50
Minoo prende una cerilla y enciende unas velitas que ha puesto en el escritorio. Se ha acostumbrado a los cortes de luz que llevan produciéndose desde el otoño, casi han empezado a gustarle. La quietud. El silencio. Pero los pensamientos acerca de la llamada que tiene que hacer han arruinado todo el ambiente acogedor.
Esta noche tiene que hablar con Linnéa sobre Vanessa. Es la mejor ocasión antes del ritual, antes del juicio.
¿Pero de verdad es algo que deba hacer?
Podría dejarlo, piensa, y apaga la cerilla. En realidad no es mi problema.
Pero todos los problemas dentro del grupo pueden convertirse en un problema del grupo, se responde a sí misma. Si yo fuera Linnéa, ¿no me gustaría saberlo? Yo me enfadé con ella porque no me había contado que podía oír mis pensamientos.
Minoo saca el teléfono. Vuelve a dudar. ¿Cómo va a saber ella lo que quiere Linnéa? ¿Es mejor dejarlo? ¿Y si lo empeora todo al hacer la llamada?
No. Es su cobardía la que habla. Y, de hecho, hay otro motivo para llamar. El más importante de todos. Linnéa parecía destrozada. Y Minoo está preocupada por ella.
Le suena el móvil en la mano. El nombre de Ida brilla en la pantalla y se siente aliviada, como si hubiera conseguido un breve aplazamiento.
—¿Diga?
—Soy yo —se oye la voz jadeante de Ida—. Acabo de estar en el centro de EP y ha pasado una cosa.
—¿Pero qué hacías tú…? —empieza a decir Minoo, e Ida la interrumpe.
—Sí, ya lo sé, no tienes que regañarme. Era la primera vez y no pienso volver.
Ida resopla mientras habla. Suena como si fuera corriendo.
—¿Qué ha pasado?
—Magia —dice Ida—. Magia potente. Han empezado a parpadear las bombillas, luego se ha ido la luz y ahora tengo que irme a casa sola con esta mierda de oscuridad.
—¿Sabes quién…?
—¿No crees que te lo habría dicho? —refunfuña Ida.
Brujería en el centro de Engelsfors Positivo. ¿Tenían razón al sospechar todo este tiempo? ¿Será Helena la bendecida por los demonios, la que trata de acelerar el Apocalipsis? ¿O será Krister? ¿O será otra persona?
¿O será un brujo normal?, piensa Minoo. En esta ciudad parece que abundan.
—¿Hola? —dice Ida con voz chillona—. ¿Sigues ahí?
—Sí, sí, aquí estoy. Tenemos que concentrarnos en el juicio —dice Minoo—. No podemos pelear contra dos enemigos a la vez.
Suena como si Ida sollozara.
—¿Qué te pasa?
—Nada, que esto es fantástico —responde Ida—. Me encanta esta vida tan fantástica y maravillosa que tengo. Mi familia, mi novio y todos mis amigos están en una secta demoníaca.
Minoo está a punto de contradecirla, de decirle que quizá no sea una secta demoníaca, sino simplemente una secta normal. Pero no sabe si eso mejorará las cosas.
—¿Hola? —vuelve a decir Ida—. No habrás colgado, ¿verdad?
—No…
—Bueno… Estoy a punto de llegar a casa —dice resoplando—. Así que, si podemos seguir hablando un rato…
—¿Y de qué quieres que hablemos?
—Y yo qué puñetas sé. Preferiría que no fuera de la destrucción del mundo, desde luego.
—Ida —empieza a decir Minoo, consciente de que se arrepentirá—. Sabes que puedes tener amigos que no son de EP. Podríamos ser tus amigas. Si tú…
—¿Si yo qué? ¿Por qué soy solo yo la que tiene que cambiar? ¿Por qué todo el mundo se queja de mí? ¿Qué tengo yo de malo, eh?
—Quizá deberías averiguarlo —responde Minoo con tranquilidad.
Ida guarda silencio. Lo único que se oye es su respiración.
—Bueno, pues ya he llegado a casa —dice por fin.
Minoo la oye abrir una puerta.
—Adiós —dice Ida, y cuelga.
