32
La campanilla de latón repiquetea cuando Vanessa entra y cierra la puerta de Kristallgrottan. La tienda está abarrotada de clientes y Mona Månstråle mira irritada a Kerstin Stålnacke, que rebusca en el monedero delante de la caja.
—Llegas tarde —dice Mona al ver a Vanessa—. Si casi es hora de cerrar…
—Ya, pero me dijiste que viniera hoy. No mencionaste ninguna hora.
Mona cierra los ojos y suspira.
—Un momento —le dice a Kerstin, que asiente y sigue colocando las monedas en el mostrador, una a una.
Mona recoge una caja del suelo y se acerca a Vanessa.
—Y además te dije que te pusieras guapa —protesta.
Vanessa observa a Mona, la falda vaquera de color rosa bebé y la camiseta verde con purpurina y un unicornio de lentejuelas doradas, pero no hace ningún comentario. Necesitan su ayuda.
—Toma —le dice Mona y le suelta la caja en las manos.
Se sorprende al comprobar lo mucho que pesa, el bolso se le resbala del hombro y casi se le cae todo.
—¿Y qué quieres que haga con esto?
—Desembalarlo, claro. Van en la estantería, al lado de los ángeles.
Mona vuelve a la caja. Le tintinean las espuelas de las botas de vaquera.
Vanessa se muerde la lengua. Se lleva el paquete, lo pone en el suelo y empieza despegar la cinta de embalar.
Está lleno de espejos octogonales con marcos de latón muy historiados. En el centro tienen un cristal circular, unas veces cóncavo y, otras, convexo.
Vanessa dirige una mirada a los ángeles mientras empieza a colocar los espejos en la estantería. El ángel de porcelana que está tocando el arpa, el mismo del que se reía Linnéa el año pasado, sigue allí.
¿No es tan feo que resulta maravilloso?
Vanessa sonríe al recordarlo.
Cuando el último cliente sale de la tienda, Mona cierra la puerta con llave y deja escapar un largo suspiro.
—Joder con la gente —dice encendiendo un cigarro—. O me voy de vacaciones o pronto no responderé de mí.
—Pero si acabas de terminar unas vacaciones así como de cien años —dice Vanessa, y coloca tres espejos en fila.
—¿Vacaciones? —refunfuña Mona regresando a la caja—. Para eso tendría que irme a la luna. Desde que oí que el Consejo iba a venir a la ciudad, he trabajado como una bestia para fortalecer la protección mágica que rodea este lugar. Y te voy a decir una cosa, sacar a escondidas todos los productos especiales que tenía en el almacén con esta ola de calor no ha sido una alegría.
Mona exhala una vaharada enorme de humo y masculla algo sobre los putos jefes.
—¿Cómo sabías que iba a venir el Consejo? —dice Vanessa.
—Métele caña —responde Mona simplemente—. Quiero salir de aquí un día de estos.
—Por lo menos explícame qué es esta mierda que estoy desembalando, ¿no?
—Espejos de feng-shui. Unos refuerzan la energía positiva, los otros transforman la energía negativa en positiva. No me acuerdo de cuál es cuál. Pero poco importa, siempre que la gente crea que funcionan.
Y en ese momento, Vanessa toma conciencia de que la palabra «positivo» se vislumbra por toda la tienda, en los lomos de los libros, en las tazas de café y en los imanes para la nevera. Y hay un rincón cuyas estanterías dominan velas perfumadas, cristales y sales de baño de color amarillo sol.
Podrán decir lo que quieran, pero Mona es una superviviente, piensa Vanessa.
—Me da la impresión de que estás buscando un nuevo tipo de clientela, ¿no?
—Y de gran poder adquisitivo —contesta Mona satisfecha.
—¿Qué piensas de Engelsfors Positivo?
—Que nunca se tienen demasiados clientes —dice Mona lanzándole una mirada de advertencia.
Ya le ha dejado claro a Vanessa que ella no chismorrea sobre sus clientes. Y que no le importa quiénes sean, siempre que paguen.
—Ya. ¿Pero a qué crees tú que se dedican? —insiste Vanessa.
—Pues supongo que a buscar un atajo a una vida más fácil. Lo que hacemos la mayoría, de una u otra forma.
Vanessa coloca en la estantería el último espejo y lleva la caja vacía al mostrador.
—Bueno, ya te he ayudado. Ahora te toca a ti.
—¿Así es como le habla un empleado a su jefe?
—¿Perdona?
Mona suelta una carcajada y le sopla una nube de humo en la cara.
—Pero, encanto, comprenderás que no hay muchos proveedores que se atrevan a venderme esto mientras el Consejo ande por la ciudad. Estoy en las últimas de provisiones. Jamás podrás permitirte mi mercancía. Pero si trabajas para mí, puede que lleguemos a un acuerdo que nos convenga a las dos.
