47
Minoo abre con cuidado la puerta de su cuarto y sale sigilosamente al pasillo.
La del dormitorio principal está entreabierta y los ronquidos del padre se oyen como un zumbido sordo. Justo cuando ella pone el pie en el primer escalón, se calla. Oye que el padre se da la vuelta pesadamente en la cama. Minoo se detiene, aguanta la respiración y espera hasta que se reanudan los ronquidos. Luego sigue bajando la escalera. Desde la noche de la luna de sangre la ha bajado sigilosamente tantas veces que sabe a la perfección dónde poner los pies, qué peldaños son los que crujen. No acaba de llegar al piso de abajo cuando el teléfono empieza a sonar estrepitosamente en el mueble del recibidor. Sale corriendo, con la esperanza de que el padre no se haya despertado.
—¿Diga? —susurra sin aliento.
Nadie responde. Solo una respiración y ruido de interferencias. Alguien que escucha, que espera.
—Deja de llamar —dice Minoo y después cuelga.
Cobardes de mierda, piensa.
Intenta enfadarse, pero no lo consigue, y detesta que logren asustarla de ese modo. Estas llamadas la hacen sentirse observada, como si alguien estuviera viendo todo lo que hace.
Silencia el timbre del teléfono. Comprueba si se oye algo en el piso de arriba. Los ronquidos del padre llegan hasta allí. Se pone el abrigo y sale a la calle.
La niebla es tan espesa que apenas puede ver la valla al otro lado del césped.
Hay alguien esperando en la acera. Como si se hubieran puesto de acuerdo. Pero Minoo no se atreve a fiarse de que la figura borrosa sea de verdad Anna-Karin hasta que no la tiene a unos metros.
—Hola —dice Minoo en voz baja.
—Hola —responde Anna-Karin pasándose por detrás de la oreja un mechón despeinado.
Echan a andar. Minoo siente la niebla como una manta fría y húmeda en la cara.
—¿Qué tal?
—No lo sé. Solo quiero que se acabe todo ya.
A Minoo le gustaría poder decirle que todo va a salir bien, pero las dos saben que no tiene ni idea. Y lo que necesita Anna-Karin ahora mismo no son frases vacías.
Siguen caminando en silencio hasta Kärrgruvan.
De vez en cuando, Anna-Karin se para y cierra los ojos. Su familiaris está de guardia en el caserón. Le avisará si ve salir a alguien. Pero, por seguridad, Anna-Karin mira a intervalos regulares.
—Debe de ser muy raro —dice Minoo cuando Anna-Karin vuelve a cerrar los ojos—. O sea, ser un zorro.
Acaban de llegar al camino de grava que conduce al parque. Minoo enciende una linterna.
Densos velos de bruma danzan sinuosamente en el haz de luz.
—Me he acostumbrado —dice Anna-Karin y vuelve a abrir los ojos. Apareció de pronto y ahora es como si hubiera formado parte de mí desde siempre. Pasa igual que con la magia. ¿Entiendes a qué me refiero?
Minoo asiente sin decir nada.
Nunca ha sentido la magia como una parte de su ser, sino más bien como un elemento extraño que se apodera de ella.
Quizá le pareciera más natural si supiera para qué usarla.
Desde que se enteró de que son los protectores los que están detrás de sus poderes, se ha atrevido a experimentar un poco. Pero no es capaz ni de mover objetos, ni de volverse invisible, ni de leer los pensamientos ni de influir en los demás. Su único talento parece ser aspirar almas usando las manos solamente y todavía no sabe qué tendrá eso de bueno.
Siguen caminando hasta que por fin aparecen los matorrales que rodean Kärrgruvan como espíritus en la niebla.
Cuando cruzan la entrada la bruma se disipa.
El aire del parque está despejado. Sobre ellas se extiende, negro, el cielo nocturno. Sembrado de estrellas e infinito.
Un resplandor aletea alrededor de la pista de baile. Adriana ha encendido un fuego azul en el centro. Minoo apaga la linterna. Atraviesan la protección del resplandor y sienten el calor del fuego.
