37

«Mujer sin amor es como rosa sin olor.»

Amalia Cuffaro y Pinuzza Belice reciben una imprevista visita de despedida de las vecinas. El enamoramiento de Amalia Cuffaro y el señor Paolo Mercurio

Amalia barría las migas, objeto del asalto de las famélicas hormigas. Había tenido una agradable e inesperada visita. Conocía a sus vecinas desde hacía tiempo, pero sólo de vista; sus cuevas estaban más abajo, y la entrada resultaba invisible para Amalia. La más anciana, una hembra corpulenta, clara de tez y aún atractiva, permanecía fuera de la cueva como un perro guardián; la segunda se dejaba ver poco. Amalia pensaba que tendrían algún motivo triste y misterioso para refugiarse en la Montagnazza, dos hembras solas, pobres pero mejor vestidas que las demás.

La anciana se había percatado de que ella trabajaba de costurera. Un día, un rapaz había subido a preguntar si Amalia quería trabajo, pagado, como era natural. Desde entonces, hubo entre las dos cuevas un ir y venir de extraña lencería: vestidos escotados, bragas adornadas con cintas multicolores, llamativas colchas embellecidas por flores de seda y pétalos caídos, todas lisas, para recoser y remendar. Amalia decidió no hacerse demasiadas preguntas, quería ahorrar algún dinero.

Aquella mañana, Amalia y Pinuzza oyeron voces y ruidos procedentes de abajo, cada vez más cercanos. Después apareció el extremo de una escalera de mano. Se pusieron a gritar.

- ¡No os asustéis! ¡Somos nosotras, las vecinas del remiendo, veníamos a despedirnos antes de marcharnos! -exclamó una voz femenina.

En pocos segundos surgió en medio de los travesaños una cabeza desgreñada, después la entera figura generosa de la joven, seguida del muchacho. Detrás, entre gritos y suspiros, emergió la otra.

Las vecinas hablaban por los codos, como si conocieran a Pinuzza y a Amalia de toda la vida: después de los besos y los abrazos de rigor, sacaron de sus bolsillos tamaña abundancia como Amalia no veía desde los tiempos del palacio Sabbiamena: galletas, caramelos, un saquito de azúcar, higos secos, agujas, algodón negro y blanco y un par de tijeritas. Rosa, la joven, examinó a Pinuzza con sus grandes ojos oscuros:

- ¡Qué preciosa trenza! ¿Me dejas que te la toque?

También la otra le felicitó por sus hermosos cabellos relucientes, y ambas le preguntaron muchas cosas sin dirigirse a Amalia, como en cambio hacían los demás. Pinuzza estaba radiante. Sin parar de charlar, se comieron las galletas y dejaron el resto para después.

- Ya os habréis dado cuenta de que somos gente de ciudad. Mi sobrina Rosa y yo nos hemos refugiado aquí debido a su incauta promesa a un buen cristiano de quien Rosa se enamoró: un socialista, un hombre que lucha por la pobre gente como vosotros, un auténtico caballero. -Rosa hizo una mueca vagamente complacida-. Éste tuvo que convertirse en «turista», pero antes de marcharse confió a Rosa unos papeles importantísimos. Estaba buscado por los polizontes en todo el país y a nosotras se nos ocurrió refugiarnos aquí. Ahora ha vuelto de sus «vacaciones» y podemos marcharnos. Vaya, que vinimos a la Montagnazza esperando que fuera sólo por unos meses y nos hemos pasado aquí tres años, pero no podemos decir que estemos descontentas.

- ¿Por qué? -dijo Pinuzza.

Rosa contestó en voz baja, haciéndole un guiño a Amalia:

- Digámonoslo, entre mujeres: la verdad es que la gente de Riporto, y del resto de los pueblos de los alrededores, a dos tan finas y apetitosas como nosotras no las habían visto nunca. Hasta hemos podido reunir cuatro cuartos.

- Pero quién es ése otro, ¿su novio? -preguntaba ahora Pinuzza.

