CAPÍTULO 12
NICOLE levantó el catalejo y al ver la estela del Southern Cross sintió una increíble sensación de alivio. Por fin lo habían atrapado. No pudo evitar sonreír.
«Y ahora lo adelantaremos»
Pero Sutherland no parecía dispuesto a colaborar. Cada vez que lograban acercarse, él conseguía colocárseles delante e impedir que aprovecharan ningún viento.
Ella observó sorprendida cómo aquel barco lograba adelantar al suyo, que era mucho más rápido y ligero. Se dio la vuelta hacia Chancey para decirle lo que pensaba, pero cerró la boca de golpe.
Éste estaba riéndose, y dijo:
—En respuesta a tu pregunta, Sutherland puede hacer lo que hace porque es bueno, muy bueno, y frío como el hielo. Navega con método, con frialdad.
—Parece que lo admires —dijo Nicole incrédula.
—Puede no gustarme él y en cambio puedo admirar sus técnicas de navegación.
La chica ya no podía soportarlo más.
—Chancey, cambia el rumbo hacia el noroeste —le ordenó apretando los dientes.
—Ni hablar —replicó él fulminándola con la mirada—. No voy a permitir que nos alejes aún más del resto sólo para darte el gusto de ponerte delante de él —añadió en voz baja para que el resto de la tripulación no pudiese oírlos—. Aún faltan muchas millas, tienes que tener paciencia.
—Ya, pero es que estoy segura de que en este mismo instante Sutherland tiene una enorme sonrisa de satisfacción dibujada en el rostro. Y lo único que me importa es borrársela de un plumazo —dijo en un tono de voz muy repelente.
Chancey miró a su alrededor; primero a las olas y luego al cielo. —Los vientos no tardarán en cambiar; entonces podrás adelantarle.
Nicole se bajó la gorra sin decir nada. Él tenía razón, si los vientos cambiaban, el Bella Nicola se interpondría entre éstos y el Southern Cross. Sutherland no podría aprovecharlos. Pero a la vez no podía evitar pensar que su padre habría hecho exactamente lo que ella acababa de sugerir.
Media hora más tarde, en efecto los vientos cambiaron, y pudieron ganar ventaja.
—Si nos apresuramos, podremos adelantarle a tiempo antes de las rocas —dijo Nicole. Se estaban acercando al montón de puntiagudos escollos que daban la bienvenida a todos los navíos que, adentrándose desde América del Sur, participaban en la regata. Ella siempre se había imaginado esas rocas como un puente levadizo que separaba a los afortunados nuevos héroes de los pobres diablos que acababan hundidos en el fondo del mar.
Chancey sacudió la cabeza.
—Nunca lo lograremos. Nos quedaremos a su lado y nos veremos obligados a retroceder. —La miró a los ojos—. Sutherland no es un hombre al que le guste compartir su espacio en el mar, Nicole.
—Si logramos pasar sólo nos quedará Tallywood por delante y por fin perderemos de vista la estela de Sutherland. —Para dar más énfasis a sus palabras, se golpeó una mano con el reverso de la otra—. Es un riesgo calculado, Chancey. ¡En eso consiste precisamente la regata! A la tripulación le encantará. Si conseguimos adelantar al Southern Cross, hablarán de nosotros durante años.
—Dentro de unos metros tendremos suficiente espacio como para intentarlo —farfulló Chancey entre dientes—. Pero con ese movimiento harás que el huracán quede justo encima de nosotros.
—Entonces más nos vale apresurarnos —contestó ella sonriendo con picardía.
El marino la miró con el cejo fruncido, pero tras soltar una maldición, gritó:
—¡Atención todo el mundo! ¡Velas hacia el norte y noroeste! ¡Ya!
—¡Barco a la vista! —anunció el vigía de Derek.
—¿Dónde? —preguntó él al oír eso.
—Al este, acabo de verlo justo pegado a nuestra estela y, por los colores de su bandera, diría que es ese clíper yanqui.
