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Anna-Karin tiene ganas de vomitar de lo nerviosa que está, y el movimiento del coche no ayuda nada. Pasan por un bache y casi se le sale el estómago por la boca.
Viktor se desvía por el camino que conduce al caserón. Pero en lugar de seguir adelante, detiene el coche.
—¿Quieres tomar un poco de aire fresco? Parece que lo necesitas.
Anna-Karin abre la puerta y sale del coche. Aspira profundamente el aire helado. Mira hacia el canal y trata de fingir que es un día normal, de olvidar lo que van a hacer.
—Esto es muy bonito —dice Viktor.
Anna-Karin lo mira. Se mete las manos en los bolsillos del abrigo.
—Habrá acabado en unas horas —le dice con amabilidad.
Anna-Karin no está segura de si podrá aguantar ni un minuto.
—¿Sabes una cosa? Comprendo por qué lo hiciste —prosigue Viktor—. Nadie podría decir con el corazón en la mano que no habría hecho lo mismo estando en tu situación.
Anna-Karin lleva toda la vida observando a la gente desde un segundo plano. Normalmente se le da bien ver cómo es cada uno en el fondo. Pero a Viktor no puede interpretarlo. Parece ser sincero en lo que dice, pero ¿por qué? Ha venido a la ciudad solo para condenarla.
—En cuanto llegué aquí noté que mis poderes se hacían más fuertes. Engelsfors es como una enorme batería para los brujos de nacimiento. Y para vosotras, que tenéis un vínculo singular con la fuente de poder de la zona… Debe de ser totalmente embriagador. La magia es difícil de manejar cuando no se está acostumbrado. Y sé lo mal que pueden ir las cosas cuando adquieres mucha en poco tiempo.
Guarda silencio con la mirada perdida.
—¿Y tú qué hiciste? —le pregunta con curiosidad, a su pesar.
—Yo no. Mi hermana melliza.
Anna-Karin lo mira sorprendida. Trata de imaginarse una versión femenina de Viktor.
—Desarrolló sus habilidades mágicas demasiado rápido. No podía parar de usarlas. Al final… enfermó —dice Viktor.
—¿Y qué le pasó?
Viktor sonríe con amargura.
—Podría decirse que nunca más volvió a ser la misma.
Saca la mano izquierda del bolsillo del abrigo y le echa un vistazo al reloj.
—Bueno, lo siento, pero tenemos que irnos ya.
Minoo abre la taquilla y empieza a meter los libros en la mochila. Trata de no pensar que en ese momento Anna-Karin va con Viktor camino del caserón. No puede ayudarle. Eso es lo peor.
Oye una risa familiar y ve a Vanessa por el pasillo con Evelina.
Minoo se pregunta si Vanessa sabe lo que siente Linnéa.
Tengo que decirle algo a Linnéa, piensa mientras cierra la taquilla. Tengo que decírselo. Y pronto. Tiene que saber que lo sé.
Sale del instituto hacia Storvallstorget. Cuando se aproxima al edificio amarillo donde está la redacción del Engelsforsbladet, ve que el ventanal que hay junto a la entrada está hecho añicos. Han sujetado los trozos de cristal con cinta adhesiva. Seguramente, lo romperían anoche.
Minoo no tiene ninguna duda acerca de quién está detrás. Son las mismas personas que llaman a casa de madrugada. Nunca dicen nada, pero el silencio al otro lado de la línea es más aterrador que las palabras. La primera llamada fue en otoño, el mismo día en que el periódico publicó el primer artículo de investigación sobre Engelsfors Positivo. Y las llamadas fueron creciendo a medida que crecía EP. Organizaron un boicot, y las suscripciones del periódico han disminuido drásticamente. Pero su padre no se da por vencido. Al contrario. Sus editoriales han empezado a parecerse a una cruzada personal.
Lo del ventanal no es más que el lógico recrudecimiento de la guerra. Y Minoo tiene miedo de cuál será el siguiente paso.
Entra en la redacción. El padre está en la sala de descanso con una taza grande de café negro como la pez.
—Hola —dice distraído mientras va hacia su despacho.
Minoo lo sigue. Mira las pequeñas manchas de sudor que tiene en la espalda. La nuca enrojecida. Vuelve a estar enfadado. Últimamente siempre está enfadado.