Las demás Elegidas están sentadas. Adriana es la única que sigue de pie. Minoo no la ha visto desde que fue con Alexander al apartamento de Nicolaus. A la luz de las llamas azules casi tiene cara de estar enferma, pero los ojos le brillan vivaces llenos de energía.
—Sentaos. Tenemos poco tiempo.
Se saca una tira de cuero que lleva alrededor del cuello. Tiene colgado algo blanco que parece un trozo de hueso. Muy despacio empiezan a crecer sobre la superficie lechosa unas líneas rojas que se ramifican como finísimos vasos sanguíneos.
Minoo y Anna-Karin se quitan el abrigo y se sientan en el suelo.
Minoo no puede evitar mirar a Linnéa, que está sentada al lado de Vanessa. Y no comprende cómo no se ha dado cuenta en todo este tiempo. Es tan obvio ahora que lo sabe. Linnéa mira de reojo a Vanessa constantemente, como si no quisiera perderla de vista ni un segundo.
Tengo que hablar con Linnéa, piensa Minoo.
Pero no se le ocurre cómo empezar.
—Voy a contároslo todo desde el principio, para que entendáis el funcionamiento del Consejo. Y quiénes son en realidad —dice Adriana.
Un escalofrío recorre a Minoo cuando cae en la cuenta de que Adriana parece resuelta a desvelarlo todo. Que se ha puesto de su lado definitivamente.
—Nací en el estamento más alto del Consejo —comienza Adriana—. Mis padres eran brujos poderosísimos. Ambos procedían de familias que habían pertenecido a la élite del Consejo durante generaciones. Y su deseo era, por descontado, que yo siguiera sus pasos.
Esboza una sonrisa triste.
—Por desgracia, se demostró enseguida que yo no tenía demasiado talento para la magia. Mis padres no eran brujos de nacimiento, pero tenían muchas dotes y, por lo general, las dotes para la magia se heredan. Teniendo en cuenta la historia de mi familia, no se esperaban un fracaso como el mío.
Adriana se sienta también en el suelo con las piernas cruzadas y se apoya con una mano.
—Por suerte, ya tenían a Alexander. Él colmaba con creces todas sus expectativas. Mi padre lo adoraba, mientras que a mí me ignoraba por completo. Mi madre trataba de ser ecuánime y repartir su amor entre nosotros, pero se avergonzaba de mí. Yo sabía que se preguntaba qué habrían hecho para tener una hija así. El Consejo desprecia la debilidad. Y la fuerza se mide por la capacidad mágica y por lo que cada uno puede aportar. Traté de compensarlo de otra forma. Traté de compensar mi falta de habilidades comportándome de manera intachable y entregándome a mis estudios.
Adriana mira fugazmente a Minoo, que recuerda cuando le dijo que se parecía a ella de joven.
—Entonces llegó Simon a mi vida —dice Adriana—. Los dos teníamos diecinueve años. Alexander y él eran amigos, así nos conocimos. Nos enamoramos. Profundamente.
Las mira con expresión grave. El brillo del fuego azul se refleja en sus ojos.
—El Consejo ejerce sobre sus miembros un control extraordinario. Todos pueden ser delatores. Padres, hermanos, hijos, cónyuges, amigos, amantes. Pero yo confiaba en Simon. Y él confiaba en mí. Por primera vez en nuestra vida pudimos expresar con palabras el sentimiento prohibido que los dos habíamos llevado en nuestro interior. Que el Consejo era en realidad una prisión. Y cuando entre los dos conseguimos verlo, ya no pudimos cerrar los ojos a la verdad. El Consejo nos había convertido en personas atrofiadas. Decidimos que teníamos que huir.
—¿Por qué teníais que huir? ¿No podíais dimitir y ya está? —dice Vanessa.
Adriana niega con la cabeza.
