23
Seis horas
Empezaba a amanecer, el sol asomaba por el
horizonte. Salí hecha una furia de los edificios de Hampi y dejé
que el impulso que me daba la rabia me ayudara a recorrer la mitad
del camino hacia el campamento del señor Kadam.
Ren me seguía de lejos, silencioso. No lo
oía, aunque sabía que estaba allí. Era muy consciente de su
presencia. Tenía una conexión intangible con él, con el hombre, así
que era casi como si caminara a mi lado. «Casi como si me
tocara.»
Supongo que elegí el camino equivocado, ya
que trotó hasta mí para que viera que tomaba otra dirección.
—Qué presumido —mascullé—. Me iré por donde
yo quiera.
Sin embargo, lo seguí de todos modos.
Al cabo de un rato vimos el todoterreno
aparcado en la colina y el señor Kadam saludándonos con el
brazo.
Llegué al campamento y él me dio un breve
abrazo.
—¡Señorita Kelsey, ya está aquí! Cuénteme lo
que ha pasado.
Suspiré, solté la mochila y me senté en el
parachoques trasero del coche.
—Bueno, estos últimos días han sido de los
peores de mi vida, la verdad. Hemos visto monos, kappa, cadáveres
podridos besándose, mordiscos de serpiente, árboles cubiertos de
agujas...
—Un momento, ¿qué quiere decir con «estos
últimos días»? Si se fueron anoche...
—No —respondí, desconcertada—. Hemos estado
fuera al menos... cuatro o cinco días —afirmé, después de pararme a
contar con los dedos.
—Lo siento, señorita Kelsey, pero Ren y
usted se fueron anoche. De hecho, iba a decirle que debería
descansar un poco y volvieran a intentarlo mañana por la noche. ¿De
verdad han estado fuera casi una semana?
—Bueno, me pasé dormida dos días. O eso me
dijo el chico tigre —añadí, lanzando una mirada asesina en
dirección a Ren, que me miró con una inocua expresión de tigre
mientras escuchaba la conversación.
Ren parecía dulce y atento, tan inofensivo
como un gatito, aunque, en realidad, era tan inofensivo como un
kappa. Yo, por otro lado, estaba erizada como un puercoespín. Tenía
todas las púas de punta para defender mi suave barriga del
depredador que se había interesado por mí.
—¿Dos días? Madre mía, ¿por qué no
regresamos al hotel para que descanse? Podemos volver a recuperar
el fruto mañana por la noche.
—Señor Kadam, no tenemos que volver
—respondí mientras abría la cremallera de la mochila—. Tenemos el
primer regalo de Durga, el Fruto Dorado.
Saqué la colcha y la desdoblé para enseñarle
lo que guardaba dentro.
Él sacó con cuidado el fruto de su
capullo.
—¡Asombroso! —exclamó.
—Es un mango. Tiene sentido —añadí,
sonriendo—. Al fin y al cabo, los mangos son muy importantes para
la cultura y el comercio indios.
Ren resopló y se tumbó de lado en la
hierba.
—Sí que tiene sentido, señorita Kelsey
—repuso el señor Kadam; se quedó admirando el fruto otro momento,
lo envolvió de nuevo en la colcha y dio una palmada—. ¡Esto es muy
emocionante! Vamos a desmontar el campamento para volver a casa. O
quizá sea mejor ir a un hotel para que pueda descansar, señorita
Kelsey.
—¡No, no pasa nada! No me importa ponernos
ya en camino. Ya pararemos en un hotel esta noche. ¿Cuántos días
tardaremos en llegar a casa?
—Tendremos que pasar dos noches más en un
hotel.
Durante un instante me asusté y miré a
Ren.
—Vale. Estooo, estaba pensando que a lo
mejor esta vez, si no le importa, podríamos registrarnos en uno de
esos hoteles más grandes de los que me habló la última vez. Ya
sabe, algo con más gente. Con ascensores y puertas con llave. O,
incluso mejor, en un bueno hotel de muchas plantas en una ciudad
grande. Lejos, lejos, muy lejos de la jungla.
—Veré lo que puedo hacer —respondió el señor
Kadam entre risas.
—¡Bien! —respondí, mirándolo con una sonrisa
beatífica—. ¿Podemos irnos ya? ¡Estoy deseando darme una ducha!
—exclamé; después abrí la puerta del lado del copiloto y susurré a
Ren—: En la planta más alta de un buen hotel inaccesible a los
tigres.
Él se limitó a mirarme con sus ojos azules y
su cara de tigre inocente. Esbocé una sonrisa malvada, subí al
todoterreno y cerré de un portazo. Mi tigre trotó con calma hasta
la parte de atrás, donde el señor Kadam estaba cargando los últimos
suministros, y saltó al interior. De otro salto llegó al asiento de
atrás. Se apoyó sobre el delantero y, antes de que pudiera
evitarlo, me dio un gran beso húmedo de tigre en la cara.
—¡Ren! ¡Qué asco!
Usé mi camiseta para limpiarme la saliva de
tigre de la nariz y la mejilla, y me volví para seguir gritándole.
Él ya estaba tumbado en el asiento trasero y tenía la boca abierta,
como si se riera. Antes de poder arremeter contra él en serio, el
señor Kadam, más contento que nunca, entró en el coche para iniciar
el agitado camino de vuelta a las carreteras civilizadas.
Nuestro conductor quería hacerme preguntas.
Yo sabía que estaba deseando obtener información, pero seguía
enfadada con Ren, así que mentí: le pedí que esperara un rato para
poder dormir un poco. Bostecé para dar énfasis y él accedió de
inmediato a dejarme en paz, lo que hizo que me sintiera culpable.
Me gustaba mucho el señor Kadam y odiaba mentir a la gente. Excusé
mis acciones culpando mentalmente a Ren de aquel comportamiento tan
poco habitual en mí. Convencerme de que era culpa suya me resultó
fácil. Me puse de lado y cerré los ojos.