La anciana rió. Se inclinó hacia ella, muy seria:

- Se le puede llamar también novio, pero un novio un poco especial, que en marido no se convierte nunca. No es asunto para todas, pero a nosotras dos nos basta y nos sobra como es: una clase de enamorado que da contentamiento y es eso lo que más importa, el contentamiento.

Amalia cambió enseguida de tema.

Las dos mujeres se marcharon, alegremente, igual que habían llegado.

Al día siguiente los polizontes se presentaron en la Montagnazza, y sembraron el desbarajuste y el miedo entre sus habitantes. Algunos, advertidos con antelación, habían ido a esconderse a otra parte; otros desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos, y dejaron solos a viejos y mujeres con niños. Los polizontes pedían información acerca de dos mujeres, asesinadas en el cañaveral del delta del río, presumiblemente por los bandoleros. Amalia juró que nunca las había visto, ella era una vieja y sólo tenía ojos para ocuparse de su sobrinita enferma.

Aquella noche rezó por las almas de las vecinas, como le había enseñado Costanza: «Somos todos hijos de Dios y no hay que despreciar a nadie que trabaje y se busque el pan como pueda». Se habían ganado el paraíso por su bondad: si no el de los cristianos, al menos el de los turcos, que las recibirían con los brazos abiertos. Quién sabe qué habría pensado de ellas el difunto señor Paolo, que tan sabio era y al paraíso de los turcos quería ir.

- Tía, ¿qué significa tener un enamorado? -preguntó repentinamente Pinuzza.

Amalia no le hizo caso.

- Tú, cuando te casaste, ¿estabas enamorada?

- Tu abuelo organizó la boda con mi marido, así es como se hace.

- ¿Y después te enamoraste?

- Era mi marido y ya está. Es así.

- Entonces nunca te enamoraste… La vecina, esa que te daba cosas para coser, estaba enamorada. Tú nunca. Qué pena -concluyó lacónica Pinuzza.

- De esas cosas no se habla. Se lo decía también a mi Costanza, cuando me lo preguntaba. Salgo a recoger la ropa seca antes de que venga la humedad y después te acuesto.

Amalia reunía los pañuelos endurecidos por el viento cálido y los doblaba dos veces con cuidado. Los escollos refulgían negrísimos bajo los rayos oblicuos del sol agonizante. Sus estrías de algas verduzcas parecían dedos aferrados a las rocas, flagelados por las largas olas de la tarde con un ritmo dulce y sonoro.

- Hermosas son las manos de quienes han amado, aunque sufran: ellos han conocido el contentamiento. Merece la pena enamorarse -murmuró.

Era una de las primeras tardes primaverales. Costanza había ido al castillo con Maddalena.

Amalia se había quedado remendando en el sitio de siempre. La cabeza gris y rizada del señor Paolo se había asomado en determinado momento por detrás de la mampara y ella lo había invitado a hacerle compañía. El señor Paolo se sentó a su lado, extrañamente silencioso.

Mientras enhebraba un hilo de algodón, Amalia levantó los ojos: le pareció triste. Como sabía que el señor Paolo se animaba contando historias, ella, para distraerlo, le pidió que le contara como Dios manda la historia del rey Fernando y de la duquesa de Floridia, a la que había aludido en el pasado: tenían para largo, y la chiquirritina no volvería hasta transcurrido un buen rato.

- Amalia, sólo le digo una cosa. Yo entiendo perfectamente al rey Fernando, el primer rey verdaderamente nuestro, de las Dos Sicilias. Le entiendo mejor que los demás, porque mi mujer, Tantina, es la copia exacta de la reina Maria Carolina, una austriaca que jamás aprendió el idioma de su marido, como la señá Mercurio -y recalcó señá-, que en vez de hablar el palermitano de la Kalsa, donde todos los Mercurio han vivido desde que el mundo es mundo, sigue hablando como en su pueblo.

»Pues bien, volviendo al pobre rey, después de la Revolución en Francia, esos diablos de franceses bajaron hasta Nápoles. Toda Italia la habían conquistado, pero Sicilia no, no consiguieron llegar hasta aquí. En resumen, que el rey y la reina, perseguidos por los franceses, tuvieron que huir a toda prisa en un barco inglés. Pasaron la Santa Navidad en alta mar y al día siguiente llegaron a Palermo. Para dar las gracias a esos ingleses, el rey les regaló un condado entero, bastante más grande que todos los feudos del baroncito y del barón juntos: una buena persona era el rey, recompensaba a quienes le ayudaban.

