76
Ya han quitado el letrero amarillo de la fachada. Linnéa contempla las ventanas vacías, el espacio oscuro del interior.
La puerta está abierta. De vez en cuando alguien sale y tira a un contenedor libros, plantas y muebles. Todo va fuera.
Otro local abandonado más, vacío y fantasmal, que tendrá el centro de Engelsfors. Es como si el movimiento no hubiera existido nunca.
Y se le antoja una metáfora perfecta de lo que ha pasado con EP en las conversaciones de los habitantes de la ciudad. Ahí también hay lagunas vacías y fantasmales. Una voluntad férrea de borrar toda huella. Después del «fallo eléctrico» cerraron el instituto unos días y cuando lo volvieron a abrir, no quedaba ni rastro de los signos de EP en las puertas de las taquillas.
Nadie menciona la mano de hierro con que Helena y Krister controlaban la ciudad. Casi parece que todo el mundo lo hubiera olvidado.
Pero Linnéa ha oído los pensamientos. Sigue captándolos a veces. Vergüenza. Miedo.
El entierro de Helena y Krister se celebró ayer y se ve que, por sorprendente que pudiera parecer, no fueron muchos los que acudieron para honrarlos.
Nadie sabrá jamás la verdad de sus crímenes. Los suyos y los de Olivia.
Los padres de Olivia han denunciado su desaparición y su foto circula por Internet. Linnéa también se pregunta dónde estará Olivia. ¿La habrán enviado a algún cuartel general secreto? ¿O seguirá en la casa de Alexander y Viktor? ¿Estará viva?
Linnéa ha dejado de culparse por no haber caído en la cuenta de que Olivia fuera la bendecida por los demonios. Pero no puede dejar de preguntarse si no habría podido ayudarle mucho antes. Si le hubiera hecho más caso, si se la hubiera tomado más en serio, puede que no hubiera tenido que pasar esto.
Björn Wallin sale por la puerta. Lleva una pila de sillas de madera.
—Hola —dice Linnéa.
La mira sorprendido. Deja las sillas junto al contenedor y se pone derecho.
—Hola, Linnéa.
Lo mira de reojo. Busca signos de que haya vuelto a beber. Esos signos que son tan insignificantes al principio, imperceptibles para todos los que no son ella.
—Sigo sobrio.
Lo mira a los ojos. Se niega a avergonzarse. Tiene todo el derecho a desconfiar de él.
—Qué bien.
Él asiente. Mira el vestido sencillo de color negro que lleva debajo de la chaqueta, los leotardos negros.
—¿Vas al entierro de esa chica?
—Sí.
—¿Erais muy amigas?
—En cierto modo —dice Linnéa, pensando un instante antes de corregirse—. Sí, sí que éramos amigas.
—Lo siento. Es una historia terrible.
Linnéa hace un gesto de afirmación.
Se pregunta qué pensará su padre ahora de EP. Se pregunta si habrá oído los rumores de que Linnéa trató de difamar a Robin y a Erik. Y en tal caso, se pregunta qué pensaba. Si se lo creyó.
Lo mira. Sería muy fácil leerle el pensamiento. Pero no lo hace. Puede que porque no quiera saberlo. O quizá sea porque si existe alguna posibilidad de que vuelvan a entablar una relación, no puede permitirse tomar ningún atajo.
—¿Qué vas a hacer ahora?
Es su forma de preguntar si va a volver a beber y está segura de que él lo sabe.
—He conseguido un trabajo en la serrería. Me lo ha buscado un amigo de Engelsfors Positivo. Empiezo ya, después de Pascua. Y luego, no sé.
La mira muy serio.
—No voy a empezar a beber otra vez. Y entiendo que la única manera de convencerte es seguir demostrándotelo a diario. Cuando estés dispuesta, podemos hablar de todo lo que ha pasado. Puedes llamarme cuando quieras. Quiero volver a ser tu padre, pero no tengo ningún derecho a exigírtelo.
A Linnéa se le agolpan tantos sentimientos que no puede responder. Le está diciendo precisamente lo que ella dejó de esperar que le dijera hace mucho tiempo, y la esperanza es peligrosa.
—Vamos a dar un porte de unos cuantos muebles. ¿Quieres que te llevemos a la iglesia?
—No —dice, más rápido de la cuenta—. Prefiero pasear.
—Vale. Cuídate.
Linnéa asiente y trata de esbozar una sonrisa. Se va de allí apresuradamente y le da tiempo a alejarse una manzana antes de que empiecen a brotarle las lágrimas.