—Los que nacemos en el Consejo podemos elegir en nuestro decimonoveno cumpleaños si queremos adherirnos de forma oficial o dejarlo para siempre. O sea, para siempre. Cortan todos los lazos con los desertores. Son poquísimos, ni siquiera los que dudan eligen esa opción. El Consejo es nuestra familia. Nuestro mundo entero. Tanto Simon como yo habíamos hecho el juramento de serle fieles hasta la muerte.
Adriana vuelve la cara hacia la oscuridad que rodea la pista de baile, pero tiene la mirada en un lugar completamente distinto. Como si estuviera buscando las palabras adecuadas.
—Planificamos nuestra fuga durante meses. Yo iba a encontrarme con Simon en un hotel de Copenhague, pero quienes me esperaban eran los representantes del Consejo. Habían atrapado a Simon ya en Estocolmo.
Cierra los ojos y respira profundamente.
—Nos llevaron a juicio. No pudimos negar nuestro delito. Simon fue condenado a muerte y yo habría corrido el mismo destino de no ser por mi madre. Hizo un sacrificio enorme por salvarme, pero yo no podía estar agradecida. Yo también quería morir, yo…
Vuelve a guardar silencio.
—Me dejaron vivir, pero se aseguraron de que nunca olvidara mi delito.
Se lleva la mano al hombro con gesto ausente y Minoo siente un estremecimiento que le recorre la espalda cuando piensa en la quemadura con el signo del fuego.
—Me castigaron con un ritual que me unía al Consejo de forma estrictamente física. Lo único que podía hacer era obedecer sus órdenes. Y al cabo de un tiempo tampoco quería hacer otra cosa. Dejé que volvieran a lavarme el cerebro. Me convertí en quien ellos querían que fuera. Una cobardía por mi parte, quizá. Pero estaba totalmente destrozada, no veía otra salida… Comprendo que para vosotras no sea fácil de entender.
Minoo niega con la cabeza. Todas guardan silencio. El fuego azul proyecta sombras vacilantes sobre sus caras. Casi parece que Adriana fuera parte del Círculo.
—Volví a la vida que tenía antes de conocer a Simon. Los libros. Como ya sabéis, los miembros del Consejo tienen dificultades para leer el Libro de los paradigmas hoy día. Les ocurre incluso a los brujos de nacimiento. Pero tenemos bibliotecas ingentes que reúnen el conocimiento y la exégesis de lo que un sinfín de generaciones han observado en el Libro.
A Minoo le gustaría poder contarle a Adriana que ya han oído hablar de esa biblioteca. Decirle que han hablado con Matilda. Ahora que Adriana se está sincerando le parece horrible tener secretos para ella, sobre sí mismas, sobre la anterior Elegida, sobre los protectores, sobre Nicolaus y sobre la historia del Consejo.
—Mi cometido era investigar la veracidad de las profecías —continúa Adriana—. Hay cantidades inauditas de ellas, y sobre todo tipo de asuntos, trascendentes o no. El cambio de gobierno en un país, un fenómeno mágico local o el destino de un linaje. El Consejo estudia las profecías para tratar de descifrar qué camino toma el futuro. El conocimiento es poder. Y tenéis que entender que, en realidad, al Consejo solo le interesa el poder.
—Eso ya lo hemos pillado a estas alturas —dice Linnéa.
—Hace un par de años visité el cuartel general noruego, que el Consejo tiene en Trondheim, para buscar un documento del siglo XVIII en el que figuraban profecías sobre las malas cosechas. Es sorprendente lo desorganizadas que están las bibliotecas del Consejo. En gran medida, eso depende de todas las luchas internas de poder habidas durante siglos. Cada período ha prohibido escritos diferentes. Al cabo de varias semanas encontré lo que buscaba. Mientras hojeaba los documentos hallé una referencia a la «Elegida de Engelsfors» y los sucesos de finales del siglo XVII en la zona de Bergslagen. Aquello captó mi interés. El mito de los Elegidos me ha fascinado desde que era pequeña. Y en esos documentos creí haber encontrado indicios de su veracidad.
—¿A qué te refieres con «mito»? —dice Minoo.
Matilda dijo sin duda que el Consejo parecía haber olvidado su origen y sus fines. Pero Adriana siempre se ha referido a las Elegidas como a una realidad indiscutible.
