CAPÍTULO 5
DEREK cruzó el umbral del Sirena, y, al igual que había hecho miles de veces en lugares similares, pasó entre la multitud hasta llegar a la barra.
La camarera no tuvo necesidad de preguntar qué quería que le sirvieran.
—¿Cómo está, jefe? —dijo, guiñándole el ojo y acercándose una jarra de whisky.
A Derek le dolió ver que aquella mujer no sólo lo conocía, y que ni siquiera tenía que preguntarle lo que bebía a pesar de que él era incapaz de recordar haberla visto antes, sino que también diera por hecho que había ido allí a emborracharse. Diablos, ¿por qué estaba tan convencida de ello?
Levantó la vista y estudió el local. En los últimos cuatro años, siempre que no estaba navegando solía acabar los días en un tugurio de mala muerte como aquél, lamentándose de su destino.
Se dio la vuelta y le dio unas monedas a la camarera. Cogió la asquerosa botella y la jarra y se escabulló entre la clientela. Como de costumbre, se sentó a una mesa de la esquina para poder vigilar la puerta, y empezó a beber. Volvió a pensar en su prostituta.
Al despertarse esa mañana supo que algo no iba bien. Tenía resaca, era de día y estaba solo en su cama. Como siempre. Pero entonces los recuerdos de la noche anterior empezaron a desfilar por su nublada mente.
Aquella chica había dormido con él la noche entera. Estaba seguro. Se despertó oliendo su dulce aroma y aún podía ver la marca que su cabeza había dejado en la almohada. Pero ella no estaba. Se dijo a sí mismo que debería sentirse aliviado, que así le había ahorrado la molestia de echarla de su lado.
Gran parte de su tripulación estaba en cubierta cuando ella salió y vieron cómo se la llevaban de allí unos hombres. Le dijeron que creían haber reconocido a los hombres de Lassiter entre ellos. Mandar a unos cuantos de sus marineros a buscarla era demasiado. Además, ella no debería haberse ido sin decirle adiós. Aunque él fuera un especialista en ese tipo de despedidas, eso no significaba que fuera algo que estuviera bien.
Y aún no se había acostado con ella, ni tampoco sabía quiénes eran aquellos tipos que la perseguían. Derek estaba convencido de que ella le había mentido, y eso lo enfurecía aún más. Así que decidió dejar de pensar en ello hasta que volviera a encontrarla. Pero tenía que saber quién quería hacerle daño.
Y qué tipo de relación tenía esa chica con Lassiter.
Lo peor de todo era que no sabía cómo encontrarla. Esperaba que esa noche regresara a la taberna.
Derek miró la jarra que sujetaba entre los dedos y sacudió la cabeza. No podía quitarse de la mente un pequeño detalle que lo molestaba mucho más que el resto. Ya despierto, Derek vio que ella había corregido sus cálculos de navegación. Y que tenía razón.
Atónito miró aquellos números tan femeninos y se avergonzó de haber utilizado aquel tono tan condescendiente con ella la noche anterior. ¿Cómo diablos había aprendido a navegar? Las técnicas de navegación eran un secreto codiciado que muchos marinos anhelaban aprender y que los capitanes de navío guardaban como el más preciado de los tesoros. Si la tripulación no dependía de su capitán para guiar el barco, lo más probable era que se amotinaran y se libraran de él. Esos conocimientos tan exclusivos significaban poder, y él nunca había conocido a una mujer que los poseyera.
Siguió pensando en ello y se sirvió otra generosa jarra. Esperaría allí hasta que regresara. Era lo mejor que se le había ocurrido.
Cuando la botella se convirtió en dos, las caras de la gente se fueron disipando hasta transformarse en una masa informe.
Las esperanzas que Grant Sutherland tenía de que su hermano no estuviera entre la clientela del Sirena se desvanecieron cuando descubrió a Derek sentado en un rincón. Este lo vio al instante y se enfadó. Grant esquivó a los borrachos y a las putas y, a pesar de la mala cara de su hermano, se acercó.
—Esperaba no encontrarte aquí.
—Lo mismo digo.
