 CAPÍTULO 1 

LONDRES, 1856

Cuando Nicole Lassiter entró en la asquerosa posada, lo primero que la alertó fue el fétido olor que le inundó las fosas nasales.

El silencio llenaba el cuchitril y los clientes la miraban curiosos, pues era evidente que ella no tenía nada que hacer en un prostíbulo. Se había vestido para pasar desapercibida, con unos pantalones de chico, una camisa y un abrigo sin ningún adorno. Una gorra le cubría la melena, y a pesar de todo, aquellos hombres seguían mirándola.

Suspiró hondo. Había ido allí con una misión, se recordó Nicole a sí misma: encontrar al capitán Jason Lassiter. Había ido sola, y si quería salir con bien lo mejor sería que se concentrara. Levantó la barbilla, adoptó su expresión más desafiante y caminó por entre los curtidos clientes de la taberna. Finalmente, la desafinada música volvió a sonar.

Era obvio que la información que tenía sobre el paradero de Lassiter no era correcta.; su padre nunca iría a un sitio como aquél, donde los marineros podían disfrutar de ciertas «compañías» antes de zarpar. Cuando en el puerto le dijeron que su padre estaba en el Sirena, Nicole pensó que el nefasto establecimiento habría cambiado de propietarios.

Ciertamente, ése no era el caso. Daría una última vuelta por el local y luego regresaría al puerto para decirle cuatro frescas al impresentable que la había mandado allí. Una última...

Su padre estaba allí.

Con una mujer muy ligera de ropa encima de él.

O, mejor dicho, con algunas partes de su anatomía encima de él. Dos pechos grandes como globos terráqueos sobresalían de su estrecho corpiño y a cada carcajada que soltaba la mujer amenazaban con escaparse de él. Y que Dios la ayudara, pensó Nicole mirando expectante, aquella mujer se reía un montón.

Nicole se adentró en aquella marea de sudor humano, aliento de borrachos y corpiños desabrochados para llegar hasta él. Al verla, a su padre se le cayó la mandíbula, pero en seguida volvió a cerrar la boca con fuerza.

«Allá vamos...» Jason Lassiter era temible cuando se enfadaba. Se ponía rojo de la cabeza a los pies y parecía que los ojos iban a salírsele de las órbitas. Nicole no se había olvidado de ello, pero cuando decidió ir hasta allí prescindió de ese posible enfado. No tenía más remedio. Se le estaba acabando el tiempo.

Preocupada, se acercó a su padre con una forzada sonrisa en los labios.

—Nicole —dijo él entre dientes—, ¿qué diablos estás haciendo aquí?

Ella miró los rosados pezones de la prostituta que estaban a punto de salírsele de su escote, a continuación apartó la vista y contestó enfadada:

—¿Qué diablos estás haciendo tú aquí?

Su padre murmuró algo a la mujer quien, tras darle un golpecito en el brazo, se apartó de él. Luego, Lassiter le indicó a Nicole que se sentara.

—He venido aquí a buscar información —contestó furioso.

—Ahhh —respondió ella incrédula—. ¿Así que ahora a eso se le llama «información»?

—Muy graciosa —repuso él sarcástico levantando su taza. Nicole arrugó la nariz al olfatear el asqueroso contenido. Su padre miró dentro, frunció el cejo y volvió a dejarla encima de la mesa, bien lejos de él—. Tengo que encontrarme con un hombre que sabe algo sobre el sabotaje, y da la casualidad de que tiene relación con esa mujer. —Dolido, añadió—Deberías conocerme mejor.

Nicole asintió despacio y le pidió disculpas con una tímida sonrisa. Entonces pensó en el sabotaje y volvió a ponerse seria. Navegar en aquellos tiempos era bastante peligroso; con capitanes intentando conseguir nuevos récords y navieros ansiosos por probar nuevos diseños. Todos corrían el peligro de que, con la primera tempestad, los mástiles se rompieran o los timones perdieran el rumbo.