—Sí, ¿cómo que mito? A ver si vamos a ser como los gnomos —dice Vanessa.
Adriana esboza una sonrisa.
—El Consejo siempre ha contemplado la figura del Elegido igual que muchas religiones sus fuentes escritas más antiguas. Como un relato simbólico o una versión mitológica de los sucesos reales.
Minoo trata de digerir lo que está contando Adriana, pero es un poco difícil asimilar que para montones de personas no eres más que un mito.
—Me entró la curiosidad y empecé a profundizar en los archivos de Trondheim —dice Adriana—. Encontré pistas en otros lugares, insinuaciones veladas. Pero al final hallé una copia mal conservada de una profecía del siglo XIII. Y con ayuda de los demás documentos empecé a encajar las piezas de la idea general. Todo señalaba a que una enorme conflagración mágica había tenido lugar en la región de Engelsfors en la segunda mitad del siglo XVII. Allí se había manifestado una bruja con poderes singulares. Una joven que, decían, era la única capaz de detener a los demonios. La llamaban la Elegida. No estaba claro qué le sucedió, pero según la profecía, un nuevo Elegido se despertaría para detener el Apocalipsis. Ocurriría aquí, en Engelsfors, durante una luna de sangre. Ya me había interesado el mito antes, pero a partir de ese momento me obsesioné. Sobre todo cuando mis investigaciones posteriores me indicaron que la siguiente luna de sangre no tardaría en aparecer en Engelsfors. Mi relato suscitó mucho interés entre ciertas facciones del Consejo, en tanto que otras lo tacharon de pura superstición. No querían ni creer en demonios ni en el Apocalipsis ni mucho menos en brujos «elegidos». Pero conseguí autorización para llevar a cabo unas mediciones preliminares, que demostraron que Engelsfors era un lugar particularmente mágico. Entonces incluso los escépticos empezaron a interesarse. Me ordenaron que viniera a establecerme aquí como directora del instituto, puesto que todo indicaba que el Elegido sería de vuestra edad. Y entonces encontré a Elias.
Le tiembla la voz, como si necesitara serenarse antes de continuar.
—Tan pronto como se demostró que erais siete en lugar de uno, volvieron a encenderse los debates. Es decir, estabais fuera de la norma desde el principio.
Adriana sonríe con desánimo.
—Tuve que pelear para que os reconocieran como las Elegidas y que me dejaran contaros la situación. Lo que los convenció al final fue el análisis de vuestros cabellos, que demostró que teníais un potencial mágico nunca visto. Aunque no todos creían que fuerais las Elegidas, querían aprovechar vuestras capacidades.
Las va mirando una a una.
—Pero vosotras conseguisteis que despertara. Especialmente tú, Linnéa. Y me gustaría agradecértelo.
—Bueno… —dice Linnéa dudando.
—Tú decías todo el rato que el Consejo arriesgaba vuestras vidas con su burocracia inhumana. Eso me recordó todo lo que Simon y yo habíamos hablado. Comprendí que si quería honrar su memoria, tenía que intervenir. O mejor dicho, no intervenir cuando vi que estabais actuando a mis espaldas.
Minoo piensa en todas las notas que tomó el año pasado. De repente las ve bajo una luz totalmente nueva. Ha conseguido que se le aclaren tantas cosas… Se le han despejado tantas incógnitas…
—¿Qué piensan de nosotras ahora? —dice Anna-Karin—. ¿Creen que somos las Elegidas?
—Esa sigue siendo la postura oficial. Pero las facciones de escépticos se han fortalecido. Y Alexander se encuentra sin duda entre ellos.
Minoo recuerda la sonrisa de burla de Alexander cuando habló de los demonios durante el interrogatorio. Su tono de desprecio allí, en el parque, cuando Linnéa mencionó el Apocalipsis. Ahora tiene toda la lógica.
—Pero ¿y si es verdad? —dice Ida—. ¿Y si no somos las Elegidas? ¿Y si todo esto es solo un malentendido?