Anna-Karin se sienta en la silla que hay junto a la cama del abuelo, con cuidado de no arrugarse la falda. Le ha pedido prestado a su madre el traje de los funerales y se ha recogido el pelo igual que Vanessa en el juicio.
El abuelo deja el crucigrama y la mira por encima de las gafas de leer.
—¿Se ha muerto alguien, bonita? —le pregunta preocupado.
—Sí. Hoy entierran a una amiga mía.
Ya le ha hablado de Ida, pero no parece acordarse.
—¿Cómo te encuentras, abuelo?
El abuelo hace un gesto con la mano escuálida, como quitándole importancia al tema, y dice algo en finés.
—Aquí estamos sin novedad —sigue cambiando de lengua otra vez. Mejor háblame de ti.
Anna-Karin ha vuelto a examinar el bosque. Algo en su interior le dice que tiene que ir. Lo ha ido recorriendo en compañía del zorro sin rumbo fijo, buscando sin saber qué.
Pero eso no se lo cuenta al abuelo. Le habla de todos los indicios primaverales que ha visto en el bosque. Y él sonríe.
—¿Cómo está Mia? —pregunta luego—. Hace mucho tiempo desde la última vez que vino a verme.
Anna-Karin siente una opresión enorme en el pecho. A decir verdad, no quiere hablar de su madre.
—Está como siempre —dice Anna-Karin—. O sea, que no cambia.
—¿Pero tú crees que puede cambiar?
—No lo sé. A veces lo pienso. Casi siempre, cuando no estoy con ella. Cuando voy por el bosque se me ocurre que podría llevarla de paseo. Para que pueda ver lo bonito que es. Pero luego llego a casa y sigue allí plantada. Entonces sé que ni siquiera tiene sentido preguntarle —dice Anna-Karin—. Y tú, ¿crees que puede cambiar?
—No lo sé —responde el abuelo—. Tiene que querer. Y atreverse a pedir ayuda.
Anna-Karin asiente.
—Y no sé si tú te atreves —dice el abuelo.
Se quita las gafas y la mira fijamente.
—¿A qué te refieres? —pregunta Anna-Karin.
—A pedir ayuda.
—Pero si te tengo a ti, abuelo.
—Sí. Mientras siga aquí. Pero creo que necesitas algo más. Quizá no puedas ayudar a tu madre, pero puedes ayudarte a ti misma. No tienes que llevar toda esta carga tú sola.
—Quieres decir… ¿Que debería hablar con alguien o algo?
El abuelo hace un gesto afirmativo.
—Yo quiero a Mia —dice el abuelo—. Y he pensado muchas veces que debería haberlo hecho de otra forma, cuál es mi parte de culpa. Pero no tienes que estar como ella, Anna-Karin. No eres como ella. Y no es tu responsabilidad salvarla.
De pronto, Anna-Karin toma conciencia de que siempre ha tenido la misma forma de pensar que su madre. Que ella simplemente es así. Que el sufrimiento es algo que hay que soportar toda la vida, algo de lo que uno nunca se libra.
Pero quizá las cosas no tengan por qué ser así.
Mira a su abuelo.
Di adiós mientras puedas, le dijo Mona. Hay tiempo. Aprovéchalo.
—Te quiero, abuelo.
—Y yo a ti, preciosa.
Anna-Karin se levanta.
—Tengo que irme. Pero volveré mañana.
—Espero que sea un funeral bonito —dice el abuelo—. Pensaré en vosotras.
Minoo no se ha puesto el vestido negro desde el entierro de Rebecka. Y espera no tener que volver a usarlo nunca más.
Se sube la cremallera de la espalda. Se tumba en la cama y abre el cajón de la mesilla de noche. Saca el Libro de los paradigmas.
Pasa las yemas de los dedos por la cubierta de piel, por los círculos perforados de la portada.
Los protectores han vuelto a hablar con ella a través del Libro. Solo con ella, y con ninguna de las demás Elegidas.
Le han dicho que el asesinato mágico de Olivia aceleró la llegada del Apocalipsis mucho más de lo previsto. Si hubiera conseguido sacrificar a todos los del gimnasio, la destrucción del mundo ya habría llegado.
Así han ganado tiempo. La pregunta es cuánto.
Y cuál es el siguiente paso en el plan de los demonios.
Minoo abre el libro y deja que el humo negro fluya mientras hojea las páginas.
