70

En la casa de Adriana todo está justo como Minoo lo recordaba. El olor a limpio antinatural. Los muebles robustos y antiguos colocados con precisión milimétrica. Los cuadros lúgubres en las paredes. Minoo se pregunta si algunos de los retratos representarán a los antepasados de Adriana y Alexander. Sigue a Viktor por las habitaciones en penumbra, y sube tras él la escalera, que cruje bajo sus pies.

¿Qué estarán haciendo ahora mismo las demás Elegidas? ¿Estarán en peligro?

Minoo y Viktor llegan al pasillo del piso de arriba, se detienen y miran la puerta cerrada del dormitorio de Adriana.

¿Qué sucederá si no lo consigo?, piensa Minoo. Y si lo consigo, ¿qué pasará si le borro demasiado poco, si resulta que dejo restos que impiden su absolución? ¿Y si le borro demasiado? Quizá se convierta en una persona totalmente distinta. O en un vegetal. Como Max.

¿Y si la mato?

—Deja de preocuparte —dice Viktor.

Minoo lo mira sobresaltada.

—No, no puedo leerte el pensamiento. Pero se te ve en la cara. Tienes miedo de ti misma. Lo único que consigues con eso es tener más miedo todavía.

—Qué sabrás tú. Qué sabrás tú de mis poderes.

—Pero tengo fe en ti.

Menos mal que por lo menos alguien la tiene, piensa Minoo.

—Hemos bloqueado el pasillo con círculos —dice Viktor.

Alarga una mano y palpa el aire con cuidado. Se oye un sonido eléctrico, las yemas de los dedos sueltan chispas.

—Ay —dice sacudiendo la mano.

Saca un pequeño pulverizador transparente del bolsillo. Está lleno de lo que parece ser agua normal.

—Pero, por supuesto, tenemos que poder entrar para llevarle comida.

Pulsa el pulverizador varias veces en el aire.

El campo de fuerza brilla en contacto con el líquido. Viktor cruza con Minoo el resplandor. Ella mira por encima del hombro, las partículas iluminadas se apagan a su espalda. El campo de fuerza que hay entre ellos y la escalera vuelve a estar intacto. Está encerrada.

—Tenemos que darnos prisa —dice Viktor.

Sigue hacia el dormitorio, busca la llave y la pone en la cerradura. La gira y abre la puerta.

La única luz de la habitación procede de una sencilla lámpara de acero inoxidable que hay en el suelo. Adriana está en la cama mirando fijamente a la pared. Lleva la misma ropa que tenía en el juicio. El maquillaje se le ha corrido un poco en torno a los ojos. Tiene una carrera enorme en las medias, a la altura de la pantorrilla. Los zapatos de tacón alto están tirados en el suelo.

—¿Ha llegado la hora? —pregunta en tono monocorde, y se vuelve hacia ellos.

Se queda rígida al ver a Minoo y a Viktor.

—Minoo… ¿Qué haces aquí? ¿Qué haces aquí con él?

—Yo me quedo vigilando —dice Viktor, y cierra la puerta después de salir de la habitación.

Minoo se sienta junto a Adriana en la cama.

—Vendrán a buscarme en cualquier momento. Tienes que irte de aquí —dice Adriana—. No puedes confiar en Viktor. Te ha traído engañada. Es una trampa.

—No pienso dejarte aquí sin más.

—Minoo —dice Adriana con expresión grave y se incorpora—. No tengo miedo. Estoy orgullosa de dos de las decisiones que he tomado en la vida. La primera fue dejar el Consejo con Simon. La segunda, ponerme de vuestro lado ante el Consejo. He aceptado mi destino.

—Pero nosotras no. No pensamos permitir que te maten. Vamos a salvarte.

—No puedo huir…

—Ya lo sé —la interrumpe Minoo—. Hay otra solución.

Le cuenta el plan mientras Adriana la escucha con el ceño fruncido.

—Viktor cree que el Consejo te dejará libre si lo conseguimos —dice Minoo—. Tengo que serte sincera. No tengo ni idea de si seré capaz. Pero es tu única posibilidad.

Adriana menea la cabeza.

—No. No puedo permitir que corras ese riesgo. Si algo se tuerce, te verás obligada a vivir con ello el resto de tu vida. E incluso si lo consiguieras, no quiero ser la persona que era antes. Prefiero morir a volver a vivir así.

—La persona que eras se convirtió en la persona que eres ahora. Nada nos dice que no puedas volver a cambiar. Y haremos todo lo que podamos para idear un modo de romper el vínculo que tienes con el Consejo.

