CAPÍTULO 20
QUE se atreviera a mirar la cara de Sutherland con lo enfadado que estaba, la sorprendió incluso a sí misma. Lo había abandonado. Le aflojó un poco las cuerdas y se fue de su lado.
—Nicole, no te atrevas —le ordenó él amenazándola.
Ella le explicó que tenía responsabilidades para con su tripulación, aunque deseaba quedarse con él todo el tiempo que pudiera. Le dijo que, si pudiera pensar sólo en ella, se quedaría, pero que aun así no se fiaba completamente de él.
Al ver la reacción de Sutherland, al que le costaba mucho disimular que estaba furioso, se asustó.
—¿Adonde irás? —preguntó enfadado—. ¿Quién va a cuidar de ti?
¿Cuidar de ella? Aquella pregunta hizo que se sintiera lo bastante insultada como para aguantar el tipo.
—Gracias a tu dinero, podré hacerlo yo sola. Además, tengo amigos en el puerto y seguro que encontraré un lugar donde dormir. No me busques. No me encontrarás, y creo que es lo mejor... ¿Qué puede salir de todo esto?
Ese último comentario lo puso aún más furioso. La miró a los ojos.
—¿Que qué puede salir de todo esto? Maldita sea, Nicole, lo que ocurre entre tú y yo no sucede a menudo. Si te vas por eso, porque no crees que podamos llegar a nada, es que estás ciega.
Ella le respondió emocionada.
—No es por eso. A pesar de que sé que está mal, yo quiero... estar contigo otra vez. Y estoy convencida de que pasar los próximos días en la cama contigo sería como estar en el paraíso.
Al oír esas palabras, Derek se tranquilizó un poco y ella aprovechó para correr hacia la puerta.
Los dos días siguientes fueron tan tristes como mágica había sido la noche que había pasado con él. Seguía temiendo que Sutherland, o algún miembro de su tripulación, la encontrara. Y como tenía que esconderse, se vio obligada a moverse por los peores barrios del puerto. Hacía demasiado calor para ponerse el abrigo, así que no tuvo más remedio que ir sin él. Nicole no quería parecer paranoica, pero tenía la sensación de que todos los hombres la miraban. Y, como una tonta, se preguntó si sabrían lo que había hecho. ¿Se le notaría en la cara?
A pesar de todo eso, había aprovechado el tiempo al máximo. Encontró a un capitán dispuesto a entregar su dinero en Ciudad del Cabo. El hombre podía llevarlo al contacto que ella tenía en aquella ciudad y, si todo salía tal como esperaba, saldar cualquier deuda que hubiera pendiente. También escribió un montón de cartas; a su padre, a María, incluso a su abuela, y las mandó por distintos canales.
Nicole se sentó en la parte de atrás de un carro abandonado para comerse una manzana que acababa de comprar y pensar un rato. Había llegado a un punto en el que no sabía si podía mantenerse alejada de Sutherland por más tiempo. Se acordó de la noche en que lo abandonó, en todo lo que habían hecho... en lo que ella le había hecho... Y quería más.
Pero aquello no era justo para él ni para ella. El no tenía cabida en su futuro. Lo suyo tendría que acabar justo después de empezar, y Nicole no sabía si sería capaz de alejarse de él por segunda vez.
Si de verdad habían soltado a su tripulación una semana después de que ellos partieran, Chancey llegaría allí pronto. Y el viejo lobo de mar no la dejaría opinar sobre el asunto. Cuando se dio cuenta de que su futuro no dependería de ella, ni de su falta de fuerza de voluntad, sino del enfadado irlandés que pronto aparecería, Nicole se dio por vencida. Antes de que la obligaran a separarse de Sutherland, tenía que aprovechar cada segundo que le quedaba... si él la perdonaba.
Decidida, tiró el corazón de la manzana al agua y enfiló el largo camino de regreso al Southern Cross. Nicole iba tan absorta en sus pensamientos que apenas se dio cuenta de que el sol se estaba poniendo, o que las tiendas del puerto iban cerrando a su alrededor. Una imagen de cuando tenía catorce años se repetía una y otra vez en su mente.
