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«Aunque los anillos pierdas, siempre los dedos te quedan.»

Maria Teccapiglia consuela a Costanza Safamita contándole la extraordinaria historia del nacimiento de su madre

Al atardecer, los Safamita y sus invitados salieron de casa, en grupo, para un desganado paseo bajo los algarrobos. Después de cenar, en la terraza, las mujeres jugaban sin mucho interés a las cartas mientras los hombres pasaban el rato fumando. Hablaron poco y de trivialidades. Costanza miraba el cielo estrellado: allá arriba había una paz inmensa.

Por la tarde, el padre había anunciado a la familia:

- Todo arreglado.

Costanza se había enterado de algo más gracias a Maria Teccapiglia. Pese a que había sido un día infausto para ellos, aunque no así para los Tignuso, Costanza se regocijaba en secreto: había nacido otra Caterina Safamita. Se había sentido repentinamente sola, como nunca antes, y por la tarde había ido a buscar a Maria en la antecocina y le había pedido que le contara la historia del nacimiento de su madre. Maria comprendió y empezó a contársela, retomando el tuteo de otros tiempos:

- Tu abuela, que en paz descanse, murió veinte años antes de que tú nacieras. Siempre tenía una sonrisa en los labios. Ni siquiera cuando dio a luz a tu madre se atrevió a quejarse. Y hay que ver lo memorable que fue aquel día, el 28 de junio de 1831. Tres días antes, el 25, notamos unas sacudidas, como si hubiera un terremoto. Corrimos a cerrar las ventanas, las lámparas se meneaban. La baronesa me dijo: "Han empezado las contracciones". Después las sacudidas se calmaron y las contracciones también.

»Y así seguimos durante tres días, nos estábamos volviendo todas locas, era como si la tierra y el cielo dictaran el ritmo del parto: se sienten las sacudidas y las contracciones empiezan: los temblores de tierra terminan y también las contracciones.

»Después, al cuarto día, en casa, todo se puso a bailar, las sacudidas se hicieron más fuertes y las contracciones volvieron a empezar, muy seguidas ya. Se sentía el ambiente pesado, oscuro. Se oían truenos a lo lejos, pero no había una sola nube a la vista. Era como si el mal tiempo estuviera escondido por un telón azul que cubría todo el cielo, y por detrás arreciara la tormenta. El caso es que no dio tiempo a llamar a las parteras, la chiquirritina se presentó en la vida por su cuenta, tuvimos que echar una mano todas nosotras, las hembras casadas, y nos las apañamos mejor que las comadres.

Maria, falta de aliento, hizo una pausa, se incorporó en la silla, entrelazó las manos y las apoyó abiertas sobre su regazo, con las palmas hacia arriba. Miraba a su alrededor, satisfecha.

- Y después se oyó un estruendo, lejos, muy lejos, ¡una música muy especial para festejar a la baronesita! -Ahora Maria Teccapiglia reía socarrona; sus ojos fatigados, casi ocultos por los párpados lacerados, cobraron un atisbo de vivacidad y le hacían guiños amorosos a Costanza-. Eso pasó aquel día. Pero hubo más. Después se supo que en medio del mar, frente a Sciacca, cosas bastante más misteriosas ocurrieron, justo cuando la baronesita estaba a punto de nacer. El barón Guglielmo llamó al castillo al capitán Francesco Trafiletti -Maria Teccapiglia pronunciaba con voz más alta el nombre del capitán, separando cada sílaba- para escuchar directamente de sus labios lo que le había ocurrido, y a nosotros, el personal de la casa, nos hizo entrar a todos en el salón, a escucharlo. En fin, que el capitán ese navegaba desde Malta a Sciacca. Y cuando estaba en alta mar, muy, muy lejos, observó un movimiento enorme en medio del agua. Pensó que eran unos peces grandes y gruesos que estaban divirtiéndose. ¡Menuda diversión! Peces muertos eran ésos: los vio aparecer alrededor del barco y allí quedaron flotando, junto a las algas. Después se oyó un ruido y vio una columna de agua tan alta como el campanario de la iglesia mayor: se levantaba en medio de aquel manicomio de olas enloquecidas y así siguió durante tres días, siempre igual. Él se alejó un poco y se quedó observando.

»El 28 de junio, mientras la baronesita nacía, de aquella columna de agua empezaron a caer pedazos de piedra pómez, tufo, ¡vaya!, una lluvia de piedras, como el granizo pero mucho más grande; y de repente apareció una isla. Nacía del mar y crecía con sus colinas redondas, una maravilla. Durante dos meses esa isla salida del mar estuvo allí, grande y tranquila, y hasta los pájaros anidaron en ella. Una isla hermosísima era, y recién nacida, como tu madre, pero no duró mucho en medio del mar, pues tanta era la maldad de los cristianos que el Señor hizo que desapareciera de nuevo.

»Isla del rey Ferdinando era, y el capitán la llamó Ferdinandea. Después pasaron los ingleses y clavaron allí su bandera y dijeron que les pertenecía. Llegaron los franceses, clavaron allí otra bandera y ellos también dijeron que les pertenecía. Estaban a punto de arrearse para ver quién debía ser el amo de la isla. ¿Sabes lo que hizo ella? A la chita callando, se volvió bajo el agua y desapareció. Tranquila, sin bullanga, fue hundiéndose hasta el fondo del mar y allí se quedó, junto a peces y corales.

»Así nació tu mamá, y especial fue desde el principio. Antes de un año ya andaba, hablaba y leía desde muy chiquitina. Aprendió francés e inglés con esa buena cristiana de mamelle Besser. Cuidaba de su madre enferma como una mujer mayor, de lo mucho que la quería. Hembra fuerte es tu madre; como la isla Ferdinandea, no busca pelea pero sabe lo que quiere. Cuando ve riñas entre los cristianos, las evita y desaparece de la circulación.

Costanza miraba las estrellas. Eran sus ángeles de la guarda, silenciosas mensajeras portadoras de esperanza. Temblaban en la oscuridad más absoluta. Y esperaban algo de ella, no sabía qué. Estaba confusa, se le saltaron las lágrimas.

Apretó los labios y tragó. Las miró con fijeza y finalmente lo comprendió: una promesa. Ella, Costanza Safamita, protegería a la hija de Stefano: como la abuela de la criatura, aquella chiquirritina había nacido un día en que se había verificado un acontecimiento extraordinario, y estaba destinada a ser tan especial como ella.