—Eso es imposible.

—Han ocurrido muchas cosas que creíamos imposibles.

—No puedo permitir que hagas esto…

—Si no intentara salvarte… —dice Minoo—. ¿Crees que podría vivir con ello el resto de mi vida?

Adriana la mira sin decir nada. Minoo la oye respirar. Ve el pulso palpitándole en el cuello. Un corazón que late. Un corazón cuyo latido quiere detener el Consejo.

—No quiero morir —dice Adriana al fin—. Puede que trate de hacerme la valiente, pero no quiero morir. —Se queda en silencio un instante—. ¿Adónde irán mis recuerdos?

—No lo sé.

Adriana asiente.

—No importa. Hazlo. Pero Minoo… no te lleves a Simon. Sin él…

Se le quiebra la voz.

—Te lo prometo —dice Minoo.

Adriana asiente otra vez.

—Debería haber previsto el giro que daría el Consejo. Pero no había comprendido lo mucho que se había fortalecido la facción de escépticos.

—¿Cómo pueden tergiversarlo todo de ese modo? ¿No saben que se acerca la destrucción del mundo? ¿No les preocupa?

—No quieren verlo. Reconocerlo sería reconocer que hay fuerzas más poderosas que ellos. Fuerzas que no pueden controlar. —Mira a Minoo—. En cierto modo es una nueva oportunidad para vosotras. No llaméis la atención, puede que así os dejen tranquilas. Ojalá lo hagan.

Rodea a Minoo con los brazos y la atrae hacia sí. Su perfume aún despide un leve aroma a rosas.

—No me voy a acordar de esto, ¿verdad? —dice Adriana al soltarla.

Minoo menea la cabeza.

—Voy a echarte de menos. A la persona que eres ahora.

—Yo también —dice Adriana sonriendo con tristeza.

Se tumba en la cama y cierra los ojos.

Minoo respira hondo y le pone una mano en la frente. Pase lo que pase, espera que Adriana no sienta dolor.

Deja salir el humo negro. Se retuerce alrededor de la cama, se ramifica y se confunde consigo mismo; forma complejas volutas en las paredes blancas de la habitación; las envuelve a las dos en un remolino de tinta negra.

Minoo cierra los ojos y deja que la arrastre.

Ha parado de llover. Ida va en cabeza mientras se abren camino con sigilo por entre los coches aparcados en la parte de atrás del instituto. Mira la zona de carga y descarga con la puerta ancha de acero que conduce al comedor. Por allí entraron al instituto hace un año. Caminar por el pasillo completamente a oscuras es como un descenso a los infiernos. Trata de consolarse con que, al menos, hay luz en el gimnasio. Aunque no le sirve de mucho. El año pasado tenían solo un enemigo; esta vez hay varios cientos.

Y Erik es uno de ellos.

Ida pensaba que Minoo era tonta por no comprender que Max era maligno.

Siempre se ha negado a creer en la existencia del karma, pero últimamente parece que se acumulan las pruebas de lo contrario.

Llegan a la pared de ladrillo e Ida se pega a ella. Ve la escalera de incendios en forma de espiral de metal mate que sube por la fachada hasta el piso más alto. Hay un rellano en cada planta.

—¿No podría haber pensado Nicolaus en dejarnos sus llaves del instituto? —masculla—. Debería haber sabido que tarde o temprano tendríamos que volver aquí, a luchar contra los demonios.

—Habrá que entrar por la puerta de la última planta —dice Linnéa—. No creo que allí haya nadie.

—¿Están pensando todos en lo mismo? —pregunta Anna-Karin.

—No —responde Linnéa—. Están influidos por algo, pero es bastante débil en este momento.

Ida mira a su alrededor. Las sombras parecen espesarse fuera de la luz de las farolas.

Esto es una idea malísima, piensa.

Vanessa empieza a subir con cuidado por la escalera de caracol. Linnéa va detrás. Ida se adelanta a Anna-Karin y pone el pie en el primer peldaño. No piensa ir la última, en caso de que surja algo de las sombras y empiece a perseguirlas.

La rejilla metálica de las escaleras tiembla bajo sus pies. Al pasar por el descansillo del segundo piso, Ida echa un vistazo por el cristal de la puerta.

Los pasillos vacíos están casi a oscuras, excepto por la luz fantasmal de color verde de las señales de emergencia. Ida puede imaginarse con toda claridad que va a aparecer algo en cuanto se dé media vuelta. Una cara en descomposición pegada al cristal de la ventana, que la mira fijamente y sonríe hambrienta.