—¿Tienes alguna idea de quién está haciendo esto...? —preguntó ella. La compañía naviera de su padre aún no había sido atacada, pero él había decidido no esperar y pasar a la acción.

—Por fin tengo algunas pistas —le contestó dando por zanjado el tema—. Lo que quiero saber es, ¿qué diablos estás haciendo aquí?

—Bueno. He estado pensando... —Pero cuando iba a soltar el discurso que llevaba ensayando desde París, en el que enumeraba todas las razones por las que ella debía participar con él en la Gran Carrera de Londres a Sydney, la mujerzuela volvió a aparecer y se sentó en las rodillas de su padre. Amenazó a Nicole con la mirada y, provocativa, empezó a susurrarle algo al hombre en la oreja.

Jason Lassiter no tenía intenciones de deshacerse de la mujer y Nicole no estaba dispuesta a observar su romántica conversación.

Se dio la vuelta, apoyó la barbilla en el respaldo de la silla y se dedicó a mirar cómo aquellas prostitutas inglesas y otras mujeres de la misma profesión desarrollaban su tarea.

Todas aquellas escenas la tenían boquiabierta. Seguro que lo que estaba viendo se añadiría a los sueños que Nicole tenía sobre un hombre oscuro, de rostro borroso que... hacía cosas con ella.

Cosas que las parejas hacían en el muelle y Nicole había visto a escondidas. Suspiró. ¿Con qué soñaría esa noche...?

Un fuerte golpe la sacó de su ensimismamiento, y, al desviar la vista hacia la puerta, vio entrar a tres hombres huyendo del frío.

Iban bien vestidos y sus ropas dejaban claro que eran unos caballeros. Unos caballeros borrachos, se corrigió Nicole tras mirarlos más de cerca. Sólo unos ricos que habían ido en busca de bebida barata y mujeres más baratas aún. Bueno, pues estaban en el lugar adecuado.

Aunque ellos no llamaron tanto la atención como ella cuando entró, toda la taberna se quedó un momento en silencio. Probablemente porque el más alto de todos era impresionante; debía de medir más de metro noventa y sus anchos hombros resaltaban con su ropa cara.

Aunque eso no fue lo que inquietó a Nicole, sino el aire de amenaza casi palpable que emanaba de él. A pesar de que se sentó y estiró las piernas hacia el frente en actitud relajada, ella percibió una tensión latente que procedía del hombre. Los demás también la sentían. Tanto los marineros como los trabajadores y las prostitutas se comportaban como animales asustados al pasar a su lado.

Era el único de los tres que no estaba borracho y, por raro que resultara, cuando recorrió la sala con la mirada pareció sentir asco. ¿Por qué iba pues a un lugar que le disgustaba tanto?

En ese instante, como si hubiera sentido la curiosidad de Nicole, el hombre se dio la vuelta y la miró a los ojos. Ella se quedó sin aliento y supo que su disfraz no lo había engañado. La veía a través de sus ropas de chico y la hizo sentir como si estuviera desnuda.

Cuando esa mirada se convirtió en abierta admiración, todo pensamiento racional abandonó a Nicole igual que el sol disipa la niebla, y su mente siguió caminos mucho más oscuros.

Él la miraba como si fuera la única mujer de la taberna, un lugar que estaba lleno de mujeres semidesnudas y muy predispuestas. ¿Qué pasaría si ella fuera una de ellas y él fuera a buscarla? ¿Qué sentiría si se sentaba en sus rodillas mientras él bebía y la acariciaba por debajo de la falda?

Volvió a sentirse como en sus sueños, con sensaciones que le causaban miedo y sorpresa y que le hacían sentir un ansia en el estómago. Ese hombre le estaba produciendo todo eso. Y el sentimiento iba en aumento a medida que él seguía devorándola con los ojos.

—Veo que te has fijado en el capitán Sutherland —dijo su padre seco.

