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Minoo se ha buscado un rincón propio en el jardín. Detrás de la casa, a la sombra de un arce, ha colocado una tumbona donde sentarse con sus libros. Está tan lejos de la casa como le permite la extensión de la parcela. Por desgracia, no lo bastante como para poder ignorar lo que sucede dentro.
Minoo entrevé por la ventana de la cocina la silueta de su padre, que se mueve por la habitación con paso lento. Cuando desaparece de su campo de visión, le oye decir algo a gritos. Grita tanto que los cristales de las ventanas deberían vibrar. Su madre le responde también a gritos. Minoo se pone los auriculares e intenta sumergirse en la canción de Nick Drake. Pero la música solo consigue que sea más consciente aún del ruido del que trata de abstraerse.
Antes, sus padres siempre habían negado que se pelearan, y llamaban «discusiones» a sus disputas por lo mucho que trabajaban y por la salud de su padre. En algún momento del verano, dejaron de fingir.
Seguramente sería maduro pensar que los enfrentamientos entrañan algo saludable. Que lo que lleva tanto tiempo bullendo bajo la superficie por fin sale a la luz. Pero Minoo se siente como una mocosa asustada cuando piensa en la palabra «divorcio». Quizá habría sido más fácil si hubiera tenido hermanos. Pero esa es la única familia que tiene. Su madre, su padre y ella.
Minoo trata de concentrarse en el libro que descansa sobre sus rodillas. Es una novela policíaca, de Georges Simenon, que ha encontrado en la estantería de su padre. Tiene el lomo desgastado y de vez en cuando se le desprende alguna página amarillenta cuando la hojea. Es un buen libro. O al menos eso intuye. No puede meterse en el argumento. Es como si la puerta que abre paso al universo de la novela estuviera cerrada para ella.
Ve un reflejo con el rabillo del ojo. Se quita rápidamente los auriculares y se da la vuelta.
Gustaf lleva puesta una camiseta blanca que le realza el moreno y los reflejos dorados del pelo aclarado por el sol. Hay gente que está hecha para el verano. Definitivamente, Minoo no es una de ellas.
—Hola —dice él.
—Hola —responde Minoo.
Echa una ojeada nerviosa hacia la casa. Ahora está silenciosa, pero ¿por cuánto tiempo?
—Pareces sorprendida —dice Gustaf—. ¿Se te ha olvidado que habíamos quedado hoy?
—No, es que he perdido un poco la noción del tiempo.
Se oye un portazo y el padre de Minoo empieza a gritar otra vez. La madre responde con una retahíla de palabrotas. Gustaf no se inmuta, pero tiene que haberlo oído todo. Minoo se levanta tan rápido que el libro se le cae al suelo. No lo recoge.
—Ven —dice y se aleja con paso rápido.
Cuando llega al final del jardín se da la vuelta impaciente. Gustaf ha recogido el libro y lo ha dejado en la tumbona. La mira, sonríe y se apresura a alcanzarla.
Van caminando despacio por Engelsfors. Es imposible moverse a un paso normal. El calor los aplasta contra el suelo. Es como si la gravedad se hubiera multiplicado por diez.
Minoo nunca le ha visto sentido a eso de tomar el sol en la playa. Pero este verano ha llegado casi a plantearse ir al lago Dammsjön, que es adonde el resto de los habitantes de Engelsfors van a refrescarse un poco. Sin embargo, siempre la disuade la idea de quitarse la ropa delante de la gente. Le cuesta hasta enseñar la cara. No puede decirse que aquella ola de calor haya hecho maravillas con su cutis. Un grano especialmente llamativo le late en la sien e intenta ocultarlo con un mechón de pelo para que Gustaf no lo vea.
Al igual que es difícil determinar el momento en que sus padres empezaron a pelearse abiertamente, tampoco puede señalar cuándo empezaron Gustaf y ella a ser amigos.
La distancia entre ella y el resto del mundo se redujo cuando por fin se atrevió a hablarles a las demás Elegidas del humo negro. Pero no era la misma Minoo de antes. Su amiga, Rebecka, estaba muerta. Asesinada por Max, a quien Minoo había querido más que a nadie. Max, que dijo que los demonios tenían un plan para ella. No sabía qué implicaba ese plan, del mismo modo que lo ignoraba todo sobre los poderes que albergaba dentro de sí.
