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«Lo poco por lo bastante no dejarás, que lo uno y lo otro perderás.»
Costanza Safamita se encuentra con su hermano Stefano y decide que no tiene necesidad de desposarse
Costanza sabía que, como ella, su padre nunca hablaba por hablar, y se hacía cargo de su deseo de dejar solucionado su matrimonio: en el fondo, era el sueño de todas las muchachas. Ella también, en otros tiempos, lo había deseado, pero ahora ya no. Estaba cansada del exceso de emociones, de los conflictos en la familia, había visto de cerca los sufrimientos que causa el amor y casi sentía repulsión. La vida social la consternaba; alejarse de su padre, de Sarentini y de las personas de su confianza le resultaba insoportable. Le agradaba, por el contrario, aquella existencia repartida entre la dirección de la casa, las labores de costura, las conversaciones con su padre, su queridísima música y el cuidado de los jardines del castillo. Dedicarse a su padre la colmaba; en el futuro disfrutaría de los hijos de Giacomo. ¿Por qué turbar esa serenidad que tan trabajosamente había construido? Costanza estaba convencida de que el matrimonio no estaba hecho para ella. Su padre la había arrastrado a un estado de ansiosa incertidumbre.
A esto vino a añadirse, pocas semanas después, una gran preocupación por la frágil salud de la pequeña Caterina. Stefano vivía en la indigencia. Costanza se había ofrecido a pagar los gastos médicos, pero él le había contestado que no aceptaría dinero de los Safamita a menos que le fuera reconocida la herencia de la madre, pues sostenía -no sin razón- que le había sido sustraída mediante tejemanejes tramados por el padre en favor de los demás hijos. Costanza estaba trastornada, tenía a menudo los ojos enrojecidos.
- Amalia, ¿qué le preocupa a mi hija últimamente? -le preguntó el barón Safamita a la nodriza.
- Vuecencia no debe preguntármelo -dijo ella, extremadamente nerviosa.
- Amalia, hable, es una orden.
Ella se deshizo en lágrimas.
- ¡Contrólese y hable!
- ¡Es por esa chiquirritina de vuestro hijo!
- Explíquese mejor -se impacientó el barón.
Entre sollozos y suspiros, la nodriza se lo contó.
- ¿Cómo está la hija de tu hermano? -La voz del padre era ronca.
- Mal. Me angustia mucho.
- Sí, lo he sabido por tu nodriza.
- Papá, ¿he hecho mal en ofrecerle ayuda?
El padre lo pensó, después dijo:
- No, de ti me lo esperaría, y también de tu madre si estuviera viva. Y le diría a ella lo que ahora te digo a ti: haz lo que te dicte tu conciencia, pero que no se sepa.
Costanza seguía bordando. Después de enfilar la nueva hebra, levantó la vista:
- Stefano ya no es el de antes, eso se dice. Debo ayudar a sus hijos, pero he de hacerlo con cautela. No pongo en duda que Caterina tenga molestias, pero sospecho que los Carcarazzo exageran. Necesitan dinero. Para estar seguros de que se trata de una verdadera emergencia habría que mandar a un médico de confianza a visitarla. Me sentiría más segura así. ¿Tú qué crees?
- Sobre nuestros pasos no volveremos, Costanza. Stefano y sus hijos no forman parte de la familia. Lo que no quita que pueda ayudarse a un enfermo. Se hace con los extraños, pero como extraños. Me fío de tu juicio. Has obedecido mis órdenes, y sé que te resulta penoso. Pero es necesario, por los Safamita de Sarentini, y sabes por qué. Manda al médico y haz que la lleven a Palermo. Si coincidís en la ciudad no te impediré que veas a la niña, pero prefiero no saber que te reúnes con sus padres. Si te decides en tal sentido, y para un futuro, quiero que los pagos se realicen a través del notario Tuttolomondo con la más absoluta reserva. No interrumpas la correspondencia con tu hermano, como si nada hubiera cambiado. Cuando recibas información, guárdatela solamente para ti.
- Gracias, papá. -Costanza se levantó y le besó la mano.
- Iremos a Palermo el mes que viene -continuó con brusquedad-, para la boda de Giovanna Trasi. Podríamos adelantarnos, si así lo prefieres. -Y aquí hizo una pausa-. ¿Sabes que cuando estés casada podrás hacer lo que quieras, en lo que a tu hermano se refiere?
- Lo sé, y lo he pensado. Prefiero quedarme en casa Safamita. Quisiera seguir el ejemplo de la tía Assunta, la vida de monja de casa me agrada. ¿Tengo realmente que casarme? No sé, pero si tú me lo ordenas, obedeceré.
Caterina Safamita creció sana y robusta. Durante su convalecencia en Palermo, Costanza la vio y conoció a los otros sobrinos. No se reunió con Stefano por respeto a su padre, pero volvió a ver a su cuñada. Filomena había cambiado -su belleza, radiante en otros tiempos, estaba ajada por las preocupaciones-, y le habló con dignidad y sentido práctico. En La Camusa apenas quedaban muebles, cuberterías y adornos, todo había sido vendido para mantener a la familia. Ella, analfabeta, expresó su deseo de educar a los hijos en un internado. Stefano, acosado por sus acreedores, se había dado a la bebida y se negaba a mandarlos a las escuelas para pobres, donde estudiarían junto a los hijos de los empleados de los Safamita.