Grant esbozó una sonrisa sardónica.
—No iba a venir, pero ha pasado algo.
—Ocúpate tú. —Derek siguió bebiendo sin mirarlo—. Siempre lo haces.
—Esta vez no. No es asunto mío.
Entonces Derek lo miró sin ocultar su sorpresa.
—También es asunto tuyo. La mitad de Peregrine es tuya...
—Lydia te está buscando.
Derek dejó la jarra. Maldita fuera, Grant quería habérselo dicho bebiendo un café y no en un burdel.
—¿Qué quiere?
—Ella... —En ese instante un hombre de la mesa de al lado saltó por los aires. Un montón de licor se derramó por todos lados y Grant lo esquivó por los pelos. Se levantó y arrastró a Derek con él—. Hablaremos de esto de camino a casa.
Derek se soltó.
—No pienso irme de aquí.
—¿Por qué no? ¿Esta noche todavía no has hecho lo suficiente como para lograr que te maten?
—Estoy... buscando a una mujer.
Grant hizo una mueca de asco.
—Por mucho que me duela decirte esto... —dijo mirando la taberna—, ¿no te basta con alguna de las que hay por aquí? No serán muy limpias, pero al menos hay una gran variedad.
—No, ella aún no ha llegado.
Grant volvió a sentarse.
—¿Quién es?
—Pelirroja. Preciosa.
—O eso te dice el alcohol. —Grant dio la vuelta a la botella, que ya estaba vacía, y la hizo rodar por la mesa.
Derek sacudió la cabeza.
—Estaba sobrio.
—No sabía que aún pudieses estarlo. —Al ver que su hermano fruncía el cejo, Grant continuó—: Bueno, pero ahora no lo estás. ¿Qué pretendías hacer si volvías a encontrar a esa chica? ¿Bebértela?
Derek casi se rió.
—Estoy bien.
—Si es así, ponte de pie.
—No lo haré...
—Vamos, hazlo por mí. —Grant nunca le echaba en cara que fuera él quien tuviera que hacerse cargo de sus inversiones y de sus negocios, pero ahora eso iba a cambiar. Y Derek iba a enterarse muy pronto. Grant lo miró a los ojos—. Es lo mínimo que puedes hacer.
Derek soltó un taco y se levantó. Se tambaleó.
Grant respiró hondo. Los hombres tan altos como Derek eran complicados de manejar cuando estaban borrachos. Grant le pasó el brazo por debajo del hombro, lo sujetó por la cintura para llevarlo hacia la puerta, donde lo metió en un carruaje.
—Ya estoy aquí —dijo Derek al oír el repicar de los caballos por las calles—, ahora dime qué quiere Lydia.
—Dinero.
Se frotó el puente de la nariz.
—Por qué será que no me sorprende.
Grant quería, necesitaba, comunicarle a Derek la decisión que había tomado. Necesitaba decirle que estaba cansado de llevar sus negocios. Ocupándose de que su hermano no lo perdiera todo, Grant había malgastado los últimos cuatro años de su vida.
Ya tenía suficiente.
Pero a Derek se lo veía cansado, abatido, peor de como Grant lo había visto jamás. Dios, odiaba ver así a su hermano. No era propio de él hacer leña del árbol caído, pero cuánto tiempo llevaba Derek en ese estado.
Llegaron a la mansión familiar de la ciudad y Grant ayudó a Derek a bajar del carruaje a pesar de que él insistía en que «no era un maldito borracho» y lo metió en su habitación. Se quedó de pie junto a la puerta, mirando cómo Derek se peleaba con sus propias botas. Cuando finalmente se derrumbó en la cama, cogió una manta y lo tapó.
—Buenas noches, Derek. Mañana encontraremos el modo de solucionarlo.
Grant salió de la habitación, pero antes de cerrar la puerta oyó cómo su hermano decía:
—Gracias. Por ayudarme.
Grant abrió la boca para responder «Siempre lo haré», pero la cerró sin decir nada, pues eso ya no era verdad.
