CAPÍTULO 16
NICOLE estaba sentada junto al ojo de buey cuando alguien llamó a la puerta. ¿Llamaban antes de entrar? Bueno, eso sí era una novedad. Miró a su alrededor para ver si todo estaba en orden.
Dado que a Bigsby le habían prohibido que le hiciera compañía, nadie tenía miramientos a la hora de abrir o cerrar la puerta de aquel camarote. Por suerte, haberse criado a bordo de un barco había eliminado el poco pudor que le quedaba.
Sutherland entró oliendo a mar, a sal y a un frío penetrante. Dios, ¡cuánto deseaba poder salir de allí! Era tan doloroso como si alguien se burlara de un hambriento desde la ventana de un restaurante.
Nicole luchó contra la tentación de inventarse una historia sobre el envenenamiento sólo para ver si así podía salir de allí. Pero ella no sabía nada sobre venenos, y se veía incapaz de elaborar algo convincente.
Pensar en mentir para conseguir su libertad le ponía los pelos de punta. Si Derek se había quedado allí quieto esperando a que hablara, tenía para rato. De lo único que Nicole se veía capaz era de mirarlo con toda la rabia que sentía. Él en cambio la observaba como si no supiera qué decirle.
—He pensado que, ya que te has quedado sin lienzos... —dijo el capitán por fin mirando las paredes de su camarote—, tal vez te gustaría tener más.
Dejó un montón de telas encima de su escritorio como si estuviera tratando de aplacar a un animal furioso. Nicole sabía que se sentía así.
Luego, de una pequeña caja, Derek sacó tres botes.
—También he pensado que te gustaría tener más pintura. —Se lo veía muy satisfecho consigo mismo, como si ese ataque de generosidad compensara todo lo que había sucedido.
En vez de decirle algo amable, o de obsequiarlo con un gesto de agradecimiento, como él al parecer esperaba, Nicole se limitó a mirarlo señalando las cuadradas telas. Se detuvo un instante y empezó a temblarle un músculo de la mejilla.
—He pensado que te gustaría y que podrías perdonarme por lo de ayer... —prosiguió él, pero se interrumpió al ver que ella se levantaba y se acercaba a él. Antes de que pudiera sospechar nada, Nicole echó el brazo hacia atrás y le dio un puñetazo.
—¡Qué diablos! ¿Por qué lo has hecho? —gritó Sutherland mientras se masajeaba la mandíbula.
Ella temblaba de tan furiosa como estaba.
—Si crees que con un par de retales de vela y un poco de pintura vieja podrás hacerme olvidar que me has tenido encerrada en este camarote... —hizo una pausa para respirar—... estás muy equivocado ¡No soy una niña estúpida que se entretiene con lo primero que se le ocurre! ¡Cuando pinto, lo hago después de un largo día de duro trabajo!
¡Le había dado un puñetazo a Sutherland! No podía creerlo. Ahora, tras haber golpeado aquella mandíbula de granito le dolía la mano. Oyó movimiento fuera del camarote; Jimmy estaba junto a la puerta. ¿Cuánto rato llevaba allí? No lo sabía, pero sí sabía que había visto a Sutherland frotándose la mandíbula y soltando insultos a troche y moche
Después de haber estallado, Nicole no pudo evitar sonreír. Y no dejó de hacerlo ni siquiera cuando Sutherland salió furioso de su camarote.
De hecho, a cada minuto que pasaba estaba más contenta... Pronto estaría enterado todo el barco.
A la mañana siguiente, volvieron a llamar antes de entrar, y esta vez incluso esperaron unos segundos para abrir la puerta. El pequeño Jimmy entró sigilosamente, como si no quisiera despertarla. Mientras ella iba palideciendo con cada día que pasaba encerrada, las mejillas de aquel chaval estaban cada día más sonrojadas. Nicole supo que podría llegar a odiarle.
Igual que el día anterior, el chico observó fascinado los murales que había pintado en la pared y dejó una bandeja. Esa mañana, a diferencia de las otras, la depositó encima de la mesa y no en el suelo, como era su costumbre. Y a la hora de irse se detuvo indeciso en la puerta y se volvió a mirarla.