Dormí un rato y, cuando desperté, el señor
Kadam me pasó un refresco, un sándwich y un plátano. Arqueé una
ceja al ver el plátano y pensé en cuantas bromas sobre monos con
las que podría haber molestado a Ren. Sin embargo, decidí callarme
por el bien del señor Kadam. Me comí el sándwich y me bebí todo el
refresco de un solo trago.
Él se rio y me pasó otro.
—¿Está lista para contarme lo que ha pasado,
señorita Kelsey?
—Sí, creo que sí.
Tardé casi dos horas en contarle lo del
largo túnel, el bosque de agujas, la cueva, los kappa y Kishkindha.
Me pasé un buen rato hablando del árbol dorado y de los monos que
cobraron vida. Acabé con el ataque de los kappa y el mordisco de
Fanindra.
No mencioné que Ren había mantenido su forma
de hombre todo el tiempo. De hecho, quité toda la importancia
posible a su presencia en Kishkindha. Siempre el señor Kadam me
preguntaba por cómo había hecho tal cosa, yo respondía de forma
vaga o decía que, por suerte, teníamos a Fanindra o que, por
suerte, teníamos el gada. Creo que eso lo
dejó satisfecho.
Cuando quiso saber más detalles sobre el
ataque de los kappa, me encogí de hombros y repetí mi mantra: «Por
suerte, tenía a Fanindra». No me apetecía responder a ninguna
pregunta extraña sobre Ren. Sabía que él contaría su versión de la
historia cuando se transformara de nuevo en hombre, pero no me
importaba. Conseguí que mi versión se atuviera a los hechos, sin
emociones y, lo que era más importante, sin Ren.
El señor Kadam dijo que tardaríamos poco en
llegar al hotel, pero que quería encontrar primero un buen lugar
para dejar al tigre.
—Por supuesto —respondí, y dirigí una
empalagosa sonrisa al animal, que estaba muy atento.
—Espero que nuestro hotel no esté demasiado
lejos para él.
—Oh, no se preocupe por él —repuse, dándole
unas palmaditas en el brazo—. Se le da muy bien conseguir lo que
quiere. Quiero decir, atender a sus necesidades. Seguro que pasar
una noche solo en la jungla le resulta muy esclarecedor.
El señor Kadam me lanzó una mirada de
desconcierto, pero, al final, asintió y se detuvo cerca de una zona
arbolada.
Ren salió del todoterreno, se acercó a mi
lado del coche y me lanzó una mirada helada. Cuando el señor Kadam
volvió a subir, me asomé otra vez por la ventana, pero el tigre no
estaba. Me recordé que se lo merecía y me recosté en el asiento,
con los brazos cruzados sobre el pecho y cara de
concentración.
—Kelsey, ¿está bien? —me preguntó en voz
baja el señor Kadam—. Parece muy... tensa desde que ha
vuelto.
—No tiene ni idea —mascullé entre
dientes.
—¿Cómo dice?
—Nada —respondí, suspirando, y esbocé la
sombra de una sonrisa—. Estoy bien, es que le viaje me ha dejado
agotada.
—También quería preguntarle otra cosa: ¿ha
tenido algún sueño extraño mientras estaba en Kishkindha?
—¿Qué clase de sueño?
—¿Puede que un sueño sobre su amuleto?
—preguntó, mirando con cara de preocupación.
—¡Ah! ¡Se me había olvidado del todo! Cuando
arranqué el fruto, me desmayé y tuve una visión. Salíamos los dos y
un tipo malvado.
El señor Kadam parecía más preocupado
todavía.
—Entonces, la visión fue real... para los
tres —dijo tras aclararse la garganta—. Eso me temía. El hombre que
vio era Lokesh, el mismo mago oscuro que maldijo a Ren y
Kishan.
—¿Sigue vivo? —pregunté, boquiabierta.
—Eso parece. También parece que tiene al
menos un fragmento del amuleto. De hecho, sospecho que tiene todos
los demás fragmentos.
—¿Cuántos hay?
—Se rumorea que cinco en total, aunque nadie
lo sabe con certeza. El padre de Ren tenía uno y su madre introdujo
otro en la familia, ya que era la única descendiente de un poderoso
señor de la guerra que también tenía uno. Por eso Ren y Kishan
acabaron cada uno con un fragmento.
—Pero ¿qué tiene que ver conmigo?
—Ese es el asunto, Kelsey. Está ayudando a
Ren para romper la maldición. El amuleto nos conecta a los tres y
me preocupa que Lokesh sepa de nosotros. De usted, en concreto.
Esperaba que le hubiera ocurrido algo, que ya no estuviera vivo al
cabo de tanto tiempo. Llevo siglos buscándolo. Ahora que nos ha
visto, me temo que vendrá a por usted y el amuleto.
—¿De verdad creer que es tan
implacable?
—Sé que lo es —dijo, e hizo una pausa antes
de sugerir en voz baja—. Puede que haya llegado el momento de que
vuelva a casa.
—¿Qué? —repuse, presa del pánico.
«¿Regresar a casa? ¿Para qué? ¿Con
quién?»
No tenía vida en casa, ni siquiera había
pensado en qué pasaría cuando rompiéramos la maldición. Supongo que
había supuesto que había tantas cosas que hacer que me quedaría en
la India un par de años.
—¿De verdad quiere que me vaya a casa ahora?
—pregunté, consternada.
—¡En absoluto! —exclamó al verme la cara,
dándome unas palmaditas en la mano—. No pretendía insinuar que
deseara su marcha. No se preocupe, ya se nos ocurrirá algo. Solo
estaba especulando, por ahora. No tengo ningún plan inmediato para
enviarla a casa. Y, por supuesto, cuando decida irse, podrá
regresar aquí en cualquier momento. Nuestra casa es su casa. Ahora
que sabemos que Lokesh ha entrado en acción, solo tenemos que
proceder con extrema cautela.