Minoo deja el móvil. Más vale ocuparse de una vez por todas de la siguiente llamada difícil.
Ingrid sale del almacén con dos faroles en las manos. Los coloca en el mostrador, delante de Linnéa, y se echa a reír.
—Vaya pinta más graciosa que tienes.
Linnéa la mira de reojo.
—Me lo puedo imaginar —responde.
Está en la caja, metiendo facturas en un archivador al mismo tiempo que sujeta una linterna entre la barbilla y el hombro.
—Qué típico —dice Ingrid delante de un espejo con el marco hecho de corchos de vino—. Ahora que por fin nos hemos puesto a ordenar el almacén. Y a saber cuándo volverá la electricidad. No tienes que quedarte. Podemos seguir mañana.
—No pasa nada.
Ingrid se suelta el pelo largo y blanco, y se lo recoge en un moño en la nuca.
—Mira que eres cabezona.
Puede, piensa Linnéa.
Pero ante todo, no tiene ninguna gana de salir a la calle en pleno apagón. No tiene ninguna gana de estar sola más tiempo de lo necesario en una noche como esta. Lleva desde que salió del instituto con una sensación de lo más desagradable en el cuerpo. Volviéndose a mirar a cada instante. Sobresaltándose con el menor ruido.
Ingrid va a una de las estanterías de «gangas» y coge un troll hecho de piñas.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, amiguito? —le dice al troll—. ¿No te quiere nadie? A lo mejor ha llegado la hora de mandarte a la basura.
Sopla un poco para quitarle el polvo al triste muñecote de piñas y lo vuelve a dejar en su sitio. Bien puede seguir ahí en la estantería. Linnéa sabe que Ingrid es incapaz de deshacerse de nada.
—¿Quieres quedarte con el encaje blanco que ha llegado? De todas formas, con esas manchas no lo voy a vender y tú siempre lo tiñes todo de negro.
—Ay, sí, gracias —responde Linnéa.
Es un misterio que Ingrid pueda mantener la tienda en marcha a pesar de que casi nunca entran clientes. Se rumorea que vive de una herencia sustanciosa que le dejó su marido, que había ganado jugando a la lotería. También se rumorea que los hijos de Ingrid, que ya son mayores, no quieren saber nada de ella. Y que era una de las que solían acudir al club secreto de intercambio de parejas que se incendió en la zona de «La pequeña calma».
Pero a Linnéa lo único que le hace falta saber de Ingrid es que siempre la ha tratado como trata a cualquier otra persona.
Un sonido penetrante desgarra el silencio y Linnéa se lleva tal susto que se le cae la linterna. Rebota en el mostrador y cae al suelo. Se apaga.
—¡Dios! —dice Ingrid—. ¿Quién llamará a estas horas?
Linnéa levanta el auricular del viejo teléfono de pared.
—El Rincón de Ingrid.
Nadie responde.
—¿Diga?
La línea se corta.
Linnéa mira a Ingrid y se encoge de hombros.
Al instante empieza a sonar el teléfono en el bolso de Linnéa. Suelta un taco y se pone a rebuscar. El móvil deja de sonar pero empieza otra vez cuando lo encuentra. Es Minoo. Seguro que es otra movida.
—¿Ha pasado algo? —dice Linnéa nada más descolgar.
—Sí —responde Minoo.
—¿Eras tú la que acaba de llamar a la tienda?
—¿A qué tienda?
Linnéa suspira.
—No, nada.
Mira a Ingrid como excusándose, y con uno de los faroles, entra en el almacén mientras Minoo empieza a contarle la tarde de Ida en el centro.
—No es que me sorprenda —dice Linnéa cuando acaba Minoo—. Pero tienes razón. Tenemos que esperar. Las fuerzas malignas, mejor de una en una.
—Hay una cosa más —dice Minoo.
—¿Sí?
Linnéa mira fijamente una mesa abarrotada de platos de coleccionista decorados con los monarcas europeos.
—¿Puedes venir? —dice Minoo—. Cuando hay cortes de electricidad, el periódico se convierte en un caos, así que mi padre no volverá a casa hasta dentro de unas horas. O sea, que estaremos solas. Si puedes, claro. Sería estupendo que vinieras.