»Pero fue llegar a Palermo y la granuja de la reina se puso a trapichear contra los nobles de Palermo. Le daban asco, peor que una de Bagheria era.

- ¿Y por qué le daban asco? Todos nobles son: barones, condes, príncipes y reyes.

- Porque los cristianos nunca están contentos. El conde se cree mejor que el barón y el marqués mejor que el conde y el duque mejor que el marqués y el príncipe mejor que el duque… y después el rey es mejor que todos. Pero a cada uno, incluso al rey, le hacen falta los demás, y quien se siente quién sabe qué y trata mal a los cristianos mal acaba, y así le pasó a la reina. Entre tanto, en Palermo los nobles se endeudaban para divertir al rey y a la reina, a son de fiestas y de partidas de caza. Ella no pensaba más que en marcharse.

»Amalia, sabrá que el conde Giacomo Safamita de Vasciterre, que en paz descanse, tío del baroncito, era un gran cazador y tenía una finca a las puertas de Palermo. Allí cerca, el rey Fernando quiso construirse un pabellón de caza. En resumen, que el conde y el rey hicieron amistad. Fue precisamente la benevolencia del rey la que concertó la boda del barón Stefano, el segundogénito del conde, con la madre del baroncito, Caterina Lattuca, riquísima, que descendía de un notario de la Corte Judicial de la comarca. Dineros en casa Safamita hacían verdadera falta en aquellos tiempos. Eso explica por qué los barones Safamita dejaron Palermo por Sarentini.

»Mi padre, que en paz descanse, se hizo amigo de los cocheros y de los pajes reales, que mucho murmuraban de las cosas del rey. Él escuchaba todas las historias de aquella gente, y después nos las contaba con pelos y señales. El rey Fernando tenía miedo de la reina Maria Carolina. Ella trapicheaba con todo el mundo, incluso con los franceses, esos desvergonzados que le habían cortado la cabeza a su hermana, porque tenía muchas ganas de volver a Nápoles a divertirse. Hacía y deshacía a su antojo, como si en su casa mandara ella y no el rey, su marido, igual que hace mi mujer.

El señor Paolo suspiró, apenado. Amalia sintió remordimientos por haberle animado a que lo contara. Dobló la sábana, prendiendo en ésta la aguja perfectamente ensartada, y apoyó una mano sobre la rodilla del señor Paolo, con un gesto de consuelo.

Impertérrito, él continuó:

- Por fin la reina consiguió dejar al rey y se marchó a Austria, jurando que no volvería a poner el pie en Sicilia. ¿Qué debía hacer el pobre rey? Debía volverse a Nápoles para contentar a su mujer. Rey era, y por ganarse el pan no tenía que preocuparse. Yo, desgraciado de mí, tengo que ganarme la manduca para mí y para mi familia sin compañía de mi mujer, mientras ella se divierte en Palermo. -El señor Paolo gesticulaba a diestro y siniestro, con tanto ardor que acabó poniendo la mano sobre la de ella. Allí la dejó-. Y ahora estoy condenado a quedarme aquí en Sarentini, muy, muy solo, Amalia.

El señor Paolo guardó silencio, y la miró. Ella sentía en todo su cuerpo un hormigueo: arrancaba de esa mano callosa, pesada, sudada, pegada a la suya, ascendía por el brazo y después le bajaba por dentro: una sensación nueva, deliciosa.

El señor Paolo retomó su relato:

- Es la mala estrella nuestra, la de los sicilianos, tener un rey que no está en Palermo. Pero esta vez el destino no quiso dejarlo en Nápoles y, al cabo de algunos años, otra vez perseguido por los franceses, tuvo que pedirnos ayuda por segunda vez. Los palermitanos perdonaron a la reina y así volvió a Sicilia. Nosotros, los sicilianos, tenemos un corazón de oro. -Mantenía la mirada fija en las golondrinas que hacían equilibrios sobre las cuerdas de tender, en la terraza; entre tanto, rozaba desganadamente los dedos de Amalia siguiendo el balanceo de las cuerdas-. El rey tuvo que huir a Sicilia, en invierno, como la otra vez. La reina no quiso acompañarlo, como era su deber de esposa, y se quedó tan fresca en Nápoles.