El pánico se me pasó un poco, pero no del
todo. «Quizá el señor Kadam tenga razón, quizá debería irme a casa.
Sería mucho más sencillo olvidar al señor superhéroe si estuviera
al otro lado del planeta, ¿no? Al fin y al cabo, es el único hombre
joven con el que he estado estas últimas semanas, sin contar a
Kishan. Sería más sano salir de aquí y conocer a otros chicos. A lo
mejor, si lo hago, me daría cuenta de que esta conexión emocional
que siento con él no es tan fuerte. Puede que mi mente me engañe.
El problema es que he estado muy aislada. Si lo único que tienes a
tu alrededor es a Tarzán y a unos cuantos monos, Tarzán empieza a
parecerte muy atractivo, ¿no? Lo superaré. Volveré a casa y saldré
con un simpático obeso de la informática que nunca me abandonará.
Se me olvidará todo sobre aquel como se llame.»
Seguí con aquella línea de pensamiento,
haciendo una lista de mis razones para alejarme de Ren y tercamente
dispuesta a evitarlo. El único problema era mi mente, rebelde y
débil, que no dejaba de volver a lo segura y a salvo que me sentía
cuando me abrazaba. Y a lo que me había dicho cuando creía que me
estaba muriendo. Y al cálido cosquilleo que se me quedaba en los
labios después de que me besara. Incluso si conseguía no hacer caso
de su bello rostro, lo que era una tarea casi para hercúlea, tenía
otras cualidades deslumbrantes en las que detenerte, y pensar en
ellas me mantuvo ocupada el resto del viaje.
El señor Kadam se metió en el camino de
entrada de un fabuloso hotel de cinco estrellas. Me sentía
desaliñada con mi ropa desgarrada, rota y manchada de sangre. El
señor Kadam parecía despreocupado y más feliz que una perdiz cuando
le entregó las llaves a un mozo y me acompañó al interior. No le
quité la vista de encima a mi mochila, aunque el personal del hotel
se llevó las otras dos bolsas a nuestras habitaciones.
El señor Kadam rellenó los formularios
pertinentes y habló en voz baja en hindi con la señora de
recepción. Después me hizo un gesto para que lo siguiera.
Al pasar junto a la mujer, me acerqué a ella
para preguntarle:
—Por curiosidad, aquí no se permiten
mascotas, ¿verdad?
Ella me miró con cara de perplejidad y
después miró al señor Kadam, pero sacudió la cabeza.
—Genial, era por asegurarme —respondí,
sonriendo.
Mi acompañante ladeó la cabeza,
desconcertado, pero no dijo nada.
«Debe pensar que estoy como una
cabra.»
Sonreí y lo seguí al ascensor. El botones
metió la llave en la ranura que había en la parte superior de la
consola del ascensor y la giró, lo que hizo que la puerta se
cerrara automáticamente; después seleccionó nuestra planta. Salimos
directamente a la habitación, la suite
del ático.
El botones nos dejó y las puertas del
ascensor se cerraron. El señor Kadam me dijo que él estaría en el
dormitorio de la izquierda y que yo me podía quedar con la
suite de la derecha. Se fue no sin antes
pedirme que descansara y que comiera, en el orden que deseara, y
asegurarme que no tardarían en subirme la comida.
Entré en mi preciosa suite, en la que había una cama de matrimonio
grande, y me reí, aturdida. En el centro de mi baño privado había
un enorme jacuzzi. Me quité a toda prisa
las zapatillas sucias y decidí ducharme primero y después meterme a
remojo en el jacuzzi. Tras ponerme bajo
la ducha caliente, me enjaboné el pelo cuatro veces, me puse
acondicionador y dejé que se enjuagara mientras me restregaba la
piel hasta casi dejármela en carne viva. Clavé las uñas en una
pastilla de jabón y las moví dentro de ella para sacar suciedad.
También presté una atención especial a los pies. Mis pobres pies
nudosos, doloridos y llenos de ampollas. «Bueno, puede que el señor
Kadam me sorprenda después con una pedicura.»
Cuando por fin me sentí completamente
limpia, me enrollé el pelo en una toalla y me puse un albornoz.
Llené el jacuzzi de agua caliente, eché
las sales de baño que el hotel proporcionaba a tal efecto y activé
los chorros de agua. El aroma a peras jugosas y hayas recién
recogidas impregnó el aire. Me recordaba a Oregón.
La sensación de meterme en aquella bañera
fue la mejor del mundo. «Bueno, la segunda mejor del mundo.» Me
molestó que surgiera el recuerdo de besar a Ren, así que me lo
quité de la cabeza rápidamente o, al menos, lo intenté. Cuanto más
me relajaba, más volvía él a mi mente. Era como una canción que se
te queda pegada y, por mucho que lo intentes, siempre vuelve.
Revivía el beso una y otra vez. A pesar de
mis esfuerzos para erradicarla, no pude evitar una sonrisa. «¡Ay!
Pero ¿qué me pasa?» Abandoné mi ensoñación, enfadada, y salí a
regañadientes del jacuzzi. Después de
secarme y ponerme unos pantalones cortos y una camiseta limpios, me
senté a cepillarme el pelo. Tarde bastante en deshacer todos los
enredos. Cepillarme el pelo resultaba tranquilizador, me recordaba
a mi madre. Me senté en la cama tamaño familiar y disfruté de la
sensación de pasar el cepillo por el pelo limpio y húmedo.
Más tarde salí a la sala de estar y me
encontré al señor Kadam, que leía un periódico.
—Hola, señorita Kelsey, ¿se siente
mejor?
—Mucho mejor; no sé ni cómo darle las
gracias.
