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«Más vale solo que mal acompañado.»
Costanza Safamita se percata de que la gente se preocupa poco de sus propios asuntos
Los marqueses de Sabbiamena pasaron el otoño de 1892 en Cacaci.
Costanza, que se comportaba como si hubiera borrado de su memoria los últimos tres años, había vuelto a las costumbres del pasado. Pietro salía poco de noche, y a menudo, después de cenar, permanecía en sus habitaciones. Desde allí, la oía tocar. La música se deslizaba por debajo de las puertas, un débil presagio de que Costanza volvería a ser suya. Respetaba su deseo de soledad y no quería forzarla a nada antes de que ella estuviese lista, hubiera podido estropearlo todo. Le escribió, aun así, numerosas cartas; Costanza se las devolvía sin abrirlas.
En diciembre, los Sabbiamena regresaron a Palermo para pasar el invierno. Costanza se ofreció a acompañar a la baronesa Lannificchiati y a la condesa Acere a las representaciones vespertinas de ópera, y dejaba el palco nocturno a su marido. Se reunían con sus parientes y con unos pocos amigos íntimos; su participación en la vida social había sido mínima: Costanza creía que el alejamiento entre ambos pasaría inadvertido.
Costanza fue a visitar a su tía Maria Anna Trasi. Con ellas se reunieron Maria Antonia y la baronesa Lannificchiati. Su tía estaba muy contenta de la carrera universitaria de Sandrino Trasi, su nieto «estudioso», convertido ahora en profesor, y ponía por las nubes a su yerno Iero Bentivoglio, que le había ayudado con sus contactos políticos. Después hablaron de esto y de lo de más allá. Su tía le lanzaba miradas ansiosas e indagadoras, y Costanza se sentía incómoda. En el momento de marcharse, la retuvo.
- Costanza, eres para mí como una hija: ¿qué ha ocurrido con tu marido? Muchos me lo han preguntado, y lo siento enormemente, justo ahora que parecíais tan felices juntos…
Costanza estaba en ascuas.
- Los hombres nunca cambian, ahora me doy cuenta -consiguió farfullar.
- Te lo digo sólo porque Annina Lannificchiati se está poniendo mala a causa de esto, está desconsolada y dice que Pietro está muy arrepentido. Los varones son siempre iguales, hasta el final. Tu tío, que fue un buen marido, me pidió a las puertas de la muerte que le permitiera ver a su última mantenida, ¡y superaba los ochenta años!
- ¿Y usted, tía, qué le contestó? -Costanza estaba consternada.
- ¿Qué puede decirle una buena esposa? Y la mujer vino a verle una tarde. Pero él murió entre mis brazos, y yo sabía que no hubo otra a la que hubiera amado más que a mí.
- Tía, yo ni de eso estoy segura ya.
- Es el orgullo de los Safamita el que habla. Confiaba en que en tu caso te hubieras librado. La dignidad debe mantenerse siempre, pero el orgullo no trae más que males.
- Lo pensaré, se lo prometo, tía.
Renunció al placer de la compañía de sus parientes y evitaba quedarse a solas incluso con las primas a las que se sentía más cercana. Había vuelto a meterse en su caparazón.
Costanza tenía otras preocupaciones. Eran tiempos difíciles para los sicilianos. En toda la isla se estaban formando «fascios», asociaciones no muy distintas de las corporaciones religiosas abolidas por las leyes subversivas: cada una era distinta de las demás, algunas estaban controladas por mafiosos, bastantes por burgueses y profesionales, pero eran pocas las dominadas por la aristocracia; todas pedían mayor justicia social. A muchas se adherían, por vez primera, los jornaleros y los estamentos más bajos. Como el resto de los latifundistas, Costanza se mantenía alerta. Sus propiedades estaban controladas por mayorales mafiosos; ella se había mostrado cauta para no favorecer a ninguna facción en particular y así evitar que aumentara su propia vulnerabilidad. En Malivinnitti, las dos ramas de los Tignuso andaban a la greña y ella debía bandearse.
Costanza no mantenía relaciones con Giacomo ni con su familia. Los veía, a distancia, en las bodas y los funerales. No se saludaban. Pese a ello, la afligía el futuro de los hijos de Giacomo y el de los de Stefano.
Giacomo, por su parte, era autoritario; se apoyaba en una facción mafiosa que dominaba y controlaba sus tierras y le otorgaba mayor apariencia de poder.
No era el único feudatario que recurría a este método, pero en su caso no resultaba prudente. En Sarentini dominaba otra facción, enemiga, en cuya órbita gravitaban los Carcarazzo. Personas de confianza la mantenían informada sobre la familia de Stefano, pero sabía bien poco de aquellos sobrinos y menos aún de su queridísima Caterina, quien, tras haberse casado con un empleaducho, vivía en otro pueblo. Guglielmo, el único varón, el heredero legítimo del título, era un joven airado. Había perdido el juicio que emprendiera su padre contra sus hermanos y gemiqueaba contra Giacomo, quien, según se decía, obstaculizaba sus intentos de encontrar trabajo en Sarentini. A sus veinte años no le quedaba más remedio que asociarse con los rebeldes y fomentar las reivindicaciones contra aquel a quien consideraba un usurpador.
Los Safamita se dilaceraban por orgullo y codicia: tío y sobrino eran públicamente enemigos. Costanza no se sentía distinta a ellos y sabía que su propio equilibrio dependía de saberse rica. Pero ¿de qué le servía todo lo que tenía? ¿Y a quién se lo dejaría? Se preguntaba por qué debía esforzarse tanto en cuidar de su patrimonio, en buscar nuevas inversiones. En otros tiempos le había colmado la paladina e inocente alegría de gastar y disfrutar de su marido; ahora ya no. Había confiado en que Antonio ocupara el lugar del hijo que no tuvo, pero no había sido así. Costanza lamentaba el no haber seguido el consejo de su nodriza y no haber escogido a uno de los hijos de sus primas para hacer de él su heredero, como habían hecho sus tíos-abuelos, los Lattuca, con su padre.
Ya no sabía regresar a la soledad de antes y al amor hacia sí misma. Se volvió melancólica. Aun así, siguió entregándose a sus ocupaciones, y todo funcionaba con regularidad, en los palacios y en los campos. No pensaba en Pietro. Él era el marqués de Sabbiamena, su marido, un extraño más entre otros muchos.