—¿Pero tú te crees eso? —dice Linnéa.
Ida niega con la cabeza.
—No —responde cansada—. Pero reconoce que estaría bien.
—Bueno, pero si antes no podías decirnos todo esto, ¿por qué nos lo cuentas ahora? —pregunta Vanessa a Adriana.
—Gracias a la magia que le compré a Mona Månstråle a precio de oro. Pagué con información. Por supuesto, no podía decir claramente que Alexander vendría a la ciudad, pero la puse sobre la pista. Y a cambio conseguí esto.
Adriana se saca la tira de cuero que lleva al cuello y Minoo observa el trozo de hueso. Ahora es más rojo que blanco. El proceso se desarrolla lento pero inexorable ante sus ojos.
—He tardado casi nueve meses en conseguir un amuleto que pueda bloquear mi vínculo con el Consejo durante unas horas.
—Déjame adivinar —dice Vanessa—. Cuando se haya vuelto rojo del todo se te habrá acabado el tiempo.
Adriana asiente.
—Como veis, tenemos prisa —dice soltando la fina tira—. Así que preguntad.
—¿Qué debemos saber acerca de Alexander y de Viktor? —dice Minoo.
—Alexander es un brujo de fuego, como yo. Es tan fuerte como puede llegar a ser un brujo instruido.
—Pero nosotras somos brujas de nacimiento, y Elegidas y todo eso —dice Anna-Karin—. Entonces seremos más fuertes, ¿no?
—Tenéis potencial para ser considerablemente más fuertes —responde Adriana—. Pero vuestros poderes no se han despertado por completo. Alexander tiene muchos años de experiencia. Es absolutamente leal al Consejo. Y absolutamente cruel.
Se vuelve a rozar el hombro con los dedos, distraída. Minoo recuerda lo que les dijo Adriana la primera vez que les habló de Alexander.
Es capaz incluso de sacrificar a su familia, a sus amigos, a las personas a las que dice que quiere.
Se le revuelve el estómago cuando de pronto comprende el sentido de las palabras de Alexander en el apartamento de Nicolaus.
¿Es que no me vas a perdonar nunca?
Si hubiera sido otro, el sufrimiento habría sido mucho mayor.
—¿Fue él? ¿El que te infligió la pena?
Adriana asiente.
—Se ofreció voluntario para demostrar del lado de quién estaba. Mis padres lo presenciaron todo. Fue demasiado para mi madre. Murió poco después. Entonces adopté su apellido.
Alexander tiene a Minoo aterrorizada desde la primera vez que lo vio. Pero ahora le parece casi peor que los demonios. Por lo menos, tan inhumano como ellos.
—Por lo que a Viktor se refiere, no es que sepa mucho —continúa Adriana—. Alexander lo adoptó. Es habitual en el Consejo, cuando se encuentra a niños verdaderamente dotados que crecen en familias no mágicas. La madre biológica de Viktor era drogadicta. Y tiene una hermana melliza. No la conozco. Tanto ella como Viktor se han educado en los internados del Consejo.
—Viktor nos ha contado que es brujo de nacimiento y que su elemento es el agua —dice Minoo—. ¿Pero puede leer la mente, como Linnéa?
—No —responde Adriana—. Aunque tiene una habilidad similar. Puede detectar si alguien está mintiendo.
Minoo mira a las demás Elegidas. Sabe que todas están pensando en lo mismo. Que están perdidas.
Sus intentos de prepararse para el juicio se le antojan de lo más patéticos. ¿Cómo han podido llegar a creer que serían más listas que el Consejo?
—A eso se refería Alexander con que el interrogatorio también era una prueba. Ya se nos considera desleales. Porque saben que hemos mentido.
—Sí —dice Adriana.
—Pero, y qué. ¿Acaso puede Viktor discriminar entre verdad y mentira? —dice Ida.
—No. Por suerte, no. Es más bien como un detector de mentiras mágico. Uno muy fiable. Y todas habéis mentido en el interrogatorio, según he oído. A pesar de mis advertencias —dice Adriana mirando a Minoo.