Para ya, Ida, piensa. ¿No te basta con lo que vas a hacer de verdad? ¿Tienes que buscar más motivos para tener miedo?

No quita el ojo de los pies, se niega a volver a levantar la vista hasta haber alcanzado el cuarto y último rellano.

Linnéa ya ha llegado a la puerta, y mira a hurtadillas por el cristal sucio de la ventana.

—Mierda. Tiene alarma. No pensaba que este instituto tuviera recursos para eso.

Se apretujan en el rellano. Ida, con la barandilla fría y húmeda pegada a la espalda, mira por encima del hombro hacia el suelo, allí abajo, a lo lejos. Se diría que toda la escalera estuviera vibrando, como si fuera a soltarse de sus enganches en cualquier momento. No quiere estar allí ni un segundo más. Se abre paso hasta la puerta y mira.

—¿Qué haces? —dice Linnéa.

Ida ve de inmediato la cajita de plástico blanco justo al lado de la puerta. La pone nerviosa el parpadeo insistente de un piloto rojo.

Si los poderes de las demás se han hecho más fuertes y fáciles de manejar, el suyo seguramente también. Se quita los guantes y apoya los dedos en el cristal. Se concentra.

Siente un cosquilleo en las yemas de los dedos. Se le pone la carne de gallina.

—Mierda. ¿Qué estás haciendo? —dice Vanessa.

Los dedos le pinchan tanto que casi le duelen.

Ida ve unos pequeños rayos chisporrotear al otro lado del cristal, a la altura de su mano. Se concentra en el parpadeo del piloto rojo, se imagina que es el ojo de un monstruo, que se abre y se cierra, se abre y se cierra. Y los rayos salen disparados hacia la cajita de plástico blanco. El chisporroteo se oye incluso desde allí y de la caja chamuscada asciende una fina estría de humo.

El piloto ha dejado de parpadear.

Ida se sacude las manos para librarse de los pinchazos. Las demás la miran impresionadas.

—¿Desde cuándo puedes hacer eso? —dice Anna-Karin.

—Desde este preciso momento —responde Ida.

Linnéa se quita el jersey fino y, tras ponerse otra vez la chaqueta, se lo enrolla en la mano derecha, con la que sujeta el pedrusco. Habría sido más sencillo si Vanessa hubiera podido forzar la cerradura, pero es demasiado complicada para su dominio de la horquilla.

—¿Qué están haciendo allí dentro? —pregunta, y Anna-Karin cierra los ojos.

—Kerstin Stålnacke está ahí con el coro. Van a empezar a cantar ahora mismo.

—Perfecto —dice Linnéa.

Si el coro se pone a aullar himnos de guerra positivos, disminuye el riesgo de que oigan el ruido del cristal al romperse. Y ha tratado de oír pensamientos en las cercanías pero no ha captado ninguno. Es ahora o nunca.

—Echaos a un lado —dice, y las demás bajan unos peldaños—. Cuidado con los cristales.

Linnéa toma impulso con el brazo, cierra los ojos y vuelve la cara.

El cristal se hace añicos con un ruido sordo, amortiguado por el tejido del jersey. Pero algunos fragmentos caen entre los pies de Linnéa, tintinean ruidosos al dar contra la rejilla de metal y siguen hasta el suelo.

Linnéa levanta la mano una vez más. Y esta consigue hacer un agujero en el cristal interior. Los fragmentos caen al suelo detrás de la puerta.

Todas aguantan la respiración.

Aquí arriba solo llega un eco debilísimo del coro. Pero se percibe claramente el éxtasis de las voces.

Linnéa suelta la piedra. Se enrolla el jersey con más fuerza alrededor de la mano y del antebrazo, y lo introduce con cuidado por el agujero, gira el pomo del interior y abre la puerta.

Entra en el pasillo. Se para y escucha. Oye el zumbido del enjambre de pensamientos más abajo en el edificio.

Mira hacia el pasillo que conduce a los aseos donde murió Elias. Donde empezó todo.

Vanessa se coloca a su lado.

Y de pronto, Linnéa se pregunta si se atreverá. Le gustaría tanto darle a Vanessa ese beso que las parejas de las películas se dan siempre en el mismo momento en que todo está a punto de explotar y que, en realidad, resulta demasiado urgente y desesperado.

Solía odiar a esas parejas. Pero ahora las entiende. Porque, ¿cómo puede uno arrojarse al peligro sin darle a la persona que quiere un beso que quizá sea el último? ¿Qué puede haber más importante?