—¿Qué ha pasado con el ventanal? —pregunta mientras su padre se sienta detrás de la mesa.
—Lo denuncié esta mañana —dice, y toma un buen sorbo de café—. No porque vaya a servir de nada. Pero es mejor, por si pasa algo más.
—Deberíais poner cámaras de vigilancia o algo.
El padre no responde. Se ha vuelto hacia el ordenador. Lee algo en la pantalla.
—Anna-Karin va a venir —dice al cabo de unos segundos, y su padre la mira confuso.
Es evidente que lo ha olvidado.
—A cenar.
No es fácil vivir con alguien que nunca está presente, ni siquiera cuando se encuentra en la misma habitación. Empieza a entender por qué su madre siempre cerraba de golpe las puertas de los armarios. De algún modo tiene uno que hacerse oír.
—Ajá, qué bien —dice su padre, volviendo a mirar el ordenador.
A Minoo le gustaría gritarle que ella también tiene asuntos que atender. Cada vez le cuesta más mantenerse en la cima de las calificaciones académicas, al mismo tiempo que trata de averiguar si Engelsfors Positivo está bajo el patrocinio de los demonios; y de prepararse para un juicio mágico y, además, para la perdición del mundo. Y encima, viene aquí e intenta interesarse por la vida de su padre, aunque más bien debería ser al contrario.
Oye unos pasos que se acercan desde el exterior de la redacción y se da la vuelta.
Helena Malmgren se detiene en el umbral, seguida de cerca por Krister Malmgren. Lleva un traje de color gris pero es obvio que le iría igual de bien un mono azul. No es difícil comprender por qué lo quiere la gente en este pueblo de mineros.
Le lanzan una mirada a Minoo. Y ella tiene que reprimirse para no demostrar lo mucho que los odia. El miedo que le producen.
—¿Podemos pasar? —dice Helena.
Tiene un tono de voz amistoso, pero entra sin esperar respuesta.
El padre se retrepa en la silla.
—Qué sorpresa.
A pesar de las advertencias de Matilda, las Elegidas han estado vigilando a Helena y a Krister durante el otoño y el invierno, pero nunca han detectado signos de que el matrimonio Malmgren use la magia.
No es que eso signifique nada, piensa Minoo. Si están aliados con los demonios, seguro que les han advertido sobre nosotras. Les habrán dicho que tienen que ser precavidos con la magia.
—Habíamos pensado que lo mejor sería venir a verte —dice Krister. Tú y yo siempre nos hemos llevado bien, Erik. Eres duro pero justo. Para nosotros, los políticos, es bueno que nos investiguen.
El padre no dice nada.
—Pero me pregunto si llevas algún tipo de campaña en contra de mi mujer.
—No tengo nada en tu contra —dice el padre mirando directamente a Helena—. Pero no puedo por menos de adoptar una postura muy escéptica ante el hecho de que Engelsfors Positivo haya calado tan hondo en la ciudad. Y también por el modo en que ha sucedido. Me acabo de enterar de que incluso la asistencia sanitaria va a adoptar una orientación nueva y positiva. Quizá queráis hacer algún comentario, ya que estáis aquí.
Krister y Helena intercambian una mirada.
—Es cierto —dice Krister—. Hay estudios que demuestran que el pensamiento positivo da muy buenos resultados.
—¿En qué te basas para afirmar tal cosa? —dice el padre.
—No respondas a eso, Krister —dice Helena—. Digas lo que digas lo convertirá en algo negativo. Porque es así, ¿no, Erik? Los que escribís en los periódicos solo estáis interesados en las desgracias que hay en el mundo. Queréis ver el mal en todo. Pero en Engelsfors reina un nuevo espíritu. Ya estamos hartos de tanta complacencia en el pesimismo. Y creo que en lo más profundo de tu ser, tú también estás cansado. ¿No sería un alivio propagar buenas noticias, para variar?
Le sonríe al padre con dulzura.
—Como lo de la fiesta de primavera —dice Krister—. Esperamos que no la desacredites. Con independencia de lo que pienses de EP, el comercio va a mejor…
—Gracias —interrumpe el padre con frialdad—. Lo tendré en mente.