Era uno de esos días en que navegaban cerca del ecuador, cuando el cielo se mezcla con el mar y todo se convierte en una gran masa azul. Tranquilo y aburrido, así que ella y uno de los grumetes del barco decidieron escalar una de las cuerdas del mástil y se balancearon luego con ella por encima del mar. Antes de que su padre pudiera impedirlo, ambos saltaron desde las alturas al agua. Cuando pensaba en Sutherland, sentía esa misma sensación en el estómago, como si el cielo y el mar se juntaran dentro de ella y no supiera si estaba del derecho o del revés. Bueno, por eso lo llamaban enamorarse, ¿no?
Oh, Dios, ella no podía permitirse amar al capitán Sutherland. Intentó serenarse. Si lograba que él la perdonara después del modo en que lo había abandonado, tendría que esforzarse en mantener las distancias. A pesar de que se veía incapaz de resistirse a él en el plano físico, tendría que encontrar el modo de no entregarle su corazón. Más de lo que ya lo había hecho. Nicole había prometido que se casaría tan pronto como regresara a Inglaterra, y sabía que su abuela jamás le permitiría hacerlo con un seductor como Sutherland. Por no mencionar que su padre lo odiaba.
Era casi medianoche cuando llegó al Southern Cross.
—Gracias a Dios que ha regresado —dijo uno de los tres grumetes al verla subir a bordo. Todos parecían alegrarse mucho de verla.
—¿Me habéis echado de menos, muchachos? —preguntó ella enarcando las cejas.
—Mucho. El capitán no para de gritarnos.
—Es por usted —dijo otro, mirándola serio. Al ver que los demás asentían con la cabeza, Nicole tuvo que sonreír.
—El capitán ha estado muy preocupado por usted, señorita Lassiter. Apenas ha comido nada. Y desde que se fue, sólo ha dormido un par de horas. Vaya a verlo, vaya. —Le cedió paso—. Ya conoce el camino.
Nicole entró a oscuras en el camarote. Sutherland estaba tumbado en la cama, dándole la espalda, y parecía dormido. La idea de deslizarse junto a él la hizo desnudarse a toda velocidad. Debería buscar una camisa para dormir pero no quería despertarlo. No, lo que quería era sentir su piel junto a la suya. Despacio, se tumbó en la cama y se le acercó.
Justo cuando iba a apoyar la cabeza en la almohada, Sutherland dijo:
—No sabía si ibas a volver.
Nicole, insegura, colocó una mano en el brazo de él. Tenía todo el cuerpo en tensión.
—No sabía si querías que volviera.
No se relajó ni un ápice. ¿Cuan furioso estaba?
—Te he estado buscando... Me preocupaba que estuvieras allí fuera sola.
—¿Sólo por eso? —Le acarició la espalda con los dedos.
A él se le contrajeron los músculos y se le cortó la respiración.
—No. Porque quería que estuvieras aquí. —Se dio la vuelta para mirarla—. Conmigo.
—Me quedaré todo el tiempo que pueda —dijo ella sincera, y él pareció aceptarlo.
Sutherland se sentó y, despacio, deslizó la sábana hacia abajo dejando al descubierto los pechos que ya tenía excitados. Nicole intentó besarle pero él la tumbó y empezó a acariciarla.
Le levantó un brazo por encima de la cabeza, luego el otro, rozando con sus labios la parte interior y siguiendo luego por los pechos hasta llegar a su cintura. Sonrió cuando ella se estremeció. A continuación, le besó el cuello, la mordió con suavidad y, con la lengua, siguió el mismo recorrido. Todo lo que la hacía sentir con aquellos labios le daba ganas de gritar.
Sutherland la tenía hechizada, su boca y sus dientes se acercaron primero a un pecho y luego al otro. Era tan placentero, que no se dio cuenta de que él le había atado las muñecas con un trozo de tela.
Cuando sintió el nudo, luchó por soltarse.
Derek se limitó a sonreír.
—Creo que tenemos que equilibrar las cosas —le dijo serio y moviéndose encima de ella como un depredador. Apretó el nudo y la ató a la cabecera.
