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«A chiquitines y a ancianos, Dios les da amparo.»
Diciembre de 1898. En la Montagnazza Amalia Cuffaro, nodriza de Costanza Safamita, conversa con su sobrina Pinuzza Belice mientras le hace una trenza
Amalia Cuffaro había terminado de dar de comer a Pinuzza su papilla de pan duro y leche de cabra. Le levantó un extremo de la servilleta que tenía anudada al cuello y le restregó la boca y la barbilla, sacudiéndola después enérgicamente sobre el suelo -Pinuzza babeaba y escupía a menudo los alimentos, incluso los que más le gustaban- y, por último, con el dedo índice, arrojó al suelo el pan que Pinuzza se había escupido en el hombro. Las hormigas estaban al acecho: la colonia más numerosa se había instalado en la concavidad donde solía dejar el cántaro de agua: de ahí salían en compacta formación hacia ese enorme caudal que llovía cada mañana desde lo alto. Amalia meditaba desmoralizada: era excesivo el pan y la leche que se tiraba en aquella casa donde sólo abundaba el hambre: malas hormigas eran, de raza guerrera, con el cuerpo grueso y la cabeza rojiza, de esas que pican, descaradas hasta el extremo de encaramarse a la sillita a la que estaba atada Pinuzza. Le corrían por encima y le dejaban la piel llena de puntitos rojos.
Amalia las había encontrado incluso dentro de la boca de aquella pobrecilla, que no podía defenderse, y había tenido que meterle los dedos entre los dientes para sacarle esos aguerridos animalejos.
Todavía ágil a pesar de la edad, Amalia se irguió en medio de la cueva, con las piernas abiertas, lista para reemprender su incesante y tenaz lucha contra las hormigas; se inclinó hacia delante y se pasó el brazo entre las piernas para cogerse el borde de la falda; levantándose, tiró de él hacia arriba y se lo remetió en el cinturón, con lo que transformó la falda en un par de amplios pantalones a la oriental. Después agarró las cortas hojas de giummara que le servían de escoba y se agachó, atenta a que la falda no tocara el suelo y ni una sola de aquellas hormiguchas pudiera subírsele encima. Barría con cuidado, desbaratando las hileras de hormigas que desde todos los rincones de la cueva convergían hacia la sillita de Pinuzza.
Empujó el montoncito de inmundicia férvida de hormigas enloquecidas hacia el minúsculo espacio que había delante de la entrada y, por fin, con un último escobazo, lo hizo caer por el precipicio: polvo, migas y hormigas.
Después de la prematura muerte de su ama, Amalia se había negado a reunirse con su hijo Giovannino en América y había vuelto con su familia. Su hermano menor, Carmine Belice, había cargado con ella por sentido del deber, de mala gana, pues Amalia, tras la muerte de sus suegros y la marcha de Giovannino, había malgastado su sueldo y también las cosas que le habían regalado los Safamita y había vuelto a casa de los Belice con una mano delante y otra detrás, igual que la había dejado cuarenta años antes para casarse con Diego Cuffaro. Para Amalia no había sitio en casa de los Belice -dos cuartuchos en los que dormían y vivían amontonadas ocho personas, varias gallinas, una cabra y un asno-, de modo que su hermano Carmine la había instalado en aquella cueva con Pinuzza, en la Montagnazza, donde no había amo al que pagar alquiler; además, como contaba a curiosos y maldicientes, un doctor les había sugerido que el aire fresco y el sol serían beneficiosos para la salud de su hija.
En aquel litoral de Sicilia serpenteaba una blanca cresta de margas de una altura aproximada de doscientos metros y una longitud de una decena de kilómetros, cuyas faldas eran ricas en grietas y cuevas naturales. En algunos tramos penetraba en el mar al estilo de los promontorios, en otros se curvaba retrocediendo hacia el interior, formando pequeñas playas y ensenadas. En una de éstas se hallaba Riporto, la aldea de pescadores más cercana a Sarentini, donde vivían Carmine Belice y su familia. Desde tiempos inmemoriales, la población autóctona se había refugiado en las cavernas naturales de la Montagnazza -nombre que los lugareños daban a la cresta-, y las habían ampliado, y aun habían excavado algunas nuevas, para escapar a las correrías de los piratas berberiscos y de los corsarios turcos. El acceso era imposible para quien no las conociera; en efecto, sólo los renegados conseguían llegar hasta allí y arrancar de las cavernas a los cristianos destinados a la esclavitud de los turcos. Más tarde, los ataques enemigos fueron espaciándose, y desde mediados del siglo XVIII no habían vuelto a producirse incursiones berberiscas.