Derek se despertó en mitad de la noche. Le dolía la cabeza y su interior retumbaba al ritmo del reloj que había en la pared. Fijó la vista en él. Las tres de la madrugada. Tenía resaca y ni siquiera había amanecido.
Se incorporó por etapas y se acercó a la palangana. Se echó agua en la cara para despejarse, pero eso no lo ayudó demasiado. Derek sabía que sólo una cosa lo lograría. Se dirigió a su despacho en busca de una botella pero se detuvo. No quería que Grant se despertara y viera que no podía pasar una noche sin beber. En especial después de que su hermano tuviera que llevárselo del Sirena dando tumbos.
Pero tampoco quería quedarse allí. Se dijo a sí mismo que lo hacía porque no podía dormir fuera del barco, cuando lo cierto era que allí tampoco dormía. Excepto la noche anterior. Abrió los ojos un poco más. Regresaría a dormir al barco, pero de camino, se detendría en el Sirena para echar un último vistazo y tomar una última copa. Maldición, estaba incluso dispuesto a pagarle a aquella chica sólo para que durmiera de nuevo con él.
Decidido, empezó a vestirse, cuidando sus movimientos de manera que no tuviera que agacharse demasiado o ir con prisas. Salió por la puerta recordando lo feliz que había sido la noche anterior y aceleró el paso.
Pero en lo más recóndito de su mente sabía que era un error volver a salir. Sabía que era estúpido utilizar a aquella chica como excusa para tomarse una copa, y que era estúpido utilizar el alcohol como excusa para volver a buscarla.
De repente, experimentó una extraña sensación. Y a pesar de que estaba convencido de que la noche sólo podía empeorar, siguió adelante.
La maldita noche empeoró.
Lo único que alertó a Derek antes de que lo sacudieran, fue el grito de Lassiter:
—¡Voy a matarte, Sutherland!
Por suerte, logró esquivar el puñetazo.
¡El bastardo lo había cogido por sorpresa!
Lassiter gritó y volvió a intentar golpearle, y no acertó en su barbilla por los pelos.
Lassiter se quitó el abrigo y la clientela del Sirena le hizo sitio.
—¿En qué estabas pensando cuando la invitaste a pasar la noche contigo?
«Así que todo aquello era por la chica.»
—¡Deberías haber sabido que te mataría!
«Bueno, ellos dos tampoco necesitaban ninguna excusa para pelearse.»
Lassiter se echó encima de Derek, que logró esquivarle en el último instante. Si aquel infame quería pelear sucio, él no iba a oponerse. Retrocedió un poco y, antes de que Lassiter pudiera darse la vuelta, le dio con la rodilla en el riñón.
A Derek se le ponían los pelos de punta sólo de pensar que la chica tenía una relación con Lassiter. Sólo hacía falta mirarlo para ver lo mucho que ella le importaba. Y pensarlo hacía que Derek hirviera de furia. De todos los hombres del mundo, ¿por qué tenía que ser Lassiter el protector de aquella muchacha? En ese preciso instante, Derek decidió que sí quería pelearse con él, que quería golpearle.
Cuando éste se dio la vuelta, Derek dijo:
—Estoy seguro de que, sea quien sea de quien estés hablando, no se merece que hayas venido hasta aquí.
La cara de Lassiter se deformó a causa de la ira.
—¡Voy a matarte!
—Estoy impaciente por ver cómo lo intentas.
El hombre mayor se abalanzó de nuevo hacia él y Derek se agachó, lo esquivó y acabó dándole un puñetazo en el pecho.
Lassiter se llevó las manos al torso e intentó recuperar la respiración, pero Derek sabía que, siendo como era un hombre tan fornido, eso sólo serviría para ganar un poco de tiempo.
Aquella pelea no debería haber empezado. Pero él nunca había tenido un contrincante tan decidido. Y, aunque eso nunca antes había preocupado a Derek, la furia que sentía Lassiter lo convertía en un oponente de su talla. Iba a ser una pelea interesante. Y ansiaba tenerla.
Había llegado el momento.
Lassiter sacudió la cabeza con fuerza, como si así pudiera borrar el golpe que acababa de recibir, y volvió a levantar los puños.