—Ahora, te haré el amor. —Volvió a acariciarla. Tenía las manos duras, calientes—. A mi manera.
Nicole no sabía qué pretendía. ¿Qué iba a hacerle? Se asustó, e intentó soltarse a la vez que luchaba para que él no le acariciara los pechos.
Sutherland siguió haciéndolo deslizando además la mano por su torso. Cambió de postura y descansó su erección en uno de sus muslos mientras con sus expertas caricias iba calmándola. Con una mano, le separó un poco las piernas e introdujo dos dedos de la otra dentro de ella.
Nicole casi pierde el sentido. Estaba tocando su interior, haciendo que se humedeciera todavía más. Hasta que el muy cruel se detuvo.
Sutherland llevó las manos hacia sus pechos para sujetarla, y luego ese lugar lo ocuparon sus labios. Ella levantó las caderas en busca de los dedos que la estaban acariciando pero él la ignoró. Había estado tan cerca, y ahora no podía dejar de temblar, estaba incluso dispuesta a suplicarle que continuara. Ella le había hecho lo mismo. Ahora lo entendía. Él no iba a tener piedad.
—Sutherland, por favor... —susurró.
—Di mi nombre —dijo él en voz baja, emocionado—... quiero que me llames por mi nombre.
—¡Derek!, por favor...
Por fin, él se colocó entre sus piernas, pero en vez de penetrarla como había hecho aquella noche, la sujetó por las caderas, separándola con sus fuertes dedos, y la levantó un poco a la vez que se agachaba para alcanzarla con... los labios.
—Hace meses que quiero saborearte... —confesó. Estaba tan cerca que Nicole podía sentir el calor que desprendía su boca. Y entonces la besó en aquel lugar tan necesitado de él y la apretó contra la cama colocándola justo donde su ansiosa lengua podía hacer lo que tanto anhelaba.
¡Aquello tenía que ser malo! Nicole luchó para apartarse, pero él la sujetó con más fuerza y luego levantó la cabeza.
—No vas a negarme esto. Nunca debes negarme esto. —Rodeó cada uno de los muslos de Nicole con uno de sus brazos y la acercó a su boca. La tenía prisionera, y así, empezó a recorrerla con la lengua, arriba y abajo, dentro, fuera, y luego... rodeó aquel punto tan sensible y empezó a besarlo con fervor. Nicole iba a desmayarse...
—No, Derek, no. Así no... —Nicole se derritió, se fundió bajo los labios de Derek. Él no se apartó ni un segundo, pero levantó una mano para poder tocarle un pecho y luego la otra hizo lo mismo.
Sin previo aviso, Nicole enloqueció por completo y, presa de aquel ardiente abandono, empujó las caderas en busca de los ardientes labios de Derek, de aquella increíble lengua que se movía en su interior. Él era implacable y se apoderaba de cada chispa de placer que la recorría. Primero la inundó una ola, y luego, increíble, otra. Con cada caricia de la lengua de Derek, la chica se estremecía por completo.
Mareada, se quedó allí, quieta, hasta que por fin pudo abrir los ojos. Derek tenía la respiración entrecortada y por cómo la miraba, Nicole supo que a él le había gustado tanto como a ella.
Sin darle tiempo a que se recuperara, ni a entender lo que había pasado, se colocó entre sus piernas y la penetró con un solo movimiento. Nicole gimió feliz. No sabía que pudiese volverse a sentir así tan pronto, pero Derek sí sabía lo que ella quería, lo que necesitaba.
—Derek. ¡Sí! —Su cuerpo empezó a tensarse de nuevo y aquellas sensaciones volvieron a crecer en su interior a un ritmo tan frenético que creía que iba a estallar. Con la siguiente embestida de Derek lo hizo. Él silenció los gemidos besándola como nunca.
Antes de que pudiera dejar de temblar, él levantó las manos y la desató. Luego, se apartó de ella y la cogió por las caderas hasta ponerla de rodillas delante de él. Hizo que se apoyara en las manos y le separó un poco más las piernas. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué...?