Nicole apartó los ojos y se sonrojó furiosa. ¿De modo que aquél era Sutherland, el disoluto capitán del Southern Cross, el propietario de la en esos momentos en crisis naviera Peregrine... y el peor enemigo de su padre?

—¿Ése es Derek Sutherland? —preguntó sorprendida mirando a Lassiter. La idea de que él estuviera enfrentándose constantemente a ese hombre que parecía letal la hizo sentir orgullosa de su valentía, pero al mismo tiempo temerosa por su cordura.

—En carne y hueso —contestó éste poniéndose en pie. Le dio las buenas noches a la prostituta e, impaciente, le indicó a Nicole que le siguiera—. Nos vamos. —Jason estaba furioso—. Si sigue mirándote así tendré que cumplir con mis amenazas y matar a ese bastardo.

Nicole siguió a su padre a través de la multitud pero no pudo evitar mirar a Sutherland de nuevo. Cedió a la tentación y se encontró con que él también estaba mirándola. Aunque «mirar» era una palabra demasiado inocua para describir lo que él estaba haciendo: la recorría con la mirada como si fuera suya, desafiándola a que se alejara de él.

Sin embargo, ella iba a hacerlo.

A pesar de su controlada expresión, aquel hombre la intrigaba muchísimo. «Qué lástima», pensó ella al alejarse.

Casi de inmediato, unos largos y fuertes dedos la cogieron por la muñeca. Sabía que era Sutherland incluso antes de darse la vuelta y encontrar sus ojos. Sentía su piel ardiendo bajo la de él... Su mano era áspera.

—Quédate —se limitó a decir.

Por su actitud, Nicole tuvo la impresión de que él esperaba que lo hiciera. ¿Acaso creía que podía ordenarle lo que debía hacer? ¡Vaya arrogancia! Pero entonces, ¿por qué tuvo que luchar contra su propio deseo de quedarse con él?

—Quíteme las manos de encima, capitán.

Al ver que no lo hacía, ella tiró del brazo para soltarse. En res puesta, él le hizo una burlona reverencia. ¿Cómo podía parecer tan poco afectado? ¿Cómo lograba parecer aburrido cuando ella se sentía tan atraída hacia él? Enfadada, lo miró con hostilidad.

—¿Le da igual, capitán? ¿Y también le será indiferente perder la Gran Carrera por... digamos... —se dio unos golpecitos en la mejilla— mil millas?

Nicole estaba convencida de que, antes de que su padre apareciera de nuevo para llevársela de allí, le había visto sonreír.

—Maldita sea, Nicole. ¿Cuándo aprenderás? —le espetó Lassiter incluso antes de que sus botas pisaran la calle—. ¡Pasearte por el Sirena como si fueras la propietaria! Diablos, es justamente por hombres como Sutherland por lo que no quiero que vengas a sitios como éste.

—He estado en sitios peores —contestó ella mientras él seguía arrastrándola impaciente.

—Pero ¡llamar la atención de Sutherland y luego plantarle cara! —Giró un instante la cabeza para mirarla—. Es como si tuvieras un imán para los problemas.

—Bueno, los problemas y yo siempre nos hemos llevado bien —replicó Nicole con la respiración acelerada al intentar mantener el ritmo de su padre, que ahora sí se dio la vuelta del todo y la miró mal antes de reducir la velocidad al atravesar el muelle—. Si es tan malo, ¿por qué te cruzas en su camino? —quiso saber.

—Yo tengo mis razones para hostigar a Sutherland. Buenas razones. Además, es inglés. —Lassiter creía que todos los que tenían sangre americana corriendo por sus venas podían entender eso, y con la mirada así se lo dijo a Nicole.

—Mamá era inglesa —señaló su hija, a pesar de que ya habían tenido esa conversación miles de veces.