Derek ignoró el corrillo de clientes que les rodeaban gritando y se concentró en esquivar los magníficos puños de Lassiter. Lo consiguió un par de veces. El tercero sin embargo le acertó en plena cara. Recorrió con el dedo el reguero de sangre que le resbalaba por la mejilla y sonrió.
Las apuestas ensordecieron el local, pues los dos grandes rivales del mar por fin se estaban peleando.
—¡No lo dices en serio! —exclamó Nicole despertándose de golpe e incorporándose del escritorio sobre el que se había quedado dormida—. ¿Qué quieres decir con que papá está en la cárcel?
—Que está allí —dijo Chancey a modo de explicación—. No iba a despertarte, pero no tenemos bastante dinero para pagar la fianza. —Frunció el cejo—. No tenemos nada.
Nicole sacudió la cabeza.
—Yo me gasté todo mi dinero para llegar aquí. Pero puedo vender algunas cosas —dijo esperanzada.
—Eso llevará tiempo. Voy a ir a preguntarle qué quiere hacer.
—Voy contigo.
Chancey la miró y se dio cuenta de que no iba a hacerla cambiar de idea. Tras unos segundos, asintió a desgana.
—Si quieres venir a verle, vístete. Te espero arriba.
Cuando Chancey se dio la vuelta, Nicole le cogió el brazo.
—¿Está herido?
—Nada que no pueda curarse. Vamos, espabila.
Nicole corrió hacia su baúl y cogió algo de ropa. De camino a la cubierta se recogió el pelo en un moño.
Ella ya sabía que iba a haber una pelea. Tenía miedo de que, por su culpa, Sutherland acabara haciéndole daño a su padre.
Pero nunca se hubiera imaginado que éste acabaría en la cárcel.
Aún atónita, Nicole siguió a Chancey a través de la noche. Se movieron con rapidez, y pocos minutos más tarde habían llegado al puesto de policía del puerto. Atravesaron la puerta justo cuando empezaba a salir el sol.
Le alegró ver que el interior no era tan tétrico como había imaginado. De hecho, los postigos de las ventanas estaban abiertos y los rayos del sol entraban e iluminaban el polvo que flotaba en el aire. El suelo de madera era viejo, pero estaba limpio. Sin embargo, aunque hubiera sido un palacio, le entristecía saber que su padre estaba allí encerrado.
Irguió los hombros y levantó la barbilla en un intento de animarlo con su optimismo. Pero entonces, se dio la vuelta y su expresión cambió por completo.
En vez de a su padre, se encontró con la mirada de Sutherland.
—¿Quiere presentar cargos, señoría?
Derek no sabía qué hacer. Una parte de él era consciente de que había sido una pelea justa, y que si a él lo soltaban por el mero hecho de tener un título, a Lassiter también deberían soltarlo.
Pero por otra pensaba en cómo habían llegado a esa situación. Cuando los alguaciles consiguieron separarlos en la taberna, Derek dijo:
—Más vale que me suelten, soy el conde de Stanhope.
Los guardas lo miraron aterrorizados. No podía decirse que hubieran sido especialmente delicados con sus dos presos.
—Es cierto —dijo Lassiter sorprendiendo a Derek, hasta que añadió—, y yo soy el presidente de Estados Unidos.
Derek lo ignoró y le dijo al policía que tenía más cerca:
—Soy Derek Sutherland, sexto conde de Stanhope. Ya sabe lo que le va a pasar si me encarcela.
—No me puedo creer que vuelvas a utilizar la excusa del «conde» otra vez —soltó Lassiter.
Derek se limitó a sonreír:
—Tal vez vaya a ver a nuestra amiga común mientras tú sigues discutiendo con el oficial.
Lassiter se calló de inmediato y observó en silencio cómo Derek lo convencía de que sí, que realmente era conde. Cuando lo consiguió, a los policías dejó de preocuparles que por culpa de la pelea la taberna hubiera quedado destrozada. Lo único que les alarmaba era que un americano había atacado a un noble inglés en suelo británico.