Derek le separó su más íntima feminidad con los dedos dejándola al descubierto. «¡No!» Aquello no estaba bien. Nicole nunca se había sentido tan expuesta. Pero un anhelo oscuro la había poseído. Quería ser vulnerable, quería que él estuviera al mando.
Y entonces Derek la besó allí. Estaba perdida... Empezó a arquearse, a gemir, a mover la espalda a la vez que separaba aún más las rodillas. El colocó una mano debajo de ella, entre sus pechos, y se la deslizó por el cuerpo hasta llegar al lugar que habían conquistado antes sus labios, donde empezó a acariciarla con el pulgar. Derek era peligroso. Y hacía que ella también lo fuera... y aquello ya no tenía vuelta atrás. Justo cuando Nicole creía que no iba a poder aguantar más, él la poseyó con toda su plenitud.
—Estás húmeda. Tan prieta... —gimió. Le sujetaba las caderas con las manos intentando mantenerla quieta. Nicole arqueó la espalda y él le acarició el trasero.
—Sí, Nicole..., acércate. Acércate a mí.
Sus palabras la hicieron gemir. Derek le cogió el pelo y la levantó hacia su pecho si dejar de moverse dentro de ella. Así sus manos podían recorrer toda la parte delantera del cuerpo de Nicole, y al acariciarle los pechos la hizo gemir.
—Derek, por favor. Por favor... —suplicó ella, sin saber lo que estaba pidiendo.
Con cada una de sus embestidas, sus pechos oscilaban, y él los rodeó con las manos para poder abrazarla aún más estrechamente. Se acercó a su oído y le susurró:
—Eres mía. ¡Mía!
Deslizó una mano, y dos de sus dedos apresaron aquel punto que le hacía perder el control. Los movió decidido, arriba y abajo, despacio y... rápido, mientras seguía moviéndose detrás de ella.
—¡Derek! ¡Ahora!... Voy a... —El cuerpo de ella lo atrapó por completo, y el orgasmo fue tan explosivo que se derrumbó delante de él ahogando los gritos con la almohada. Derek siguió moviéndose sin piedad haciendo que aquel enorme placer rozara casi los límites del dolor con cada uno de sus estremecimientos. Con un gemido brutal, Derek se movió una vez más y estalló a su vez, llenándola de calor.
Entre los dos se instaló una tácita tregua, y no mencionaron lo sucedido la noche en que Nicole lo abandonó ni lo que ocurrió después. Ella estaba convencida de que él, tras lo de esa noche, creía que ahora estaban en paz.
Derek le hizo el amor sin cesar. De hecho, no salieron de su camarote durante cuatro días, en los que él le enseñó los diferentes modos en que podían darse placer el uno al otro.
Al final, Derek tuvo que abandonar el barco para hacerse cargo de la organización del viaje de regreso, pero cuando volvió a bordo, la miró como si hiciera días que no la viera. Cada vez que él salía, Nicole pintaba en las telas que él le había comprado con tanto cariño y se dedicaba a perfeccionar el mural que había hecho en su camarote.
Pero a pesar de todo, a Nicole no le gustaba estar encerrada, y su nerviosismo iba en aumento. En especial, cada vez que él se ausentaba. Justo cuando iba a quejarse, Derek dijo:
—Esta noche vamos a salir.
La chica se detuvo, y la incertidumbre se reflejó en su rostro.
—No creo que sea buena idea —comentó ella recordando el modo en que la habían mirado los hombres durante los días que había estado por los muelles.
—¿Por qué no? Me doy cuenta de que no te gusta estar aquí encerrada.
Nicole supo que su sorpresa fue obvia. Creía que él no se había dado cuenta.
—Toda mi ropa estaba en el Bella Nicola —dijo frunciendo el cejo.
Derek sonrió.
—Deja que yo me encargue de eso —contestó mirándola con detenimiento. Le colocó las manos en la cintura y, con voz grave, añadió—: Regresaré a las ocho.
