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Es como volver a casa.

Un poder mucho más fuerte que ella la colma y Minoo deja de tener miedo. Pone la mano con suavidad en la frente de Adriana y puede sentir la energía vital palpitando en su interior. Podría extraérsela toda, como hizo con Max. Pero en lugar de eso, se concentra todavía más y se deja llevar.

Adriana.

Minoo está con ella, dentro de ella, en sus pensamientos, en sus sentimientos, en todo lo que es ella. Y ve el último recuerdo. Ve su propia cara como la ha visto Adriana. Siente su miedo, pero también la esperanza. Cree que quizá Minoo pueda salvarla.

Minoo se demora en ese instante. Podría empezar a tirar de ese recuerdo, y después de los demás como si de un collar de perlas se tratase. Pero de pronto descubre que hay otras formas.

Se concentra aún más. La primera vez que hizo eso mismo le pareció como si hubiera descubierto que tenía un sentido nuevo. Ahora entiende que en realidad dispone de más sentidos a los que recurrir.

Es como quitarse las anteojeras, como si se derrumbaran los muros. Los recuerdos no son como la cadena de un ancla que te lleva en una sola dirección, hacia abajo, hacia las profundidades a través de aguas turbias. Los recuerdos son como un tejido. Miles, no, cientos de miles de hilos que se entremezclan, forman un patrón, se asocian en todas direcciones.

Y no son estáticos. Despacio, muy despacio, van cambiando, se solapan, se funden, se separan, se deforman, se transforman. Crecen, encogen, se repliegan, se pliegan abriéndose paso. Con movimientos hipnóticos.

Y de este flujo constante tratará de entresacar detalles específicos, arrancar un año de la vida de Adriana.

Debería darle pánico, pero no es así. Más bien le parece interesante. Como si todo lo que Minoo tiene de atormentada, de insignificante, de débil, de humana, no le afectara. Es una liberación haber perdido el miedo. Tiene el control.

Los recuerdos palpitan despacio a su alrededor. Escoge uno de los más vívidos. Se deja llevar por él.

Arde.

El dolor es tan intenso que cree que va a morir. Le gustaría morir.

Y se pasa, no, no ha empezado todavía, porque ahora está en el instante inmediatamente anterior a que suceda. Minoo ve la cara de Alexander a través de los ojos de Adriana, lo ve tal y como lo ve ella, al mismo tiempo que lo ve tal y como lo ve Minoo. Es más joven, pero la expresión es igual de severa, de estricta. No muestra ningún sentimiento cuando alza el hierro candente con el signo del fuego. Está incandescente mientras lo sostiene y lo acerca a la piel desnuda de Adriana.

Minoo suelta el recuerdo, se sumerge en el siguiente que trata de llamarle la atención.

Una mujer de elevada estatura con un broche de plata antiguo en la solapa de la chaqueta. Se parece a Adriana. Es su madre. «Me gustaría haber podido hacer algo más. Lo he intentado», dice con tristeza. Adriana no la cree. La odia. Los odia a todos.

Minoo ve a un adolescente de pelo negro cortado a cepillo. Está sentado en una silla similar a la que había en el juicio. No, es la misma silla, de eso está segura. Y también está segura de que ese es Simon, porque Adriana lo quiere. Lo quiere con un amor que la llena por completo, un amor que sostiene toda su vida. Sin él no puede vivir. Tiene una vaga conciencia de que los demás los miran, pero todos son como sombras en su mente. Simon es todo lo que ve. Respira con dificultad. Su elemento se ha vuelto contra él. Ya no puede respirar. Y algo muere en ella cuando lo ve morir a él.

Minoo vuelve a retroceder. Atrás en el tiempo.

Dos círculos con el fuego como signo de poder. Están dibujados en el suelo de piedra de una habitación sin muebles. Tiene el techo alto y una luz mortecina penetra por las ventanas estrechas. «Inténtalo», dice a su lado una voz de niño. Mira en esa dirección y ve a un Alexander muy joven, que sostiene el Libro de los paradigmas. «No puedo», responde Adriana. El niño cierra el libro de golpe con un suspiro. Mira los círculos. Un fuego azul empieza a arder. Después le dirige una mirada. «Eres una inútil», dice y se va. Ella mira el fuego azul. No piensa rendirse nunca. Piensa hacer que se sientan orgullosos de ella.

Minoo sigue el zigzag de las hebras de recuerdos, va hacia delante en el tiempo.