Pero en medio de todo aquel desconcierto estaba Gustaf. Al principio de las vacaciones de verano trató de convencerla de que fueran al lago Dammsjön pero, como siempre le respondía con evasivas, se dedicaron a pasear. O simplemente a sentarse en el jardín de Gustaf a charlar, a leer o a jugar a las cartas.
Gustaf era la estrella del equipo de fútbol local y uno de los chicos más populares del instituto. Minoo lleva años oyendo elogios sobre él. La mayoría son variaciones sobre lo perfecto que es pero, para ella, la palabra que mejor lo describe es «agradable». Él hace que todo le resulte mucho más sencillo. Los ratos que pasa a su lado se han convertido en zonas francas en su mundo que, por lo general, es todo lo contrario.
Pero cuando no está con él vuelven las dudas. Se pregunta por qué queda con ella realmente, si la ha convertido en una especie de proyecto de beneficencia.
Cruzan paseando el puente del canal, siguen los remolinos oscuros del agua, dejan atrás las compuertas de las esclusas y continúan por el sendero bajo la bóveda frondosa de los árboles. Una avispa revolotea con zumbidos insistentes alrededor de Minoo, que la espanta de un manotazo.
—Dime, ¿cómo van las cosas? —le pregunta Gustaf.
La avispa desaparece entre los árboles. Minoo sabe que se refiere a lo que ha oído que ocurría en el interior de la casa; llevará todo el verano imaginándoselo.
—Perdona, a lo mejor no quieres hablar del tema.
Minoo vacila. La amistad con Gustaf es como un refugio. No quiere enturbiarla.
—¿Tus padres también discuten así?
—Cuando era pequeño, sí. Ahora ya no —dice Gustaf y hace una pausa—. Yo creo que a estas alturas ni se molestan.
Minoo lo mira sorprendida. Siempre ha tenido la impresión de que la de Gustaf es como esas familias cursis de las comedias americanas de segunda. Que a veces se enfadan por un malentendido cómico, pero siempre terminan abrazándose todos, después de haber aprendido una lección.
—Intento no darle muchas vueltas, pero estoy seguro de que se separarán cuando me vaya de casa —prosigue Gustaf—. Soy el único de los hermanos que vive con ellos todavía. Después no habrá nada que los mantenga unidos.
—¿Eso crees?
—Yo pienso que uno se da cuenta de cuándo se quieren dos personas. Es como si hubiera… algún tipo de energía entre ellas. ¿Entiendes a qué me refiero?
Minoo asiente con un murmullo. Lo sabe perfectamente. Ella misma sintió esa energía con Max. Antes de saber quién era en realidad. Que fue él quien mató a Rebecka.
—Entre mis padres no hay nada de eso —dice Gustaf—. Lo supe cuando me enamoré.
Gustaf guarda silencio y Minoo sabe que está pensando en Rebecka.
Fue su muerte lo que los unió. Pero cada vez hablan menos de ella. Minoo evita el tema. Porque cuanto más se acerca a Gustaf, más difícil le resulta participar en la mentira de que la muerte de su novia fue un suicidio.
Ve que se le ensombrece la cara con esa expresión que a ella le resulta tan familiar y le entran ganas de preguntarle cómo está, si todavía tiene pesadillas en las que ve cómo murió Rebecka, si todavía se culpa. Quiere ser la amiga que él se merece.
Pero ¿cómo puede ser su amiga y, al mismo tiempo, mentirle sobre algo de tal envergadura?
Desearía poder contarle la verdad, pero eso es algo que nunca podrá hacer.
El bosque se abre hacia un prado de flores ya marchitas y muertas. En el otro extremo hay un caserón abandonado.
—¿Sabías que esto era una hospedería? —dice Minoo para cambiar de tema.
—Pues no —responde Gustaf—. ¿Y cuándo fue eso?
—Me lo ha contado mi padre. Fue en el siglo XIX. Unos hosteleros de Estocolmo compraron la casa y se mudaron. Se gastaron un dineral en reformarla. El restaurante recibió unas críticas excelentes pero, un año después, tuvieron que cerrar. No había huéspedes. Mi padre dice que los habitantes de Engelsfors se reunieron para hablar y decidieron que no tenían el menor interés en gastarse el dinero en unos de la capital. Como si la ciudad no fuera a beneficiarse de que por fin sucediera algo.