Esa misma tarde, al barco llegaron dos paquetes. Nicole, nerviosa, abrió el primero, y se quedó petrificada. Dentro había tres de los vestidos más preciosos que había visto nunca. Derek los había escogido en colores oscuros y corte clásico; los mismos que ella habría comprado. Sacó uno de una seda azul como el mar y lo colgó para llevarlo esa misma noche. Sabía que le iría bien sólo con mirarlo.
En la segunda caja había una pastilla de jabón de su esencia preferida, zapatos a conjunto y todos los complementos necesarios para los tres vestidos. Nicole se bañó sin dejar de pensar en los regalos y le sorprendió que Sutherland, Derek, se corrigió a sí misma, que Derek se hubiera acordado de que le gustaba el aceite de almendra.
Después del baño, se peinó hasta que se le secó el pelo y luego se lo recogió en un elaborado moño dejando unos mechones sueltos alrededor de su cara. Antes de vestirse, se detuvo frente al espejo y se quedó embobada con su reflejo. Estaba más rellenita. Tenía incluso más pecho. Y, feliz, se dio cuenta que su antes plano trasero, algo que nunca antes le había preocupado, era ahora más curvado.
Le gustó ver que esas partes que normalmente solía ignorar, estaban empezando a adquirir más importancia. Ahora, pensó dándose la vuelta, quería presumir de figura. Quería que Suther..., Derek, la mimara cada noche. Después de vestirse, volvió a mirarse por última vez y se dio cuenta de que caminaba tal como le habían enseñado a hacerlo durante meses, y sin éxito por aquel entonces, en el colegio para señoritas.
Cuando Derek apareció para salir con ella a cenar, su primera reacción fue tragar saliva. A Nicole le entró el pánico. Se había pasado años sintiéndose poco atractiva y ese gesto la hizo dudar de su recién adquirida confianza en sí misma. A pesar de que él la hacía sentir hermosa, aún podía recordar otras épocas en las que no se había sentido así en absoluto.
Él permaneció en silencio unos segundos hasta que se agachó y, con voz ronca, le susurró al oído:
—Estás preciosa, Nicole.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y sonrió para intentar ocultarlas.
Derek le respondió también con una sonrisa:
—Amor, cuando sonríes aún lo estás más.
Que él la halagara tanto la incomodaba, así que apartó la mirada. Los marineros que había allí cerca volvieron a concentrarse en sus tareas con una sonrisa en los labios. Avergonzada, Nicole cambió de tema.
—Conozco un lugar donde podríamos cenar, si quieres.
Luego, al sentir la suave brisa de la marea, sugirió que pasearan un rato.
Derek sonrió y le hizo una pequeña reverencia.
—Yo te sigo, cariño. A veces me olvido de que ya conoces esta ciudad.
Nicole sonrió y juntos descendieron por la pasarela. Habían dado ya unos pasos cuando se dio cuenta de que Derek se había parado. Permanecía quieto, observándola.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —preguntó ella, nerviosa, mirándose la falda.
Él sonrió.
—Acabo de darme cuenta de que es la primera vez que te veo caminar en tierra firme durante tanto rato.
Ella frunció el cejo y luego, al ver la cara de pícaro de Derek, sus labios esbozaron una sonrisa.
—Me gusta cómo caminas, Nicole —añadió él en voz baja.
Esa noche, ella lo pasó estupendamente bien. Derek era atento y cariñoso y tenía un sofisticado sentido del humor que la conquistó por completo. Le contó un montón de aventuras y Nicole supo que resistirse ya no tenía sentido. Cuanto antes se separara de él, mejor.
Para distraerse, pensó en otro de los temas que la preocupaban. Hacía días que ningún otro barco de los que habían participado en la regata llegaba a puerto. Después de lo que le había pasado al Bella Nicola y al Southern Cross, Nicole suponía que los otros navíos también habrían sufrido sabotajes, pero Derek no había conseguido averiguar nada sobre Tallywood.
Nicole supuso que Derek, consciente de que ella estaba preocupada, había planeado aquella salida para hacerla feliz. La llevó a ver una obra de teatro, de la que era incapaz de recordar nada porque él se había pasado todo el rato sujetándole la mano y acariciando despacio cada uno de sus dedos. Él ni siquiera había intentado disimular el anhelo que sentía.