—Bien —dice Helena—. Porque tengo la firme sensación de que el periódico tendrá más lectores si las noticias que publica son más agradables.
Cuando abandonan el despacho, Minoo mira a su padre. Los ojos enrojecidos y la cara sudorosa. Y sabe que Helena y Krister no han ido solo a pedirle que escriba algo positivo sobre la fiesta de primavera.
Han ido a regodearse ante el hecho de que esté perdiendo el control que durante toda su vida había tenido sobre el periódico.
Y Minoo los odia todavía más.
Vanessa se pone de puntillas delante de la estantería y estira el brazo con el plumero tanto como puede. Debería usar la escalera que hay detrás de la caja, pero le parece un esfuerzo aún mayor.
Casi se le cae uno de los bustos indios de lo alto de la estantería al rozarlo con el plumero. Suelta un taco. Si se le rompe algo, Mona se lo descontará del sueldo.
Sigue limpiando el polvo de Kristallgrottan, con el acompañamiento de arpas y carillones en los altavoces. Echa un vistazo al reloj con forma de delfín que hay en la pared. En estos momentos, Anna-Karin debe de estar en el caserón.
Vanessa no quiere ni pensarlo. Vio que Anna-Karin estaba a punto de venirse abajo ya en el comedor. No presagia nada bueno.
Ella no estaba particularmente nerviosa antes del interrogatorio. Sabe que se le da bien mentir. Aun así, estuvo a punto de derrumbarse antes de terminar. Y eso que no era la acusada.
La cortina de color granate está echada. Al lado hay un pequeño letrero que anuncia: ADIVINACIÓN EN CURSO. El cliente de Mona es el antiguo director de Vanessa en secundaria, al que todo el mundo llamaba Svensson. Vanessa sigue sin saber cuál es su nombre de pila. Es un viejo enteramente desprovisto de personalidad. Tan gris como la niebla que rodea Citygallerian.
En realidad, no parece el tipo de persona que iría a una vidente. Pero si algo ha aprendido Vanessa desde que trabaja en Kristallgrottan es que tal «tipo» no existe. Mona tiene muchos clientes que uno no se espera.
Suena el teléfono. Vanessa deja el plumero en una mesita y va corriendo al mostrador.
—Kristallgrottan —dice en el auricular.
—¿Eres Vanessa?
Una voz de chico que reconoce vagamente. Un acento que no se corresponde del todo con el de Engelsfors.
—¿Sí?
—Soy Isak. El de Sala.
Isak, el de Sala. El chico de la fiesta de Año Nuevo que reconoció que estaba en noveno después de acostarse con ella.
—¿Por qué me llamas aquí?
—No encontraba tu número por ninguna parte —dice Isak nervioso. Pero luego caí en que me habías comentado que trabajabas en una tienda new age…
Vanessa apoya los codos en el mostrador. Se pregunta cuándo le hablaría de Kristallgrottan. Porque esa noche, como que no hablaron mucho.
—…así que solo quería saber si habías recibido mis correos y eso —concluye Isak.
Suena la campanilla de la puerta y Vanessa ve con el rabillo del ojo a una mujer que acaba de entrar en la tienda.
—Sí, los he recibido —dice Vanessa—. Y contesté al primero, ¿no?
—Sí, bueno.
—Entonces ya sabes que no estoy interesada.
—Pero pensaba que si leías los demás, a lo mejor cambiabas de opinión. Pero si no los habías recibido, pues que…
Vanessa echa una ojeada a la tienda. La mujer se ha perdido entre las estanterías.
—Seguro que eres un chico estupendo —dice Vanessa en voz tan baja como puede, sin llegar a susurrar—. Me lo pasé muy bien contigo. Pero como ya te escribí, en este momento no quiero empezar ninguna relación. Ni contigo ni con nadie.
—¿Pero cómo puedes decir eso si ni siquiera me conoces?
Vanessa suspira y mira a la cliente, que está de espaldas a la caja, delante de las velas aromáticas.
De repente, se da la vuelta.
Sirpa. La madre de Wille.
—Vale, pues nada, ya sabes que no estamos interesados —dice Vanessa en el auricular—. Gracias por llamar, adiós.