—Bien. Debajo de la campana hay algo de
cena. Me he tomado la libertad de pedirla por usted.
Levanté la tapa y encontré pavo, relleno de
pan de maíz, salsa de arándanos, guisantes y puré de patatas.
—¡Vaya! ¿Cómo lo ha conseguido?
—Se me ocurrió que le apetecería comer un
plato estadounidense, para variar, y no hay nada más estadounidense
que eso —respondió, encogiéndose de hombros—. Incluso hay tarta de
manzana de postre.
Me senté a su lado con mi bandeja y el vaso
de agua helada con limón que él sabía que me gustaba. Tras sentarme
sobre las piernas, me puse a comer.
—¿Usted ha comido ya?
—Sí, hace una hora, más o menos. No se
preocupe por mí, disfrute de su cena.
Empecé a hacerlo y me llené antes de llegar
a la tarta. Mojé un trozo de pan en la salsa de carne y dije:
—Señor Kadam, quiero contarle una cosa. Me
siento culpable por no habérselo dicho antes, pero creo que debería
saberlo. —Tras respirar hondo continué—. Ren permaneció en su forma
de hombre durante todo el tiempo que estuvimos en Kishkindha.
—Qué interesante —respondió, dejando el
periódico—. ¿Por qué no me lo había contado antes?
—No sé —dije, encogiéndome de hombros—. Las
cosas no han ido demasiado... bien entre nosotros los últimos
días.
Se rio con ojos brillantes, como si lo
entendiera.
—Ahora todo tiene sentido. Me preguntaba por
qué actuaba de manera tan distinta con él. A veces sabe cómo ser...
difícil.
—Cabezota, querrá decir. Y exigente. Y...
—Miré por la ventana las luces nocturnas de la ciudad y mascullé—:
Y muchas otras cosas.
—Ya veo —contestó, acercándose para cogerme
la mano—. No se preocupe, señorita Kelsey. Me sorprende que haya
logrado tanto en tan poco tiempo. Es muy difícil enfrentarme a un
viaje tan peligroso, y más con alguien a quien no se conoce bien y
en quien no sabe si debe confiar. Hasta los mejores compañeros se
pelean cuando están bajo una gran presión, como les ha pasado a
ustedes dos. Seguro que se trata de un contratiempo temporal en su
amistad.
Nuestra amistad no era el problema,
precisamente. Sin embargo, las palabras del señor Kadam me
consolaron. Puede que otra vez superada la situación lográramos
hablarlo y utilizar un poquito el sentido común. A lo mejor me
tocaba a mí ser la adulta. Al fin y al cabo, Ren acaba de empezar a
comunicarse de nuevo con la gente. Si conseguía explicarle cómo
funcionaba el mundo, seguro que lo entendería, y podría superarlo y
seguir siendo mi amigo.
—Es extraordinario que mantuviese su forma
humana durante toda su estancia allí. Quizá tenga algo que ver con
que se parara el tiempo.
—¿De verdad cree que le tiempo se detuvo en
Kishkindha?
—Puede que allí el tiempo avance de manera
distinta, pero sé que aquí estuvo ausente durante muy poco
tiempo.
Asentí con la cabeza, estaba de acuerdo con
su análisis.
Como me sentía mejor después de hablar con
él y, además, me alegraba de haberle contado la verdad, le dije que
iba a leer un rato, y que después pensaba dormir largo y tendido
sobre la almohada blandita. A él le pareció bien y me pidió que
dejara la ropa sucia en la bolsa de la lavandería para que me la
lavaran por la noche.
Cuando llegué a mi suite me puse a reunir mis cosas. Metí en la bolsa
la ropa sucia y también la deportiva. Además, desenrollé con
cuidado la colcha, saqué el Fruto Dorado y lo envolví en una
toallita. A continuación eché también en la bolsa de la lavandería
la colcha.
Tras abrir la puerta y dejar la bolsa fuera,
me metí en la cama para disfrutar de la suavidad y el lujo de las
sábanas. Me hundí en las almohadas de pluma de ganso, y me sumí en
un sueño profundo y relajante.
A la mañana siguiente, sonreí y estiré
todas las extremidades al máximo, pero ni siquiera así conseguí
llegar al borde de la cama. Me volví a cepillar el pelo y me lo
recogí en una cola de caballo suelta.
El señor Kadam estaba desayunando rösti, tostadas y tortilla de patatas. Me uní a él,
y me puse a beber un zumo de naranja y a charlar sobre lo
emocionante que era volver a casa.
Nos devolvieron la ropa limpia planchada y
doblada, como nueva. Después de sacar algo de la pila para
vestirme, metí el resto en la bolsa. Cuando llegué con la colcha,
me detuve un momento para oler el jabón de limón que habían usado y
para examinarla en busca de daños. Aunque estaba desteñida y se le
notaban los años, todavía aguantaba. Envié un agradecimiento
silencioso a mi abuela. «Ya nadie las hace tan bien como tú,
abuelita.»
Guardé la colcha doblada en el fondo de la
mochila y metí el gada al lado, de pie.
Lo había sacado para limpiarlo la noche anterior, pero me
sorprendió encontrarlo reluciente e impoluto, como si no lo hubiera
usado nunca. Al lado, sobre la colcha, coloqué a Fanindra con el
Fruto Dorado en medio de su cola enroscada. Después cerré las
cremalleras, aunque dejé un poco abierta para que la serpiente
pudiera respirar. En realidad, no sabía si respiraba, pero eso me
hacía sentir mejor.
Pronto llegó el momento de marcharse. Me
sentía contenta, descansada y muy satisfecha hasta que paramos y lo
vi a él, y no era un tigre. Ren nos había estado esperando con su
ropa blanca de siempre y esbozando una amplia sonrisa. El señor
Kadam se acercó y lo abrazó. Oía sus voces, aunque no entendía lo
que decían. Sí que oí al señor Kadam reírse mientras le daba
palmadas a Ren en la espalda con bastante fuerza. Estaba claro que
algo lo hacía muy feliz.