Vanessa la mira extrañada y Linnéa se da cuenta de que tiene detrás a Ida y a Anna-Karin. Ha pasado el momento.

—¿Estás preparada? —susurra Vanessa.

Linnéa asiente.

Puede que sea demasiado cobarde para demostrar lo que siente por Vanessa.

Pero, desde luego, está lista para detener a Engelsfors Positivo.

A Vanessa le gustaría que su poder fuera lo bastante fuerte como para hacerlas invisibles a todas.

Encabeza la marcha y comprueba que la costa está despejada antes de que lleguen las demás. Si las ve alguien que lleve amuleto, todos los demás sabrán en un instante que están ahí. Y entonces, se acabó.

Suenan las últimas notas de la canción en las profundidades del instituto.

Oye en la cabeza la voz de Linnéa.

Anna-Karin dice que Helena y Krister están subiendo al escenario. No llevan puesto el collar. Por lo menos, el zorro no lo ve.

¿Cómo de absurda puede llegar a ser nuestra vida si creemos que esto es una conversación normal?, piensa Vanessa.

¿Quieres decir, aparte de que las conversaciones tengan lugar solo en nuestras cabezas?, responde Linnéa.

Vanessa no puede reprimir una sonrisa. Se acerca a la barandilla del rellano de la escalera y se inclina sobre él para mirar hacia abajo. No hay nadie a la vista.

Voy a bajar a comprobar el tercer piso, piensa.

Vale, oye decir a Linnéa. Ten cuidado.

Te lo prometo.

Vanessa empieza a bajar. Echa una ojeada por encima del hombro y ve que Linnéa trata de apoyar los pies en los peldaños con tanta suavidad como puede. Detrás de Linnéa, el pelo rubio de Ida brilla al resplandor tenue procedente de las ventanas.

Vanessa podría gritar, bailar claqué, dar volteretas, lo que fuera. Pero las demás están desprotegidas. Y el menor ruido resuena contra las baldosas oscuras de la escalera.

Llega al tercer piso y otea los largos pasillos que se pierden en la oscuridad, que parecen continuar hacia el infinito. No hay nadie. Al menos nadie que ella vea. Se dispone a seguir bajando cuando un pensamiento de Linnéa la frena.

¡Espera!

Vanessa se detiene con el pie en el aire.

Los estoy oyendo, piensa Linnéa. Son dos. Puede que tres. Están justo debajo de nosotras. Tenemos que bajar por la escalera de caracol.

Vale, piensa Vanessa. Espera un poco.

Se adentra por el pasillo, avanzando entre las filas de taquillas llenas de pegatinas de Engelsfors Positivo. Unas banderitas de papel amarillo silban con la corriente de aire que produce al pasar.

Llega a la escalera de caracol y abre la puerta.

¿Está despejado?, pregunta Linnéa.

Sí. Yo me adelanto.

Cierra la puerta con cuidado y empieza a bajar los escalones.

La luz procedente de la planta baja se extiende por las paredes, pero Vanessa no proyecta sombras.

Linnéa abre la puerta que da a la escalera de caracol. Cierra los ojos y empieza a bajar con Ida y Anna-Karin pisándole los talones. Trata de orientarse entre los murmullos de pensamientos que llenan el instituto, de captar si hay alguien por allí cerca.

Menos mal que está Alicja.

Un pensamiento que planea un poco por encima de los demás.

Ahora sí que tienen que estar contentos conmigo Helena y Krister.

Linnéa le envía enseguida un mensaje mental a Vanessa.

Hay alguien en la planta baja.

La veo, responde Vanessa rápidamente. Es Kerstin Stålnacke. Bajad. Está en el vestíbulo, no puede veros.

Linnéa le reenvía la información a Anna-Karin y a Ida, y juntas bajan tan en silencio como pueden.

Salen al pasillo que conduce hacia el vestíbulo.

¿Está sola?, le pregunta Linnéa a Vanessa con la mente.

, responde Vanessa. Parece que está de guardia. La he visto sustituir a Lollo, la de gimnasia.

Abajo, un clamor de aplausos estalla en el gimnasio y el eco se oye por los pasillos. Linnéa cree percibir la risa de Helena.

—Van a elegir al joven positivo del año ahora mismo —susurra Anna-Karin.

—¿Se va a quedar Kerstin ahí toda la noche? —dice Ida en voz baja.

