15
Cuando Minoo y Anna-Karin llegan al instituto, van directas a la conserjería y llaman a la puerta.
Nadie abre. Está cerrada con llave. En realidad, no tiene nada de raro que Nicolaus se haya quedado hoy en casa, pero Minoo se preocupa. ¿Hicieron bien en dejarlo solo en el apartamento?
Anna-Karin tiene que haber pensado algo parecido, porque saca el móvil y llama.
—No contesta —dice guardando el teléfono.
—Seguro que no pasa nada. Será que necesita digerirlo todo.
Anna-Karin asiente. Se quedan un momento en silencio.
—¿Sigues teniendo una copia de la llave? —dice Anna-Karin.
—Sí. Si esta tarde tampoco contesta, vamos.
—Solo para comprobar que está bien.
—Exacto —dice Minoo.
A primera hora tienen química. Cuando Anna-Karin y Minoo suben la escalera, se encuentran con el grupo esperando fuera del aula, porque está cerrada con llave. Anna-Karin murmura algo sobre el baño y se va.
Minoo se quita la mochila y se apoya en la pared.
Mira de reojo a Viktor, que está solo leyendo un libro. No nota las miradas de adoración que le lanzan Hanna Hache y Hanna A. Y, por lo demás, no son solo ellas. Todas las chicas que cruzan el pasillo miran a Viktor anhelantes.
Que llegue un nuevo alumno de fuera al instituto de Engelsfors es algo excepcional de por sí. Que llegue un nuevo alumno de fuera como Viktor va en contra de todas las leyes de la naturaleza.
No pega. Es como si alguien hubiera plantado una orquídea exótica entre los abetales de la ciudad. Minoo lanza una mirada a Erik, Robin y Kevin, que vociferan un poco apartados, y se pregunta cuánto tiempo podrá sobrevivir la orquídea.
Vuelve a mirar a Viktor. Para su sorpresa, este sonríe y se le acerca.
—Quería pedirte perdón. El otro día me porté contigo y con tu amigo como un enterado, como poco. Podría echarle la culpa a que aparecisteis en un mal momento, pero… Creo que será mejor que no me justifique. Así que perdona, simplemente.
Minoo no sabe qué decir. Solo es capaz de pensar que ojalá no le haya visto los pies. Con un poco de suerte, se distraerá con los granos que le han salido en la cara.
—No importa.
—No quiero hablar mal de tu ciudad. Seguro que Engelsfors es estupenda. Pero fue una decisión repentina eso de mudarnos de Estocolmo y me parece que acababa de darme cuenta de…
Viktor trata de encontrar la palabra adecuada.
—… del cambio tan grande que supondrá para mí.
—Lo entiendo. O sea, habrás dejado allí a todos tus amigos. Y esto no es precisamente Estocolmo. No es que no me guste Estocolmo, al contrario —dice, y se da cuenta de que empieza a activársele la capacidad de hablar como una cotorra—. Yo siempre he querido vivir en Estocolmo. Tengo familia allí. Creo que también sería un cambio para mí, claro, pero en el buen sentido, no sé si me entiendes.
Minoo no sabe adónde mirar. Pone los ojos sobre un libro que Viktor lleva bajo el brazo. Es un ejemplar de bolsillo manoseado de uno de sus libros favoritos, La historia secreta, solo que en inglés.
—¿Te gusta ese libro? —le pregunta Minoo.
—No. Me encanta.
Hubo un tiempo en que Minoo llegó a creer que alguien con buen gusto literario era automáticamente una buena persona. Esa ilusión la echó por tierra Max, que resultó ser un psicópata al servicio de los demonios, a pesar de lo cuidada que era la selección de su biblioteca. Aun así, no puede evitar que Viktor le caiga un poco mejor.
—A mí también. Pero no lo he leído en inglés.
—Yo solo leo libros en el idioma original —dice Viktor y, por un momento, parece tan arrogante como el otro día en su casa—. La traducción no es más que un obstáculo entre tú y lo que el autor quiere transmitir.
—Ajá… —dice Minoo—. O sea, que lees mucho, ¿no?
Viktor está a punto de responder cuando un objeto llega volando y le da en la espalda. Un libro de química.
Viktor no se da la vuelta, sino que se acerca todavía más a Minoo.
—Ha sido uno de los tres neandertales, ¿verdad?
Minoo asiente y los mira. Kevin se ríe para sus adentros. Robin y Erik no parecen realmente interesados.
—Bienvenido a Engelsfors —le dice Minoo a Viktor.
Este suelta un suspiro. Recoge el libro, lo abre y lee el nombre de Kevin.
—Marica —dice Kevin disimulando el insulto con un golpe de tos.
Viktor cierra el libro y se gira.
—¿Quieres algo conmigo, Kevin? —dice sonriendo.
Las Hannas sueltan una risita. Viktor se acerca a Kevin y le da el libro.