Entonces, Ren se transformó de nuevo en
tigre y subió al coche de un salto. Se acurrucó para echarse una
siesta, y yo pasé de él y elegí un libro para mantenerme ocupada
durante el largo trayecto.
El señor Kadam explicó que tendría que parar
en otro hotel de camino a casa y estaríamos todo el día en la
carretera. Contesté que me parecía bien; tenía muchos libros para
leer, ya que él me había comprado un par de novelas y un libro de
viajes sobre la India en la librería del hotel.
Di un par de cabezadas durante el día, entre
capítulos. Terminé la primera novela a primera hora de la tarde y
me acercaba al final de la segunda cuando entramos en la ciudad. En
el coche reinaba un silencio poco habitual. El señor Kadam parecía
alegre, aunque no explicaba por qué, y Ren se pasó todo el día
durmiendo detrás.
Cuando cayó el sol, el señor Kadam anunció
que nos acercábamos a nuestro destino. Comentó que me dejarían a mi
primero y que después iríamos a cenar en el restaurante del hotel,
para celebrarlo.
Dentro de mi nueva habitación de hotel
lamenté no tener nada que ponerme, ya que solo llevaba vaqueros y
camisetas en la bolsa. Mientras daba vueltas por tercera vez a las
mismas tres prendas, oí que llamaban a la puerta, y fui a abrir
vestida con el albornoz y las pantuflas. Una camarera del hotel me
entregó una bolsa de ropa y una caja. Intenté hablar con ella, pero
entendía mi idioma y se limitaba a repetir: «Kadam».
Acepté los paquetes, le di las gracias y
abrí la bolsa: dentro había un vestido increíble. El cuerpo de
terciopelo negro fabricadas en una seda salvaje color ciruela
nacarado. El ajustado cuerpo me marcaba más curvas de las que tenía
en realidad. Iba ciñéndose hasta las caderas y acababa encima de la
falda, que llegaba hasta las rodillas. Un cinturón hecho con el
mismo suave material que la falda se ataba a un lado y se sujetaba
con un reluciente broche para enfatizar la cintura.
El vestido tenía una factura impecable,
estaba completamente forrado y, seguramente, era caro. Cuando me
movía bajo la luz, la falda brillaba con distintos tonos de morado.
Nunca había tenido nada tan magnífico, salvo por el precioso
vestido azul indio que me había dejado en la casa. Abrí la caja y
encontré unas sandalias negras de tacón con hebillas de diamantes y
un pasador con un lirio a juego para el pelo. Con un vestido así
hacía falta maquillarse, así que me metí en el baño y terminé de
arreglarme. Me puse el lirio en el pelo justo encima de la oreja
izquierda y me peiné los rizos con la mano. Después me puse los
zapatos y esperé al señor Kadam.
No tardó mucho en llamar a la puerta; se me
quedó mirando con aire de aprobación paternal.
—¡Señorita Kelsey, está preciosa!
—El vestido es precioso —respondí, dando una
vuelta para que lo viera—. Si tengo buen aspecto es gracias a
usted. Ha elegido algo fabuloso, gracias. Debía de saber que quería
parecer una dama, para variar, en vez de una excursionista.
Asintió con la cabeza y se quedó pensativo,
pero me sonrió, me ofreció un brazo y me acompañó al ascensor.
Bajamos y nos reímos cuando le conté que Ren había estado corriendo
por ahí con unos veinte monos agarrados a su pelaje.
Caminamos hasta un restaurante en el que se
comía a la luz de las velas, con manteles y servilletas de lino. La
encargada nos guio a una parte en la que había ventanales que iban
del suelo al techo y desde los que se veían las luces de la ciudad.
Solo había otra mesa ocupada en aquella zona; era un hombre que
comía solo, de espaldas a nosotros, mirando las luces.
El salir Kadam hizo una reverencia y
dijo:
—Señorita Kelsey, la dejaré con su
acompañante para esta noche. Disfrute de la cena.
Dicho lo cual, salió del restaurante.
—Señor Kadam, espere, no lo entiendo.
«¿Acompañante? ¿De qué habla? A lo mejor se
ha equivocado.»
Justo entonces oí detrás de mí una voz que
ya me resultaba demasiado familiar.
—Hola, Kells.
Me quedé paralizada, y noté el corazón en la
garganta y un millón de mariposas en el estómago. Pasaron los
segundos, ¿o fueron minutos? No sabría decirlo.
—¿Sigues sin hablarme? —preguntó, dejando
escapar un suspiro de frustración—. Vuélvete, por favor.
Una cálida mano se metió bajo mi codo y me
volvió con suavidad. Levanté la mirada y ahogué un jadeo: ¡estaba
impresionante! Estaba tan guapo que me daban ganas de llorar.
—Ren.
—¿Quién si no? —respondió, sonriendo.
Llevaba un elegante traje negro y se había
cortado el pelo. Se lo había peinado hacia atrás en capas
alborotadas que acababan con una leve onda en la nuca. No se había
abrochado el cuello de la camisa blanca que le resaltaba el tono
dorado de la piel y el blanco reluciente de la sonrisa. En
definitiva, una imagen letal para cualquier mujer que se cruzara en
su camino. Gemí por dentro.
«Es como... como James Bond, Antonio
Banderas y Brad Pitt, todo en uno.»
Decidí que o más seguro era mirarle los
zapatos. Porque los zapatos son aburridos, ¿no? Nada atractivos:
«Ah, mucho mejor.» Sus zapatos eran bonitos, claro, negros y
relucientes, como cabría esperar. Esbocé una sonrisa irónica cuando
me di cuenta de que era la primera vez que veía a Ren
calzado.
