67

Cuando entran en Citygallerian Minoo tiene tanto flato que se siente como si alguien le hubiera clavado un punzón de hierro candente en el costado. Y casi no puede respirar, lo único que hace es jadear entrecortadamente. Flexiona el tronco y se pone las manos en las rodillas.

—¿Qué vamos a hacer aquí? —dice Vanessa—. Kristallgrottan no abre hasta las doce.

—Yo creo que podríamos ir allí —dice Linnéa señalando Sture Co.

Minoo mira en esa dirección, ve el cristal oscuro de la puerta. Piensa en los rumores de tráfico de drogas y peleas con arma blanca. En todos los despojos humanos que se tiran a la calle después de visitar el local a media tarde. Aquellos que tienen prohibido entrar en el Götis, pero que todavía no están exiliados del todo en Storvallsparken. Espera que Linnéa no esté oyendo lo que piensa.

—Podríamos esperar en mi casa —dice Minoo.

—No —responde Linnéa negando con la cabeza—. Es demasiado peligroso.

—¿Es que crees que van a venir con horcas y antorchas? —pregunta Vanessa.

—Yo no lo descartaría —dice Linnéa con el semblante serio mientras se acerca a Sture Co. y llama a la puerta.

Le abre un hombre escuálido con la nariz rojiza, y tan grande como una coliflor. Sonríe a Linnéa al reconocerla.

—Ya sé que no habéis abierto todavía, pero ¿podemos quedarnos aquí un rato?

—Pues claro —dice dejándolas pasar.

Cuando entran, Minoo mira a su alrededor. Las paredes están cubiertas de espejos y papel pintado de color carne. El olor a humo de tabaco revenido asciende desde la moqueta a medida que se adentran en el bar. Las ventanas tienen echadas las cortinas renegridas de cuadros amarillos que impiden ver lo que hay fuera.

Linnéa las conduce al fondo del local, donde hay unos pequeños reservados con mesas de madera oscura llenas de pintadas y garabatos grabados.

Minoo se sienta en uno de los reservados. La tapicería de escay chirría bajo su peso cuando se acomoda al lado de la ventana.

—¿Alguien tiene dinero? —dice Linnéa—. Tenemos que consumir algo.

Juntan toda la calderilla que llevan y Minoo entreabre las cortinas con cuidado. La ventana da al interior del centro comercial y desde allí pueden ver Kristallgrottan.

Cierra la cortina cuando Linnéa coloca en la mesa una bandeja con cinco tazas de té.

—Sture dice que podemos quedarnos lo que haga falta —asegura haciéndose un hueco al lado de Ida.

Se quedan un rato mirándose en silencio. Minoo empieza a asimilar el alcance de los sucesos de la mañana.

—¿Qué pensaban hacer con nosotras? —le dice a Linnéa—. ¿Has conseguido oír?

—Yo creo que ni ellos mismos lo sabían. Todavía no habían recibido órdenes.

A Minoo se le pone el vello de punta.

—Tiene que ser el collar —prosigue Linnéa—. Parecía como si estuvieran conectados unos a otros. Si alguno de ellos nos ve, los demás lo sabrán al instante.

—¿Cuánta gente del instituto creéis que irá a la fiesta de esta tarde?

—Serán más de cien personas —dice Minoo.

—Yo creo que doscientas más bien —dice Linnéa.

—Así que si todas llevan puestos los amuletos, Helena y Krister contarán con cuatrocientos ojos vigilantes —dice Vanessa.

—No estamos seguras en ninguna parte —dice Ida con la voz apagada, como si ya se hubiera rendido.

Minoo piensa en Gustaf. Le prometió que no se pondría el collar. Pero ¿y si decide que tiene que hacerlo para poder mezclarse con ellos sin llamar la atención?

—¿Y el Consejo? —dice Vanessa de pronto—. Tenemos dos enemigos. Engelsfors Positivo y el Consejo. ¿No podemos volver al uno contra el otro? Helena y Krister han quebrantado todas las leyes mágicas. Si los denunciáramos… a Viktor, por ejemplo… el Consejo debería tratar de detenerlos. A lo mejor podemos aprovecharnos del Consejo.

—Es un riesgo demasiado grande después del juicio —dice Linnéa. Puede que no se conformen con quitarnos el título de Elegidas. Puede que estén esperando la próxima ocasión de volver a juzgarnos. Me refiero a que si hay algo que hayamos aprendido es que el Consejo puede usar la información como le plazca. Solo podemos confiar en nosotras. O sea, tal y como nos dijo Matilda desde el principio.