Derek cogió su propio catalejo para comprobar si era el barco de Lassiter. Al ver el familiar dibujo de las velas del Bella Nicola lo cerró de golpe.
No le sorprendía que lo hubiera alcanzado. Ningún barco era tan rápido como el de Lassiter, pero navegar tan cerca requería mucha sangre fría. Seguro que Nicole se había apoderado de sus planes de ruta antes de dejarlo fuera de combate en aquel burdel del Brasil; sin embargo, parecía que incluso querían adelantarlos. Jamás había deseado con tantas ganas que una carrera llegara a su fin...
Estaba hecho un lío, no sabía qué pensar, pero de repente oyó el rugido de un trueno lejano. La tormenta que habían visto formarse más al sur estaba ganando terreno. Desplegándose. Y las rocas escondidas por las olas empezaban a salir a la superficie.
—Nunca me ha gustado cruzar el paralelo cuarenta —dijo una voz tras él.
Derek se dio media vuelta y vio a Jeb acercándose.
—Ni a mí —reconoció el capitán mientras ambos miraban el mar. Se preguntó si Jeb se había acercado hasta allí para asegurarse de que su superior no estaba borracho, de modo que, para tranquilizarle, dijo—: Cuando amaine tendremos más espacio para navegar.
—Es sólo que no me apetece ir a hacer compañía a los cascos que hay aquí hundidos —dijo Jeb flexionando los dedos.
—¿Por qué lo dices? ¿Acaso dudas de mí?
—No, pero no puede decirse que eso signifique demasiado. Maldición, lo más probable es que a ti te encante estar aquí... con lo que disfrutas de las tormentas —dijo el anciano antes de alejarse.
Derek no tenía secretos para aquel hombre. Era cierto, a él le encantaban las tormentas. Probablemente porque eran lo único que lo hacían sentir vivo. Pero en «la ruta imposible» incluso a él lo asustaban.
Se preguntó si el Bella Nicola estaba preparado para capear aquel temporal. El irlandés que la comandaba seguro que había sobrevivido a un montón de tempestades. Seguro que sabía de las corrientes submarinas y de las puntiagudas rocas ocultas, así como de la fuerza de las tormentas en esa latitud.
En Brasil, Derek había averiguado que ese hombre era un muy buen capitán, mucho más consciente y menos impredecible que el salvaje de Lassiter. Pero a pesar de todo, al pensar en los bancos de arena y en las cavernas que empezaban a mostrar su rostro, Derek no pudo evitar preocuparse por Nicole.
Maldita fuera, a él no le importaba lo que pudiera sucederle a aquel barco ni a ninguno de sus ocupantes, incluida ella. Nicole le había espiado, le había mentido, había permitido que Chancey le golpeara... por no hablar del último ataque que había sufrido en otra parte de su anatomía.
Y, además, era la culpable de aquellos agónicos sueños que no dejaban de atormentarle.
«Sólo estoy obsesionado con ella porque aún no nos hemos acostado», se dijo a sí mismo para tranquilizarse.
Sus ya habituales pensamientos sobre cómo sería hacerlo con ella fueron interrumpidos por Bigsby, el médico de a bordo.
—Capitán, ¿puedo hablar con usted, por favor? —El hombre parecía muy angustiado.
Al ver su cara de preocupación, Derek se acordó de la extraña fiebre que empezaba a afectar a gran parte de su tripulación. Esperaba que Bigsby hubiese logrado controlarla por fin. Volvió a guardar el catalejo en el bolsillo de su abrigo y, tras indicarle al timonel que ocupara su puesto, siguió al facultativo.
Fueron hacia la sala de cartografía y Derek esperó impaciente a que Bigsby cerrara la puerta tras él.
—Capitán, no quiero que cunda el pánico —dijo, esforzándose por mantenerse calmado—, pero... han enfermado dos marineros más y un mozo de cabina empieza a estar mareado.
Aquella enfermedad invisible seguía atacando a sus hombres. Una adversidad contra la que él no podía luchar.