Él me levantó la barbilla para que lo mirara
a la cara. «Qué imbécil.» Entonces le tocó a él examinarme. Me miró
de arriba abajo, y no fue una mirada rápida, se tomó su tiempo.
Tanto, que noté que se me ponía la cara roja. Me enfadé por
ruborizarme y o miré con rabia.
—¿Has acabado ya? —pregunté, nerviosa e
impaciente.
—Casi —respondió mientras observaba mis
zapatos.
—Bueno, ¡date prisa!
Volvió a mirarme la cara y sonrió,
disfrutando los que veía.
—Kelsey, cuando un hombre está con una mujer
bella, debe saber cómo frenar el ritmo.
Arqueé una ceja y me reí.
—Sí, soy como un maratón.
—Exacto —repuso, besándome los dedos—. Un
hombre sabio nunca se apresura... en una maratón.
—Estaba siendo sarcástica.
Sin hacerme caso, se metió mi mano bajo el
brazo y me condujo a una mesa con una iluminación preciosa. Tras
apartarme la silla me invitó a sentarme.
Me quedé de pie, preguntándome si podía
salir corriendo hace la salida más cercana. «Malditas sandalias, no
lo lograría.»
Se acercó más y me susurró al oído:
—Se lo que estás pensando y no pienso volver
a dejarte escapar. Puedes sentarte y cenar conmigo como en una cita
normal —dijo, sonriendo al decir la palabra— o —añadió, haciendo
una pose antes de terminar la amenaza— puedes sentarte sobre mí
regazo para que te dé yo la comida.
—No te atreverías, eres un caballero, nunca
harías semejante cosa. Es un farol, señor «te pido permiso».
—Hasta un caballero tiene sus límites. De un
modo u otro, vamos a mantener una conversación civilizada. Espero
tener la oportunidad de darte de comer en mi regazo, pero tú
elijes.
Se enderezó de nuevo y esperó. Me dejé caer
en mi silla sin mucha elegancia y la acerqué a la mesa haciendo
ruido. Él se río en silencio y se sentó frente a mí. Me sentía
culpable por el vestido, así que recoloqué la falda para que no se
me arrugara.
Lo miré con rabia mientras se acercaba la
camarera. Me dejó el menú rápidamente y tuve que ver cómo se tomaba
un tiempo extra para darle a Ren el suyo. Se quedó junto a su
hombro y señaló varias elecciones, inclinada sobre él. Cuando por
fin se fue, puse los ojos en blanco, asqueada.
Ren se tomó su tiempo para examinar el menú
y parecía estar divirtiéndose mucho. Ni siquiera miré mi carta. Él
me lanzada miradas llenas de intención mientras yo permanecía en
silencia e intentaba evitar mirarlo a los ojos. Cuando volvió la
camarera, habló brevemente con él e hizo un gesto hacia mí.
Yo sonreí y, con una voz dulce como la miel,
respondí:
—Tomaré o lo que me permita salir antes de
aquí. Una ensalada, por ejemplo.
Ren me sonrió con air benevolente y enumeró
todo un banquete de platos; la camarera lo anotó todo sin ninguna
prisa. No dejaba de tocarlo y reírse con él, lo que me resultó muy,
muy molesto
Cuando se fue, él se acomodó en su silla y
bebió un poco de agua.
Fui la primera en hablar, y lo hice con voz
baja y alterada:
—No sé a qué estás jugando, pero solo te
quedan unos dos minutos, así que espero que hayas pedido el filete
tártaro, tigre.
—Ya veremos, Kells, ya veremos —respondió
él, esbozando una sonrisa maliciosa.
—Vale, a mí me da igual. Estoy deseando ver
qué pasa cuando un tigre blanco salga corriendo por este
restaurante tan mono sembrando el caos y la destrucción. A lo mejor
bajan de categoría por poner a sus clientes en peligro. Puede que
tu nueva novia camarera salga corriendo como un histérica —dije,
sonriendo al imaginarlo.
—¡Vaya Kelsey! —exclamó él, fingiendo
sorpresa—. ¿Estás celosa?
—¡No! —repuse, soltando una carcajada muy
poco femenina—. Claro que no.
Él sonrió y yo, nerviosa, me puse a jugar
con la servilleta.
—No puedo creerme que hayas convencido al
señor Kadam de que te siga la corriente. Es asombroso, la
verdad.
Él abrió su servilleta y le guiñó un ojo a
la camera cuando se acercó para ponernos una cesta con
panecillos.
Cuando se fue, seguí atacando.
—¿Le has guiñado el ojo? ¡Increíble!
Ren se rio en voz baja, sacó un panecillo
caliente, lo untó con mantequilla y me lo puso en el plato.
—Come, Kelsey —me ordenó; después se echó
hacia atrás—. A no ser que estés pensándote mejor lo de mi
regazo.
Enfadada, partí el panecillo con energía y
me tragué unos cuantos trozos antes de darme cuenta de lo delicioso
que era: ligero y crujiente, con trocitos minúsculo de cáscara de
naranja mezclados con la masa. Me habría comido otro, pero no
quería darle esa satisfacción.
La camarera regresó al poco rato con dos
ayudantes para dejar la mesa llena de platos. Como sospechaba,
había pedido todo un bufé escandinavo, no quedaba ni un centímetro
libre en la mesa. Levantó mi plato y lo llenó de distintos manjares
aromáticos. Después de colocármelo delante, empezó a llenarse el
suyo y, cuando terminó, lo dejó sobre el mantel, me miró y arqueó
una ceja.
—No pienso sentarme sobre tu regazo, así que
no te emociones —susurré, enfadada, inclinándome sobre la
mesa.
Siguió esperando hasta que levanté el
tenedor y di unos bocados. Pinché un trozo de pago colorado
rebozado con nueces de macadamia y dije:
—Vaya, se agotó tu tiempo, ¿no? Tic, tac,
tic, tac. Debes de estar sudando, ¿eh? Podrías transformarte en
cualquier momento.