Linnéa no se puede imaginar qué es lo que quiere Minoo, pero parece muy agobiada.
—Vale. Ya voy.
Linnéa enfoca con la linterna la casa de Minoo y constata que es como se la había imaginado. Un chalé grande de dos pisos. Árboles altos que se inclinan sobre un jardín impecable.
Se queda petrificada al oír el zumbido de una moto que arranca unos metros más allá, en la carretera. Le ha parecido oírla cuando salió de la tienda de Ingrid. ¿La estará siguiendo alguien?
Estás paranoica, se dice. Déjalo ya.
Le da una última calada al cigarro, tira la colilla y se acerca a la puerta para llamar al timbre.
—Pasa —dice Minoo cuando abre.
Lleva un candelabro de cuatro brazos. Las llamas aletean con la corriente.
Linnéa pasa al recibidor, se quita el abrigo de imitación de piel de leopardo y lo cuelga entre todas las prendas de abrigo de color oscuro. Parece que la familia Falk Karimi al completo tiene el mismo estilo aburrido a la hora de vestir.
Minoo la lleva al salón. En la mesita del sofá hay una bandeja de color marrón claro con las tazas correspondientes, azúcar y leche. Un plato de galletas de dos clases. Velas encendidas por doquier. Sea lo que sea, no será tan grave como para impedirle a Minoo preparar un té.
Linnéa se sienta en el sofá y mira a su alrededor.
Toda la decoración es de un buen gusto impecable. Bonita pero agobiante. Seguramente, lo único que puede revelar algo de la personalidad de los habitantes son los libros.
Minoo sirve dos tazas.
—Francamente, no sé cómo empezar a hablar de esto —dice ofreciéndole una taza a Linnéa.
Minoo se sienta en el sofá vuelta hacia ella.
—¿Recuerdas cuando Vanessa, de repente, empezó a oírte en su cabeza, mientras Max te retenía en el comedor?
—Sí —dice Linnéa.
Se lleva la taza a los labios y toma un sorbito de té. Intenta que no se note lo nerviosa que se está poniendo.
—No sabías que fuiste tú la que lo hizo, ¿no? —dice Minoo—. Que la estabas llamando, por así decirlo.
—No. ¿Por qué me preguntas eso?
Minoo se muerde el labio.
—Ha vuelto a pasar. El lunes. Aunque esta vez fui yo la que te oyó a ti. O sea, tus pensamientos.
Linnéa está a punto de echarse el té encima.
—Eso es imposible. Debes de habértelo imaginado.
Es imposible, se repite en silencio.
Porque es imposible, ¿verdad? La vez de Max estaba desesperada, estaba segura de que iba a morir.
—Era sobre Vanessa —dice Minoo—. Estabas pensando en que… en que ella…
Linnéa deja la taza en la mesa de un golpe. El té se derrama en el plato.
—Linnéa… —dice Minoo.
Linnéa se pone de pie. El corazón le aporrea el pecho con tal fuerza que cree que le va a romper las costillas en cualquier momento.
—Tengo que irme a casa —dice.
Así que esto es lo que se siente cuando alguien te lee los pensamientos. Normal que las demás se sintieran incómodas cuando se enteraron de cuál era su poder.
—Por favor, no te vayas —dice Minoo—. Tienes que hablarlo.
—No tengo que hacer nada —dice Linnéa, va al recibidor y busca a tientas el abrigo de leopardo en la oscuridad.
Minoo corre tras ella y la agarra del brazo.
—Yo creo que sí. Es lo mismo que me dijiste la primavera pasada, que tenía que hablar con alguien del humo negro. Y tenías razón. O sea, si no quieres hablar conmigo de Vanessa lo entiendo, de verdad, pero habla con alguien. Desahógate. Si no, puede que siga saliéndote a borbotones por la cabeza.
Linnéa apenas la entiende, porque Minoo habla muy rápido.
—La próxima vez puede ser Vanessa la que oiga tus pensamientos —continúa Minoo—. ¿De verdad quieres que se entere de esa manera?
