidad cívica. Costanza debía casarse con un aristócrata y vivir en Palermo, frecuentar los teatros, viajar, conocer a sus iguales. Su padre le habló de su matrimonio en los siguientes términos:
- Eres rica y serás ama. Quiero para ti una boda apañada a tu gusto, para que seas feliz, como lo fui yo con tu madre.
Debía elegir ella; la llevaría a Palermo para conocer a jóvenes nobles. Había sido lapidario: debía casarse lo antes posible, quería morir con la seguridad de dejarla colocada. Costanza, en cuyos oídos la palabra «elegir» resonaba oscura y amenazadora, debía obedecer, y dio su consentimiento.
Se corrió la voz de que la baronesita Safamita, provista de una notable dote, estaba lista para el matrimonio. Sus parientes, los Trasi, recibieron el encargo de introducirla en la sociedad palermitana. Decidieron que era necesario, antes que nada, que renovara el guardarropa y se arreglara más. Costanza salía de compras con sus primas y soportaba resignada las interminables pruebas de vestidos, sombreros, zapatos. Estaba delgadísima y las modistas añadían relleno a los corpiños e ideaban estratagemas para hacerla más atractiva. No era de extrañar: del velete al guante, del tono del color a los accesorios más diminutos, lo que estaba en juego era el teatro de la feminidad, ese teatro del que precisamente ella había ido retirándose poco a poco. Costanza se ponía con diligencia cuanto escogían para ella y añoraba entre tanto sus sencillos vestidos del luto. Empezó a frecuentar los salones de Palermo y a ser presentada a posibles buenos partidos, así como a sus madres. Esas ocasiones se le antojaban atroces y humillantes. Al anochecer, se adormecía a veces llorando y soñaba que de noche los caracoles salían de debajo del suelo, subían por las patas de la cama, se deslizaban entre las sábanas y la envolvían en un capullo para devolverla a Sarentini. Al día siguiente debía reemprender su deambular por el paseo marítimo, las visitas: ella era a la vez mercancía y cliente. En esos momentos la martilleaba un recuerdo de su viaje a Nápoles. Había acompañado a su padre a una subasta de caballos de carreras. Los caballos habían sido almohazados a la perfección para poner de relieve su musculatura. Cada uno de ellos tenía a su izquierda un mozo que lo controlaba sujetándolo por el bocado; debían dar vueltas a paso largo y con la cabeza alta por una pequeña plataforma redonda bajo las miradas críticas de los adquisidores, mientras la voz estridente del rematador ponderaba sus cualidades. Los mejores se vendían a las pocas vueltas, pero los demás se veían constreñidos a aquel carrusel hasta su venta o la ignominia de ser retirados de la subasta. Aturdidos y desorientados por los gritos y el continuo girar, éstos hacían ademán de encabritarse, echaban espuma por la boca, intentaban doblar la cerviz, para ceder después al apretón del bocado cortante. Retomaban derrotados la orgullosa postura requerida para la ocasión, con la mirada llena de resentimiento.
Costanza se comparaba con aquellos desafortunados. «¡Ponte derecha!», «¡Cambia esa expresión tan lúgubre!», «¡Sonríe de vez en cuando!», «¡Esa mirada, levanta esa mirada!», croaban sus primas. Ella lo intentaba, pero su timidez acababa inevitablemente por imponerse y Costanza hacía su entrada en los salones con la cabeza gacha y los hombros caídos, como esos infelices caballos que quedaban los últimos en el carrusel. Daba vueltas y circulaba entre los invitados, mientras sus primas le hacían guiños para señalarle a los jóvenes preseleccionados y a sus familias. Intuitiva y observadora, Costanza se daba cuenta de cuándo estaba siendo escudriñada y, como aquellos caballos, intentaba oponer resistencia. Bajaba los ojos, pero entre tanto era como si oyera a sus rematadores en la subasta tentar a las familias:
- Los feudos Mezzeterre, Zirretta, Malivinnitti, Canziati, mil fanegas de sembradío en las Madonias, dineros en el banco, todas las joyas de su madre y aún mucho más… -Costanza hubiera deseado pulverizarse y convertirse en un montoncito de cenizas.
Tenía el temor -casi la certeza- de no gustar y, así las cosas, cada encuentro, cada conversación se hallaban destinados al fracaso.