—Ella era la única de todos ellos a la que siempre he respetado. —Los ojos del hombre lo traicionaron, y quedó claro que por su fallecida esposa había sentido mucho más que respeto. Nunca había olvidado a Laurel Banning Lassiter, que pertenecía por nacimiento a la nobleza británica.

Jason Lassiter se puso serio de nuevo y le dijo:

—Ese hombre es un depravado y un bruto y nunca más vas a volver a verle. Se aprovecharía de ti y luego te abandonaría sin ni siquiera despedirse. En especial ahora que sabe que tú y yo estamos de algún modo relacionados. —Se detuvo y añadió severo—: No puedo ni imaginar lo que te haría ese bastardo si descubre que eres mi hija.

Siguieron caminando en silencio. Nicole no podía dejar de pensar en Sutherland. No creía que él pudiera reconocerla, y deducir que era hija de Lassiter dado que se parecía mucho más a la familia de su madre y apenas tenía nada en común con su padre... excepto quizá el leve tono rojizo de su cabellera. Y, claro está, la actitud.

—No creo que por la mañana se acuerde ya de mí —lo tranquilizó, aunque en realidad le molestaba mucho que así fuera—. Seguro que acabará la noche borracho.

Su padre gruñó.

—No lo bastante como para no acordarse. —Le puso una mano en el hombro y la hizo cruzar por los entramados del muelle—. Pero basta ya de hablar de eso. ¿Por qué no estás en el colegio? —Al ver que su hija apartaba la mirada, le preguntó aún más serio—. Te han vuelto a expulsar, ¿no es así?

Nicole tosió para disimular.

—Ambas partes estuvimos de acuerdo en que ésa era la mejor opción. —Y al ver que su padre levantaba una ceja, añadió—: Digamos que ahora la directora es mucho más feliz.

A medida que se iban acercando al muelle donde estaba atracado el barco de su padre, el Bella Nicola, la emoción se iba apoderando de Nicole hasta casi llenarle los ojos de lágrimas. El Bella Nicola era un precioso clíper cuyo casco, pintado de un blanco brillante con unas resplandecientes líneas rojas, lo hacía destacar como un diamante por encima del resto de navíos.

«Ese sí es mi hogar.» Nicole se moría de ganas de subir a bordo; echaba tanto de menos ese barco como si de una persona se tratase. Se sentía emocionada pero disimuló para que su padre no lo notara. Como no quería que él se diera cuenta de esa reacción tan sensiblera, dijo despreocupada:

—En serio, papá, no sé por qué estás tan enfadado.

—¿Que no lo sabes? —preguntó él—. ¿Y cómo quieres que esté tras enterarme de que te han expulsado de la escuela más prestigiosa de todo el continente? ¿Contento?

—A diferencia de las anteriores, de ésta no me han expulsado —dijo ella intentando que entendiera su punto de vista—. Yo prefiero decir que me he ido porque ya no podía aprender nada más.

—Bueno, si es así —contestó él mirando las ropas de chico que llevaba—... tu abuela debería pedir que le devolvieran el dinero.

—¡Bah! El primer día de clase me dijeron que tenía que aprender siete de las nueve materias que allí enseñaban, y lo hice. —Su padre no sabría jamás lo difícil que eso le había resultado. A Nicole le costaba dominar los conocimientos destinados a atrapar a un marido. Con veinte años y su peculiar físico, todos decían que se había quedado ya para vestir santos. Y no era una exageración.

—Y supongo que es pura casualidad que las hayas aprendido justo a tiempo de asistir a la Gran Carrera.

Nicole volvió a apartar la mirada. Llevaba dos años planeando cómo participar en la competición; desde el día en que cayó en sus manos el decreto de la reina Victoria mediante el cual se abría la competición a marinos de todo el mundo. Ese día decidió que nada se interpondría en su camino. No volverían a reñirla por haber escogido el cubierto equivocado, ningún otro maestro de baile se reiría de ella, y tampoco perdería los nervios cuando la menospreciaran por ser demasiado mayor. Y mucho menos permitiría que aquella amargada directora le arrebatara todo lo que no encajaba en sus estrictos principios y la convirtiera en otra joven dama insulsa.

