28

Vanessa vuela.

Va flotando por el aire, cada vez más alto. Sabe que el suelo está allí abajo, a lo lejos, que moriría si se estrellara, pero no tiene miedo. Sigue subiendo. Arriba, arriba, arriba.

Atraviesa una nube. Parece niebla. Al otro lado, el cielo vuelve a lucir claro y azul.

Se deja llevar por el viento débil. Solo tiene que inclinarse en la dirección adecuada para ir donde quiera. Es tan sencillo volar. ¿Cómo no lo comprendió antes?

Divisa el negro bosque allá lejos, a sus pies. El sol brilla en la superficie de las pozas de agua de la mina y enseguida ve el tejado puntiagudo de la pista de baile.

Levanta la vista y ve el edificio del instituto en el horizonte.

El viento deja de sostenerla.

Cuando se despierta del sueño en su cama, vuelve a la realidad como después de un aterrizaje de emergencia. Y, entonces, los recuerdos de la noche se ciernen sobre ella como un alud y la sepultan.

—Vaya pinta que tienes —dice Linnéa sonriendo e invitándola a pasar.

—Estoy resacosa —se queja Vanessa.

Entra en la sala de estar y se desploma en el sofá de Linnéa. El terciopelo desgastado le acaricia las piernas desnudas.

En la mesita hay un retal de tul negro. Linnéa lo recoge, se marcha al dormitorio y Vanessa la oye trajinar al lado de la máquina de coser.

—¿Quieres un té o algo? —le pregunta al volver.

Se ha echado el flequillo para atrás con una diadema rosa fucsia. Tiene la cara sin maquillar. Distinta, pero guapa. Siempre guapa.

—Agua, nada más —dice Vanessa—. ¿Cómo es posible que todavía haga este calor?

—Anna-Karin debe de tener razón en eso de que esta ola de calor es sobrenatural —dice Linnéa mientras va a la cocina.

Vanessa observa la pantera de porcelana desportillada que hay junto al sofá y pasea la mirada por los carteles, hermosos y a la vez terroríficos, que cubren las paredes. Cuando oscurece fuera, Linnéa enciende unas lamparitas rojas que arropan el apartamento con un resplandor cálido. A la luz del día, la habitación es menos misteriosa. Pero así es casi más fascinante. Más íntima y cercana. Como Linnéa cuando va sin maquillar.

Linnéa regresa con un buen vaso de agua y lo deja encima de la mesita. Luego se sienta con las piernas cruzadas en el otro extremo del sofá.

—¿Recuerdas aquella vez que vine y te pedí consejo sobre Wille? —dice Vanessa.

Se siente más acalorada todavía. Es como si se hubiera descubierto ante Linnéa, al desvelar que ha estado pensando en aquella noche.

—Claro que sí —dice Linnéa, y le rehúye la mirada otra vez—. Pero si estabas hecha polvo. O sea, que es difícil de olvidar —añade sonriendo.

Vanessa se ríe, alarga el brazo en busca del vaso y da unos cuantos tragos.

—Parece que siempre que vengo estoy hecha polvo —dice Vanessa—. Dios, cuánto me alegro de que estuvieras en casa. Habría explotado si no. Tengo que hablar contigo.

—Suéltalo —dice Linnéa y enciende un cigarro.

Escucha en silencio mientras Vanessa le cuenta el intento fracasado de buscar consuelo echando un polvo con Jari. Cuando Vanessa llega al episodio de cómo hizo de fantasma con Wille, Linnéa empieza a reírse a carcajadas. Es contagioso. Se ríen hasta que acaban dobladas en el sofá.

—En serio, vamos a dejarlo —dice Vanessa—. No puedo más.

—Me gustaría haberle visto la cara —dice Linnéa entre risitas.

Vanessa lo imita y vuelven a reírse.

Al cabo de un rato, siente que se le ha quedado la cara paralizada con una sonrisa de idiota. Trata de relajarse, para que Linnéa se dé cuenta de que lo que va a decir a continuación va en serio.

—Pero ¿y si los espías del Consejo me vieron por el Götis haciendo el payaso? No creo que Alexander acepte la borrachera como excusa.

—Probablemente no se entere nunca —dice Linnéa.

—Pero, a veces, cuando hacíamos prácticas me veíais a pesar de que era invisible.

—Seguro que es porque somos el Círculo y estamos vinculadas y todo eso.