Con la creciente miseria del pueblo, las cuevas habían vuelto a llenarse, habitadas por prófugos, fugitivos y jóvenes que huían de las odiadas levas impuestas por el gobierno unitario; en las llamadas plantas bajas se había asentado una pequeña colonia de miserables, enfermos, marginados y gente de paso. Habían excavado escalinatas empinadísimas e insidiosas, que la lluvia erosionaba o destruía incluso con implacable regularidad, transformándolas en peligrosos toboganes. En algunas zonas, las bocas de las cuevas habían sido ampliadas con aparente simetría y hasta ellas se llegaba por estrechísimas galerías de acceso, a plomo sobre los precipicios. Desde el mar, esa parte de la Montagnazza se mostraba de día a los navegantes como la cándida fachada ondulada de un palacio larguísimo; de noche, tras la puesta del sol, cuando las lámparas de aceite ardían, parecía un grueso gusano fosforescente. El resto de la cresta doblaba hacia el sur y penetraba en picado en el mar. Indómita, se ofrecía como refugio a las aves marinas y, en primavera y en otoño, a las aves migratorias a su paso por la zona. Azotada por el viento y las lluvias en invierno, resplandeciente y casi incandescente en verano, era siempre hermosísima. A Amalia le recordaba una inmensa, lustrosa cuajada de leche de oveja temblorosa y lisa, recién sacada del molde por el pastor.
Tía y sobrina vivían en una de estas cuevas, la única habitada de la tercera fila, la que estaba inmediatamente debajo de la planicie. La monotonía de sus días se veía interrumpida por las visitas semanales de Carmine Belice o de los hermanos de Pinuzza, que les llevaban alimentos y leña. Era una existencia dura, pero Amalia se sentía agradecida por haber escapado del tugurio de su hermano, donde ya no conseguía adaptarse después de haber vivido tantos años en los palacios de los nobles. Amalia amaba la soledad y la naturaleza, y en la Montagnazza ambas abundaban; además, Pinuzza era una compañía constante y hasta agradable. Incluso había conseguido ganar algo de dinero remendando la ropa de las mujeres de abajo, que subía y bajaba mediante un cesto colgado de una cuerda, y podía concederse su único lujo: la Revalenza Arabica, un polvillo reconstituyente al que atribuía todas las propiedades inimaginables.
En cuanto a Pinuzza, en comparación con Riporto, la Montagnazza representaba una mejoría. Su padre y sus tres hermanos la habían bajado hasta la cueva, envuelta en una sábana doblada en forma de cuna y atada como un capullo, por una gruesa soga que los dos hermanos se habían enrollado alrededor del cuerpo y que dejaron deslizar poco a poco, mientras el tercero bajaba junto a ella por las paredes de la Montagnazza, amarrándose a los clavos hincados aquí y allá en las margas para guiar el envoltorio y evitar que los salientes puntiagudos dañaran a su hermana. Así había pasado Pinuzza de la prisión del tugurio, húmedo y carente casi de luz, a la de la cueva. Allí los cuidados de su tía, el aire salubre y el calor del sol la habían robustecido.
Pinuzza estaba esperando el rito cotidiano del peinado. Tenía catorce años; a pesar de su enfermedad, alimentaba esperanzas y deseos como cualquier otra jovencita y disfrutaba por anticipado del placer de sentirse arreglada. Amalia le limpió otra vez la boca babeante con un trapo húmedo, después levantó la sillita y la depositó con cuidado delante de la entrada de la cueva.
Pinuzza tenía ante sí el mar y el cielo, nada más. El sol invernal era agradablemente cálido.
- Hoy te despiojo y te hago la trenza -dijo la tía, y la sobrina sonrió.
Amalia cogió un gran peine de hueso, de mango taraceado con una decoración de madreperla, y empezó a despiojarla utilizando la parte más tupida de los dientes. Aquel cuerpecillo sufriente y retorcido tenía una única belleza: su melena negra, brillante y espesa. Amalia ahuecaba los cabellos de su sobrina con dedos ágiles, ligeros y seguros, como si los mechones de la gruesa trenza fueran palillos y ella tejiera un encaje de bolillos. Era un momento de especial intimidad para ambas: Amalia volvía a sus recuerdos más hermosos y se le soltaba la lengua; Pinuzza la escuchaba embelesada.
- Cuando la marquesa era una cría, no se dejaba peinar. Se necesitaban horas para convencerla. No le faltaba razón, porque tenía los cabellos muy enmarañados, no como los tuyos, que son lisos y dóciles. Sólo cuando la sentaba frente a la ventana y tenía delante, a lo lejos, el mar, sólo entonces podía peinarla como Dios manda.