—¿Qué quieres? —preguntó Nicole enfadada. Con aquellas mejillas era la exacta imagen de la salud y, al igual que Sutherland, olía a amanecer. Pensar en que Jimmy podía estar fuera y ella no, era más de lo que podía soportar.
Aquella tripulación iba a empezar a tratarla de otro modo, y Jimmy iba a ser el primero en hacerlo. Se dirigió hacia aquel mequetrefe.
Él retrocedió unos pasos.
—¿De... de verdad le dio un puñetazo al capitán?
Nicole levantó una ceja, pero el chico continuó:
—Creía que el capitán le gustaba.
Nicole le amenazó con la mirada. Perfecto. Si Jimmy estaba dispuesto, ella no tenía ningún problema en pelearse con él.
—Sí, le di un puñetazo al capitán. ¿Y tú qué piensas hacer al respecto? —Nicole ladeó la cabeza para calibrar al muchacho. No era mucho más alto que ella. Centímetro más o menos. Podría con él.
—¡Un momento! —Adelantó su mano para detenerla y se acercó a la puerta dejando sólo la cabeza dentro de la habitación—. ¿No... no se arrepiente de lo que ha hecho? —gritó el chico.
Ella sabía que no se refería al puñetazo que le había dado a su capitán sino al envenenamiento del agua. Seguía convencida de que esa pregunta no merecía ninguna respuesta, pero a esas alturas ya estaba demasiado enfadada como para razonar.
—¿Arrepentirme? ¡Yo no he hecho nada de lo que tenga que arrepentirme! —gritó ella—. ¡Si no fuerais todos tan obtusos como vuestro capitán, ya os habríais dado cuenta de que soy incapaz de envenenar a nadie! ¡No soy perfecta, ni mucho menos, pero no soy tan pérfida como para querer envenenaros, aunque ahora desearía haberlo hecho!
Jimmy se quedó sin aliento, y antes de echar a correr la miró con los ojos completamente abiertos. Tuvo que esquivar al montón de hombres que, tras escuchar los gritos de Nicole, se habían congregado junto a la puerta. Algunos de ellos se quedaron mirándola y otros farfullaron un par de comentarios, pero ella los ignoró a todos. Supuso que ese momento era tan bueno como cualquier otro para dejar claro lo que pretendía. Porque de ninguna manera iba a pasarse el mes siguiente allí encerrada, y ya era hora de que lo supieran.
Abrió la puerta de par en par y le dijo al marinero que tenía más cerca.
—¿Así que crees que envenené vuestra agua? —le preguntó—. Estáis tan convencidos de ello que vuestro capitán no me deja subir a cubierta por el miedo que le da que me hagáis daño. —Los miró a todos a los ojos.
»Pues bien, maldita sea, ¡yo no he tenido nada que ver con ninguna de las desgracias que os hayan podido acontecer, pandilla de cobardes! —Llegados a este punto sin retorno, Nicole apretó los puños—. Y si queréis hacerme daño, hacedlo ahora, porque voy a cruzar esa puerta para sentir el sol sobre mi piel o... voy a morir en el intento. ¿Me habéis entendido?
En su ataque de furia, lo único que podía oír era cómo la sangre retumbaba en su cabeza. Apenas fue consciente de los silbidos o gruñidos que se produjeron a su alrededor.
Se acercó a la puerta y apartó a todos los que se interponían en su camino.
Incluido Sutherland.
Tenía la expresión desencajada y estaba petrificado. Peor para él.
Nicole recurrió a todas sus fuerzas para apartarle y, tras hacerlo, siguió hasta la cubierta y se acercó a la barandilla, para poder ver el mar.
Derek jamás se había sentido tan estúpido y tan miserable. Mientras observaba cómo los hombros de Nicole subían y bajaban a cada bocanada de aire, supo la verdad.
Ella no lo había hecho.
No podía creer que ella se hubiera atrevido a gritarle a toda su tripulación ni que lo hubiera apartado delante de todos. Pero el indignante comportamiento de la chica lo sacudió de arriba abajo. Sus instintos despertaron de golpe y, sencillamente, lo supo. Todo aquel tiempo le había estado diciendo la verdad sobre lo que había sucedido aquella noche.