—Con ellos ya van once. —Derek se frotó la nuca con la mano—. Le contraté porque me dijeron que era el mejor. Así que, ¿se puede saber por qué diablos aún no ha averiguado qué está pasando?
Bigsby se sonrojó y respondió nervioso:
—Creo que ya lo sé. —Hizo una pausa dramática y, como si estuviera comunicando una sentencia de muerte, dijo—: El agua del barco está... envenenada.
Derek no podía creerlo pero... que Dios le ayudara, tenía sentido. Pensó en los hombres que yacían allí tumbados gravemente, enfermos, intentando controlar sus gemidos de dolor. Primero había creído que sólo eran mareos, nada raro entre la tripulación. Pero pronto, las punzadas en el estómago fueron acompañadas por fuertes fiebres. Su instinto le decía que el médico había acertado.
Veneno. Su mente no parecía capaz de asimilarlo pero sabía que no tenía tiempo que perder.
—Los barriles que nos quedan, ¿están todos contaminados? —preguntó sabiendo ya la respuesta de antemano.
—Sí, me temo que sí. Los abrí yo mismo y les di de beber a un par de gallinas. —Bigsby frunció el cejo y miró el sombrero que no paraba de manosear—. Por lo que les pasó a esos animales, estoy convencido de que así es. Toda el agua está contaminada.
¿No tenían agua? Como mínimo tardarían una semana más en llegar al cabo de Buena Esperanza, eso si toda la tripulación podía trabajar. En esos momentos ya le costaba cubrir todos los turnos, por no mencionar lo difícil que sería cruzar «la ruta imposible» con la mitad de sus hombres. ¿Y si enfermaban aún más?
La maldición de un marino lo sacó de su ensimismamiento.
—El barco del americano está virando y se acerca a nosotros.
Así que el Bella Nicola se estaba acercando. Pero no contaba con recibir ningún tipo de ayuda de su parte.
—Capitán, tenemos suerte —exclamó el facultativo aliviado—. Podemos pedirles ayuda. Seguro que ellos tienen agua de sobra, y tal vez puedan echarnos una mano.
«¡El agua! Nicole había estado en el almacén...» Sintió crecer la furia en su interior y, al notar cómo se apoderaba de sus pensamientos, Derek creyó que iba a estallar. Dio un puñetazo sobre la mesa asustando al médico.
—Reúna a toda la tripulación en cubierta —gruñó Derek—. ¡Ahora mismo!
Minutos más tarde, todos los hombres cuya salud se lo permitía, estaban allí. Miró sus rostros exhaustos y volvió a invadirle la rabia. Se obligó a mantener la calma.
—Hemos llegado a la conclusión de que en el barco no hay ninguna enfermedad. —Al ver cómo la esperanza se reflejaba en las caras de los marinos, levantó la mano—. Pero me temo que lo que voy a deciros es igual de alarmante. Esos mareos son culpa del agua de nuestra bodega. —Se miraron los unos a los otros sin entender—. No nos queda ni una gota de agua sin contaminar. —La angustia deformó sus rostros—. Nuestra urgente necesidad de agua se verá solucionada con la tormenta que se avecina, o eso espero. Pero depender de la lluvia en un viaje de estas características es muy arriesgado. —Quería frotarse el rostro con las manos, pero se contuvo. En vez de eso, irguió más la espalda—. Lo que de verdad me preocupa es lo escasos de personal que estamos para cruzar estas aguas. Si ninguno de los que estamos aquí enferma, tal vez podamos lograrlo.
—Capitán, permítame que le diga —dijo el contramaestre con voz temblorosa—, que creo que yo ya estoy enfermo. No sé si podré ocupar mi puesto por mucho más tiempo —reconoció avergonzado.
Derek iba a contestarle pero otro hombre, y luego otro, y otro dijeron lo mismo que el contramaestre.
—Capitán, ¿y qué pasa con el clíper que llevamos pegado a los talones? —preguntó uno de sus guías—. Aunque sea Lassiter, seguro que nos ayudará si le pedimos socorro.