—Echo de menos a Nicolaus —dice Anna-Karin—. Me gustaría que estuviera aquí.

Minoo asiente. Saca el móvil del bolsillo. Sigue sin cobertura.

—¿Vuestros teléfonos funcionan?

Las demás dicen que no con un gesto.

Minoo deja el teléfono en la mesa. Querría llamar a su padre y ponerlo sobre aviso, ¿pero de qué? Querría llamar a Gustaf e impedirle que fuera a la fiesta. Querría llamar a su madre, solo por oír su voz.

El tiempo pasa con una lentitud exasperante. Por fin dan las doce en el reloj, pero en la tienda no se ve ni rastro de Mona.

El estrés empieza a apoderarse de Minoo. No tienen tiempo que perder. Pero tampoco saben qué hacer primero. Les da la una y allí siguen, comiéndose un cuenco de patatas fritas cortesía de Sture.

A las tres y media Minoo está a punto de echarse a llorar. Ha estado dándole vueltas a todos los problemas mientras esperaban, y ya es incapaz de pensar. Anna-Karin guarda silencio y no quita ojo de Kristallgrottan. Ida se ha dormido echada sobre la mesa, con la cabeza apoyada en los brazos.

Pero de repente se incorpora. Mira adormilada a su alrededor y se seca un poco de saliva de la comisura de los labios.

—Ya está ahí.

—¿Quién? —dice Minoo—. ¿Dónde?

—Mona —responde Ida—. Tiene que ser ella.

—Pero no ha entrado nadie en la tienda —dice Anna-Karin.

—Puede que haya otra entrada —dice Vanessa—. Además, eso explicaría muchas cosas.

Minoo mira por la ventana y ve encenderse una luz en Kristallgrottan.

—Allí hay alguien.

Todas se ponen de pie a la vez. Le dan las gracias a Sture como de pasada y salen corriendo hacia la tienda.

Un olor vomitivo a incienso y a tabaco sorprende a Minoo cuando entra; es tan intenso que casi le anula los sentidos.

Kristallgrottan parece sobre todo una tienda de regalos atestada de cachivaches. Da la impresión de que las estanterías fueran a desplomarse en cualquier momento bajo el peso de los ángeles de porcelana y las pirámides.

En la caja hay una mujer de pelo largo teñido de rubio. Está contando recibos y de los labios pintados de rosa le cuelga un cigarro.

Y Minoo comprende por qué Kristallgrottan es la tapadera perfecta para las actividades de Mona. Nadie que vea la tienda, o a Mona, puede creer que sea una bruja de verdad.

—¿Qué ha pasado ahora? —pregunta levantando la vista.

Vanessa cierra la puerta con el pestillo y pone el cartel de CERRADO.

—Oye, ¿qué crees que estás haciendo? —dice Mona.

—Necesitamos ayuda —dice Vanessa.

Minoo abre el bolsillo de la mochila, saca el collar y se lo enseña.

—¿Sabes qué es esto?

Mona se lo quita de un tirón y se lo pone delante.

—Es un amuleto. Eso lo ve cualquiera.

Le lanza el amuleto a Ida, que lo atrapa con una mano, lo mira un instante y se lo mete en el bolsillo.

—¿Lo has vendido tú? —dice Vanessa.

—No lo había visto antes.

—Está mintiendo —dice Linnéa—. Ha sido ella quien se los ha vendido a Helena y a Krister.

—¡En mi cabeza no te metas! —dice Mona irritada y escupe sin querer el cigarro, que aterriza en el mostrador. Lo recoge y le da una calada furiosa—. Largaos de aquí.

Se vuelve hacia Vanessa.

—Mona Månstråle no es ninguna chivata, eso lo sabes tú.

Cuando Vanessa les habló de Mona, Minoo pensó que exageraba. Ahora comprende que no era necesario exagerar.

—Pues yo creo que tú no sabes lo que está pasando en la ciudad —dice Minoo esforzándose por ser amable—. Para qué se usan estos amuletos.

—Lo que mis clientes hagan con las mercancías no me concierne, siempre que paguen. Y nadie acusa al del concesionario de coches cuando un idiota borracho atropella a alguien, qué puñetas.

—No te estamos acusando —dice Minoo—. Pero Helena y Krister usan los amuletos para controlar a otras personas. Están manipulando a casi todo el instituto.