Nicole suponía que a él le hubiera gustado pasar aquella noche, igual que las anteriores, en la cama con ella, y a ella no le hubiera importado, pero ver cómo se comportaba teniéndola a su lado delante del resto del mundo también era interesante. Derek estaba convencido de que ella le pertenecía.
En una ocasión, esa misma noche, se puso tan celoso que ella creyó que iba a llevarla de vuelta al barco.
Más tarde, cuando ya iban de regreso, Nicole lo riñó.
—¡No tenías por qué mirar así a aquel viejo!
Derek enarcó una ceja y se rió:
—No era mucho mayor que yo. Y a pesar de que ha visto que estabas conmigo, no dejaba de mirar tus jóvenes pechos.
Nicole se sonrojó, aún no se había acostumbrado a que él hablara con tanta franqueza fuera de la cama.
—Era inofensivo.
—Eso lo dices tú porque no sabes cómo piensan los hombres, pero yo sí lo sé. En serio, no tienes ni idea; si lo supieras, echarías a correr... —Derek se detuvo—. Nicole, ¿qué pasa? ¿Estás pálida como una pared?
Ella se había quedado petrificada y le costaba respirar. Se obligó a seguir caminando porque, detrás de ellos, a menos de cinco metros, se oía la voz que resonaba en sus pesadillas:
—Vas a conseguir que nos maten por esto, espera y verás —dijo Pretty.
A lo que Clive respondió:
—Que te den, Pretty, el capitán no puede mantenernos encerrados durante todo el tiempo que estemos aquí.
La sangre se le heló en las venas.
—Amor, ¿qué pasa?
Andaba demasiado despacio. Aquellos dos iban a alcanzarlos. Sin pensar, se dio media vuelta y cogió a Derek por la solapa para besarlo.
—Bueno, esto sí que me gusta —murmuró él.
—Silencio. Mantenme en esta posición —susurró ella junto a sus labios.
—Supongo que has visto a alguien a quien no te apetece encontrarte —dijo él divertido.
Cuando estuvo segura de que aquellos dos tipos estaban lo bastante lejos, se apartó de Derek.
—Esos dos que van por allí delante, el alto y el asqueroso. Son... son los que me atacaron en Londres.
Nicole vio cómo la sed de venganza se apoderaba del cuerpo su amado.
—No sé qué están haciendo aquí —dijo temblorosa—, pero deberíamos seguirlos para averiguarlo...
—¡Tú quédate aquí! —le ordenó él antes de correr furioso hacia ellos.
Nicole se arremangó las faldas y lo siguió. Consiguió llegar a tiempo de ver cómo Clive se derrumbaba con la nariz rota tras recibir un puñetazo de Derek. Cuando Pretty intentó escapar, Derek se abalanzó sobre él y otro de sus ansiosos puños dio en el blanco.
—Han... han dicho algo sobre un capitán —tartamudeó Nicole.
Derek miró primero al apenas consciente Clive y luego al tembloroso Pretty.
—Bien, ¿cuál de los dos está dispuesto a decirme quién es vuestro capitán?
La inspección del barco de Tallywood duró menos de una hora. Tan pronto como Derek descubrió quién era el misterioso capitán llamó a los oficiales, que aparecieron en seguida. Después de escuchar la historia de Nicole sobre cómo su padre sospechaba de Tallywood, las autoridades australianas pidieron una orden de registro para el Desirade. La noticia corrió como la pólvora entre los vecinos del puerto y multitud de marinos empezaron a rodear el barco. Derek se abrió paso y consiguió subir a bordo y, como no tenía intención de separarse de Nicole, ella subió con él.
—¡Esto es una injusticia! —gritó Tallywood pálido y temblando a causa de la rabia que sentía mientras lo sujetaban los oficiales australianos—. Lograré que os echen del cuerpo por esto —les escupió a los hombres que lo llevaban preso—. ¡Soy conde! ¡Y vosotros no sois más que unos pobres diablos!
Los dos oficiales eran dos hombres muy fornidos que lo zarandeaban cada vez que decía una tontería como aquélla.