En esos momentos el oficial le pedía que tomara una decisión. Derek quería darle una lección a aquel canalla, pero...
Al oír voces en la antesala, Derek se volvió despacio y, no tenía reparo en admitirlo, con cierta dificultad. Se quedó atónito al ver que la causante de la pelea se dirigía hacia allí con un enorme hombre pegado a sus talones.
Se le estaba deshaciendo el moño y tenía las mejillas sonrosadas. Era obvio que se había vestido de prisa y corriendo para ir hasta allí. Era el tipo de mujer, pensó de repente, que estaba guapa al despertar.
Al verlo de pie junto al policía se quedó sin aliento, pero ese gesto fue lo único que indicó que lo conocía. Miró de nuevo al hombre que la acompañaba y, esquivando a Derek, se acercó a Lassiter. Ese rechazo fue como un puñetazo en el estómago y le dolió mucho más que el resto de golpes que había recibido esa noche. Para ella, él no se merecía ni una segunda mirada. De nada había servido que la salvara.
¿Qué veía en aquel viejo americano? Derek reconoció que el hombre no era del todo desagradable, pero era lo bastante mayor como para ser su padre. Aunque, siendo sincero, él tampoco tenía nada que ofrecer a alguien como ella. Las mujeres solían tenerle miedo. Él no lo pretendía. A menudo era culpa de su altura, y si no, su actitud y su reputación se encargaban de ello.
Pero esa noche ella no le había tenido miedo.
Derek se quedó inmóvil, ignorando al oficial y al hombre que permanecía quieto detrás de él. La observó atravesar el pasillo con los hombros erguidos hasta que desapareció de su visión. Luego, oyó su grito de sorpresa. Seguro que acababa de ver el resultado de sus puños en la cara de Lassiter. Al oír su voz quejumbrosa, sus pensamientos se desbocaron.
¿Qué sentiría si tuviera una mujer al lado que compartiera su dolor? ¿Le dolería también a ella? ¿Qué sentiría al saber que una mujer lo quería tanto como para correr hacia la cárcel en plena noche sólo para estar con él? Derek siempre había sabido que a su vida le faltaba algo esencial, pero allí, en aquella fría prisión, con la cara tan destrozada como la de aquel bastardo, el vacío era mucho más que evidente.
Oyó arrastrar una silla por el suelo. Derek se echó hacia atrás y pudo verla sentarse delante de la celda de Lassiter. El enorme tipo que ella tenía a su espalda se dio cuenta de que la estaba mirando y gruñó, pero Derek siguió haciéndolo. A pesar de saber que ella ya había escogido, seguía prendado de cada uno de sus movimientos. Desde donde estaba, no podía ver a Lassiter, pero era evidente que la chica estaba muy preocupada; ni siquiera se había percatado de que él la estaba observando.
La vio cubrirse los ojos con las manos y temió que fuera a echarse a llorar. Él no era del tipo de hombre al que las lágrimas de una mujer pudieran afectar. Su madre nunca lo había conmovido, ni Lydia, la última vez que le pidió dinero. Pero esa noche, allí sentado, no sabía de lo que sería capaz si esa chica lloraba.
Por suerte no lo hizo. Dejó caer las manos en su regazo y entrelazó los dedos suspirando con tristeza:
—Oh, papá.
Papá.
La primera mujer por la que había sentido algo de verdad... era la hija de Lassiter.
Maldición, maldición.
Por desgracia, tenía sentido. Había sido incapaz de dar con ella en el Sirena, y la otra noche ella no se había comportado como una prostituta. Bueno, la verdad era que lo había besado con el talento propio de una cortesana, y que había respondido a sus caricias como una experta seductora. Pero su actitud y su acento distaban mucho de ser los de una mujerzuela. Derek no sabía si alegrarse de que no fuera puta o de echar a correr porque era la hija de Lassiter.
—Conseguiremos la fianza y te sacaremos de aquí hoy mismo —le dijo a su padre con seguridad.
—¿Y de dónde obtendrás el dinero? —preguntó él en voz baja.