—¡Hombre, Vanessa! ¿Trabajas aquí?
Vanessa asiente y murmura algo sobre lo obstinados que son los representantes.
—Me alegro de verte —dice Sirpa.
—Igualmente —dice Vanessa preguntándose si quedaría raro que la abrazara.
Quiere darle un abrazo. Echa de menos a Sirpa. Que la dejó vivir en su casa muchos meses. Y a la que Vanessa habría querido tener por madre a veces.
—Bueno… —dice Sirpa mirando a su alrededor—. Es la primera vez que vengo a la tienda, pero es que…
Se interrumpe. En ese momento, Vanessa se da cuenta de su expresión apenada.
Wille, piensa Vanessa. Por favor, que no le haya pasado nada a Wille.
Le sorprende el miedo tan intenso que siente.
—¿Cómo estás? —le pregunta.
—¡Bien! —dice Sirpa en un vano intento de parecer feliz—. No me puedo quejar.
Los ojos se le llenan de lágrimas y se los seca con la mano enguantada.
—¿Es que ha pasado algo?
—No, no —dice Sirpa, forzando una risita—. Ese es el problema. Que no ha pasado nada. Que no se me quitan los dolores.
Por lo menos no es nada que tenga que ver con Wille.
Vanessa siente un alivio inmenso, que se convierte en remordimientos en cuanto cruza la mirada con ella.
—¿Es el cuello? —le dice.
—Sí. Empeoré el verano pasado. Cuando entré en EP, estaba convencida de que me ayudaría. Es decir, de que aprendería a ayudarme a mí misma. Para poder ser mi auténtico yo.
—Ya. Y tu auténtico yo no tiene ningún problema de cuello, ¿no?
—No —dice Sirpa, y a Vanessa le parece tristísimo que ni siquiera se dé cuenta de que estaba siendo irónica—. Helena dice que en realidad a mí no me duele el cuello. Son todos los sentimientos negativos que voy arrastrando los que hacen que sienta como si me doliera. Si pudiera cambiar de actitud…, pero parece que soy un caso perdido. Aunque, por supuesto, eso es lo que no se debe pensar nunca. Claro que no puedo evitar criticarme, y entonces me critico por criticarme.
Sirpa suelta otra risita forzada y pone cara de resignación.
A Vanessa se le parte el alma.
—Entonces, ¿tus dolores de cuello no tienen nada que ver con que te hayas pasado como treinta años en la caja del ICA? ¿Simplemente te lo estás imaginando todo?
—Pero Vanessa —se ríe Sirpa mirando a su alrededor, como si tuviera miedo de que alguien las oyera—. Eso no es lo que ella quiere decir.
—Entonces, ¿qué es lo que quiere decir?
—Pues seguramente quiere decir que todos tenemos poder sobre nuestras vidas… Poder para modelarlas…
—Ya, aunque de hecho no podemos controlarlo todo —dice Vanessa—, ¿no?
Sirpa le esquiva la mirada.
—Bah, no hablemos más de esto. Venía a ver si encuentro algún libro que me pueda servir de ayuda. He dejado el grupo de los que tenemos dolencias físicas. Solo temporalmente, por supuesto. No pensaban que estuviera haciendo progresos y era verdad. Solo estaba hundiendo a los demás. Así que he decidido trabajar más por mi cuenta, para poder impresionarlos cuando vuelva. Voy a cambiar mi forma de pensar y a pensar correctamente.
Vanessa no sabe si le apetece más consolarla o gritarle que espabile. Pero lo que sí sabe es que no quiere venderle libros de esos a Sirpa.
—Creo que no tenemos.
—Puede que tu jefa tenga alguna sugerencia.
—Ahora mismo está ocupada —dice Vanessa señalando el cartel de
ADIVINACIÓN EN CURSO.
—Ah —dice Sirpa y parece dudar—. Me he alegrado mucho de verte, Vanessa.
—Igualmente.
Le gustaría hacerle un montón de preguntas. Sobre Engelsfors Positivo. Sobre Helena. Sobre Wille.
—Cuídate —dice, y Sirpa asiente y sale por la puerta.
Vanessa la sigue con la mirada. Le hierve la sangre de rabia. ¿Cómo ha permitido Sirpa que Helena le lave el cerebro de esa forma?