Tras encerrar a Tallywood, un oficial descubrió en el registro un montón de documentación y planos detallados de todos los barcos que participaban en la regata.
Cuando Nicole los vio se abalanzó sobre ellos arrastrando a Derek tras él.
—¿Aparecen ahí nuestros barcos? —le preguntó al comisario— ¿Los saboteó él?
—¿El Southern Cross?
Derek asintió.
—Envenenó el agua antes de que la subieran a bordo. —Se dirigió a Nicole—. ¿El Bella Nicola? —Viendo lo ansiosa que estaba, dijo con tristeza—: Sí, señorita. Le aflojaron el timón y dañaron el pilar de su mástil.
Nicole sintió cómo le temblaba el labio inferior. No quería parecer débil delante de aquellos hombres, pero tenía que saber por qué. Se dio media vuelta para mirar a Derek y entonces vio a Tallywood y, antes de que Derek pudiera detenerla, se acercó al lugar donde lo retenían.
—¿Por qué lo hiciste?
El tipo la ignoró, y ella creyó que no iba a responderle. Pero tan pronto como apartó la mirada, el muy cobarde habló:
—Todos os reíais de mí —dijo, en una voz tan baja que apenas se lo oía—. Marinos de baja estofa, las putas de los muelles, todos os reíais de mí. Pero al final os he vencido —prosiguió ya más envalentonado—. He ganado la mayor regata del siglo... —concluyó, presumiendo de su hazaña.
Nicole se moría de ganas de interrumpirlo, de decirle lo que pensaba, pero no creía que se pudiera discutir con un hombre como aquél, tan pagado de sí mismo que no podía ni imaginarse que al resto del mundo le diera completamente igual lo que él pudiera hacer o dejar de hacer.
Uno de los dos oficiales que sujetaban a Tallywood le indicó:
—Señorita, si quiere, puede darle un pequeño recuerdo para que no se olvide de usted.
—Deténganla ahora mismo —dijo Tallywood asustado—. Tú no eres nadie. ¿Sabes que te pasará si golpeas a un miembro de la nobleza?
El otro oficial se agachó y, guiñándole un ojo, le advirtió:
—No se haga daño en las manos, inglesita.
Era inútil intentar decirle con palabras que, aunque hubiese ganado la regata, había perdido todo lo demás, así que Nicole optó por levantarse la falda y darle un puntapié entre las piernas.
Con una gran ceremonia, el alcalde de Sydney entregó el premio de la Gran Regata a Derek. Cuando hubo finalizado todo, él y Nicole pasearon de regreso al Southern Cross como si nada de todo aquello tuviera que ver con ellos. Él la cogió de la mano todo el rato.
—Tú... tú... —dijo él inseguro—... podrías haber ganado. —A pesar de que lo dijo sin mirarla, Nicole asintió con la cabeza— Tu barco era inalcanzable —prosiguió él entonces mirándola—. Era como arcilla en tus manos y las de ese irlandés. Deberíais haber sido tú y tu tripulación los homenajeados aquí en Sydney.
—Eso no lo sabremos nunca —contestó ella, pero sabía que Derek decía la verdad.
—Hasta hoy no me había dado cuenta de lo duro que tiene que ser todo esto para ti.
Antes de que Nicole pudiera negarlo, Derek continuó:
—Si te sirve de algo, quiero que sepas que yo... que yo siento algo por ti. Algo tan fuerte que el viento es como una brisa a su lado. —Iba a decir algo más, pero se quedó callado y siguió caminando.
Cuando entraron en su camarote, Derek se acercó a ella y la rodeó con los brazos con fuerza hasta lograr que la cabeza de Nicole descansara justo encima de su corazón. La chica no pudo evitar abrazarlo con la misma intensidad.
—Lo siento —susurró junto a su pelo.
Nicole lloró abrazada a él, le empapó la camisa con sus lágrimas y sintió vergüenza por el ruido de su llanto, que quedaba amortiguado contra su torso, hasta que él le hizo una promesa con tanta intensidad que ella se la creyó a pies juntillas.
—Nadie volverá a hacerte daño jamás.