Él se limitó a probar un trozo de cordero
con curry y un poco de arroz con azafrán,
y se puso a masticar tranquilamente, más fresco que una
lechuga.
Lo observé atentamente dos minutos enteros
antes de doblar la servilleta.
—Vale, me rindo. ¿Por qué estás tan
satisfecho y seguro? ¿Cuándo me vas a contar lo que pasa?
Ren se limpió la boca con cuidado y bebió un
trago de agua.
—Lo que pasa, prema, es que se ha roto la maldición.
—¿Qué? —exclamé, boquiabierta—. Si se ha
roto, ¿por qué te has pasado los dos últimos días transformándote
en tigre?
—Bueno, para ser exactos, la maldición no se
ha roto del todo. Al parecer, se me ha concedido una solución
parcial.
—¿Parcial? ¿Qué quiere decir eso
exactamente?
—Parcial quiere decir que tengo un número
concreto de horas al día. Seis, para ser exactos.
Recité la profecía en mi cabeza y recordé
que había cuatro lados en el monolito, y que cuatro veces seis
era...
—Veinticuatro.
—¿Veinticuatro qué?
—Bueno, seis horas tiene sentido porque hay
que conseguir cuatro regalos para Durga y el monolito tiene cuatro
lados. Solo hemos completado una de las tareas, así que solo te han
dado seis horas.
—Supongo que entonces tendrás que quedarte
por aquí, al menos hasta terminar las otras tres tareas —repuso,
sonriendo.
—No esperes sentado, Tarzán. Puede que no
haga falta que yo esté presente para las otras tareas. Ahora que
eres hombre parte del tiempo, Kishan y tú podréis resolver el
problema solos, estoy segura.
Ren ladeó la cabeza y entrecerró los
ojos.
—No subestimes lo... involucrada que estás,
Kelsey. Aunque ya no hicieras falta para romper la maldición,
¿crees que te dejaría marchar sin más? ¿Qué dejaría que
desaparecieras de mi vida sin mirar atrás?
Empecé a juguetear con la comida, nerviosa,
y decidí no decir nada. En realidad, lo que había dicho era justo
lo que yo tenía pensado hacer.
Algo había cambiado. Había desaparecido el
Ren dolido y desconcertado que me hacía sentir culpable por haberlo
rechazado en Kishkindha. Ahora se comportaba con suma confianza,
casi con arrogancia, muy seguro de sí mismo.
No apartaba los ojos de mi cara mientras
comía. Cuando terminó toda la comida que tenía en el plato, lo
llenó otra vez, echándose al menos la mitad de todas las bandejas
de la mesa.
Me encogí bajo su mirada y seguí jugando con
la comida. Ren era como el gato que se comió el canario o como el
estudiante que tenía todas las respuestas del examen antes de que
el profesor dijera que había uno. Estaba tan satisfecho de sí mismo
que daba rabia, y me daba a impresión de que aquella confianza no
era solo por tener más tiempo como hombre.
Era como si conociera mis pensamientos y
sentimientos más secretos. Verlo tan seguro de todo me ponía de los
nervios. Me sentía como si me arrinconaran.
—La respuesta a la pregunta es... que no. Tu
sitio está conmigo. Y eso me lleva a la charla que quería mantener
contigo.
—Yo decido cuál es mi sitio y, aunque puede
que escuche lo que tengas que decirme, eso no quiere decir que vaya
a estar de acuerdo.
—Me parece justo —respondió, apartando el
plato vacío—. Tenemos que encargarnos de un asunto pendiente.
—Si te refieres a las tareas que quedan, ya
soy consciente de ello.
—No estoy hablando de eso, estoy hablando de
nosotros.
—¿Qué pasa con nosotros? —repuse, metiendo
las manos bajo la mesa para limpiarme el sudor de las palmas en la
servilleta.
—Creo que no dejamos claras algunas cosas y
me parece que ya es hora de hacerlo.
—No te oculto nada, si es lo que quieres
decir.
—Sí que lo haces.
—No, no lo hago.
—¿Te niegas a reconocer lo que ha sucedido
entre nosotros?
—No me niego a nada. No intentes poner en mi
boca cosas que yo no he dicho.
—No lo hago. Simplemente intento convencer a
una mujer muy cabezona de que admita que siente algo por mí.
—Si sintiera algo por ti, serías el primero
en saberlo.
—¿Estás diciendo que no sientes nada por
mí?
—Eso no es lo que estoy diciendo.
—Entonces, ¿qué estás diciendo?
—¡No estoy diciendo nada! —salté.
Ren sonrió y me miró entrecerrando los
ojos.
Si seguía con el interrogatorio, al final me
pillaría en una mentira. No soy buena mentirosa.
—Vale —respondió, apoyando la espalda en la
silla—, te dejaré en paz por ahora, pero hablaremos de esto
después. Los tigres son implacables cuando se les mete algo en la
cabeza. No podrás evitarme para siempre.
—No te hagas ilusiones, señor maravilloso
—respondí, como si nada—. Todos los héroes tienes su kriptonita, y
tú no me intimidas.
Retorcí la servilleta sobre mi regazo
mientras él examinaba todos mis movimientos como si me analizara.
Me sentía desnuda, como si pudiera ver dentro de mi corazón.
Cuando regresó la camarera para ofrecer un
menú más pequeño, seguramente de postres, Ren le sonrió. Ella se
inclinó sobre él, y yo me dediqué a taconear en el suelo,
frustrada. Ren la escuchaba con atención. Después, los dos
volvieron a echarse a reír.
