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«A los muertos se les perdona lo que dijeron y lo que fueron.»

El funeral de la baronesa Caterina Safamita

Doña Assunta se ofreció a encargarse de los funerales. Cumplió con su cometido de manera egregia, sin descuidar nada: de la confección de las coronas de flores al engalanamiento de la iglesia mayor, la elección de la música y la coordinación del cortejo. Nadie llegó a saber que, desde hacía años, doña Assunta preparaba sus propias honras fúnebres, y más aún: alimentaba, en efecto, la secreta ambición de convertirse en la primera beata de la casa Safamita. Con modestia y cautela animaba a sus mujeres místicas, a las madres superioras, a los curas de casa y a otros personajes influyentes a considerarla digna de semejante reconocimiento de la Santa Madre Iglesia, ofreciéndoles los elementos necesarios para la causa de la beatificación. Su funeral -lo quería espléndido como una boda- había sido dispuesto hasta en sus mínimos detalles.

Había pagado generosamente y por anticipado a las abadesas de los pocos conventos que quedaban y a las monjas dispersas en las comunidades con objeto de que participaran en la comitiva fúnebre. Las llamó en cambio para el funeral de su sobrina. Esa mañana le dijo a su Peppinella:

- Es como el ensayo general de mi funeral. Deberás encargarte tú del mío. A mí me toca ahora seguir dándoles limosnas a esa gente, pues en caso contrario se olvidarán de todo lo que les he dado y cuando muera me quedaré donde estoy. Conozco bien a esas monjas. No hacen nada a cambio de nada. Me consideraría afortunada si tuvieran la bondad de rezar un avemaría por mi alma.

Se congregó una multitud. Parientes, amigos, autoridades -incluso el prefecto- y, además, todo Sarentini: empleados, mayorales, arrendatarios, personal de la casa; en definitiva, un pueblo. Dos larguísimas hileras de monjas y huerfanitas precedían y flanqueaban el carro fúnebre. La gente se preguntaba de dónde habrían sacado los Safamita tantas religiosas -si casi habían desaparecido tras la clausura de los monasterios- en un plazo tan breve, por no hablar de las huerfanitas, numerosísimas. El cortejo fúnebre era tan largo que la procesión estaba ya en las puertas del cementerio mientras, en la iglesia mayor, la gente seguía agolpándose para unirse a él.

Pina Pissuta había llegado tarde. Había pasado la última semana en un constante ir y venir del palacio Safamita a su casa. Ella se lo anunció enseguida al barón:

- No hay nada que hacer.

Y los médicos lo habían confirmado.

Hicieron cuanto pudieron para que no sufriera. La baronesa no quiso que nadie le pusiera las manos encima y sufrió con dignidad. Costanza, sin perder la compostura, con los ojos secos, había presenciado el amortajamiento del cadáver, aunque no participara en ello: Pina y las mujeres de la casa se habían encargado hasta de los menores detalles; ella ni siquiera quiso colgar del cuello de su madre la cadena con el crucifijo o besarla; era extraña, aquella rapaza pelirroja.

Pina escuchaba vagamente el murmurar de la gente.

- ¡No se merecía morir así, tan joven!

- Es verdad que eran tío y sobrina, pero qué felices fueron.

- ¿Has visto lo abatido que estaba el barón?

- Si tengo que decir una sola palabra de la difunta, digo que era una santa.

- ¿Quién cuidará a estos hijos, ahora que no tienen madre?

- Todo amor por sus hijos.

- Una madre perfecta.

Una voz solitaria dijo:

- ¡Por Stefano ha muerto, ese hijo le partió el corazón!

«Tuvo valor y cabezonería», pensaba mientras tanto Pina Pissuta, «y abortos no digamos, como una ramera de feria; no se quejaba cuando yo tenía que meterle las manos, otras muchas hubieran gritado como descosidas.» Del número exacto ni siquiera ella, que siempre la había atendido, se acordaba. «Otra mujer le hubiera dicho a su marido: "Déjame en paz, ya está bien". Después empecé a entender: es que al Señor no le gustaba echar el escupitinajo que da el alma a los hijos que concebía, no le gustaba en absoluto, y así se lo dije a los dos: "Esas preñeces no están destinadas a cuajar, tenéis mala suerte, son cosas que pasan: después del primero, todos los demás son abortos". Pero la baronesa no se resignaba, hijos varones quería darle a su marido, herederos de la estirpe; al final, lo quisiera Dios o no, lo consiguió: qué cabeza más dura tienen los Safamita, no paran hasta conseguir lo que quieren.»

Pina se unió a la fila y adaptó su paso al lento balanceo del cortejo fúnebre.