Esa carrera iba a ser la mayor de la historia; su ganador recibiría reconocimiento mundial, y ella deseaba con todas sus fuerzas formar parte de ello.

Al ver que no contestaba, su padre le bajó cariñoso la visera de la gorra y dijo con un tono ya más amable:

—Dime una cosa, ¿qué dos materias no te aprendiste?

Nicole levantó la cabeza y adoptó una solemne expresión.

—Soy totalmente incapaz de hacer un arreglo floral, y me temo que jamás aprenderé a tocar el arpa. Y me deprime mucho que así sea —dijo, enjugándose una imaginaria lágrima en la mejilla.

Lassiter la miró y sonrió sin disimular que se alegraba mucho de verla. Pero en seguida volvió a ponerse serio.

—Escúchame, Nicole. Quiero disfrutar del tiempo que podamos pasar juntos antes de que empiece la carrera, así que será mejor que te deje las cosas claras desde el principio.

Ésta frunció el cejo. Dios santo, no, no podía ser, su padre iba a decirle que ella no iba a navegar.

—No, no digas nada aún, por favor —balbuceó a toda prisa—. Dame un par de días para demostrarte que puedo ayudarte a ganar la carrera. —«Y en todos tus viajes de después.»

—Nicole, no...

—¡Por favor! —Lo cogió por el antebrazo y fue a hablar, pero él levantó la mano para detenerla.

Se dio cuenta de que había perdido esa batalla, pero la guerra aún no había terminado. Le quedaban un par de ases en la manga, así que se obligó a tranquilizarse un poco y dejó de pelear.

Consiguió incluso no decir nada cuando su padre le explicó:

—Intentaré ser lo más claro posible: Nicole, no hay ninguna posibilidad de que te subas al barco en esta carrera. Y si quieres culpar a alguien de que lo tenga tan claro, culpa a Sutherland. Mientras siga existiendo esta enemistad entre él y yo, jamás permitiré que estés a su alcance. Hasta el día en que me muera.

«Voy a matar a esos animales», pensó Nicole golpeándose la frente contra el antebrazo que tenía recostado encima del escritorio. Tras unos instantes, volvió a sentarse erguida, se apartó un mechón de pelo que le caía sobre la frente y bajó la vista hacia las cartas de navegación que había encima de la mesa. Se quedó absorta, pensando cómo encajar los números y las ecuaciones.

Hacía ya un cuarto de hora que el ganado almacenado en la bodega no dejaba de moverse. No podía pensar y mucho menos dar con el modo de impresionar a su padre.

Y como no podía ser de otro modo, a bordo no había nadie que pudiera calmarlos. Lassiter había regresado a la taberna para reunirse con aquella mujer, y casi toda la tripulación estaba en tierra firme, disfrutando de su tiempo libre.

Los animales empezaron a tranquilizarse. Nicole contuvo el aliento y rezó para que se mantuvieran en silencio durante el resto de la noche. Pero justo cuando volvió a coger la pluma, volvieron a mostrarse inquietos. Enfadada, la tiró encima de la mesa. ¿Por qué no hacían nada los dos hombres que habían permanecido en el barco para protegerla?

Seguro que se habían quedado dormidos montando la guardia. Si ésa fuera su obligación, ella jamás se quedaría dormida.

Nicole estiró los brazos por encima de la cabeza y se dispuso a salir del camarote. No tenía intención de alejarse demasiado, pero de todos modos se puso el abrigo de lana.