Ren habló en voz baja, señalándome, y ella
me miró, soltó una risita y quitó los platos rápidamente. Él sacó
una billetera y le dio una tarjeta de crédito, y ella le puso la
mano en el brazo para hacerle otra pregunta. No pude contenerme: le
di una patada a Ren por debajo de la mesa. Ni siquiera parpadeó ni
me miró. Se limitó a alargar un brazo sobre la mesa, tomarme de la
mano y acariciarme tranquilamente el dorso con el pulgar mientras
respondía la pregunta. Era como si, para él, la patada fuera un
toque amoroso que solo había servido para ponerlo más
contento.
Cuando la chica se fue, entrecerré los ojos
y le pregunté:
—¿Cómo has conseguido esa tarjeta y qué le
estabas diciendo de mí?
—El señor Kadam me dio la tarjeta, y le he
dicho a la camarera que nos tomaríamos el postre... más
tarde.
—Supongo que querrás decir que te tomarás el
postre tú solito esta noche, porque yo me he hartado de comer
contigo —repuse, riéndome en tono de burla.
—¿Quién ha hablado de comer, Kelsey? —dijo
él, inclinándose sobre la mesa iluminada por velas.
«¡Debe estar de broma! —pensé, pero parecía
decirlo muy en serio—. ¡Genial! Otra vez noto mariposas en el
estómago.»
—Deja de mirarme así.
—¿Así cómo?
—Como si me estuvieras cazando. No soy un
antílope.
—Ah —respondió él entre risas—, pero sería
una caza exquisita y tú una presa suculenta.
—Déjalo ya.
—¿Te pongo nerviosa?
—Podría decirse que sí.
Me levanté de golpe mientras él firmaba el
recibo y me dirigí a la puerta, aunque me alcanzó en un instante y
se inclinó sobre mí.
—No voy a dejarte escapar, ¿recuerdas?
Ahora, pórtate como una buena pareja y deja que te acompañe a casa.
Es lo menos que puedes hacer, ya que no quieres hablarme.
Ren me tomó del codo y me guio al exterior.
Yo era muy consciente de su presencia, y la idea de que me
acompañara a mi habitación y de que seguramente intentara besarme
de nuevo me daba escalofríos. Mi instinto de conservación me decía
que huyera. Cada minuto que pasaba con él hacía que lo deseara más.
Como ser un fastidio no me estaba funcionando, decidí subir la
apuesta.
Al parecer, no solo bastaba con que dejara
de gustarle, sino que, además, tenía que conseguir que me odiara.
Me habían dicho muchas veces que era una de esas chicas de todo o
nada. Si quería apartarlo de mí, tendría que empujarlo tan lejos
que no tuviera oportunidad alguna de regresar.
Intenté soltarme, pero me sujetó el codo con
más fuerza.
—Deja de usar conmigo tu fuerza de tigre,
Superman —gruñí.
—¿Te hago daño?
—No, pero no soy tu marioneta.
—Pues pórtate bien y yo haré lo mismo
—repuso, bajando los dedos por mi brazo para tomarme de la
mano.
—Vale.
—Vale —dijo, sonriendo.
—¡Vale!
Nos metimos en el ascensor y pulsó el botón
de mi panta.
—Mi habitación está en la misma planta
—explicó.
Fruncí el ceño, y después esbocé una sonrisa
torcida y algo malvada.
—Y, bueno. ¿cómo te la vas a apañar por la
mañana, tigre? No deberías meter en líos al señor Kadam por tener
una... mascota tan grande.
Ren me devolvió el sarcasmo mientras me
acompañaba a la puerta.
—¿Te preocupas por mí, Kells? No lo hagas,
estaré perfectamente.
—Supongo que no me servirá de nada
preguntarte cómo sabías cual era mi puerta, ¿no, nariz de
tigre?
Su mirada me derritió por dentro. Me di la
vuelta, pero todo mi cuerpo era consciente de su presencia y lo
sentía cerca, observando, esperando.
Metí la llave en la cerradura y él se acercó
más. Empezó a temblarme la mano y no lograba girar bien la llave.
Ren me sujetó la mano y me volvió hacia él. Después puso las manos
sobre la puerta, a ambos lados de mi cabeza, y se acercó,
encerrándome. Yo temblaba como un conejito atrapado en las garras
de un lobo. El lobo se acercó más, bajó la cabeza y empezó a
acariciarme la mejilla con la nariz. El problema era... que quería
que el lobo me devorara.
Me perdí en la seductora niebla que me
envolvía cada vez que Ren me tocaba.
«A la porra lo de pedir permiso... y a la
porra mis intenciones.»
Notaba que bajaba las defensas.
—Siempre sé dónde estás, Kelsey, hueles a
melocotones con nata —susurró.
Me estremecí y le puse las manos en el pecho
para apartarlo, aunque acabé agarrándole la camisa con los puños y
sujetándome a ella para salvar la vida. Me fue dejando besitos
desde la oreja hasta la mejilla, y después me los repartió por el
arco del cuello. Lo acerqué más a mí y volví la cabeza para que
pudiera besarme de verdad. Él sonrió sin hacer caso a la invitación
y pasó a besarme a la otra oreja. Me mordió con suavidad el lóbulo,
pasó a la clavícula y me besó por todo el hombro. A continuación
levantó la cabeza y acercó los labios a un par de centímetros de
los míos; yo solo podía pensar: «Más».
Esbozando una sonrisa devastadora, se apartó
regañadientes y me acarició con los dedos algunos mechones de
pelo.
—Por cierto, se me olvidó mencionar que
estás preciosa esta noche.
Sonrió de nuevo, se volvió y se alejó por el
pasillo.
Diminutos temblores me vibraban por las
extremidades, como las réplicas de un gran terremoto. No lograba
mantener la mano firme al girar la llave. Abrí de golpe la puerta
de la habitación a oscuras, entré y la cerré con un movimiento
vacilante. Me apoyé en la puerta y dejé que la oscuridad me
envolviese.