Vuelve a plantear la pregunta. La que no la deja tranquila, la que la mantiene despierta por las noches.
¿Habría podido salvar a Ida si no hubiera ido a casa de Adriana?
Los signos se estremecen en las páginas, pero los protectores guardan silencio.
Minoo cierra el libro.
Puede que no haya respuesta.
Minoo baja a la cocina. Sus padres levantan la vista desde la mesa cuando llega. Están tomando café y leyendo cada uno su periódico. Todo es como solía ser. Aparte de que su madre volverá a Estocolmo dentro de unos días.
La madre se levanta, se le acerca y la abraza.
—¿Seguro que no quieres que te acompañemos?
Minoo asiente. Por lo menos a este entierro no irá sola. Las demás Elegidas también estarán allí. Y Gustaf viene de camino.
—Pero me alegro de que estés aquí cuando vuelva a casa —dice Minoo, y la madre le acaricia el pelo.
Vino en cuanto se enteró del incendio del Engelsforsbladet. Y sus padres han estado sorprendentemente cariñosos el uno con el otro. A veces hasta parecía que estuvieran enamorados. Que hubiera entre ellos la energía de la que Gustaf le habló el verano pasado.
Claro que ayuda que el padre esté bastante más calmado. El Engelsforsbladet usa una sala de la redacción del Fagersta-Posten y los artículos de su padre sobre el modo en que EP se hizo con el control de la comarca han llamado mucho la atención de los medios nacionales. Desde entonces, esta historia ha cobrado vida propia. El relato del surgimiento y la caída de Engelsfors Positivo tiene todo lo que se le puede pedir a un culebrón mediático. Corrupción, lavado de cerebros, adolescentes engañados, un atentado contra el periódico local y un curioso accidente que segó la vida de las figuras principales del movimiento. Incluso se ha mezclado el ingrediente del «pacto de suicidio» del año pasado. ¿Lo que ocurrió en el gimnasio fue un intento fallido de suicidio colectivo (o de asesinato colectivo)? ¿Por qué afirman todos los que estaban allí que no recuerdan nada?
El padre suspira ante todas las exageraciones pero se nota que lo que siente sobre todo es alivio al ver que por fin lo creen.
Minoo espera que esté más tranquilo también debido a la presencia de su madre. Puede que ambos se hayan dado cuenta de algunas cosas mientras estaban separados.
Llaman a la puerta y Minoo va a abrir.
Gustaf se sorprende al ver el vestido. Lo reconoce. Y él lleva el mismo traje que el día del entierro de Rebecka.
—¿Estás lista?
Asiente, se pone el abrigo y recoge las flores del mueble del recibidor.
Gustaf y ella salen a la luz del día y sus manos se rozan.
Los dos las apartan al mismo tiempo.
Solo es un amigo, se dice Minoo.
Caminan en silencio. Los pájaros gorjean y, al mirar al cielo, ve pasar volando un herrerillo.
—Ayer fui a ver a Rickard —dice Gustaf.
Rickard es el único de los miembros de EP que tiene secuelas físicas después de lo que pasó. Olivia lo estuvo manejando durante tanto tiempo y tan a menudo que el cuerpo empezó a deteriorársele. Ha pasado las últimas semanas en el hospital. Los médicos no entienden qué le ocurre.
—¿Cómo estaba? —pregunta Minoo.
—Regular —dice Gustaf—. Físicamente se va recuperando. Pero está deprimido.
Minoo asiente. Le da pena Rickard. Y se pregunta por qué Olivia lo convirtió a él precisamente en su instrumento.
Entran en el bulevar que conduce a la iglesia.
—He estado pensando en lo que dijiste de Ida aquella tarde que fui a tu casa —dice Gustaf—. Que estaba intentando ser mejor persona. Creo que tenías razón.
Minoo siente una punzada al pensar en cómo murió Ida en los brazos de Gustaf, en cómo se esforzó él por hacerle la respiración artificial, para que el corazón le volviera a funcionar. Nunca olvidará ese instante. Pero ha procurado que Gustaf sí lo olvide.
—¿En qué piensas? —pregunta Gustaf.
—En nada de particular.
Pero no podrá seguir mintiéndole de esta forma. No es justo.
En algún momento debe contarle la verdad. No sabe cómo ni cuándo, pero lo hará. Tiene que saber cómo murió Rebecka. Tiene que saber que Ida fue una heroína. Se merece saber cómo funciona el mundo de verdad y lo que está en juego.