Costanza estaba dividida entre dos mundos, a ninguno de los cuales sentía pertenecer. En Palermo, los parientes estaban muy atareados con los preparativos de la boda: no hacían más que hablar de joyas, vestidos, regalos, ajuares, festejos, invitaciones, como si fueran cuestiones de la mayor importancia.
Los Trasi gastaban y se endeudaban por quedar bien. Su afecto por sus tíos y primos la constreñía a volver a caer en la ficción de los tiempos pasados y a mostrarse alegre, participando en discusiones sobre temas que le parecían vacuos, mientras se consumía por la familia de Stefano. No hacía más que pensar en la miseria en que vivían.
Además, sospechaba que su padre había aludido delante de la familia a su deseo de enmaridarla y que sus primas intentaban persuadirla para que siguiera el ejemplo de Giovanna. Su plácida vida se había visto inmersa en el desorden y la inseguridad. Tenía una única certeza: era y seguiría siendo rica, y eso también le parecía en ocasiones un yugo insoportable.
Costanza decidió que tenía que verse con Stefano y convencerlo para que aceptara su ofrecimiento, al menos en lo que a sus hijos se refería. Su padre le dio su consentimiento.
No veía a su hermano desde antes de la muerte de su madre. Stefano escogió reunirse con ella a primera hora de la mañana en un café del paseo marítimo al que solían ir de niños; a esas horas estaba vacío, o en todo caso, no lo frecuentaba la aristocracia. Ella había dormido en casa de la condesa Orsolina Acere para no despertar sospechas entre el personal de la casa; la condesa la acompañaría en carroza y después la recogería.
- ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien? -Stefano parecía angustiado ante el aspecto de su hermana: delgadísima, pálida, vestida aún de medio luto.
- No, estoy bien. ¿Y tú?
Pero Stefano eludía las preguntas, no admitía derrotas.
Costanza lo miraba, embelesada. A sus veintisiete años era un hombre hecho y derecho. Sólo tenía unas pequeñas arrugas en las comisuras de los ojos, que habían perdido aquella mirada risueña que tanto la hechizaba, y se habían vuelto profundos y atractivos.
No disponían de mucho tiempo. Stefano sentía la necesidad de hablarle de su madre, y lo hizo, largo rato. Pidió después noticias de Giacomo, de sus antiguos empleados, información sobre los parientes; se consideraba aún el heredero de los Safamita y se comportaba como tal, sin descuidar su papel de hermano mayor. Le describió sus nuevos planes para ganar dinero, inversiones, oportunidades ventajosas: había perdido el contacto con la realidad.
Cuando por fin pudo hablar de lo que quería, Costanza olvidó el discursillo que se traía preparado.
- Después de papá, tú eres la persona más querida para mí -empezó-. He prometido hacerme cargo de tus hijos, como si fuera una abuela. Tengo dinero a mi disposición, pero parte de éste, en realidad, te correspondería a ti. Has rechazado mis ofertas, al menos hasta la enfermedad de Caterina. Comprendo el orgullo, pero no cuando hace sufrir a un hijo. Es egoísmo y locura. Me has mandado recados de que no quieres limosnas. Yo no soy libre de darte lo que te corresponde. No puedo, nuestro padre no lo permite y tengo que obedecerle. Me concede, sin embargo, usar mis rentas para ayudar a los niños, para pagarles el internado y que crezcan sanos y bien educados, dignos de su padre y de su nombre. ¿Me lo permites tú también?
Stefano la escuchaba con expresión vaga.
- Si quieres que te transfiera directamente lo que moralmente te pertenece tanto a ti como a mí, no me queda más remedio que casarme. Entonces tendré más libertad para actuar. Pero no quiero un marido, estoy bien en casa y espero evitarlo. Si lo rechazas, tomaré el primer marido que encuentre. No quiero que se repita lo que le sucedió a Caterina: la salvó el médico de Palermo. Tus hijos son unos inocentes a los que hay que proteger. Filomena quedará contenta. No he olvidado lo que me dijiste de ella, cuando la conocí: «Es mi vida». Sé amable con tu vida, y con las que habéis creado juntos.
Stefano le cogió la mano apoyada sobre la mesa de mármol y se la apretó.
- De acuerdo, Costanza, y te prometo que haré lo mismo contigo y con tus hijos.
Pasaron los pocos minutos que quedaban recordando sus recorridos por el paseo marítimo o simplemente sonriéndose.
En la carroza, la condesa Acere comentó:
- Parecíais dos enamorados haciendo manitas en un café, con los ojos empequeñecidos, ajenos a lo que sucedía a vuestro alrededor. ¿Era tu hermano preferido?
- Stefano era el hijo preferido de nuestra madre. Para mí tenía todo lo que puede desearse de un hermano -contestó Costanza, para a continuación morderse los labios por haber hablado demasiado.
Miró el mar infinito, liso, resplandeciente bajo los rayos de sol matutino. El paseo empezaba a llenarse de viandantes. Se incorporó para acomodarse en el respaldo, aliviada: ya no hacía falta tomar marido, lo poco que le ofrecía la vida le bastaba.