—O sea, que quieres que trabaje aquí gratis, ¿no?
—En absoluto. Te pagaría en material mágico —dice Mona.
Vanessa se cuelga el bolso en el hombro. Se ha planteado buscarse un trabajillo. Su madre no le ha dicho nada abiertamente, pero es obvio que, desde que se fue Nicke, no le salen las cuentas.
—Tú me necesitas tanto como yo a ti —dice Vanessa inclinándose sobre el mostrador—. No puedes emplear a cualquiera. Y yo también corro un riesgo si se me relaciona contigo ahora que tenemos aquí al Consejo.
Mona la mira curiosa.
—¿Adónde quieres ir a parar? —Si quieres que trabaje aquí, tendrás que pagarme un sueldo. Y tendrás que darme toda la información que necesite. Estoy harta de que no me den respuesta en ninguna parte.
Mona la mira incrédula, pero se echa a reír con la risa bronca de siempre. Suena exactamente igual que las brujas que Vanessa se imaginaba antes de saber que era una de ellas.
—Vale —dice Mona—. Hecho. Los detalles ya los negociaremos más adelante. Pero no esperes demasiado, que a mí no me crece el dinero en los árboles, ¿sabes?
Las pulseras de Mona tintinean cuando se dan la mano.
—Bueno —dice Vanessa—. Pero ahora cuéntame cómo se pone una en contacto con un fantasma.
—Perdona, pero no hablarás en serio, ¿verdad? —dice Ida tratando de encontrar una postura cómoda en la silla del salón de Nicolaus—. ¿Que tenemos que jugar al espiritismo con un vaso?
—Más o menos —responde Vanessa dándole vueltas al tarro de ectoplasma que tiene en la mano—. Solo que esta es la versión de verdad.
Ida vuelve a cambiar de postura. Tiene las piernas completamente doloridas. Ha estado en el bosque con Troja más tiempo de lo habitual. Se le hacía casi imposible volver a dejarlo en el establo, sobre todo cuando se enteró de que tendría que venir aquí después.
—Parece asqueroso —dice Ida—. Pero me doy por satisfecha con no cargar con toda la responsabilidad, como siempre.
En realidad, está más que satisfecha. No tiene palabras para describir lo aliviada que se siente.
—Tienes que participar y dibujar los círculos —dice Vanessa.
Ida se encoge de hombros. Lo que sea, siempre y cuando no la invadan los espíritus.
—Tú y Minoo —añade Vanessa.
Claro. Qué típico. Joder, que las cosas nunca puedan ser sencillas e inofensivas.
Ida no recuerda mucho de lo que ocurrió en el comedor cuando Minoo venció a Max. Pero las ha oído hablar del humo negro y de lo que Minoo hizo con él. Desde entonces, cada vez que han practicado la magia Ida ha sentido pánico de que Minoo le absorba el alma por error.
—No sé si eso me inspira mucha confianza —dice Ida.
Todas las miradas se vuelven hacia ella.
—O sea, quiero decir, que no tenemos ni idea de qué poderes tiene Minoo exactamente. ¿Quién sabe lo que puede desencadenar?
Ida ni siquiera mira a las demás. Ya sabe lo que le espera. Que se le echen encima como siempre, solo porque da la casualidad de que ella dice lo que piensan todas.
Pero Minoo la sorprende.
—Ida tiene razón. ¿Por qué tengo yo que hacer nada? —dice y suena nerviosa, como es natural.
—Mona dice que no sabe para qué sirves tú —dice Vanessa—. Pero tenía la intuición de que debías hacerlo con Ida.
—¿Así que ahora nos vamos a dejar llevar un poco por las intuiciones? —dice Ida—. ¿Soy la única que se da cuenta de lo peligroso que es esto?
—Y según tú, ¿qué podemos hacer? —dice Linnéa—. El Libro no me ha dado ninguna respuesta. Y a ti tampoco, ¿no?
Ida guarda silencio. Se dice que al menos el Libro le ha prometido que la librará de esta panda de monstruos cuando todo haya terminado.
Vanessa pone el tarro de ectoplasma en la mesa y empieza a leer en voz alta una hoja de papel con el logotipo sinuoso de Kristallgrottan.
—El ritual solo puede llevarse a cabo la noche del sábado al domingo, entre la medianoche y la una. Necesitamos un espejo grande. Tenemos que escribir en él las letras con rotulador negro indeleble.
—¿Por qué precisamente un espejo? —dice Anna-Karin.
—Por lo visto, los espíritus no pueden resistirse a los espejos —dice Vanessa—. Serán presumidos o algo.
Ida siente el terror correteándole por la cara como si fueran unos dedos helados. Va a tener que empezar a tapar el espejo de su dormitorio por las noches.