—Oye, tú sabes que estamos en el segundo año de instituto, ¿no? Esto de tirar libros…
—Anda ya, capitalino de mierda, ¿quién te crees que eres? —gruñe Kevin, y se vuelve hacia Erik y Robin en busca de apoyo.
Pero ya se han alejado por el pasillo. De pronto, Kevin parece inseguro. A Minoo casi le da pena. Erik y Robin siempre han sido los cerebros del trío. Kevin solo era el torpe instrumento al que podían recurrir. Si no hubiera formado parte del grupo, probablemente lo habrían acosado.
Kevin mira a Minoo a los ojos.
—¿Qué coño miras tú, so puta?
La benevolencia de Minoo se evapora en un nanosegundo. Viktor mira a Kevin con aversión.
—¿Qué pasa? ¿Te has enfadado porque he insultado a tu novia o qué? —dice Kevin.
—¿Soy maricón o estoy con Minoo? ¿En qué quedamos?
Kevin se pasa la lengua por los dientes, atrapa la bolita de rapé y la escupe. El salivajo marrón le deja a Viktor un caracolillo pringoso en el pantalón de color claro.
Viktor ladea la cabeza mirando a Kevin. En ese momento aparece Inez, la profesora de química, con paso diligente, abre la puerta del aula y los deja entrar a todos.
Inez es una de las mejores profesoras del instituto de Engelsfors. Mide dos palmos, pero no hay quien le tosa. Empieza a repartir fotocopias con las instrucciones del experimento del día.
—Hoy vamos a trabajar con ácido, así que no os olvidéis de la regla, AC-AG. El ácido en el agua. Verted siempre el ácido en el agua y nunca al contrario.
Todos se ponen las batas y las gafas protectoras y sacan el instrumental. Minoo cae en el mismo equipo que Anna-Karin y Levan.
No acaba de echar mano del recipiente del ácido, cuando el griterío inunda el laboratorio.
Toda la clase se vuelve a mirar.
Hanna A y Hanna Hache están histéricas, pero hay un tercero en el grupo que grita aún más. Kevin.
—¡Le ha salpicado! —grita Hanna A-. ¡Le ha caído el ácido encima!
—¡Puta regla de mierda! —grita Kevin—. ¡Si lo he hecho bien!
—¡Es verdad! —grita Hanna A-. Yo lo he visto.
Hanna Hache no dice ni una palabra. No para de chillar.
Inez va corriendo hasta ellos, agarra a Kevin de la bata y tira de él hacia la ducha. Abre el grifo y en un segundo lo pone chorreando.
Minoo pasea la mirada por el caos que se ha formado en el aula. Todos están sobrecogidos.
No todos. Casi todos. Viktor se encuentra al fondo de la clase y sigue con el experimento tan tranquilo, como si nada hubiera pasado. Pero no puede ocultar una sonrisita.
—Dios, pobre Kevin —dice Felicia dejando la bandeja enfrente de Ida y al lado de Robin—. ¡Ha sido super, superterrible!
Ida pincha unos granos de maíz con el tenedor. Todo lo que dice y hace Felicia hoy le provoca escalofríos de irritación. Felicia se ha embadurnado los ojos con sombra y con eyeliner y, además, se ha puesto la camiseta que ella llama «superbonita».
—No creo que fuera para tanto. Solo le ha caído en la mano —dice Erik.
Le acaricia la rodilla a Ida por debajo de la mesa. Ella le deja.
—Aun así —insiste Felicia, y le quita a Julia una rebanada de pan de su bandeja—. Imagínate que tengan que amputarle la mano y ponerle una de esas horribles de plástico. Puede que sea de esos ácidos que siguen actuando. Hay algunos que funcionan así.
—Vaya, casi dan ganas de creer que te aprobaron la química —dice Ida, y los demás se ríen.
Felicia guarda silencio y empieza a romper la rebanada de pan en trozos pequeñitos que va metiéndose en la boca.
—De todos modos, es una suerte que Kevin tenga tan buenos amigos —dice al cabo de un rato y le sonríe a Robin.
—Se hace lo que se puede —dice él, devolviéndole la sonrisa.
—A veces casi me gustaría ser un tío —dice Julia—. Las chicas somos tan falsas unas con otras…
Ida está a punto de decir algo pero la boca se le seca como el papel de lija. Nota en los ojos la pulsión del dolor de cabeza. Siente el cosquilleo del olor a humo en la nariz.
Reconoce lo que trata de filtrársele dentro, apoderarse de ella. Y ahora puede ponerle nombre.
Matilda.
¡No, no, no! ¡Aquí no! ¡Ahora no!
Cierra los ojos con fuerza y pone en marcha todas sus defensas. Nota cómo la otra trata de entrar en su cuerpo pero, por una vez, consigue mantenerla a raya. Y, un segundo después, Matilda ya no está.
Y entonces, Ida toma conciencia del silencio que reina en la mesa.
Abre los ojos. Los demás la miran atónitos.
—¿Qué pasa, Ida? —pregunta Julia con un tono de voz que quiere ser amable, pero que revela más bien temor—. ¿Te duele algo?