—No teníamos elección.
—Comprendo que pensarais eso —dice Adriana—. Pero si hubierais sido sinceras en el interrogatorio, puede que os hubieran tratado mejor. Porque, queráis o no, os sacarán la verdad en el juicio. Y mañana llegan refuerzos. El sábado no solo os veréis las caras con Alexander y Viktor.
Minoo quiere taparse los oídos, no quiere seguir oyendo malas noticias. Pero si esperan tener alguna oportunidad, no le queda más remedio que preguntar.
—¿Cómo se desarrollará el juicio?
—Alexander y Viktor han pasado meses preparando una sala. Han sido muy minuciosos, como poco. Nadie podrá usar la magia en la habitación. Por ejemplo, Anna-Karin no podrá influir en nadie y Linnéa no podrá leer los pensamientos. No es que yo lo hubiera recomendado. Pero podría haber sido un clavo ardiendo al que agarrarse.
—¿Quiénes nos van a juzgar? —pregunta Linnéa.
—Hay cinco jueces, son de los miembros más antiguos y acreditados del Consejo. Los menos susceptibles de dejarse convencer fácilmente. Os interrogaremos Alexander y yo.
—Pero si nadie puede usar la magia en el juicio, Viktor tampoco sabrá si estamos mintiendo, ¿no?
—No, eso es verdad. Pero habría sido preferible, comparado con los procedimientos habituales del Consejo en este tipo de procesos. Tiene una forma muy eficaz de evitar las mentiras.
—¡Pero ve al grano! —grita Ida—. ¿Qué piensan hacer con nosotras?
—Alexander y Viktor han trazado círculos muy poderosos en la sala del tribunal —dice Adriana—. Alexander es experto en hacer que los poderes de otros brujos se vuelvan contra ellos mismos. Linnéa, seguro que te acuerdas de lo que ocurrió cuando trataste de leerle el pensamiento.
—Sí —dice Linnéa, y hace una mueca.
—Eso es lo que sucederá si mentís durante vuestra declaración. Vuestros poderes se volverán contra vosotras. Pero el sufrimiento será mil veces peor que el que tú sentiste, Linnéa.
El silencio se extiende sobre la pista de baile.
O sea, solo tienen dos alternativas. Revelarlo todo, o que las torturen hasta que lo revelen todo. Y hagan lo que hagan, las condenarán.
—¿Y qué castigo podemos esperarnos? —dice Linnéa.
Como es natural, es ella quien formula sin rodeos la pregunta que Minoo ni siquiera se atrevía a hacerse a sí misma.
—No especulemos sobre eso —dice Adriana con seriedad.
—¡Pero tiene que haber algo que podamos hacer! —exclama Ida.
—Pedidle consejo al Libro de los paradigmas —dice Adriana—. Es vuestra única posibilidad.
Minoo traga saliva.
—Hay algún tipo de interferencia que hace que no funcione como debería.
Todas aprecian la palidez repentina de Adriana. Mira el amuleto. Está casi rojo del todo. Solo quedan unas manchas blancas.
Parece como si a todo el que trata de ayudarnos le pusieran trabas, piensa Minoo. Y nunca tuviera tiempo suficiente.
—Debo irme —dice Adriana y se levanta con rapidez sacudiéndose el abrigo—. Pero quiero pediros perdón a todas. Si yo hubiera podido prever todo esto… Nunca habría indagado en los relatos sobre Engelsfors. Habría sido mejor que el Consejo nunca hubiera oído hablar de esta ciudad.
—Habría sido peor que hubieras encontrado una profecía sobre el Apocalipsis y que hubieras pasado —dice Vanessa.
—Tú lo que estabas haciendo era ayudarnos —dice Anna-Karin.
Adriana la mira muy seria.
—Haré lo que pueda por ti en el juicio. Haré lo que pueda por todas vosotras. Pero, en realidad, solo veo una salida.
—¿Y cuál es? —pregunta Ida con un hilo de voz.
—Que huyáis —dice Adriana.