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«Se casan los pobres y tienen pobrecillos.»
Amalia Cuffaro reflexiona sobre el alejamiento de Costanza Safamita y no es capaz de resignarse
Amalia estaba pasando el peine entre los cabellos de Pinuzza. Era una operación molesta. Pinuzza se quejaba, pero era necesario despiojarlos a fondo, una vez al mes, después de limpiárselos con ceniza.
- Hay que ver la de ceniza que sale -comentaba Amalia-, hace falta paciencia. La baronesa siempre le decía a Nora Aiutamicristo, cuando la peinaba, y ésa sí que hacía daño, le retorcía el pelo en los hierros calientes y casi le quemaba la cabeza: «Nora, tú sigue, que quien de guapa quiere presumir, algo tiene que sufrir».
- ¿También ella se limpiaba el pelo con ceniza?
- No, de vez en cuando con talco. Se lo lavaban con agua caliente, agua tenían cuanta querían.
- ¿Y la marquesa también se lavaba el pelo así?
- De lo más limpita era mi Costanza: era guapa y nunca se quejaba.
- ¿Tan guapa como su madre?
- Distinta, porque estaba muy, pero que muy delgada.
- Las hembras delgadas no les gustan a los varones, bien hermosas tienen que estar -comentó lacónica Pinuzza.
- ¿Y a ti quién te dice esas cosas? Bien guapa que era mi Costanza. -Amalia se apresuró a recomponer la trenza.
- Cuando la peinabas, ¿hablabais como hacemos nosotras?
- A ella no le gustaba dejar que la peinaran, hablábamos cuando remendábamos juntas.
- ¿Todo te lo decía, como yo?
- De chiquitina sí, después ya menos.
- ¿Y a ti no te daba pena?
- Yo la quería mucho, y ella también a mí, pero que muchísimo.
- Y a Giovannino, ¿no lo echabas de menos?
- Claro que sí, pero yo era la nodriza de los Safamita, y allí me quedé.
- ¿Sabes lo que te digo? Más que tu hijo era esa marquesa para ti. No está bien. No sé quién te mandó con la marquesa, pero quien fuera ¡te hizo un hechizo!
Era mayo ya bien entrado, casi cuarenta años atrás. Su suegra no le daba tregua: Amalia debía ir al palacio para acordar los últimos detalles antes de entrar a servir. Giovannino, por aquel entonces, tenía casi siete meses: era una hermosura. Le dirigía sonrisitas dulces, se le agarraba a los dedos cuando lo amamantaba, como si el inocente supiera ya que sus abuelos iban a arrancarlo del lado de su madre. Ella procuraba aplazar desesperadamente el momento de la separación, llegaba incluso a desear que no hubiera necesidad de nodriza, una vez más, en casa Safamita. Perder a Giovannino era un dolor insoportable. Su suegra le había prometido que se lo llevaría todos los días, para que no se quedara sin leche, esperando el alumbramiento, y después todas las semanas: pero esas promesas no le bastaban.
Debía ceder. Ella, Amalia Belice, era una desgraciada, como toda su familia, nacida para obedecer. Con aquel estado de ánimo, del brazo de su suegra, se arrastraba ansiosa y desganada por las callejas de Sarentini en dirección al palacio Safamita. Confiaba en regresar pronto con su hijo, procuraba consolarse en vano con la idea de que probaría el caldo de carne del que tanto le habían hablado; lo preparaban en las cocinas del palacio para todos, amos, servidumbre y visitantes.
No imaginaba que se encariñaría tanto con Costanza, tan rápidamente y con tanta intensidad. La había visto semejante a ella -rechazada por su madre, como ella por su suegra-, y la había querido como si fuera una hermana de Giovannino. Su suegra se lo llevaba al palacio cada vez con menos frecuencia. En las tardes libres, cuando iba a casa, sus suegros la ponían de inmediato a trabajar alejada de él. El amor entre madre e hijo pervivía, Giovannino la respetaba. Por lo menos hasta que ocurrió lo que ocurrió. Hacía veinte años que no lo veía, pero habían seguido queriéndose, hasta el punto de que Giovannino la había invitado a reunirse con él en América. Era demasiado tarde. Él se había casado, la vida era dura allí, no era cierto que hubiese hecho fortuna. Ella hubiera sido otra boca que alimentar, una vieja a la que atender. No conocía a su nuera ni a sus nietos.
Amalia se había ofrecido para cuidar de Pinuzza: eso era lo mejor para todos.
Costanza la había querido mucho. Se lo había demostrado hasta su muerte. Pero desde que cumplió siete años, ya no se confiaba a ella, parecía un caracolillo oculto en su concha. Sucedió después de la primera comunión, sin motivo aparente. Ella pensó que Costanza la consideraba responsable por no haberla protegido. Pero se equivocaba: Costanza no tenía rencores, no la culpaba.
Amalia no era capaz de resignarse. Tras la muerte del barón, Costanza ya no tuvo a nadie a quien confiarse. La miraba con esos ojos grandes y pensativos, sin duda quería decirle algo, pero se abrazaba con fuerza a ella, como una chiquitina, y no abría la boca, como si bastaran esos abrazos para transmitirle su infelicidad. Se había casado, pero aquel marido era como si no existiera. Costanza se encontraba sola y triste. Por qué no confiaba en ella, en su nodriza, siguió siendo un misterio. Pero es que misterios había muchos en casa Safamita. El señor Paolo le sugirió que no le diera más vueltas:
- Es una noble, y ellos son así. Quizás a fuerza de estar a tu lado, se hubiera vuelto como una criada, y eso no estaría bien -le dijo.
De vez en cuando, a Costanza se le escapaban cosas extrañas, pero «pensadas». Amalia no las entendía. Era inútil pedir explicaciones: Costanza enrojecía por entero, como si se avergonzara de su debilidad, y no soltaba prenda. Sin embargo, siempre contaba con ella en las ocasiones difíciles y penosas. La quiso a su lado en el seminario, durante su visita al padre Puma. En la carroza, de regreso, Costanza estaba afligida.
- ¡Hay que ver cómo está el padre Puma! -le había dicho Amalia para distraerla-. Completamente ido. Nada de lo que decía tenía sentido.
Costanza se arrellanó en el asiento de la carroza.
- Para mí ha sido suficiente así -dijo, y no añadió nada más.