Ella no dijo nada, se limitó a mirar al techo, la pared, la puerta, esquivando por completo a Derek, y el techo de nuevo.
Lassiter había entendido lo que ella pretendía hacer.
—Oh, no, Nicole. ¡Te lo prohíbo! De ninguna manera permitiré que hagas eso por mí. Prefiero pudrirme en esta celda a que aceptes dinero de esa mujer. Si vas a verla le deberás un favor, y puedes estar segura de que querrá cobrárselo.
«¿Se llama Nicole? Sabía que no tenía cara de Christina.»
—Papá, es la única opción, la carrera es dentro de cuatro, no, tres días.
—¡No! ¡Y es mi última palabra! Por una vez en la vida vas a hacer lo que te digo. Dios, si cuando llegaste no querías ni oír hablar de ella.
Nicole respiró hondo y dijo serena:
—No, pero supongo que esto es el modo que tiene el destino de decirme que no siempre se puede tener lo que se quiere.
Lassiter se quedó en silencio. Finalmente, volvió a hablar:
—Aunque tú hayas cambiado de parecer, yo no quiero deberle nada a esa mujer.
Pero su hija actuó como si no le hubiera oído.
—Cuanto antes me vaya, antes regresaré y podré sacarte de aquí. —Se levantó despacio y se alejó de allí dejando a Lassiter soltando un montón de órdenes que ella siguió ignorando.
Derek esbozó una sonrisa cuando, a punto de salir, dijo:
—¡Oh, cállate, papá! Ya está decidido.
Al pasar junto a él se detuvo un momento y, seria, lo miró a los ojos. Seguro que creía que él tenía la culpa de que su padre siguiera encarcelado. Derek se sonrojó pues, si ella no hubiera llegado cuando lo hizo, tendría razón.
—Mira, yo puedo ayudarte —le dijo sin importarle que Lassiter le oyera.
Lo oyó.
—¡Cállate, Sutherland!
—Vete al infierno, Lassiter —gruñó Derek antes de mirarla de nuevo en espera de su respuesta.
—¿Acaso no has hecho ya suficiente? —preguntó Nicole con mirada triste, volviéndose para irse. Derek intentó seguirla, pero aquel tipo enorme se colocó en medio.
—Detente... a no ser que quieras otra pelea —le advirtió, y dicho esto, se dirigió hacia la puerta.
Llovía. Una lluvia helada que no dejaba de recordarle el último día que había estado en aquel horrible lugar. Nicole tenía entonces cinco años. Su padre estaba destrozado, su madre había muerto. De algún modo, él había conseguido llevarlos del puerto de América del Sur, donde había fallecido Laurel Lassiter, hasta Londres. Quería decirle personalmente a su suegra que su hija había muerto.
Una semana después de que la marquesa viuda supiera del fallecimiento de Laurel, salió de nuevo de su habitación tan adusta como siempre, con su rubia melena, ahora llena de canas, recogida en un tirante moño y la espalda erguida. La única diferencia era que se la veía mucho más mayor y que iba vestida de negro. Exigió ver a Lassiter, y mientras, Nicole estaba fuera jugando. Pero, como de costumbre, la niña tenía frío, por lo que se metió dentro de la casa para ver si así las manos dejaban de temblarle. Entró en una habitación, y al oír que hablaban de ella se quedó a escuchar.
—Nunca se casará —predijo su abuela atravesando con la mirada a su pobre padre sin disimular su desaprobación. Él permanecía inmóvil frente a ella—. Si Nicole regresa a ese maldito barco contigo y con todos esos asquerosos marinos, te aseguro que cuando tenga edad para buscar marido, uno digno de su título, tendrá tan mala reputación que nadie querrá saber nada de ella. Por no decir que ahora ya es una salvaje.
Lassiter levantó la mirada como si quisiera discutir con ella, y Nicole aún recordaba cuánto había deseado que lo hiciera, sin embargo, su padre consiguió hacer acopio de paciencia y contestar con calma.
—No puedo separarme de ella. Aún no —dijo en un tono monocorde—. Ella es todo lo que me queda de Laurel. Tengo que tenerla cerca.