Se alejó de ella y fue en busca de Jeb.
—Dile al resto de la tripulación que a partir de ahora tienen que tratar a la señorita Lassiter como a una invitada del barco.
—Como digas, capitán. Pero después de que te diera un puñetazo, ya habíamos decidido hacerlo así.
Derek lo fulminó con la mirada.
—Que seas mucho mayor que yo no te da derecho a faltarle al respeto a tu capitán.
—No, pero si mi capitán se ha puesto él solo en ridículo, sí puedo hacerlo.
Con una última mirada, Derek dio media vuelta y fue a buscar un sitio donde poder observarla sin que lo molestaran. Durante las dos horas siguientes, ella se quedó allí, en la barandilla. Ya era tarde cuando por fin apoyó la cabeza en la madera. Tenía miedo de que alguien la obligara a regresar dentro.
Derek no creía que fuera prudente acercarse a ella tan pronto, pero no podía dejar que siguiera temiendo a su tripulación.
—Nicole —dijo a su espalda. Ella no le hizo ni caso—. Mírame, por favor —le rogó. Despacio, le dio media vuelta y le dolió ver que ella se agarraba con fuerza a la barandilla—. No creo que envenenaras el agua.
Ella no contestó.
—Alguien... alguien trató de sabotear también tu barco.
—Te lo dije.
Derek suspiró hondo.
—Quiero disculparme...
—Muy bien —replicó ella, seca.
Se había disculpado, pero la joven parecía no inmutarse.
—Te he dicho que lo siento —farfulló entre dientes.
—Y yo te digo que «muy bien».
—¿Qué quieres de mí? ¿Qué debo hacer para qué las cosas vuelvan a estar bien entre nosotros?
Ella le atravesó con la mirada.
—Quiero ir a Sydney.
Nicole se alejó de él siguiendo la guía de la barandilla.
Como ya era habitual, Derek no sabía cómo tratarla. Cada vez que creía entender qué tipo de persona era, su concepción de ella se fragmentaba.
La primera vez que la vio creyó que era una prostituta y una mentirosa. Y en esos momentos seguía sin conocerla. ¿Era en verdad una mujer que se moría por navegar junto a su padre y a la vez quería ayudarle a construir su propia naviera? ¿O tenía intención de convertirse en una pintora profesional? ¿O bien sólo navegaba a la espera de encontrar el hombre ideal con el que casarse y formar una familia?
Sólo de pensar en que pudiera casarse con otro hombre, Derek enloquecía de celos. Y sí, eran celos. Ya estaba harto de fingir que lo único que sentía por ella era lujuria. Quería entenderla; quería conocerla.
Y sabía que eso no iba a suceder a corto plazo. En los días que siguieron a aquel enfrentamiento, ella se negó a hablarle, y él dejó de insistir.
—Por el modo en el que te ignora, bien podrías ser invisible —le dijo Jeb una mañana que lo pilló observándola.
Derek, incómodo porque lo habían descubierto, miró a su segundo. No se le había pasado por alto que toda su tripulación sentía lástima por él. Si lo pillaban mirándola, cosa que hacía gran parte del día, en seguida apartaban la vista. No sin antes dedicarle una mirada de conmiseración.
—Gracias, Jeb, por tu astuta e innecesaria opinión.
—¿A que ahora desearías que te gritara? —dijo éste.
Derek apretó los dientes.
—Pero esa chica no es de las que lloran y le echan las culpas a la gente.
Era verdad. Por raro que pareciera, Nicole no había hecho nada para tratar de hacerlo sentir culpable. Lo habría conseguido. En especial sabiendo todo lo que había perdido y que nadie había estado a su lado para consolarla. Y, para colmo, él la había encerrado en su barco y casi la mata de hambre, aunque eso último había sido sin querer.
—Ella no quiere tener nada que ver conmigo —dijo Derek ausente.
—Y eso es como echar sal en una herida, ¿a que sí? —preguntó el viejo lobo de mar ya más cariñoso.