—Y después necesitamos los ingredientes para los círculos. El ectoplasma, claro. Luego tenemos que enterrar un trozo de uña de cada una junto a la tumba de Matilda. O sea, en Kärrgruvan. Tenemos que dejarlos allí toda la noche y desenterrarlos al día siguiente.
—¿Da igual que sea una uña de las manos o de los pies? —pregunta Anna-Karin.
—¡Puaj! —dice Ida.
—No creo que importe —dice Vanessa.
—Me importa a mí —replica Ida—. Soy yo quien va a tener que trastearlas.
—También tenemos que usar un poco de tierra de Kärrgruvan —dice Vanessa—. Y sal y limaduras de hierro. Todo junto se mezcla con el ectoplasma. Y con… —hace una pausa y mira a Linnéa, que está sentada en el suelo, y después a Minoo—. Ceniza de algo que hayan creado Elias y Rebecka.
—¿Que hayan creado? —dice Minoo—. ¿A qué te refieres exactamente?
—Tiene que ser algo tangible —dice Vanessa—. Algo que hayan creado con sus propias manos.
—¿Puede ser algo que escribiera Rebecka? —pregunta Minoo.
—Creo que sí —dice Vanessa.
—Ya, ¿y dices que hay que quemarlo? —pregunta Linnéa.
Vanessa asiente.
Linnéa piensa en la caja en la que guarda las cartas de Elias. Para ella todas son muy preciadas. Duda que pueda elegir cuál sacrificar.
Si pudiera hablar con él una última vez… Despedirse de verdad.
Y si se puede hablar con los muertos…
Linnéa tiene en su casa otra caja. Contiene una camiseta de Kurt Cobain con muchos lavados. Una cinta de casete de canciones de amor en la que pone PARA BJÖRN DE EMELIE. Una carta que su madre le escribió a su padre cuando él estaba en el orfanato y ella vivía con los padres de acogida, que la obligaban a dormir en un colchón en el suelo de un sótano sin calefacción. Le escribe que lo echa tanto de menos que no sabe cómo podrá superarlo. Una colección de poemas de Karin Boye. DE EMELIE LUNDÉN, reza escrito con tinta en la portadilla. Un par de patucos verdes de recién nacido que tejió su madre. Y una fotografía de ella sentada en el Storvallsparken con las manos entrelazadas encima de una barriga enorme. Tenía veintiún años cuando se quedó embarazada, pero parece casi más joven que Linnéa. El pelo negro y rizado le oculta la cara y apenas se le ven los ojos. Pero sonríe. No tiene ni idea del accidente de autobús que le tiene preparado el futuro tan solo un año después.
—¿Se puede contactar con cualquiera que haya muerto? —dice Linnéa.
Esquiva la mirada de Minoo. Intuye que ella se ha dado cuenta de lo que tiene en mente. Y puede que Vanessa también, porque mira a Linnéa muy seria.
—Mona fue muy clara al respecto, este ritual solo puede usarse para contactar con los espíritus que están atados a este mundo. No se puede contactar con los que han pasado al otro lado. Puede ser peligroso tanto para nosotros como para ellos…
El timbre de la puerta resuena estridente en el apartamento y todas se sobresaltan.
Suena otra vez. Y otra. Oyen que alguien empuja el picaporte y se miran extrañadas. Luego oyen que trastean en la cerradura.
Linnéa mira la cruz de plata que hay colgada en la pared. Según Nicolaus, convertía el apartamento en un lugar en el que estaban protegidas. Pero teniendo en cuenta que Viktor y Alexander accedieron tranquilamente a Kärrgruvan, se pregunta lo eficaz que puede ser esa protección si quienes están ahí fuera pertenecen al Consejo. Preferiría que fuera un ladrón de verdad.
De repente, se oye el clic de la cerradura y la puerta se abre. Vanessa se lanza sobre el tarro de ectoplasma y trata de guardarlo en el bolso. Linnéa rompe la lista de Mona y se mete los pedazos en la caña de la bota.
—Estamos perdidas —murmura Ida.
Anna-Karin suelta un gemido.
—Pero ¿qué hacemos aquí exactamente? —se oye decir a Adriana en la entrada.
—Tenemos que investigar todos los cabos sueltos —dice una voz masculina, y Alexander aparece en el umbral, seguido de cerca por su hermana.
Linnéa suelta un taco. Este era el último escondrijo del grupo y ahora se lo han arrebatado.
Con el rabillo del ojo ve que Ida se pone de pie.
—¡No hemos hecho nada prohibido! —dice con voz estridente—. ¡Nada de magia en absoluto!
Alexander mira a su alrededor.
—¿Pero cómo alguien puede vivir así? —dice con desprecio y se mete en el dormitorio.
Adriana se queda donde está y lo sigue con la mirada.
Linnéa no entiende nada.
¡No nos ven!