Amalia se estremecía. Anchas, dulces oleadas de placer la recorrían, como esas que rompen en los arrecifes y los acarician después al retirarse con la resaca.

- Viejo era ya el rey Fernando: tenía cincuenta y cuatro años, casi los que yo. Se sentía solo, las hermosas sábanas bordadas estaban frías en su cama. -Le apretó los dedos, después empezó a acariciárselos-. En Palermo el rey estaba muy triste y el Señor le tuvo lástima. Hizo que conociera a una noble siciliana y, al cabo de muy poco, estaban enamorados. Mi padre, que en paz descanse, me decía que era guapísima, dulce como el azúcar, una siracusana. Se llamaba Lucia. -Le clavó la mirada-: Hermosa como usted, una chiquilla fresca como una rosa, con los brazos blancos y redondos, de ojos oscuros. Hermosa como usted, Amalia.

El señor Paolo le parecía a la nodriza una hoguera. Había levantado la mano de Amalia de la rodilla y ahora se la desplazaba decidido hacia el interior del muslo, dejándola resbalar sobre el tejido áspero de los pantalones, sin forzarla, listo para detenerse ante la primera señal de resistencia, que ella, Amalia Cuffaro, hembra enmaridada y honesta, no era ya capaz de oponer. Le parecía natural, como debía ser. De repente, él levantó la mano, liberando la de ella, y la miró con las pupilas dilatadas. Ella no se movió.

- Cuando los franceses llegaron a Nápoles, ella también, al igual que su marido, tuvo que refugiarse en Palermo, pero la mala hierba nunca muere. En aquellos tiempos, los ingleses tenían un ejército en Sicilia para proteger al rey de los franceses, a su costa, y les daban dineros al rey y a la reina. Ella se cogía los dineros y confabulaba contra ellos. El rey era un caballero, no sabía cómo pararla. Desesperado estaba, y de no haber sido por aquella buena siracusana, se hubiera muerto de vergüenza. -Puso de nuevo la mano sobre la de Amalia y allí la dejó, con todo su peso-. La reina se conchabó con los franceses, traicionó a su marido, a los ingleses, al pueblo siciliano y a su propia hermana asesinada. Pero esta vez sus trapicheos fueron desbaratados. Lord Bentinco, un inglés muy requetelisto que mandaba en Sicilia, la encerró en un convento de Santa Margherita Belice, sola como un perro y abandonada por todos. Después la mandó al exilio a su país y allí murió de vergüenza.

»¿Qué piensa usted, Amalia, de esto? La siracusana mucho consolaba al rey, y se querían con locura. El rey se casó con ella y la hizo duquesa de Floridia.

- ¿Y por qué no reina? -preguntó ella.

- Porque los reyes deben casarse con hijas de príncipes, y sólo ésas pueden ser reinas. Si se casan con otras hembras, la mujer no se convierte en reina, pero sigue siendo la mujer. -Le apretó con fuerza la mano, mirándola intensamente-. Cuando se está enamorado de verdad, en mujer de corazón se convierte la enamorada, Amalia, ¿me entiende?

- Comprendo, señor Paolo, sí. -Desde entonces, era suya para siempre.

- Amalia, si enamorarse es bueno para el rey, para nosotros, los pobretones, es más que bueno. -El señor Paolo le llevó la mano más arriba. Lo sentía apenas, a través de las capas de telas, fajas, calzones, pero lo sentía-. Y después, cuando el rey se volvió a Nápoles, se llevó a su duquesa y a muchos siracusanos y vivieron felices y contentos.

Las criadas habían entrado en la sala de plancha canturreando, y Amalia volvió a sus remiendos.

«Es precioso enamorarse», pensaba Amalia, «muy bonito es también recordarlo, pero ya hace frío.» Y entró en la cueva para volver a sus faenas.