—Pero los animales pueden verme… ¿Y si me ha visto el familiaris de algún miembro del Consejo?

—El Consejo no puede vigilarnos a todas horas —dice Linnéa.

—Ojalá tengas razón —contesta Vanessa suspirando—. Además, tenemos otro asunto importante. O sea, Jari. ¿Tú qué dices? ¿Le doy otra oportunidad e intento no fastidiarla esta vez? Es que está muy bueno. Deberías tocarle la tableta. Y me cae bien.

A Linnéa se le borra la sonrisa. Mira por la ventana.

—No sé —dice con tono apagado—. ¿Por qué no?

—¿Pero tú crees que se enamorará de mí si nos acostamos? Porque es lo último que podría soportar en este momento. Que alguien se enamore de mí y que quiera tener una relación seria a tope.

Linnéa suelta un murmullo que puede significar cualquier cosa.

—Quiero decir, ni siquiera sé si sigo sintiendo algo por Wille —prosigue Vanessa—. No quiero echarlo de menos, pero no puedo evitarlo, aunque lo odio por lo que me ha hecho. Y cuando lo vi con esa chica… Estaba totalmente cambiado. Y loco por ella…

—¿Qué te esperabas? —la interrumpe Linnéa y Vanessa se queda cortada.

—¿A qué te refieres?

—Pues que sabes que Wille no es capaz de estar solo. Necesita alguien que se ocupe de él. ¿Cuánto tiempo tardó en liarse contigo desde que lo dejé?

Vanessa no sabe qué responder. Realmente no creía que Wille pudiera sustituirla tan pronto. Pero, al ver cómo se ha puesto Linnéa, no se atreve a reconocerlo.

—Y además, siguió llamándome cuando empezasteis —dice Linnéa—. Como si quisiera que volviéramos si la cosa se iba a la mierda entre vosotros. Seguramente será cuestión de tiempo que empiece a llamarte a ti también.

Vanessa se queda mirándola. La verdad suena mucho más despiadada cuando se la presenta Linnéa. Y Vanessa se ve como una tonta. Tonta, porque todavía siente algo por Wille. Tonta, por no ser tan fuerte como Linnéa.

No debería haber hablado de esto con ella. No debería haber venido aquí, y punto.

No debería haber venido aquí, y punto.

Linnéa no estaba preparada para la intensidad del pensamiento de Vanessa. Simplemente le entra como una ráfaga en el cerebro.

¿Por qué no podré cerrar el pico?, piensa Linnéa.

No es capaz ni de mirar a Vanessa. Tiene tanto miedo de que se dé cuenta de que ha oído sus pensamientos, de que pueda creer que lo ha hecho a propósito…

Llaman a la puerta.

—Enseguida vuelvo —dice Linnéa levantándose.

No hay mucha gente que se presente en casa de Linnéa sin avisar, y no quiere encontrarse a ninguna de esas personas.

Y mucho menos a la mujer que se encuentra al abrir, con el pelo rubio platino y una piedrecita brillante en una de las aletas de la nariz.

—Hola, Linnéa —dice Diana, la de los servicios sociales.

Viene con cara de preocupación, y Linnéa se asusta muchísimo.

Ha pasado algo relacionado con mi padre, piensa. ¿Por qué si no iba a aparecer Diana un domingo por la tarde?

—¿Puedo entrar?

—Claro —responde Linnéa apartándose.

Diana ni siquiera se quita las zapatillas de deporte, sino que entra directamente. No es lo normal. Linnéa la sigue, recoge del suelo una chaqueta que se había caído y la cuelga en una percha.

Antes de las visitas de Diana, suele pasarse horas limpiando, ventilando la casa de humo, eliminando todas y cada una de las salpicaduras de pasta de dientes del espejo del cuarto de baño, exterminando las pelusas, hasta que el apartamento entero es un monumento a la capacidad de Linnéa de mantener su vida limpia, armónica y ordenada. Por supuesto, en este momento parece que hubiera caído una bomba.

Vanessa levanta la vista cuando entran en la sala de estar.

—Ah, tienes visita —dice Diana.

—Vanessa, una amiga del instituto.

Diana alarga el brazo y le da la mano.

—Linnéa y yo tenemos que hablar a solas —dice.

—Vale —dice Vanessa—. Yo ya me iba de todos modos —le lanza a Linnéa una mirada fugaz—. Hablamos.