Linnéa mira hacia el vestíbulo. Allí, en alguna parte está Kerstin Stålnacke. Trata de imaginarse a la profesora de música y teatro, cuando cierra los ojos y vuelve a sumergirse en la cacofonía de pensamientos. Capta los de Kerstin casi de inmediato. Es como encontrar un hilo suelto en un tejido y empezar a tirar.

Debería haber elegido esa pieza tan estupenda de aquella película tan estupenda del coro estupendo de Norrland. Esa le habría encantado a Helena. Pero rayos y truenos, cómo soy. Tengo que concentrarme en lo bien que ha ido. Soy una directora de coro maravillosa. Soy una profesora maravillosa. Tengo sensibilidad musical, soy ambiciosa e imaginativa, pero por encima de todo, tengo capacidad de entusiasmar, y si hay algo que los jóvenes de hoy necesiten, es…

Entonces el hilo de pensamientos de Kerstin se interrumpe.

—¡Alicja! —exclama a lo lejos—. ¡No te imaginas lo orgullosa que estoy de ti!

Una voz tierna y delicada responde algo que Linnéa no puede distinguir.

—Soy yo la que tiene que darte las gracias —dice Kerstin—. Has estado absolutamente brillante.

Ida le tira a Linnéa de la manga.

—¿Está sola con Alicja?

Linnéa responde que sí con un gesto.

—Bien —dice Ida.

Se marcha por el pasillo y Linnéa la mira presa del pánico.

¿Qué estás haciendo?, le grita a Ida en la cabeza, pero Ida la bloquea de inmediato.

Ida camina pegada a la pared del pasillo. Ahora puede oír a Kerstin con claridad.

—¡Eres una estrella! —le dice justo cuando Ida, con el corazón desbocado, se asoma a la esquina para poder ver el vestíbulo.

En honor a la ocasión, Kerstin se ha puesto un poncho amarillo fuerte. En el cuello, enredado con un collar de madera africano, lleva el amuleto con el signo del metal. Alicja se mordisquea un rizo de pelo oscuro.

Tiene el mismo carisma que un trapo de cocina escurrido, piensa Ida. ¿Y Kerstin piensa que esa es una estrella?

Ida se pega a la pared. Los dedos le pican. Literalmente. Unos rayitos empiezan a salirle de las manos.

—Tienes una voz con muchísimo sentimiento —dice Kerstin.

Ida vuelve a asomarse a la esquina. Extiende las manos. Antes de que Kerstin y Alicja puedan reaccionar, Ida las manda al otro lado de la sala. Caen al suelo desmayadas.

Ida se pone nerviosa de pronto.

¿Se habrá pasado?

Se acerca un poco más hacia el vestíbulo.

Vanessa le da un empujón con el hombro invisible al pasar junto a ella. Claramente, a propósito. Entonces Ida ve cómo una mano invisible les quita del cuello las cadenas de plata a Kerstin y a Alicja.

Anna-Karin y Linnéa llegan también al vestíbulo.

—Será mejor que haga que se marchen a casa —susurra Anna-Karin y va hasta ellas, que se mueven inquietas por el suelo.

Linnéa le lanza a Ida una mirada furiosa.

No deberías haber hecho eso.

Ida se encoge de hombros.

Ha solucionado el problema, ¿no? Ahora no hay nadie de guardia. Así que no tenemos más que abalanzarnos. Eso es lo que a ti te gusta, ¿verdad?

Linnéa resopla.

Ida mira a Anna-Karin, que está hablando en voz baja con Alicja y Kerstin. Se levantan tambaleándose y van sumisas, arrastrando los pies, hacia la salida. Ida se pregunta si no se les carbonizará el cerebro después de haber sufrido el control de dos brujos, uno detrás de otro. Y entre uno y otro, que un tercero las haya noqueado con un rayo.

Mira las escaleras que conducen al gimnasio. Se reanuda el retumbar de los aplausos. Ida lo nota en la planta de los pies.

Anna-Karin, Linnéa y Vanessa se reúnen con ella. Anna-Karin cierra los ojos.

—Van a hacer que los candidatos suban al escenario —susurra—. Erik, Kevin y Rickard.

—Espero que no gane Rickard —dice Vanessa en voz baja—. Si no, no vamos a poder acercarnos a él.

—No va a ganar —murmura Ida—. Erik es el favorito de Helena.

Los aplausos siguen atronando abajo en el gimnasio.

—Vamos a arreglar esto ya —dice Vanessa.

—Umm —dice Linnéa—. En realidad, es un día como cualquier otro en el instituto de Engelsfors. La gente solo está un poco más zombificada que de costumbre.

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Fuego
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