Derek se dio cuenta de que asentía con la cabeza. Era cierto, como también lo era que el doctor Bigsby era el único miembro de la tripulación que disfrutaba de su compañía.
Al igual que Derek, la tripulación al completo había cambiado de opinión, pero aún no la consideraban uno de los suyos. Y, al parecer, ella tampoco deseaba tener mucho que ver con ellos. Ahora que podía pasear por todo el barco, Nicole hacía uso de ese espacio para evitarlos a todos.
En especial a él.
Sin preguntárselo a nadie, la chica empezó a hacerse cargo de pequeñas tareas, como por ejemplo limpiar o remendar todo aquello que lo necesitaba. Derek no se hacía ilusiones; sabía que no era para ayudarlo a él o a su tripulación. Trabajaba para tener las horas ocupadas.
El distanciamiento que Nicole mantenía entre ella y el resto del mundo era infranqueable, y nadie podía hacer nada al respecto...
—Buenos días, señorita Lassiter.
—Mmm.
Nada en absoluto. *
Excepto él en la cama.
Desde aquella primera noche en Londres en la que durmieron juntos... Derek se dio cuenta de que le gustaba mucho acostarse con ella a su lado, y había seguido haciéndolo desde entonces, incluso después de aquel puñetazo. Cada mañana le era más difícil separarse de ella y de la tregua que se instauraba entre los dos mientras dormían. Cuando él la acurrucaba contra su pecho, ella no se resistía y, de un modo inconsciente, se apretaba contra él.
Esa noche, al regresar a su camarote, se quedó mirándola. Sujetaba la sábana con sus pequeñas manos por debajo de la barbilla, y llevaba el pelo recogido en una trenza. «Preciosa.» A Derek era lo que le parecía. Quería hacerle el amor sin importarle el placer que él pudiera sentir, aunque sabía que nunca antes había sentido nada parecido. Quería estar con ella, conseguir que aquella increíble y valiente mujer fuera suya.
Por alguna extraña razón, esa noche ese deseo era mucho más fuerte de lo habitual. Estaba harto, harto de desearla de ese modo. Esa noche no podía, no quería dormir con ella. Se sentó en su silla, pensando en la muchacha que dormía en su cama y empezó a beber con la esperanza de poderla olvidar. Cuando se levantó para coger otra botella, Nicole se despertó y se frotó los ojos.
—¿Qué estás haciendo?
Ella no había dicho: «¿Qué estás haciendo aquí?».
¿Sabía que dormía cada noche a su lado? ¿Tenía idea de cómo le afectaba a él hacerlo?
—Me estoy sirviendo una copa. ¿Quieres una?
La joven sacudió la cabeza y se incorporó un poco. Rodeada de mantas, se sentó con las rodillas apretadas contra el pecho.
—¿Por qué lo haces? ¿Por qué bebes tanto?
El vaso que iba a llevarse a los labios se detuvo a medio camino. En todo ese tiempo, era la primera pregunta personal que le hacía, la primera vez que se interesaba por él. Y había conseguido dar en el blanco.
Derek estaba lo suficientemente borracho como para decirle la verdad:
—Bebo para olvidar. Para olvidarme de todas esas cosas que no puedo cambiar.
Nicole ladeó la cabeza.
—¿Y lo consigues?
—No lo sé —respondió él mirando el vaso—. Antes creía que sí.
—Lo siento —dijo ella con suavidad. Después volvió a acostarse y a dormirse.
Entrada la noche, el capitán seguía pensando en aquellas palabras.
Aquel «Lo siento» se parecía más a un «Me das pena».
Maldita fuera, él era un hombre orgulloso. Quería que Nicole lo respetara, que lo quisiera. Por Dios santo, no quería que sintiera lástima por él.
Pero aunque dejara de beber, en el caso de que pudiera hacerlo, se le estaba acabando el tiempo. Cada interminable noche los acercaba más a puerto, y entre los dos se interponían muchas más cosas de las que él imaginaba.
Derek sabía que ella tenía muchas ganas de pisar tierra firme. En cambio él temía la llegada a Sydney, pues sabía que allí Nicole lo abandonaría para siempre.