Pero eso se lo merece todo el mundo, ¿no?
El Consejo quiere que el mundo mágico sea un secreto para el resto de la humanidad. ¿Pero por qué tiene que estar reservada la verdad a una minoría?
La grava cruje bajo sus pies mientras avanzan por el sendero que lleva a la iglesia.
Linnéa, Anna-Karin y Vanessa están esperando en la escalinata.
Minoo se acerca a darles un abrazo. Reparte las flores. Seis rosas blancas. Cuatro de las Elegidas y una de Gustaf. La sexta es de Nicolaus. Minoo sabe que lo habría querido así.
Levanta la vista y ve llegar a Viktor con las manos en los bolsillos del abrigo. Le busca la mirada. Ella la aparta y él entra en la iglesia sin decir ni una palabra al pasar a su lado.
Varios días después de la muerte de Ida llamó a Minoo por teléfono. Había aparcado el coche en la puerta de su casa.
—Han absuelto a Adriana —dijo Viktor cuando Minoo entró en el coche—. Ha ido más rápido de lo que me atrevía a esperar.
—¿Cómo está? —dijo Minoo.
—Sigue confusa. Pero nuestros médicos le han dado un diagnóstico que explica la amnesia. Tiene algo concreto para entender lo que le ha ocurrido. Se va a recuperar.
Le produjo cierto alivio oírlo decir eso. Al mismo tiempo, Minoo se preguntaba cuánto sabrían al respecto los médicos del Consejo.
—¿Se quedará aquí?
—De momento —dijo Viktor—. Y nosotros también.
Se volvió a mirarlo. Estaba jugueteando con los intermitentes. Evitaba mirarla a los ojos.
—¿Y eso por qué? Pensaba que habías decidido que todo esto de Engelsfors era un fraude.
Viktor no respondió.
—¿Y tú qué piensas? —dijo Minoo—. ¿Crees que somos las Elegidas?
—Yo creo que tú eres una persona verdaderamente extraordinaria, Minoo —respondió sonriendo.
De repente fue como si tuviera al Viktor de siempre sentado a su lado. El que intentaba cautivarla con sus trucos.
—Déjalo ya —dijo Minoo.
Se le apagó la sonrisa.
—¿Qué habéis hecho con Olivia?
—No puedo hablar de eso con una persona ajena.
—¿Qué ha pasado con todo lo que dijiste del Consejo?
—Lo mantengo. Pero si quiero cambiarlos tengo que jugar con sus reglas tanto como pueda.
—¿Así que vuelves a acatar sus órdenes?
Viktor la mira con tristeza.
—No entiendo cómo alguien tan inteligente como tú puede ser tan ingenuo. Crees que todo es muy simple. Correcto o incorrecto, bueno o malo. Pero lo importante es la meta, no cómo se llega a ella.
—¿Quieres decir que el fin justifica los medios? —dijo Minoo.
—Si lo quieres expresar de ese modo, pues sí.
—Pues te equivocas.
—¿Sí? Piensa en lo que le hiciste a Adriana. ¿De verdad calificarías de buena esa acción? ¿Quitarle los recuerdos, convertirla en alguien que en realidad no quería ser?
—Ya, pero fue para que sobreviviera…
—Exacto —dijo Viktor.
Sus palabras la han perseguido desde entonces. Y solo está segura de una cosa. No piensa volver a confiar jamás en Viktor Ehrenskiöld.
—Minoo —dice Linnéa tirándole de la manga del abrigo.
Erik se acerca por el sendero con el brazo sobre Julia.
—¿Cómo coño puede dejarse ver por aquí? —murmura Vanessa—. ¿Cómo coño puede existir, simplemente?
Porque así funciona, piensa Minoo. No existe la justicia cósmica. No existe eso de «el pecado lleva aparejado el castigo». La gente como Erik puede seguir navegando por la vida con independencia de lo que haya hecho. Puede que duerma mal por las noches. O puede que duerma estupendamente.
Las Elegidas lo miran en silencio. Él se da cuenta, pero se niega a mirar en su dirección. Se niega o no se atreve. Minoo espera que sea esto último. Y aunque sabe que el mundo no funciona así, y aunque sabe que la venganza no es la solución, espera que acabe pagando por lo que ha hecho.
O al menos que no vuelva a hacerle daño a nadie.
Esperan hasta que Erik y Julia cruzan el pórtico de la iglesia.
Luego se miran.
Es la hora de entrar.
Es la hora de la despedida.