Con el farol oscilando en la mano, caminó hacia la pasarela, y aunque intentó no contagiarse de la pereza que se respiraba en el aire no pudo evitar bostezar un par de veces. Pensó que había otro motivo por el que apenas había hecho nada de provecho durante todo el día; estaba exhausta por falta de sueño. Presa de sensuales imágenes, Nicole se había pasado horas dando vueltas en la cama, con las sábanas enredadas entre las piernas y el camisón acariciándole la piel en exceso sensible.

El hombre que la seducía en sueños ya no era un desconocido: era Sutherland.

Nicole se obligó a recordarse que él era en parte culpable de que su padre no la dejara navegar y que en la carrera competiría contra él y su relación iría aún a peor. Así que, ¿por qué seguía sintiendo los dedos de Sutherland aferrándole la muñeca?

Sacudió la cabeza para intentar dejar de pensar en él. No tenía tiempo para distracciones.

Llegó a la pasarela y buscó a los guardas que se suponía que tenían que estar en cubierta. Al ver que no había nadie a quien poder echar la bronca, decidió bajar ella misma aquella escalera por la que había descendido un millar de veces. Cuando iluminó a los animales con la lámpara, la irreverente cabra se limitó a menear la cabeza en su dirección. Pero los cerdos y las ovejas abrieron los ojos de par en par y empezaron a gritar demostrando lo asustados que estaban.

Nicole les chistó un poco para pedirles que guardaran silencio, pero la tormenta que se estaba formando les estaba poniendo muy nerviosos. Al ver que no le hacían caso, se limitó a soltar una maldición, dejó la lámpara en el suelo y cogió la pala para echarles un poco más de pienso. Pero el brazo se le heló a medio camino.

La luz del farol iluminó un extraño bulto parcialmente oculto por una de las costillas del barco.

¿Un hombre?

Nicole se apartó por enésima vez el pelo de la cara y se caló bien la gorra que llevaba para poder ver mejor al marinero. Fuera quien fuese, tenía que aprender que no debía bajar allí a horas intempestivas sin motivo aparente. Y, lo que era aún más importante, tenía que saber que si había asustado a los animales, era responsabilidad suya calmarlos.

—¿Se puede saber qué estás haciendo aquí, marinero? —exigió saber, acompañando con un sonoro paso de sus botas cada palabra.

Pero a medida que se le acercaba, algo dentro de ella, un instinto que hasta ese momento había decidido ignorar, le advirtió que fuera con cuidado.

Sin responder, él se levantó y se dio media vuelta hacia ella. Nicole se quedó sin aliento.

Aquel hombre tenía una purpúrea cicatriz que le iba desde la frente hasta la vacía cuenca de un ojo, y de él emanaba un insoportable hedor; una mezcla de ginebra, basura... y sangre. Nicole se quedó sin habla y los ojos se le llenaron de lágrimas por el esfuerzo que hizo por tragar saliva y no vomitar.

Inspiró hondo unas cuantas veces y por fin recuperó el ritmo respiratorio. Era imposible que fuera uno de los hombres de la tripulación de su padre. Y eso quería decir... que se había metido en un lío. Otra vez.

Las emociones que sin duda le cruzaron por el rostro debieron de hacerle gracia a aquel tipo tan desfigurado porque sonrió y dejó al descubierto unos dientes que parecían pequeños pedazos de madera podrida. Nicole no pudo evitar abrir más los ojos y dar otro paso más hacia atrás.

Tomó aire y, al ver que él avanzaba en su dirección, lamentó haberse movido.

—Siga con lo que hacía, marino —logró balbucear—. Y discúlpeme.

Esperó un segundo, luego otro, a ver cómo reaccionaba. ¿Qué podía hacer para llamar la atención de los guardas? Si los animales no lo habían logrado, difícilmente lo haría ella. ¿Sería capaz de correr más rápido que él? Nicole llevaba pantalones. Si aquel hombre se proponía atraparla, tal vez lograra llegar a cubierta antes que él. Podía intentarlo... Debería reaccionar de una vez y empezar a moverse.

Justo cuando logró darse la vuelta, el hombre habló.