—No quiero que se entere y punto —protesta Linnéa.
—¿Pero por qué no?
—Porque no tengo ninguna posibilidad.
Esas palabras se quedan flotando en el aire y llenan el espacio que las separa. Guardan silencio unos minutos en la penumbra del recibidor.
—¿Nos volvemos a sentar? —dice Minoo.
Cuando Minoo toma el último sorbo de té, hace ya tiempo que está frío. Trata de aparentar que no le parece que lo que acaba de contarle Linnéa tenga nada de raro.
Porque en realidad no se lo parece. Lo que sí es raro es que Linnéa se lo haya contado. Y ahora Minoo no sabe qué hacer con una confidencia de ese calibre. Es una situación delicada y tiene miedo de que Linnéa malinterprete su torpeza.
—No me explico cómo has aguantado todo este rollo —dice Linnéa frotándose la frente.
Esquiva la mirada de Minoo.
—Pero si te lo he pedido yo.
—Bueno, a lo mejor ha sido más de lo que pedías —dice Linnéa—. Tengo que fumar.
—Te acompaño.
Minoo saca un cenicero y un par de mantas a los escalones delanteros de la casa. No acaban de sentarse cuando las farolas se encienden con un susurro. El interior de la casa se ilumina y las ventanas proyectan rectángulos de luz sobre la hierba. La niebla avanza arrastrándose otra vez por el suelo.
—¿Quieres uno? —dice Linnéa ofreciéndole a Minoo el paquete de tabaco.
—No, gracias.
—Ya lo sabía yo —dice Linnéa sonriendo burlona.
—Gracias por recordarme siempre que soy estupenda —dice Minoo sonriéndole también.
Linnéa enciende el cigarro y le da una calada profunda.
—No eres tan estupenda. Conseguiste seducir a un profesor.
—Pero recibí mi castigo —dice Minoo, y Linnéa se echa a reír.
Se miran la una a la otra y Minoo siente por Linnéa un cariño que le sorprende.
—Gracias —dice Linnéa muy seria—. Por decírmelo.
—Sé lo que es estar enamorada y no poder contárselo a nadie. Alégrate, por lo menos tienes mejor gusto que yo.
Linnéa vuelve a soltar una carcajada.
—Pues no es lo normal, créeme. Tendrías que ver a mis ex. Lo normal es que las chicas sensatas a las que conozco no me quieran. Debería dejar de enamorarme. Por mi propio bien.
—Pues suerte —dice Minoo con ironía.
Le sale tan natural, y de repente tiene que apartar la vista.
Suerte.
Eso exactamente le dijo Rebecka aquel día de otoño en el parque. La misma palabra, el mismo tono de voz. En el momento en que Minoo acababa de decir que sería mejor que se desenamorara de Max.
—¡Eh! —dice Linnéa—. ¿Adónde te has ido?
—No, que me he puesto a pensar en Rebecka —dice Minoo.
Linnéa la mira con curiosidad.
—Qué pena no haber podido conocerla mejor. Y qué pena que no llegaras a conocer a Elias. Le habrías caído bien.
Este debe de ser el mayor cumplido que Linnéa le haya dicho a nadie.
—Lo conocí —dice Minoo—. Durante unos segundos. Cuando lo liberé de Max.
Linnéa asiente.
Minoo piensa en Elias de pequeño, cuando estaban en la misma clase en primaria. Los recuerdos que tiene de él son vagos. El pelo rubio como el lino y la mirada siempre alerta, que conservó toda la vida.
Linnéa apaga el cigarro y se pone de pie.
—Tengo que irme ya.
Dobla la manta que tenía echada por los hombros y se la da a Minoo.
—¿Estás segura de verdad de lo que siente Vanessa? —dice Minoo. Parece que le gustas bastante.
—Como amiga, sí. Y por si no te has dado cuenta, a ella le gustan bastante los tíos.
—Puede que ella no se haya dado cuenta todavía.
—En realidad no quiero tener esperanza —dice Linnéa—. Lo único que consigo es pasarlo peor.
Minoo asiente. Sabe exactamente a qué se refiere. Pero no está segura de que tenga razón sobre Vanessa.