—Ya veo que sigues siendo tan egoísta como siempre.
Ambos fijaron la vista en el retrato de la madre de Nicole que había encima de la chimenea. Laurel había sido una mujer muy guapa. En el cuadro se la veía contenta, como si estuviera conteniendo la risa. El pintor había sabido captar esa felicidad... al igual que la determinación que se reflejaba en su mentón.
—Nunca entenderé... —dijo la marquesa abriendo los brazos— por qué renunció a todo esto. —Y añadió para sí misma—: Todas las amenazas, las súplicas... no sirvieron de nada... sólo quería estar contigo.
Se levantó a pesar del extravagante tamaño de su falda y se acercó a la ventana; la seda crujía con cada paso. Se dio la vuelta y lo acusó:
—Inglaterra no era lo bastante buena para ti, así que tuviste que arrastrar a mi hija por todo el planeta, sin detenerte nunca en ningún lugar.
Nicole observó fascinada cómo la pálida luz del sol se reflejaba en las pocas joyas que lucía su abuela y cómo esos pequeños destellos danzaban en la pared.
—Y ahora está... muerta. Pero Laurel hizo lo que tú querías. —Con lentitud y movimientos estudiados regresó a su escritorio.
—Maldición, usted sabe que a ella le encantaba navegar conmigo —escupió su padre emocionado—. Le gustaba esa vida y nunca se lamentó de haberla escogido... ni siquiera al final.
Su abuela entrecerró los ojos de un modo cruel.
—¿Y cómo sabes que a la niña no le pasará lo mismo? Y si ella también muere...
Su padre se levantó disparado de la silla para acercarse al escritorio con los puños apretados.
—Escúcheme bien, yo nunca permitiré que le ocurra nada. ¿Lo entiende? Es una chica valiente, se ha criado en el mar. Siempre la protegeré.
—Entiendo que tú creas eso. —Lo miró sin temor, a pesar de lo fiero de su aspecto—. Pero incluso en el caso de que la niña llegue a los noventa —continuó—, está condenada a la soltería. Yo no le daré la finca de Laurel si no se casa con un noble, y ese tipo de hombres no se casan con mujeres criadas en un barco. Y si lo que pretendes es ignorar su herencia y buscarle marido en otra parte, no sé, otro bruto americano como tú, por ejemplo, ¿quién crees que la querrá? Con los años, Nicole parecerá más un hombre que una mujer y no sabrá cómo conquistar a un posible marido. —Sacudió la cabeza como si sólo de pensarlo sintiera náuseas—. El sol la envejecerá antes de tiempo y el viento le curtirá la piel y las manos. ¿Crees que la buena sociedad recibirá a alguien así? ¡No! —gritó a la vez que golpeaba el escritorio haciendo que los anillos de sus dedos tintinearan—. Nicole se quedará sola porque tú te niegas a hacer lo correcto.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó él moviendo un brazo—. No pienso renunciar a ella, así que, ¿qué sugiere?
Su abuela se inclinó hacia adelante y clavó sus oscuros ojos en los de su padre:
—Cuando cumpla doce años, me la mandarás aquí de regreso, ni un día más tarde. Así, yo tendré tiempo de deshacer todo lo que tú —lo miró asqueada— y tu degenerada vida hayáis hecho con ella, y convertirla en una dama. La preparé para que ocupe el lugar que por derecho le corresponde en lo más alto de la sociedad y lograré que se case con alguien de igual cuna.
Su padre se sentó e inspiró hondo.
—De acuerdo. Se la mandaré, pero tiene que prometerme que se casará con un buen hombre.
—¡Por supuesto que sí, qué estupidez! Si tú cumples con tu parte del trato.
Ninguno de ellos sabía que Nicole estaba junto a la puerta. Ni tampoco sabían que su madre le había inculcado una fuerte creencia; que su destino le pertenecía, y que tenía que intentar controlarlo ella.