Casi desearía que lo que gobierna a los miembros de EP fuera la magia. Sería más fácil de entender. Más fácil de aceptar.
Vanessa ha tratado de preguntarle a Mona si Helena y Krister pertenecen a sus «clientes más distinguidos», pero Mona se niega a responder. Ni siquiera le ha enseñado dónde tiene el almacén secreto. Y no es nada fácil seguir a una vidente. Mona ha conseguido despistar hasta al zorro de Anna-Karin.
Oye el ruido de la cortina al abrirse y ve salir a Svensson con Mona pisándole los talones. Él le sonríe feliz y le da la mano antes de sacar un fajo de billetes de cien.
—Mil gracias. Me siento mucho mejor de ánimo.
Mona lo mira por encima de la montura de las gafas y esboza la mejor de sus sonrisas. Tiene los dientes manchados de carmín.
—Tómatelo con calma ahí fuera.
Cuando Svensson se va, Mona se guarda los billetes, se quita las gafas y se las mete en el bolsillo del peto vaquero lavado a la piedra.
—Se va a morir pronto —dice mientras enciende un cigarro.
—¿Igual que cuando me dijiste que yo iba a morir? —pregunta Vanessa con desinterés.
—No, en su caso lo digo literalmente —responde Mona sacando el cenicero de mármol rojo de la balda que hay debajo de la caja—. Pobre infeliz…
Vanessa tarda un instante en comprenderlo de verdad.
—Pero…, si parecía tan contento. ¿Qué le has dicho?
Mona resopla.
—Nada, como comprenderás.
—¡Pues tienes que avisarle!
Mona niega con la cabeza y se sienta en el taburete que hay detrás del mostrador.
Vanessa mira por el escaparate, pero no se ve a Svensson.
—Todavía puedo alcanzarlo.
—¿Para decirle qué? «Perdona, pero a Mona se le ha olvidado contarte que vas a morirte pronto.»
—¡Es que tiene que saberlo!
—Veo que va a morir, pero no de qué —dice Mona mirando a Vanessa muy seria—. La muerte lo acecha, pero puede presentarse como un tumor o de la mano de un asesino con un hacha. Y no tengo ni idea de cuándo. Casi siempre suele suceder en un plazo de seis meses. Ese es, por lo visto, el plazo máximo que tiene la muerte para aparecer cuando ha puesto el ojo en alguien.
El humo del cigarro se eleva hacia el techo como una columna.
—Cuando era joven y tonta como tú cometí la equivocación de decirle a un cliente que iba a morir. ¿Y de qué le valió? Solo le sirvió para pasarse angustiado el tiempo que le quedaba de vida. Y luego se resbaló en la ducha y se mató.
—Pero el futuro no está decidido —dice Vanessa—. Podemos modificarlo.
—Ya, pero si sabemos lo que hay que modificar —dice Mona—. Créeme, encanto, a mí tampoco me gusta esto.
—¿Y qué les dices?
—Tres cosas. La primera, que disfruten de la vida. La segunda, que piensen en su salud y que tengan cuidado con el tráfico. Así por lo menos puedo contar con que se hagan esa revisión que nunca se hacen o que estén pendientes de ese coche que se los pueda llevar por delante.
Apaga el cigarro.
—¿Y cuál es la tercera? —dice Vanessa.
—Que vuelvan dentro de seis meses. Que les regalo la consulta.
Los carillones tintinean serenos en los altavoces.
—¿Y qué? —pregunta Vanessa—. ¿Vuelven?
El silencio de Mona es respuesta más que suficiente.
—También es posible que se hayan mudado —dice Vanessa—. O que se les haya olvidado.
—Claro —responde Mona encendiendo otro cigarro—. ¿Has terminado de limpiar el polvo? Me parece que hoy tendría que cerrar más temprano.
—Por mí estupendo.
Mona vuelve a desaparecer detrás de la cortina y Vanessa va hasta la puerta y le da la vuelta al cartel de ABIERTO.
Piensa en su propio futuro, y en el de las Elegidas, y en el del mundo entero.
Cuánto estará ya escrito.
Y lo poco que seguramente podrá modificar.