Un hospital, una habitación con una cama. Pitidos y silbidos de máquinas y bombas. Adriana se acerca y mira la cara inmóvil de Max. Ahora sabe quién es y se maldice a sí misma por no haber visto los signos, a pesar de que se han pasado un año trabajando juntos. Mira el respirador, sopesa la posibilidad de desenchufarlo. Pero eso significaría poner fin a su sufrimiento. No se lo merece.

Adelante.

Adriana entra en Kristallgrottan. «Sabía que vendrías antes o después», dice Mona y le da una calada al cigarro. Adriana detesta tener que pedirle ayuda, pero debe encontrar un modo de poder hablar claro con las chicas. Está dispuesta a pagar el precio que sea.

Minoo cambia de sentido, vuelve a ir hacia atrás.

Adriana está en el despacho de su casa. Hojea las páginas delicadas y amarillentas de un libro, busca hasta encontrar lo que quería. Un párrafo muy antiguo y olvidado sobre el modo en que una bruja puede utilizar a su familiaris para ocultar recuerdos y, al mismo tiempo, tener acceso a ellos.

Atrás.

Nicolaus viene hacia ella caminando por uno de los pasillos del instituto. La mira enfadado y con desaprobación, y Adriana lo comprende. Le cae bien. Le gustaría poder demostrárselo.

Minoo sigue retrocediendo en el tiempo, vuelve a ver su propia cara. Va en el asiento del copiloto del coche de Adriana. Esta saca el termo y le sirve una infusión. «Bebe un poco», le dice. «¿Es… mágico?», pregunta Minoo. «Es Earl Grey», dice Adriana. Se siente culpable. Frustrada. Le gustaría poder hacer algo más por las Elegidas. Pero el Consejo no la deja intervenir. Le han ordenado que espere.

Atrás otra vez.

Adriana mira la sangre en el asfalto. Acaban de llevarse el cuerpo de Rebecka. Si hubiera corrido tras ella…

Atrás.

Rebecka está sentada frente a ella en su despacho. Cierra los ojos y Adriana trata de entender qué se le está pasando por la cabeza. «Bueno, me parece que será mejor que empecemos por el principio», dice. Rebecka abre los ojos. «Rebecka, ¿tú por qué crees que te he citado?», dice Adriana. La chica se levanta del sillón. «Lo siento, tengo que irme», dice y sale corriendo.

Atrás.

Recuerdos extraños. Bosque negro como la noche visto desde arriba. Minoo tarda un rato en comprender que se trata de algo que ha visto Adriana a través de los ojos del cuervo. Vuela bajo, esquivando las copas más altas de los árboles, pasa como una flecha, tan rápido que a Minoo se le escapan algunos detalles. Y de pronto se posa en un pino. Se oye una voz. Nicolaus. «Bienvenida, oh tú, la Elegida. ¡Tú, que has acudido a este lugar sagrado la noche en que la luna se ha teñido de rojo! ¡La profecía se ha cumplido!» El cuervo se acerca volando y Minoo vuelve a verse a sí misma, se la ve tan menuda allí en pijama, suena tan indefensa cuando dice «¿Perdón?».

Atrás.

Adriana esparce encima de la mesa las listas de todos los que empezarán primero en otoño. Son palos de ciego. No cree que vaya a funcionar. Levanta el péndulo y lo mueve sobre las páginas, hojea los papeles. Y de pronto, el péndulo empieza a dar vueltas sobre una de las listas. La mira detenidamente. Un segundo después, algo le tira de la mano. El péndulo se ha situado sobre un nombre. Elias Malmgren.

Atrás.

Adriana coloca la lámpara de libélulas sobre el escritorio del despacho del instituto, la enchufa. Siente una impaciencia extraña. Hasta ese momento no se ha atrevido a creer que tuviera razón. Pero ahora parece como si algo fuera a suceder en este agujero dejado de la mano de Dios. Algo que la transformará. Algo que la liberará.

Minoo se retira.

Sabe que por ahí es por donde tiene que empezar.

Los tiene delante.

Hilos incandescentes, brillantes. Los empalma entre sí, los suelda. No puede arrancarle los recuerdos a Adriana sin dañarla, pero puede construir nuevos caminos, tejer nuevas vías y dejar de lado los prohibidos.

El humo negro brota y envuelve a Minoo, que siente cómo actúa a través de ella la magia de los protectores; juntos entierran los recuerdos peligrosos de Adriana en las profundidades de su subconsciente, allí donde ni ella ni ninguno de sus interrogadores podrá acceder.

Y en el mismo momento en que Minoo sabe que ha terminado, se siente presa del cansancio.

Sale deslizándose de los sentidos de Adriana.

Todavía no está de vuelta en el mundo físico, pero casi. Está a medio camino, como en el instante en que vio la bendición de los demonios descansar sobre Max como una aureola.