—Y han matado a cuatro personas —añade Vanessa—. Uno de ellos es Svensson. ¿Te acuerdas de que presagiaste que iba a morir? Pues tenías razón. Se convirtió en una de sus víctimas.

Mona aparta la vista. Minoo oye la voz de Linnéa en su cabeza.

Ya no puedo leerle el pensamiento. Me ha bloqueado. ¿Y si Anna-Karin la hace hablar?

Minoo dice que no con la cabeza y Anna-Karin le lanza una mirada de agradecimiento.

—Creemos que Helena y Krister obtienen su poder de los demonios —dice Minoo—. Y sabemos que los demonios están haciendo algo para acelerar la llegada del Apocalipsis.

—Tienes que haber notado que algo está pasando —dice Vanessa—. Y si el mundo se acaba, no tendrás ningún cliente.

Mona las mira airada. Le da al cigarro una calada tan fuerte que se oye cómo se quema el papel. Luego sopla una nube de humo que le escuece a Minoo en los ojos.

¿Cómo ha podido gustarme fumar?, piensa.

—Ya. ¿Y cómo han estirado la pata? —pregunta Mona—. ¿Esos cuatro de los que habláis?

—La Policía tiene una teoría confusa de accidentes relacionados con la electricidad —dice Minoo—. Pero nosotros sabemos que fue un asesinato por medio de la magia.

Mona se sienta en el taburete que tiene detrás del mostrador.

Alright. Voy a hacer una excepción de cojones con vosotras —dice, y fija la mirada en Minoo—. Pero solo porque creo que esto ha ido demasiado lejos, no porque piense que tengáis nada de especial solo porque resulte que sois las Elegidas, o como os llaméis ahora.

La combinación de clarividencia y antipatía tiene una falta de encanto asombrosa, piensa Minoo.

—La verdad es que nos importa una mierda por qué lo hagas —dice Linnéa.

—No quiero oír ni rechistar a la mangante —dice Mona irritada—. Helena y Krister vinieron el verano pasado para comprar una partida enorme de amuletos de los que puede controlar una bruja de metal. No pude encontrar tantos con tan poco margen, de modo que para empezar compraron todos los que tenía.

—¿Cuántos? —pregunta Minoo.

—Una docena —responde Mona—. Llevo pidiendo más a China todo el otoño.

—¿Así que no tuviste ningún problema para venderle a EP amuletos de zombis en serie? —dice Vanessa.

Mona suelta una risita y enciende otro cigarro con el anterior.

—Este tipo de amuletos puede usarse para casi todo. Por ejemplo, los puedes cargar de energía extra si quieres correr una maratón.

—¿De verdad creías que los querían para eso? —dice Vanessa.

—Yo no creía nada —la corta Mona—. Mi trabajo no consiste en creer. ¿Qué decías del instituto y los amuletos?

—Han repartido amuletos entre todos los que van a la fiesta de esta tarde —dice Minoo.

—¿Te refieres a la feria esa del centro de EP?

—No —dice Minoo—. Van a hacer una fiesta aparte en el instituto.

—En el instituto —repite Mona. Mira pensativa la columna de humo que asciende desde el cigarro—. ¿Así que todos los que acudan allí esta tarde llevarán su amuleto?

—Sí —dice Minoo tratando de ocultar su impaciencia.

—Pues no tiene buena pinta. Hay unas energías malísimas en ese lugar. Y hoy es el equinoccio.

—¿Y? —dice Ida con voz ronca—. ¿Por qué habla todo el mundo del puñetero equinoccio?

—Siempre ha habido mucho abracadabra a cuenta del equinoccio. Aficionados que van al bosque para encontrar su niño interior o aullarle a la luna. Pero la gente que tiene que ver con la magia de verdad sabe que este día solo sirve para una cosa.

Guarda silencio y exhala una enorme nube de humo por la nariz.

—Sacrificios humanos.

Minoo se queda de una pieza.

—¿Qué quieres decir?

—¿Y tú qué crees que quiero decir? —responde Mona—. Que se sacrifica a una persona. O preferiblemente, a un montón.

—¿Pero por qué? —pregunta Anna-Karin asustada.

—Todo el mundo lleva consigo cierto potencial mágico. Es parte de nuestra fuerza vital. Y cuando matas a alguien, se libera la energía mágica. Si matas a muchas personas… Se libera una cantidad ingente de energía, así de simple. Si consigues vincular toda esa energía a la tuya, podrás usarla como quieras. Pero para eso hay que ser brujo de nacimiento, y un brujo muy poderoso.