- ¿Por qué? -preguntó Pinuzza.
- Es que ella tenía un pelo especial. No era de buena calidad, con toda esa mezcla de sangre de barones que tenía en las venas: era duro como la crin y rizado como lana destejida; cuanto más lo alisabas, más se encrespaba, siempre estaba despeinado y se le escapaba incluso de las trenzas. Pero el color… ¡qué maravilla! De pequeña tenía el cabello pelirrojo como el oro, un sol de mediodía era; según crecía fue cambiando de color, cada vez más oscuro, como los grumos de azufre en las piedras; y cuando se hizo mujer, pasó al rojo oscuro del atardecer, con reflejos cobrizos. Cuando el sol le daba en la cabeza, de las trenzas se desprendían fulgores como los de las brasas de las planchas.
- Hermoso debía de ser, y debía de tener muchos enamorados -suspiraba Pinuzza.
- Pues no, qué va, a la gente no le gustaba, ¡era tan diferente! Cuando pasaba en la carroza, se paraban en la calle para mirarla y cruzaban los dedos como conjuro: quien es distinto no gusta, yo el porqué no lo entiendo, pero así es. -Amalia se interrumpió, con los mechones brillantes tensos entre los dedos, la mirada perdida en el horizonte.
- ¿Pero a ella le gustaba su pelo, o no?
Amalia siguió trenzando, lentamente.
- ¿Sabes qué te digo? Que no lo sé. La quise como si fuera mi hija, y la serví hasta el final, pero hay muchas cosas de ella que no conozco: la cuestión es que era distinta de todos, de los Safamita, del resto de los nobles, de la gente como nosotros… -Amalia se dio cuenta de que divagaba: era un razonamiento que se dirigía a sí misma.
- Pero ¿a ella le gustaba ser distinta de los demás? -la apremió Pinuzza.
- Los nobles son siempre distintos al resto, y eso solamente les puede gustar a ellos. Para empezar, no conocen la miseria ni el hambre y hacen lo que les viene en gana, y además… En fin, a ella le gustaba ser rica, eso sí… Pero tener un aspecto distinto sólo le trajo desgracias y dolores, los cristianos la tomaban por criatura del diablo; una vez hasta la apedrearon.
- ¿Y tú sabes cómo se sentía por dentro cuando la apedrearon?
Amalia había hablado demasiado y mal. Su cuñada le había contado que una vez, siendo Pinuzza una niña, dejó a ésta en la puerta de la calle para que tomara el aire mientras ella arreglaba la casa. La encontró ensangrentada: los chiquillos de la vecindad la habían tomado como blanco. Desde entonces Pinuzza no volvió a salir a la calle.
Amalia contestó concisamente:
- Se sentía mal por dentro, pero los perdonó: eran críos ignorantes, y ella tenía un gran corazón. Un corazón de oro, como sus cabellos, pero eso tampoco atraía a los demás.
- Yo, en cambio, habría hecho que apalearan a esa gente en las plantas de los pies hasta que no pudieran andar, ¡así aprenderían! -Pinuzza se había puesto nerviosa y había levantado la voz-. A mí también me apedrearon, como si fuera un perro, sólo que yo no podía moverme, y les maldigo ahora como entonces.
Amalia se apresuró a componerle la trenza y se la apoyó en un hombro, dejándola caer sobre el pecho, de modo que su sobrina pudiera mirársela, brillante y prieta.
Mientras Pinuzza se la palpaba contenta, preguntó inesperadamente:
- Y su madre, ¿qué decía?
- ¿De qué? -A Amalia no le gustaba hablar de la baronesa Caterina Safamita.
- Del pelo de su hija, y de que fuera distinta.
- Nada, ¿qué podía decir? Era su hija, al fin y al cabo.
- Quiero decir que tu marquesa sería especial para su madre, cuando la niña nació y la vio tan distinta, ¿o no?
- Claro. Pero ahora entremos, hace calor al sol -contestó apresuradamente Amalia.
Pinuzza descansaba sobre un jergón, en un nicho excavado en la pared de la cueva. Amalia volvió a salir. Era mediodía. Permaneció de pie mirando el mar, liso como una tabla, reluciente. No había ni una sola barca a aquellas horas, reinaba el silencio más absoluto. El recuerdo del nacimiento de Costanza Safamita le volvió a la mente, vívido y penoso, y le ofuscó el corazón y la mirada.