—Hablamos —le dice Linnéa mientras las hojas afiladas de la dichosa batidora que se le enciende por dentro le hacen papilla el corazón.

Diana se sienta en el sofá. Mira a su alrededor. Linnéa apaga la colilla humeante del cenicero.

—No parecía muy animada —dice Diana.

—Es que rompió con el novio hace unas semanas —le cuenta Linnéa.

—Así que habéis estado de fiesta juntas, ¿no? —dice Diana paseando la mirada por la habitación.

Linnéa se siente un poco peor si cabe. ¿Pero a qué viene esta visita?

—Puede que ella sí —dice Linnéa—. Pero yo no. Yo ya no «voy de fiesta».

A Diana le brilla el piercing de la nariz cuando se vuelve y mira a Linnéa de frente.

—¿Me puedes explicar por qué has faltado a nuestras tres últimas reuniones?

Linnéa tarda unos segundos en comprender lo que dice. Parece una de esas pesadillas en las que estás en mitad de una representación teatral y eres el único que no se sabe los diálogos.

—Pero si las cancelaste —dice Linnéa.

Diana ladea la cabeza. Parece más inquieta. Linnéa nota que su preocupación empieza a convertirse en ansiedad. A diferencia de los demás trabajadores sociales, Diana siempre ha estado de su lado. Gracias a ella consiguió mudarse a un apartamento propio, en vez de seguir viviendo en una casa de acogida.

Pero el apartamento lleva aparejadas unas exigencias estrictas de comportamiento intachable. Una sola equivocación puede hacer que todo se desmorone.

—La última entrevista era el viernes —dice Diana.

—Pero me llamaron de los servicios sociales. Me dijeron que estabas enferma. Primero fue una gastroenteritis y luego la gripe. Estaba esperando a que dieras señales de vida.

Linnéa sabe que suena a excusa barata.

—Por favor, Linnéa. No me mientas en la cara.

—Pero si no miento…

—Yo no he estado enferma, así que ¿por qué iba nadie a llamarte para decir eso? —pregunta Diana—. Te he dejado muchos mensajes en el contestador, y te he enviado citaciones a las que no has respondido.

Linnéa no puede tener un ataque de ansiedad en este momento y, solo de pensarlo, siente más ansiedad todavía. Trata de parecer tranquila y sensata. Adulta. Responsable.

—No he recibido tus mensajes. Ni ninguna citación. Por favor, Diana, créeme.

—¿Es esta Vanessa la que te ha convencido de que organices fiestas?

—¿Qué fiestas?

—Los vecinos se han quejado. Que aquí ha habido un follón constante, hablando en plata. Incluso entre semana, y hasta el amanecer.

—¡Pero si casi no tengo vecinos! —exclama Linnéa.

—¿Entonces no niegas que has hecho fiestas?

—¡Claro que lo niego!

Diana suspira.

Linnéa toma conciencia de lo agitadamente que respira. Diana tiene que escucharla, tiene que creerla. Hasta ahora siempre la había creído.

—¿Quieres decir que eres completamente inocente? —pregunta Diana.

—Sí.

Diana aprieta los labios, que le dibujan en la cara una delgada línea. Respuesta equivocada.

—Entonces la que miente soy yo, ¿no?

—No, claro que no. Pero puede que alguien te haya mentido a ti…

—O sea, que esto es una especie de conspiración, ¿verdad?

La pesadilla es cada vez peor. Linnéa trata de oír los pensamientos de Diana, pero no lo consigue, la ansiedad es demasiado intensa, no se concentra.

—No puedo ayudarte si no me cuentas la verdad —dice Diana poniéndose de pie.

Linnéa también se levanta y sigue a Diana hasta la entrada.

—Esto es un malentendido —dice Linnéa—. Déjame que te lo demuestre.

Diana se detiene junto a la puerta y se da la vuelta.

—Ya, la culpa siempre es de otro, ¿no? Me caes bien, Linnéa. Pero dejarlo pasar no es forma de ayudarte. Tienes que aprender a ser responsable de tus actos. Estás en una encrucijada. Debes elegir. Procura elegir bien.

Después de irse Diana, Linnéa se queda en la entrada. Tiene ganas de gritar con todas sus fuerzas, de estampar cosas en las paredes, de destrozar algo, de romperlo todo. O sea, todo aquello que no puede permitirse hacer.

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Fuego
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