Linnéa recibe en la cabeza los pensamientos de Vanessa con claridad cristalina y comprende que tiene razón. Debe de ser la magia protectora de la cruz lo que las hace invisibles a ojos de sus enemigos.
Alexander sale del dormitorio y va directo a la cocina. Linnéa lo oye abrir cajones y armarios.
—Lleva fuera tres semanas —dice Adriana con aspecto de cansancio infinito—. No entiendo qué es lo que estás buscando.
Alexander vuelve al salón y la mira con frialdad.
—No hay nada que tengas que entender.
Linnéa ve que Adriana se viene abajo un poco más y siente pena por ella. Se acuerda del hombre que entrevió en sus recuerdos, el hombre al que quería. La obligaron a ser testigo mientras le quitaban la vida asfixiándolo lentamente como castigo por haber tratado de abandonar juntos el Consejo.
Alexander va hasta la vitrina vacía. Linnéa tiene que cambiarse de sitio rápidamente para que no la pise. Él separa la vitrina unos centímetros de la pared y echa un vistazo detrás. Luego vuelve a empujarla a su sitio.
Minoo y Anna-Karin dan un salto del sofá cuando Alexander va directamente hacia ellas y empieza a levantar los cojines. No encuentra nada, se pone de rodillas y mira debajo. Vuelve a levantarse y, con cara de asco, se sacude de los pantalones unas pelusas diminutas.
—¿Podemos irnos ya? —dice Adriana en voz baja.
—Todavía no.
Linnéa mira a las demás. Minoo y Anna-Karin están pegadas al alféizar de la ventana. Anna-Karin se tapa la boca con las manos, como tratando de reprimir un grito. Vanessa e Ida están como petrificadas la una junto a la otra.
Alexander pasea lentamente la mirada por las paredes marrón claro de la habitación. Se acerca hasta el plano antiguo de Engelsfors y se queda observándolo. Pero no parece que haya visto la cruz de plata.
Luego vuelve la vista hacia la ventana. Se diría que mira directamente a Linnéa. Una sonrisa se le dibuja en la cara.
—¿Tres semanas? —dice Alexander, y Linnéa se aparta de un salto cuando lo ve acercarse al alféizar. Separa las hojas prietas del helecho y toca la tierra—. Pues aquí ha regado alguien.
Linnéa maldice para sus adentros. ¿Por qué no dejaría Anna-Karin que se muriera el puto helecho?
—Será que alguna de las chicas tiene copia de la llave, ¿no? —dice Adriana.
—Seguro que se reúnen aquí y practican la magia por su cuenta.
—No lo creo.
Alexander vuelve a dejar en su sitio el macetero y se le aproxima.
—El año pasado tú misma dijiste que eso era lo que sospechabas. Pero luego dejamos de recibir los informes.
Adriana cruza los brazos y baja la mirada.
—Las has dejado a su aire todo el tiempo, ¿a que sí? Has dejado que experimenten con la magia sin ninguna supervisión, ¿verdad?
Ella niega con un gesto y Linnéa se da perfecta cuenta de hasta qué punto se ha debido de arriesgar Adriana para cubrirles las espaldas a las Elegidas. Y cuánto más se está arriesgando en estos momentos.
—¿No entiendes que ahora es más importante que nunca ejercer el control? —dice Alexander—. Nos encontramos en los albores de una era mágica. Cada vez son más los brujos de nacimiento. Son jóvenes e imprudentes, y pueden hacer un daño tremendo…
Se acerca más a ella.
—Con lo bien que se resolvió todo… —dice con suavidad—. Te rehabilitaron por completo. Se restableció la reputación de la familia. Pero ya estás moviéndote otra vez por terreno pantanoso.
—No sé de qué me hablas.
Alexander suspira.
—Adriana. ¿Es que no puedes contarme simplemente qué ha pasado en esta triste ciudad?
Levanta la vista y mira a su hermano. Linnéa apenas la reconoce. Aunque sabe qué siente quien alberga tanto odio por otra persona.
—Y ahora piensas amenazarme, ¿no? —dice Adriana.
—¿Es que no me vas a perdonar nunca? —pregunta Alexander con tristeza.
Ella no responde.
—¿Crees que me resultó fácil tomar aquella decisión? —continúa él. También para mí fue un sacrificio. Lo hice por el bien de nuestra familia. Por tu bien. Si hubiera sido otro, el sufrimiento habría sido mucho mayor…
—Pues te estaré eternamente agradecida —dice Adriana—. ¿Podemos irnos ya?
Alexander suspira. Luego asiente y se dirigen de nuevo a la entrada.
Inmediatamente después se cierra la puerta y se oye el ruidito metálico de la cerradura, hasta que vuelve a hacer clic.
Unos pasos resuenan en las escaleras. Se abre el portal. Vuelve a reinar el silencio.
—Bueno —dice Vanessa—. Ya sabéis lo que se siente al ser invisibles.