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«A los criados, paciencia; a los amos, prudencia.»

Pinuzza Belice interroga a su tía, Amalia Cuffaro, acerca de las circunstancias de su despido

- Pero si tú eras la nodriza de la marquesa, ¿cómo es que has acabado aquí en la Montagnazza conmigo? -Pinuzza se relamía después de tomarse un higo dulce y maduro.

- ¿Y cómo es que se te vienen a la cabeza preguntas así?

- ¡Tú contéstame!

- La marquesa murió y su hermano, el barón Giacomo, el heredero, me dijo que me marchara. Y como era el amo…

- ¿Tú te lo esperabas?

- No, esa vez no.

- ¿Y alguna otra vez te esperaste que te echaran?

- Sí, hace muchos años.

- ¿Y cómo fue?

- No son cosas de críos, cuando crezcas te lo contaré.

Amalia le secó la boca y la reclinó para que durmiera. Después empezó a limpiar los platos con un trapo apenas humedecido con el agua que había quedado en el fondo de la palangana.

Las nodrizas limpiaron la herida con trapos húmedos. No era profunda, pero dejaría una cicatriz en la frente de Costanza. La cubrieron con unas telas gastadas y la vendaron con destreza. Para los moratones, le aplicaron apósitos de flor de manzanilla. Después dieron de cenar a los niños y los prepararon para acostarse. Aquella noche sus padres no se dejaron ver.

Amalia acostó a Costanza en su cama, no tanto para consolar a la niña como para calmarse ella. Estaba muy angustiada: había insultado al ama, temía que se vengara y que la despidiera, acusándola de haber sido ella la que había herido a Costanza. Durante buena parte de la noche, Amalia no consiguió pegar ojo: acariciaba a la pequeña, la cubría de besos delicados para no despertarla, entrelazaba sus dedos con los de ella, la miraba a la tenue luz de la luna que entraba por la ventana.

Cuando el cansancio ya parecía vencerla, llegaron las visiones y las pesadillas, una más recurrente que las demás: el baroncito y la baronesa, agigantados, graves y solemnes, se le aparecían a los pies de la cama. Ataviados con holgadas capas de color rojo sangre, tenían la mano derecha levantada y apuntaban con el dedo índice hacia ella. Hablaban en italiano, al unísono, como los coristas de la iglesia mayor: «Tú eres culpable de las tres peores faltas que puede cometer una nodriza».

La voz profunda del baroncito enumeraba las acusaciones, la baronesa, con el puño derecho cerrado, acompañaba las palabras de su marido escandiendo las culpas con los dedos, primero el pulgar, después el índice y por último el corazón, todos apuntando contra ella. A cada movimiento de los dedos, los anillos refulgían como los reflejos de una espada lista para cortarle de un tajo la cabeza a Amalia. La baronesa tenía un aspecto horrible; con los ojos rebosantes de maldad, esbozaba una media sonrisa cruel con los labios cerrados, lo que desfiguraba su semblante pálido.

«No ha sido usted capaz de enseñar a Costanza que lo justo es que su madre pase más tiempo con el hijo varón, ella es sólo una hembra. Ésta es la primera», decía el baroncito, «pero ha cometido una segunda falta imperdonable: ha tratado usted a nuestra hija como a una igual. Osa amarla como si le perteneciera.

»La tercera es grave, muy grave. Se siente usted igual a los barones Safamita. Pero no es así, ni siquiera en estos tiempos que corren. Ha osado incluso levantarle la voz a su ama cuando ésta ha castigado justamente a su hija. Nodriza es usted aquí, y debe respetar a los amos. Podría hacer que la arrestaran. En cambio, la mando a casa de sus suegros. Quiero que se me devuelva el ajuar y las joyas de la crianza. En cuanto a Costanza, no volverá usted a verla mientras viva.»

