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«Quien tuvo y no lo aprovechó, no hallará confesor que le dé la absolución.»

Las leyes subversivas y las habladurías acerca de la frustrada vocación monjil de doña Assunta Safamita

Los hermanos Safamita estaban ávidos de posesiones. La oportunidad de adquirir bienes confiscados como consecuencia de las leyes que suprimían las instituciones religiosas los enardecía. La aristocracia no había participado en las subastas, por falta de dineros y por temor a la excomunión papal que recaería sobre los compradores, como aseveraban muchos, o por respeto hacia la Santa Madre Iglesia, como decían los nobles, adeptos del partido clerical y borbónico, que en Sicilia contaba ya con numerosos seguidores.

Guglielmo y Domenico Safamita se informaban acerca de los bienes en venta, escogían los que les interesaban -se hallaban a montones: más de mil conventos y monasterios habían sido confiscados en Sicilia-, estudiaban la manera de adquirirlos a los precios más bajos, planificaban las estrategias para las subastas y organizaban la financiación para las adquisiciones. Se había convertido casi en una carrera entre hermanos, una búsqueda del tesoro, que les ocupaba a tiempo completo. Se proclamaron vencedores, entre los mayores terratenientes de la isla. Horrorizada por este último acto de impiedad del gobierno, Assunta no quiso ser menos. Adquiría a su nombre, o como testaferro por cuenta de conventos femeninos, y revendía los bienes a los entes religiosos al mismo precio; después, arrebatada por el ímpetu de no dejar escapar un buen negocio, siguió adquiriendo para sí misma y acumuló ella también una fortuna. Por si fuera poco, gracias a estas actividades filantrópicas, consiguió evitar la excomunión papal para sí misma y sus hermanos.

Doña Assunta se había hecho una experta en leyes subversivas; recitaba sus artículos como si fueran jaculatorias. Condujo su oposición personal contra el gobierno con su habitual determinación y salvó de la expropiación el convento de Portulano, obligando a la madre superiora a beneficiarse de las excepciones consentidas por la ley -de las que la poco preparada monja era ignara-, e incluso cargó con los gastos del recurso al prefecto. Salvado el convento, mantuvo después el número de monjas por encima de seis, en observancia de las normas para evitar la expropiación, y pagó la dote de las eventuales novicias. En el convento de Portulano, las vocaciones no volvieron a escasear.

A la madre superiora le faltó tiempo para informar a las otras comunidades de la benéfica intervención de doña Assunta. Éstas siguieron su ejemplo y se dirigieron a ella en busca de consejos y de ayuda: muchas órdenes femeninas consiguieron de esta forma evitar el embargo de sus conventos por parte del Estado. Por la provincia se había corrido la voz de que, en su juventud, doña Assunta Safamita fue obligada por su familia a sacrificar su vocación conventual, que no obstante seguía viva, lo que explicaba su extraordinaria generosidad. En los conventos, las religiosas, agradecidas, rezaron con fervor a fin de que los barones Safamita concedieran a su hermana su merecida, aunque tardía, profesión.

La baronesa Scravaglio, al enterarse, se alarmó: de esa forma se esfumarían sus esperanzas de heredar su parte del patrimonio de Assunta. Se precipitó, pues, al castillo para disuadir a su hermana de esa irreflexiva acción. Después de los habituales besos, antes incluso de quitarse la capa, le preguntó sin rodeos:

- Assunta, ¿por qué les has dado dinero a los abogados del convento de Portulano? ¿Es verdad que quieres meterte a monja, con lo vieja que eres?

- Eso es asunto mío -le respondió secamente su hermana-. En cualquier caso, te veo turbada y te contesto porque me das pena, pero la próxima vez que te entrometas en las cosas de los demás no serás tan afortunada. He ayudado a las monjas por dos motivos. En primer lugar, porque no me gusta este gobierno ni la manera como se comporta con los sicilianos, y ahora con la Santa Madre Iglesia. En segundo lugar, porque me he acostumbrado al paseo en carroza hasta el convento de Portulano y a los manjares que me ofrecen; hay una vista magnífica desde allí arriba y el cuscús dulce que preparan las monjas es exquisito. A mi edad no se renuncia con facilidad a las costumbres agradables, a los placeres del paladar y a lo poco de hermoso que nos queda por ver.

»Pero, a decir verdad, lo he hecho sobre todo para hacer rabiar a Guglielmo. Le había echado el ojo a ese monasterio, estaba dispuesto a comprarlo.

Ya más tranquila, mientras se tomaban la Revalenza Arábica al chocolate -nueva y deliciosa variante de los conocidos polvos reconstituyentes-, Carolina Scravaglio asaeteó a Assunta con preguntas acerca de los planes de su hermano, pero ésta mantuvo una obstinada discreción.

Mientras su hermana estaba absorta en mojar galletas en la Revalenza, y sin que se diera cuenta, Assunta metió la mano en el bolso de Carolina y, rebuscando en su interior, acabó por sacar la pequeña virgen de marfil que la baronesa Scravaglio había retirado con destreza de la mesita donde descansaba, junto a un crucifijo y un san Francisco de Asís.

- Carolina, ten cuidado, robar está feo -la amonestó, severa-. Reconozco que si me hubieras pedido que te regalara la estatuilla de la Virgen no lo habría hecho, pero tienes que controlarte. Es un objeto valioso. Enseña a tus hijos a no despilfarrar y a librarse de sus deudas, así se te pasará esa manía que tienes de robar y malvender después a los ropavejeros por una miseria lo que hurtas. Con eso no ganas nada. Nadie querrá volver a recibirte si sigues así, yo la primera. Recuérdalo, piensa antes de actuar. Por ejemplo, no hubieras debido inquietarte al oír en los conventos que mi familia obstaculizó mi vocación. Deberías recordar que fui yo quien no quiso profesar. No había por qué preocuparse. Estoy bien como estoy. Tú deja que las monjas recen por mí, que yo hace más de cuarenta años que cada noche doy gracias a Dios Nuestro Señor por no ser como ellas.