—No creo que la señorita tenga intención de ir a ninguna parte, Clive.

Un segundo matón apareció de entre las sombras, un hombre que parecía mucho más peligroso que el primero.

Eran dos, allí en la bodega. Con ella.

Nicole también se quedó impresionada con el alarmante físico del otro tipo. Su cara, completamente aplastada, la fascinó de un modo morboso; era redonda y no había en ella ninguna protuberancia a excepción de los labios. Lo miró del mismo modo en que se observa un accidente; con la boca abierta y sin poderse mover de miedo.

Unos segundos más tarde, las ansias de defenderse resurgieron en su interior y, con la mirada, escudriñó la bodega en busca de un arma. Era imposible que pudiera coger la pala o el rastrillo antes de que la atraparan.

De repente, vio el desordenado montón de herramientas que había junto al segundo hombre. ¡Aquellos tipos habían ido hasta allí para sabotearlos! Antes de dejarla sin respiración, la furia le dio fuerzas para plantarles cara.

—Siento haberles molestado. Sigan con las reparaciones que están haciendo. Yo regreso a mi camarote... así que buenas noches.

—Usted no va a ir a ningún sitio, señorita —dijo el hombre llamado Clive—. Usted va a quedarse aquí a hacernos compañía. —Tenía la voz gutural y no dejaba de recorrerle el cuerpo con la mirada. Nicole sintió asco, pero abrió y cerró las manos varias veces para intentar mantener el control—. No creerá que dejaremos escapar a un ejemplar tan sabroso como usted sin darle un bocado, ¿verdad?

—Alto ahí, Clive —protestó el otro, que se había detenido a unos cinco pasos de ella—. El jefe no dijo nada acerca de meterse con nadie esta noche. —Se pasó la mano por la mugrienta melena y continuó—: Lo mejor será que acabemos con esto antes de que nos pillen y luego ya pensaremos qué hacer con ella.

—No fastidies, Pretty —dijo Clive a la vez que se acercaba a Nicole y la sujetaba por el abrigo. La chica gritó asustada y empezó a darle patadas. Con la pesada suela de una de las botas le acertó de lleno en la rodilla y logró escurrirse por debajo de sus brazos in extremis.

—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! —gritó al llegar a la escalera. Sabía que nadie acudiría a rescatarla. Salir de aquello con bien dependía sólo de ella.

A pesar de lo de prisa que corrió, el enorme bruto fue más rápido, y Nicole sólo consiguió subir tres peldaños antes de que se abalanzara sobre ella. La cogió por los tobillos, con lo que parecieron garras, y antes de darse de bruces contra el suelo, sintió como si flotara. Perdió el aliento, y se quedó tan aturdida que apenas sintió dolor al golpear la fría madera con el pecho y el estómago.

«¡Defiéndete, maldita sea, defiéndete!» Utilizó las pocas fuerzas que le quedaban para patear los gruesos labios de su agresor.

La sangre le salió a borbotones. El tipo gemía de dolor, pero aun así seguía sin soltarla. Nicole le dio otra furiosa patada y él la dejó ir; a continuación corrió hacia la escalera tan rápido como pudo.

Iba a escapar. Lo había...

—Si vuelves a intentar algo parecido, te dispararé. —Esas palabras fueron acompañadas por el peculiar sonido de amartillar un arma.

Nicole volvió despacio la cabeza. El hombre de la cicatriz la estaba apuntando con una pistola. Temblando, la muchacha miró hacia Clive, que ahora había logrado ponerse en pie y le sonreía, cubierto de sangre.

Al ver el odio que le inundaba los ojos, dirigido a ella, decidió que sólo tenía una alternativa.

Ignoró la pistola que la apuntaba y echó a correr escaleras arriba. Pero estaba demasiado cansada... iba demasiado lenta.

A medio camino, oyó el gatillo. El disparo retumbó por toda la lúgubre bodega.