—Solo un poco la cabeza —dice Ida, y le aparta a Erik la mano de la rodilla.
Linnéa se abre paso entre un grupo de alumnos de primero que están fumando junto a la verja del instituto. Qué pequeños son. Por otro lado, se sorprende de lo pequeña que parece ella misma cuando se mira al espejo. Por dentro se siente supervieja.
Hoy el aire es algo más fresco. No lo suficiente como para ser llevadero, pero sí un poco menos insufrible. Camina en dirección al centro, pasa el quiosco de Leffe; allí está él en persona, fumando en pipa en una silla blanca de plástico.
Linnéa va haciendo zigzag por la sombra de los edificios para evitar el sol.
Enciende el último cigarro del paquete y fuma despacio. Al llegar al lateral de Citygallerian se detiene.
El banco en el que se suele sentar su padre algunas veces está vacío. Nadie a la vista. Solo dos cornejas peleándose por un bollo de perrito caliente.
Entra en Citygallerian y lo busca en Sture Co. Allí no está. De camino, pasa por Kristallgrottan. En la puerta de la tienda hay un letrero que dice que está cerrado por inventario, pero percibe el aroma sofocante del incienso proveniente del interior.
El sol la deslumbra cuando sale otra vez a la calle.
Va detrás de tres madres que empujan sendos carritos de niño y ocupan toda la acera. Tiene que apretar el paso y rodearlas para poder dejarlas atrás, y nota cómo se quedan mirando descaradamente el pelo, el maquillaje, la ropa, los zapatos. Toda su persona. Seguramente, su peor pesadilla será que las niñas de sus ojos sean como ella cuando crezcan.
En otro momento se habría dado la vuelta y les habría plantado cara, pero hoy no. Hoy ha ido a buscarlo.
Ayer, después de que Olivia le hablara de su padre, Linnéa hizo la misma ronda. Citygallerian, el Systemet[1], Storvallsparken. El triángulo de las Bermudas de los borrachos de Engelsfors.
Si lo ve por aquí sabrá que Olivia estaba equivocada. Casi es lo que le gustaría.
Lo ha visto «dejarlo» muchas veces. Se ha permitido abrigar esperanzas, solo para ver cómo rompía todas las promesas otra vez. Cuando todo se fue al garete en octavo y la obligaron a irse a un centro juvenil de acogida, decidió no volver a confiar en él nunca más. No volver a creerlo nunca más cuando dijera que esa vez era la definitiva.
Desde que consiguió que los servicios sociales le asignaran un apartamento, se ha forjado su propia vida sin él. Lo último que quiere es que llame a la puerta con un regalo envuelto torpemente y promesas que no puede cumplir. Pero si lo hace, al menos quiere estar preparada.
Le da la última calada al cigarro y tira la colilla. Se detiene a la altura del Café Monique, que está cerrado a cal y canto.
En la puerta del Systemet está sentado Påsen torrándose al sol. De vez en cuando otea la puerta del establecimiento. Lleva unas gafas de cristales marrones y Linnéa no está segura de si la ha visto. Claro que en ese caso la habría llamado a voces. Le habría gritado que la chiquilla de Björn tenía que ir a saludarlo, y si no lo hacía, que vaya estirada de mierda se había vuelto.
Linnéa se asoma cautelosa al cerebro roto de Påsen. Lo nota impaciente. Está esperando a alguien, pero no ve a quién, entre esos pensamientos atormentados por la abstinencia.
Linnéa se queda allí hasta que se abre la puerta del Systemet y aparece la figura encorvada de Doris. Va empujando el andador y las bolsas que lleva en la cesta tintinean mientras camina. Påsen levanta el pulgar y piensa ansioso en la botella de aguardiente que sabe que le ha comprado.
Linnéa continúa. Pasa el Rincón de Ingrid, una tienda de segunda mano donde trabaja a veces a cambio de telas y ropa vieja para reciclar. Dado que Ingrid tiene muy pocos clientes, Linnéa se queda con bastantes cosas. La última vez se llevó un retal enorme de tul negro, y tiene clarísimo lo que se va a hacer con él.
Mira la biblioteca recién clausurada. Las puertas están abiertas de par en par. En el interior hay tres hombres con mono azul. Tratan de hacerse oír por encima del taladro. Las ventanas están tapadas con cartones.
Se acerca al Storvallsparken. Aunque está lejos, ve dos figuras en uno de los bancos del parque. Uno tiene una radio en la mano y sube y baja el volumen continuamente. De los altavoces sale un parte meteorológico interminable sobre a cuántos metros por segundo sopla el viento en Skagerack.
—¡Apágalo, coño! —brama el otro con voz pastosa, y a Linnéa le da un vuelco el corazón, pero luego ve la cara abotargada y las manos violáceas que agarran la radio y la estampan contra el suelo, y adiós parte meteorológico. El dueño de la radio ruge de ira.
Ninguno de ellos es Björn Wallin.