Gustaf se echa a reír.
—Típico de Engelsfors.
Se paran y observan un rato la casa abandonada. Es una construcción enorme de madera, con dos plantas. Sin duda, la casa más grande y más bonita de la ciudad. Claro que no es que tuviera mucha competencia. Una amplia escalinata de piedra conduce del jardín asilvestrado hasta un porche con dos columnas macizas que sostienen el gran balcón de la segunda planta.
—¿Nos acercamos a ver? —dice Gustaf.
—Vale.
Echan a andar por el prado. La hierba reseca, que le llega a Minoo a las rodillas, cruje bajo sus pies y piensa horrorizada en todas las garrapatas hambrientas que estarán oliendo su sangre.
—¿Te quedarás a vivir en Engelsfors? Me refiero a cuando acabes el instituto.
—Primero tengo que hincar los codos. No sé lo que haré después. En cierto modo, me gusta esta ciudad. Es mi hogar. Pero aquí no hay futuro. Por otro lado, quizá por eso habría que volver. Construir algo.
—¿Como abrir una hospedería?
—¿Tú crees que vendría alguien si yo fuera el dueño?
Sí, piensa Minoo. Por supuesto que sí. Porque tú eres tú.
—Pues claro. No eres de Estocolmo.
De cerca se aprecia el estado ruinoso de la casa. La fachada se ha descolorido, la pintura está desconchada y hay zonas en las que se ve la madera. Las ventanas de la planta baja tienen las contraventanas cerradas. Minoo piensa en los antiguos dueños, en todo el trabajo que le dedicaron. Y ahora está otra vez en ruinas.
Gustaf empieza a subir por la escalinata hacia el porche, pero se detiene a medio camino. Presta atención.
—¿Qué pasa? —dice Minoo.
—Creo que hay alguien dentro —dice Gustaf en voz baja.
Camina a lo largo de la fachada lateral. Minoo lo sigue, mirando nerviosa hacia las ventanas de arriba. Rodean la esquina y salen a la parte delantera.
Hay un coche verde oscuro aparcado en la explanada, delante de la entrada de la casa. La puerta del copiloto está abierta de par en par, y Minoo ve a un chico sentado en el interior.
Cuando los ve llegar, sale del coche con un movimiento ágil.
Será de su edad y es más alto que Gustaf. Unos rizos de color rubio ceniza le enmarcan la cara, de rasgos limpios y piel lisa y sin imperfecciones. Parece salido de uno de esos anuncios de lujo, en los que todo el mundo practica vela y juega al golf permanentemente.
—Hola —dice Gustaf—. Perdona. Creíamos que la casa estaba abandonada…
—Pues creíais mal —responde el chico.
Tiene el típico acento «elegante» de Estocolmo que, por amable que sea la persona, tanto irrita a la mayoría de los habitantes de Engelsfors.
Y en este caso, no hay ni rastro de amabilidad en su voz.
Gustaf lo mira atónito.
Claro, piensa Minoo. No está acostumbrado a que la gente sea desagradable con él.
—Eso parece —dice Gustaf—. ¿Os vais a mudar aquí?
—Sí —dice el forastero como si nada le aburriera tanto en la vida.
A Minoo le arden las orejas. Lo único que quiere es irse de allí con Gustaf. No tiene sentido seguir con la conversación. Ni siquiera el encanto de Gustaf conseguirá hacer mella en ese chico, que cierra el coche de un portazo y se pasa las manos por la raya de los pantalones. Luego levanta la vista y mira fijamente a Minoo. Tiene la sensación de que puede verla por dentro y que no está impresionado.
—Venga, vámonos —murmura, y coge a Gustaf del brazo, tirando de él para apartarlo de allí.
—Este tío no va a mejorar la reputación que tienen en la ciudad los de la capital —dice Gustaf mientras caminan de vuelta por el prado.
—Pues no, no mucho —dice Minoo.
Al llegar al lindero del bosque, se da la vuelta y mira otra vez hacia la casa. Cree detectar un movimiento en la segunda planta.
—¿Qué quieres que hagamos ahora? —dice Gustaf.
—No lo sé.
Entonces le suena el móvil y lo saca del bolsillo de la falda. Tiene un mensaje de Linnéa. Lo lee.
—¿Ha pasado algo? —dice Gustaf.
—No —le miente—. Nada de nada.