Adriana está ahí, tendida en la cama.

¿Lo entiendes ahora?

Minoo levanta la vista.

Al otro lado de la cama está Matilda. Tiene la cara en la sombra, pero Minoo está segura de que sonríe.

Tus poderes pueden utilizarse para un buen fin.

Matilda está inmóvil, pero Minoo nota que algo barre el aire, una caricia en la mejilla.

Tienes que irte corriendo de aquí. Las demás te necesitan.

—¿Qué es lo que pasará esta tarde? —pregunta Minoo—. ¿Piensan Helena y Krister matarlos a todos?

Sí, es el último requisito.

—¿Para qué?

Matilda vuelve a confundirse con las sombras, pero su voz se demora.

Para que empiece el Apocalipsis.

Vanessa abre con cuidado la puerta que conduce al gimnasio desde el vestuario de las chicas.

Las gradas están repletas de miembros de Engelsfors Positivo, y los que no tienen sitio, se apretujan en el suelo. Una chica bajita que está al fondo salta una y otra vez para poder ver algo de lo que pasa en el escenario.

Entrar allí es como verse otra vez en la ola de calor del verano pasado. Vanessa trata de respirar por la boca para ahorrarse el olor a sudor reciente y rancio del gimnasio.

Pero sobre todo, el aire está cargado de magia.

Vanessa no ve círculos de ectoplasma por ninguna parte. Pero eso no tiene por qué significar nada. Ni ella ni Minoo vieron círculos cuando entraron en el despacho de la casa de Adriana hace un año. Ciertos círculos no son visibles hasta que se activan.

Y la magia de la sala parece encontrarse en stand-by. El brujo que tenga el mando a distancia podrá ponerla en marcha en cualquier momento.

Vanessa mira el escenario. Rickard observa inquieto el mar de espectadores. Lleva el amuleto por fuera de la camiseta amarilla. Erik y Kevin están a su lado mirando esperanzados a Helena, que está abriendo un sobre delante del micrófono.

—Y el joven positivo del año es… —Helena hace una pausa dramática y le lanza al público una mirada cómplice—. Hay que ver qué maravilloso es poder daros esta buena noticia, sí, porque la mayoría de vosotros habéis votado por él.

Las risas llenan la sala. Helena saca una tarjeta del sobre. Sonríe con más gana aún al leer en voz alta y triunfante el nombre del ganador.

—¡Erik Forslund!

El público vuelve a romper en aplausos. Las gradas tiemblan con el golpeteo de cientos de pies. Los silbidos cortan el aire. Erik ni siquiera trata de fingir sorpresa. Se acerca despacio a Helena y le da un abrazo. Luego recibe el ramo de narcisos amarillos y el diploma enmarcado de manos de Krister, que le da en la espalda una palmada tan fuerte que el amuleto le rebota en el pecho.

Vanessa mira a Rickard. Aplaude como todos los demás, pero no puede ocultar la decepción. Krister les dice algo a él y a Kevin, y ambos bajan del escenario.

Rickard se coloca junto a unos chicos que picotean directamente de las bandejas de comida. Se quita las gafas y empieza a limpiarlas, trata de aparentar indiferencia. Vanessa lo mantiene en el punto de mira, y se mueve entre la masa de gente con tanto cuidado como puede para no chocar con nadie.

—Esto ha sido una verdadera sorpresa —dice Erik desde el escenario—. Una sorpresa positiva, por supuesto.

Las carcajadas vuelven a llenar la sala. Muchas suenan forzadas, excesivas. En el aire se palpa una histeria que asusta a Vanessa. Como si la alegría pudiera tornarse en cualquier momento en llanto o en cólera.

—EP no solo ha transformado Engelsfors —prosigue Erik—. Ha cambiado nuestras vidas. Ha cambiado mi vida.

Vanessa ve a Gustaf al lado del escenario. Sonríe como todos los demás, pero no puede ocultar la rabia que refleja su mirada. Está segura de que no lleva puesto el collar. Espera que nadie más se haya dado cuenta.

—No es fácil cambiar de vida —dice Erik—. Cuando evolucionamos como personas no debemos contar con que quienes nos rodean evolucionen al mismo ritmo. Por lo general nos tratan con envidia. Con rabia. Con odio. Como mi ex. Traté de que lo entendiera, pero no quiso. Simplemente, no estaba preparada. Era una auténtica ladrona de energía. Y comprendí que no me quedaba otro remedio que cortar los lazos que me unían a ella. Fue duro, pero ahora me siento más fuerte. Ella me estaba limitando. Me estaba hundiendo.