Derek cortó de cuajo todas las exclamaciones de alivio.
—No podemos contar con ello. —De hecho, no se atrevía ni a predecir cómo reaccionarían.
Derek vio que todos lo miraban sorprendidos al verlo dudar de la ayuda que pudiesen recibir de la tripulación de Lassiter. Intentó ponerse en su lugar; entre marinos eran común ayudarse entre ellos, fueran competencia o no. En principio, había decidido no contarles lo que sospechaba, pero tampoco quería que concibieran falsas esperanzas. Además, tenía que prepararles para las poco ortodoxas órdenes que iban a recibir en pocos minutos:
—Tengo razones para creer que la persona que envenenó nuestra agua va a bordo del Bella Nicola.
Nicole cerró el catalejo apoyándolo contra su muslo y empezó a pasear impaciente por cubierta. Tratar de adelantarlo allí iba a ser peligroso. La verdad era que uno de los motivos por los que había querido atraparlo era porque estaba convencida de que al final no se atrevería a seguir esa ruta. Sí, Derek la había planeado, pero Nicole creía que, al final, se echaría atrás. Había que estar loco para llevar un barco del tamaño del Southern Cross por aquellas corrientes y entre aquellas rocas tan peligrosas. Frunció el cejo. Una de dos, o era muy, muy tozudo o había perdido el juicio. Se decantó por lo segundo.
Se apartó el pelo de la cara y volvió a colocárselo bajo la gorra antes de mirar de nuevo las nubes que empezaban a formar una tormenta. Era una locura seguir esa ruta con una tempestad tan cerca.
Pero él le llevaba ya, como mínimo, un cuarto de milla de ventaja. Desde donde Nicole estaba parecía que Derek lograría cruzar antes de que lo atrapara la tormenta. «No como nosotros», pensó al ver el color púrpura del cielo.
Pero confiaba en su tripulación y, a decir verdad, también en sí misma. Había navegado por aquellas aguas miles de veces con su padre. Y su barco estaba construido para resistir tormentas de ese calibre; ágil contra el viento pero a la vez fuerte. Uno de los recuerdos más preciados de su infancia era escuchar las ráfagas de viento mientras navegaba junto a su padre. Con las velas desplegadas, a toda velocidad, adelantando a los enormes y cobardes barcos que optaban por mantenerlas plegadas.
Cuando Chancey dio la orden de que se prepararan para navegar bajo aquellas difíciles condiciones, nadie pareció sorprenderse, y Nicole fue a su camarote en busca de su chubasquero. Allí, a solas, pensó en Sutherland, como de costumbre.
Estaba pasando el brazo por una de las mangas cuando una oleada de pánico la asaltó de tal modo que tuvo que sentarse para no caerse al suelo.
El riesgo que iba a correr el capitán inglés podía ser letal.
Pero ¿por qué iba a importarle eso a ella? Por culpa de su pésimo sentido del humor había tenido que salir a escondidas de Brasil. Hacía semanas que estaba furiosa con él. Sin embargo, nada más pensar que aquella tormenta pudiera herirlo o matarlo hizo que ese enfado desapareciera igual que una brisa entre las velas.
La verdad era que no tenía ningún motivo para odiarle, y a esas alturas era incapaz de enfadarse por su broma. En especial en esos momentos, cuando los barcos iban tan cerca el uno del otro y estaba a punto de alcanzar a Tallywood. Ya no estaba enfadada, y las emociones que sentía hicieron que su cuerpo se quedara empapado en un sudor helado. Corrió hacia la cubierta.
Se precipitó hacia el puesto de mando y buscó frenética su catalejo bajo la mirada atónita de Chancey. Se obligó a mantener la calma, respiró hondo e incluso consiguió esbozar una sonrisa. No tenía sentido que estuviera tan asustada. «Al fin y al cabo, la última vez que vi a Sutherland navegaba tranquilo por el estrecho.»