Cuando se quedó sola, Assunta se sirvió otra taza de Revalenza Arabica y se comió las galletas que quedaban, satisfecha. Después se reunió con su querida Peppinella Radica para rezar el rosario con las demás místicas.

Assunta Safamita siempre había sido una mujer decidida. La mayor de los cinco hijos de Stefano Safamita y Caterina Lattuca había demostrado desde niña su entusiasmo por la vida religiosa y sus padres no le habían puesto impedimentos. Le habían buscado un lugar adecuado, en el convento del Carmine Maggiore, en Palermo, donde Assunta hubiera podido incluso convertirse en abadesa, gracias a los estrechos lazos que unían a los Safamita con la Iglesia.

Pero a los catorce años, doña Assunta cambió de idea: quiso permanecer con su familia y hacerse monja de casa, un híbrido, no inusual en Sicilia, entre la solterona y la mojigata. El repentino viraje se debió a un sueño premonitorio que tuvo tras los motines de aquel año.

La familia del barón Stefano Safamita se hallaba al completo en Palermo para asistir a una boda. Era el 15 de septiembre de 1820. Se celebraba en esa fecha el festín de santa Rosalía, patrona de Palermo, con la habitual participación del pueblo. A los «¡Viva santa Rosalía!» se añadieron las peticiones para el restablecimiento de la Constitución. No tardó en estallar una revuelta, que supuestamente debían sofocar los guardias de la guarnición. Pero no fue así. Los guardias se unieron a los rebeldes, asaltaron tiendas y edificios, robaron a diestro y siniestro y abrieron fuego sobre cualquier cosa que se les pusiera a tiro.

El palacio Safamita, como correspondía a una familia de la aristocracia menor, no daba a la gran avenida del Cassaro, sino a una estrecha callejuela, no alejada del recorrido de la procesión. Atrancaron puertas y ventanas, y la familia se atrincheró en casa, protegida por los guardas. Éstos, gracias a una buena dosis de fortuna, consiguieron rechazar a los agresores. Los tumultos fueron aplacados, pero Palermo quedó devastado. Muchos palacios de la nobleza fueron incendiados y hubo muertos.

Stefano Safamita, de soltero un hombre mundano y rutilante, se había transformado en un taciturno y melancólico pensador después de su matrimonio, que le había constreñido a vivir en Sarentini. A veces volvía a mostrarse locuaz, sobre todo con sus hijos: entonces había que callar y escuchar. En aquella ocasión, cuando las aguas volvieron a su cauce, Stefano Safamita quiso dirigirse a todos sus hijos, hembras incluidas:

- Estoy intentando comprender lo que ha ocurrido en estos días y pienso en nuestro futuro. Es un periodo difícil y confuso para todos. Después de la derrota de Bonaparte, las potencias europeas se han unido y nosotros hemos perdido importancia. Los ingleses han abandonado Sicilia tras haber permanecido aquí, como amos, casi veinte años: veinte años durante los cuales nos trajeron bienestar, aunque después obligaran al rey a abolir nuestros privilegios feudales. Le forzaron a concedernos una Constitución y a restablecer el reino de Sicilia. A nadie, y mucho menos a un rey, le gusta hacer lo que le imponen. Cuando el rey volvió a Nápoles, revocó la Constitución y, al hacerlo, despertó el descontento de la aristocracia.

»La aristocracia no ha desempeñado papel alguno en esta revuelta, ni al principio ni al final. Ni siquiera tuvo la previsión de proteger sus propios palacios, de dotarse de guardas privados eficientes. Muchos de nuestros amigos y parientes no tendrán dinero para reconstruirlos. Los burgueses que se han enriquecido, ésos son quienes los comprarán, como han hecho ya con las tierras. Esta algarada marca el fin del derecho de nuestra clase a gobernar. No olvidéis, sin embargo, que los Safamita llegaron a Sicilia mucho antes que los Borbones, y acaso permanezcamos aquí más tiempo que ellos. Por ahora es necesario mantener firmes las tradiciones familiares y proteger las propiedades mediante los viejos sistemas: éstos siguen funcionando, y bien. Es necesario reforzar los guardas y mantener el orden en los feudos. Recordad que, mientras el centro del poder permanezca fuera de Sicilia, el Estado no se interesará por nuestro bienestar ni será capaz de proporcionarnos protección. Debemos ocuparnos nosotros, por nuestra cuenta, de protegernos.

Sus palabras convencieron a sus hijos de que no había lugar mejor protegido que su casa; debían apañárselas solos, porque de los demás -incluido el Estado- no había que fiarse. También impresionaron mucho a Assunta, que aquella noche tuvo un sueño premonitorio. Era monja en el Carmine Maggiore, en Palermo. Las monjas eran arrancadas de sus camas y arrastradas al hermoso claustro umbrío y allí, debajo de aquellas columnitas en las que habían sido esculpidos los orgullosos blasones de sus familias, eran mancilladas por los rebeldes, ella al igual que las demás. Juró que no volvería a pisar Palermo y que jamás abandonaría la seguridad de la casa Safamita. Desde entonces, Assunta enterró su vocación religiosa y tomó la determinación de no dejar jamás que un hombre la tocara: vivió serenamente con sus padres y con Guglielmo, rodeada de las mujeres místicas, con las que recitaba letanías, novenas y rosarios, y bordaba casullas, estolas, capas pluviales y otros paramentos. Jamás tuvo que arrepentirse de su decisión.