Hasta entonces, Nicole lo había hecho lo mejor que había podido. Cuando su padre le decía que se pusiera guantes y bufanda se los ponía. Entendía que se sintiera tan protector hacia su persona y que estuviera casi obsesionado con que aprendiera a navegar por si alguna vez tenían un accidente en medio del mar. Aprendió todos los idiomas que pudo y suplicó a los miembros de la tripulación que le enseñaran a insultar en todos ellos, y lo hizo porque sabía que era el único modo de conseguir su libertad. Dedicó todos esos años a prepararse para cuando llegara el momento de abandonar a su padre.
El día antes de cumplir los doce años, Lassiter le comunicó que regresaría a Inglaterra para vivir con su abuela. Nicole no se sentía orgullosa de lo que entonces hizo, pero estaba desesperada:
—Muy bien, papá —contestó entre sollozos—. Haré lo que me pidas. Pero quiero que sepas que me preocupa alejarme de ti. ¿Qué pasará si te pones enfermo? Podría tardar meses y meses en enterarme. No estaré aquí para cuidarte. Y si me pasa a mí algo, si me pongo enferma, o me hago daño, tú no estarás allí conmigo...
Ese numerito fue suficiente para que no volvieran a mencionar el tema de los internados durante los siguientes cinco años.
Hasta aquella húmeda noche, Nicole creía que se había salido con la suya; dieciocho años de los veinte que tenía de vida se los había pasado navegando y viendo mundo. Pero al desviar la mirada hacia las mojadas calles, se preguntó si tal vez lo único que había conseguido había sido retrasar su destino. Sí, eso era lo que había hecho, y Nicole decidió que había llegado el momento de rendirse.
Pero aún no.
Tras haberse ido de allí, casi dieciséis años atrás, Nicole llegó a la mansión Atworth extrañamente calmada, a pesar de que el aspecto de la casa era aterrador. Una lujosa escalera de mármol, flanqueada por enormes columnas, indicaba la entrada principal. Las alas de la mansión sobresalían del cuerpo central en perfecta simetría. Pero gracias al jardín que la rodeaba, esa severidad era casi atractiva.
Para Nicole aquel lugar estaba ligado a recuerdos muy dolorosos, no obstante, se obligó a recordarse que su madre había sido feliz allí. Quizá incluso hubiera reído en aquella escalera. Al pensar eso, sonrió. Y así, sonriendo, la encontró Chapman, el viejo mayordomo al que recordaba con cariño, cuando abrió la puerta y la acompañó al salón. Allí la esperaba su abuela, sentada junto a una palaciega ventana cuya luz iluminaba la elegante decoración de la sala, al igual que el tenso rostro de la matriarca.
—Buenos días, abuela —saludó Nicole educada, al cruzar la alfombra para acercarse a la anciana. La marquesa seguía vistiendo de negro e iba abotonada hasta el cuello.
La tristeza le había marcado el rostro. Los dos perros falderos que se habían levantado al ver entrar a Nicole regresaron a su lugar, que no era junto a los pies de su abuela, sino bajo la mesa que había en el otro extremo de la habitación. «Perros listos», pensó Nicole.
—Llegas tarde —contestó la marquesa sin ofrecerle asiento siquiera.
Nicole se había puesto uno de los vestidos que su abuela le había mandado a la escuela, con la esperanza de que eso la enterneciera, pero era obvio que necesitaría mucho más que un vestido para lograr que fuera amable con ella.
Aunque aquello no era nada nuevo. Era como si para su abuela y para toda esa casa, no hubiera pasado el tiempo desde la última vez que Nicole estuvo allí.
—Sí, lo sé —respondió con dulzura atreviéndose a sentarse delante de ella.
—¡Ocho años tarde! —La marquesa la miró con desaprobación.
Nicole comprendió entonces que aquella mujer, cuyos oscuros ojos se parecían muchísimo a los suyos, iba a hacérselo pasar mal antes de darle el dinero que necesitaba para su padre. Pero la carrera era vital para su futuro, así que estaba dispuesta a hacer todo lo que fuera necesario.
—Me alegra mucho estar aquí de visita...
—¡No digas tonterías! Ve directa al grano y dime lo que quieres.