La imagen del amo se desvanecía, sus últimas palabras -«mientras viva, mientras viva»- resonaban cada vez más apagadas. La habitación empezó a dar vueltas vertiginosamente, alargándose en forma de una caverna estrecha y oscura que se enrollaba sobre sí misma como una serpiente y después, enderezándose, se hundía en la tierra: se había convertido en un pozo sin fondo. Amalia, junto con todo el mobiliario, se precipitaba allí dentro, golpeándose contra las paredes cada vez más estrechas, cayendo, cayendo hacia aquel infierno.

A la mañana siguiente se despertó abrazada a Costanza en un manantial de sudor. Estaban empapadas.

El día pareció desarrollarse como si nada hubiera ocurrido. La atmósfera estaba cargada, como la que precede a los cataclismos. Una anciana bordadora, venida para traer unos encargos, preguntó incauta:

- ¿Qué le ha pasado a la chiquitina?

Enseguida recibió la respuesta de rigor del señor Filippo Leccasarda:

- Nada pasó, ¿qué habría de pasarle?

Nadie más demostró interés por la herida de Costanza, y los amos no salieron de la planta noble.

A primera hora de la tarde Amalia acostó a Costanza y permaneció en la habitación de la niña. Se acomodó en la mecedora, después de quitarse los pasadores y las peinetas de cobre, y cerró los ojos. Casi se había quedado dormida cuando Gaetano Cucurullo llamó a la puerta. Ordenes del barón: a Costanza y a sus mujeres se las esperaba en el castillo, la carroza ya estaba lista. Amalia tuvo apenas tiempo de recogerse el pelo como pudo, de echarse encima un chal y de vestir a Costanza, aún medio dormida. Llamó a Maddalena y las tres bajaron a las cuadras.

Les esperaba la carroza personal del barón, de mullidos asientos rojo carmesí y cojines acolchados, con un reloj esférico y dorado. El señor Vito Pelonero, el cochero, estaba en su sitio. Con un chasquido del látigo hizo que arrancara el tiro de dos caballos. Amalia se ceñía el chal casi como si pudiera ocultar así su corazón, que, estaba segura de ello, se oía a distancia, de lo mucho que le saltaba dentro, como un sapo aprisionado. Tenía la garganta seca. El miedo se la comía viva.

Entraron en el despacho del barón. Los hermanos Safamita las esperaban de pie, en el centro de la habitación, rígidos como estatuas. No les dirigieron la palabra. Murmuró un «Con la bendición de vuecencia» y depositó a Costanza en el suelo. La niña corrió hacia ellos. El baroncito se agachó para besar a su hija y se afanó para desatar la cofia que apenas contenía el vendaje.

En cuclillas, los dos hermanos deshicieron la venda y observaron la herida en un silencio que era sólo señal de vergüenza. Amalia se sentía de más, casi una intrusa.

- Mamá me tiró contra la pared y me salió sangre, y yo lloraba -dijo Costanza, con la mano apoyada en el brazo de su padre.

El baroncito se levantó con su hija en brazos y a pasos lentísimos se acercó al balcón. Se detuvo ante el centro de la vidriera. Con el brazo derecho rodeando el cuello de él, la cabeza en su hombro, Costanza lo miraba con sus ojos profundos: como si de aquel abandono confiado manara un regenerador afecto recíproco. El pelo, liberado de las vendas, era un casco de oro viejo. La silueta de sus cuerpos abrazados se recortaba contra el azul intenso del cielo. Permanecieron así largo rato.

El baroncito se volvió y se la pasó a Amalia con delicadeza:

- Lleve a la niña con Maddalena y vuelva aquí, sola.

Estaba de pie frente a los barones, sentados en dos grandes sillones y con los ojos clavados en ella. El castillo, con sus rincones oscuros y tétricos, siempre le había infundido una sensación de incomodidad. El despacho era austero, repleto de animales disecados, estatuas de bronce, muebles macizos. De las paredes, en los espacios no ocupados por las librerías, colgaban lúgubres cuadros de antepasados.