Minoo piensa en lo que les contó Nicolaus de cuando mató a los miembros del Consejo.

Era un edificio de madera y enseguida ardió hasta los cimientos. Había dibujado unos círculos alrededor, y cada vida que se extinguía prolongaba la mía propia.

—Teniendo en cuenta todo el ecto que le he vendido a EP desde el verano, creo que tienen pensado hacer algo por el estilo —continúa Mona—. Han conectado a todos los miembros de EP que hay en el instituto a una única red enorme. Después, solo queda acorralar a la víctima del sacrificio en una habitación en la que hayan dibujado unos círculos, y el brujo de metal podrá tragarse toda la energía que haya en la red.

—¿Pero qué van a hacer con toda esa energía? —dice Minoo agotada.

—Ni idea.

—No llegarán tan lejos —dice Vanessa—. ¿Cómo los detenemos?

—Está chupado —responde Mona con una carcajada—. El brujo de metal que esté manipulándolos a todos también tiene que llevar puesto el amuleto. Quitádselo y se producirá un cortocircuito. Todos los amuletos quedarán anulados.

—¿Pero es Helena o es Krister? —dice Minoo.

Mona sonríe a medias. A Minoo no le gusta ni un pelo. Parece como si se le hubiera pasado algo por alto, como si Mona la tratara como a una idiota.

—Ni ella ni Krister son brujos. Definitivamente, no son brujos de nacimiento.

Minoo se queda perpleja.

—Tienen que ser ellos —dice Vanessa—. que son ellos. Ida y yo los vimos.

—Colaboran con un brujo, eso por descontado —dice Mona—. Pero el señor y la señora Malmgrem, tan finos ellos, no son los que practican la magia. Es otra persona.

—¿Y tú sabes quién es? —dice Minoo.

—No —contesta Mona, y se pone seria de repente—. Por desgracia.

—Tiene que ser alguno de los favoritos de Helena —dice Ida—. En el centro solo estaban ellos cuando percibí la magia. Erik, Robin, Rickard, Julia, Felicia… O quizá hubiera alguien más allí. No estoy segura.

Rickard, piensa Minoo. Puede que no lo estén manipulando. Puede que sea él el manipulador.

—Gustaf me dijo que Rickard tiene el amuleto desde el verano.

—¿Pero por qué iba Rickard a ayudar a Helena y a Krister a vengarse? —dice Anna-Karin—. ¿Conocía a Elias?

—No —responde Linnéa—. Pero Helena puede haberle lavado el cerebro sin magia.

Minoo echa una ojeada al reloj de los delfines que hay en la pared.

—Tenemos que irnos. La fiesta empieza dentro de un par de horas. ¿Hay algo más que debamos saber?

Mona vuelve a sonreír con malicia.

—El deber y el querer son cosas totalmente diferentes.

Le da una calada al cigarro y mira a Vanessa.

—Estás tardando en espabilarte, encanto.

—¿Qué? —dice Vanessa, pero Mona no le hace caso, y pasea la vista hasta Linnéa.

—A veces la gente cambia de verdad.

Minoo ve que Linnéa se pone tensa. Mona se dirige a Anna-Karin.

—Di adiós mientras puedas.

—¿Qué quieres decir? —pregunta Anna-Karin aterrorizada.

—Hay tiempo. Aprovéchalo.

Mira a Ida.

—Te espera un año negro y complicado.

—¿Cómo? ¿Que va a ser todavía peor? —dice Ida, y Mona se encoge de hombros.

—Pero conseguirás lo que te han prometido. Merece la pena seguir peleando.

Por último mira a Minoo. La escudriña.

—A ti te pasa algo raro. Pero eso ya lo sabes, ¿no?

Minoo siente que se le hace un nudo en el estómago.

—¿Cómo que algo raro?

—Raro. Antinatural. Apestas a magia, pero no se parece a ningún tipo de magia que yo conozca. No tengo ni pajolera idea de qué es. Pero no me gusta.

En algún lugar fuera de Citygallerian empiezan a aullar sirenas. El ruido es cada vez más fuerte.

—Yo que tú iría a ver a tu padre ya —dice Mona.

Minoo ni se lo piensa. Se abalanza a la puerta, abre el pestillo y sale corriendo de Kristallgrottan.

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Fuego
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