Vanessa piensa en Ida, que se ha escondido con Linnéa y Anna-Karin en las duchas de las chicas. Espera que no esté oyendo todo esto.

—Creo que muchos de vosotros sabéis exactamente de qué estoy hablando —continúa Erik—. No soy el único decepcionado por una persona que yo creía que me apreciaba.

Un sollozo muy conocido se oye en la sala, y Vanessa ve a una chica con el pelo oscuro de espaldas a ella. Su novio la consuela acariciándole los hombros descubiertos.

Michelle y Mehmet.

—Pero dejemos a un lado esos sentimientos —dice Erik—. Concentraos en vuestras metas. Y quién sabe, puede que algún día esas personas lo comprendan y se pongan a nuestro nivel. Hasta entonces, nos tenemos los unos a los otros. Todo el que está en esta sala es amigo mío.

Cientos de cabezas hacen un gesto de asentimiento y una es la de Michelle.

Vanessa tiene que apartar la vista.

Rickard se vuelve a poner las gafas. Vanessa mira el amuleto. Si consigue quitárselo podrá poner fin a todo esto.

En la penumbra de las duchas huele a humedad y a restos de champú.

Linnéa apenas puede distinguir las siluetas de las demás entre las sombras. Ida, acurrucada en el suelo. Anna-Karin, de pie a su lado. Linnéa no le ve la cara pero sabe que tiene los ojos cerrados. Está en la mente del zorro.

Fuera, en el gimnasio, Erik sigue con sus elogios de Engelsfors Positivo.

A Linnéa le gustaría que no se le desbocara el corazón con solo oír su voz. Le gustaría que no tuviera el poder de aterrorizarla.

—Lo odio —susurra Ida.

—Ya. Y no eres la única —dice Linnéa en voz baja y mira a Anna-Karin—. ¿Lo ha hecho ya Vanessa?

—No. Hay mucha gente. Es complicado llegar hasta él.

Linnéa se alegra de que el zorro pueda ver a Vanessa cuando es invisible. Pero la idea de que haya alguien más en el gimnasio que también pueda verla la llena de espanto.

Apoya las manos sobre los azulejos, repiquetea con las yemas de los dedos en las paredes.

Linnéa.

Linnéa mira en la dirección de Ida y Anna-Karin. Pero se da cuenta de que la voz no es de ellas. Es la voz de un desconocido. La oye en la cabeza.

No les digas nada a las otras.

Linnéa abre la boca para decir algo, pero los pensamientos de la otra persona se le adelantan.

Si no, mato a Vanessa. Sé que está en el gimnasio. Y sé dónde estáis.

Linnéa cierra la boca. Inhibe todos los sentimientos. Tiene que mantener la cabeza fría, no actuar impulsivamente.

Bien.

De repente reconoce la voz. O eso cree, en cualquier caso. ¿Pero es posible que sea ella de verdad?

¿Michelle?, pregunta. ¿Eres tú?

Se queda en silencio un instante.

Ya no.

Una voz totalmente distinta. Y esta vez, Linnéa no duda. Reconoce demasiado bien los pensamientos de Backman.

Soy todos.

Esta voz solo la reconoce vagamente.

¿Rickard? ¿Eres tú el que está haciendo todo esto?

Se oye una carcajada.

Y Linnéa lo entiende. Puede saltar entre las conciencias de todos, dirigir sus pensamientos hacia ella.

Controlo a todos los que están aquí dentro, prosigue la voz de Rickard. Puedo hacer que os maten.

—¿Linnéa? —susurra Anna-Karin—. Vanessa está allí sin hacer nada. ¿Por qué no le preguntas si podemos ayudar en algo?

—Espera un poco —dice Linnéa, y consigue que no le tiemble la voz.

Dime lo que tengo que hacer, piensa.

Busca una excusa para irte. Procura que las demás no te sigan.

—Vanessa me está llamando —dice Linnéa—. Tengo que hacer una cosa.

—Voy contigo —susurra Anna-Karin.

—No —dice Linnéa en voz baja—. Dice que vaya yo sola. Quedaos aquí.

—Vale —dice Anna-Karin insegura.

Bien. Ven ahora mismo.

Linnéa sale de los vestuarios. La luz penetrante hace brillar los ganchos que orlan las paredes.

Quiere enviarle un pensamiento de advertencia a Vanessa, pero no se atreve. Quizá con eso la expusiera a un riesgo aún mayor.

No puede hacer más que tener esperanza y pedirle a todos los dioses en los que no cree que Vanessa, contra todo pronóstico, lo consiga.

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Fuego
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