Los dos hombres la miraban en silencio. Ella oscilaba sobre sus pies, cada vez más atemorizada, como una acusada: el barón tenía el pelo ya gris y la barba más tupida que su hermano; de no haber sido por ello, a pesar de la diferencia de edad se parecían como dos gotas de agua: las prominentes narices aguileñas eran idénticas, al igual que las grandes manos con las venas abultadas, los pequeños ojos almendrados, el porte severo.

Por fin, el baroncito le dirigió la palabra:

- He visto la herida de Costanza. La baronesa reconoce que ha sido culpa suya. Costanza lo ha confirmado. ¿Tiene usted algo que añadir?

- Vuecencia, no -masculló Amalia.

- Es necesario evitar a toda costa que esto se repita -dijo el barón.

- ¿Qué sugiere usted, Amalia? -El baroncito la miraba angustiado, como si le hablara a una igual.

Aquella familiaridad la aturdió por completo. Debían proteger a Costanza y le pedían consejo, a ella, la nodriza, precisamente a ella. La cabeza le daba vueltas, se sentía mareada. Experimentaba una extraña sensación, le parecía que se hubiera desdoblado y la verdadera Amalia hubiera abandonado aquel cuerpo turbado y sufriente y, como una pluma, después de revolotear en lo alto por las pinturas al fresco de la bóveda, la mirara desde allí, aguardando su respuesta. Amalia se oyó decir:

- La señora baronesa viene al piso de arriba para ver a Giacomo, tal vez pueda retener a la niña en la otra habitación.

- Piénselo bien, Amalia: cuando oye la voz de su madre, Costanza desea estar con ella y corre a su encuentro. Sabemos que mi mujer no debe estar con mi hija. Por el momento representa un peligro. -El baroncito clavó sus ojos en los de la nodriza y repitió-: Un peligro, Amalia, ¿me entiende?

- ¡Vuecencia, claro que sí!

- Debe evitar cualquier peligro que provenga de su madre, ¿lo entiende? Debe usted protegerla, protegerla de todos, ¿me he explicado bien? -El baroncito había levantado la voz, amenazador.

- Amalia -intervino el barón-, debe mantener a Costanza lejos de su madre: mi hija no está bien y tardará en recuperarse.

- Vuecencia, sí, claro que sí.

- ¿Cuáles son las habitaciones más alejadas de las de Giacomo? -preguntó el baroncito.

- Las del servicio, en la planta baja -contestó Amalia de un tirón, sin respirar.

- Bien, de ahora en adelante le permito que lleve a mi hija a esas habitaciones. Hablaré con el señor Filippo: hallará la manera de colocar allí sus juguetes y todo lo que le resulte necesario. La incolumidad de mi hija depende de usted. -Y, levantando la voz, añadió-: De usted y de mí.

- Tome, Amalia. -El barón le tendió un saquito lleno de monedas.

Ella lo cogió, confusa. Se olvidó de darle las gracias mientras le besaba la mano y preguntó con vehemencia:

- Y a la señora baronesa, ¿quién le ha hablado de estos cambios? ¿Y si no lo permite?

- No sea impertinente, Amalia -la reprendió el baroncito, recuperando su tono autoritario-, yo soy el amo en el palacio Safamita y yo decido. A mi mujer le permito que mande dentro de los límites que le impongo, y ella debe estarme agradecida. -Le cayó encima una mirada aviesa y cortante de su hermano. Haciendo caso omiso de ella, el baroncito añadió-: Hablo también por cuenta del barón, aquí presente; en el castillo se aplicará un sistema idéntico, el señor Calogero Giordano se lo explicará a usted después. Puede marcharse.

La nodriza cruzaba ya el umbral del despacho, cuando él la llamó de nuevo:

- Amalia, no hace falta decirlo, ni media palabra a nadie.