18 El templo de Durga

 

El señor de Kadam nos pidió que esperásemos en el coche mientras él iba a ver si había visitantes en el templo. Ren metió la cabeza entre los asientos y me dio en el hombro con ella hasta que me volví.
—Será mejor que sigas agachado. Sí no tienes cuidado te van a descubrir —le dije entre risas.
El tigre blanco hizo un ruido.
—Lo sé, yo también te he echado de menos.
Al cabo de cinco minutos, el señor Kadam regresó, y una pareja joven estadounidense salió del templo y se alejó en su coche.
Bajé del todoterreno y le abrí la puerta a Ren, que empezó a rozarse con mis piernas como si fuera un gato doméstico gigantesco pidiendo comida. Me reí.
—¡Ren! Me vas a tirar —protesté; le puse la mano en el cuello y se contentó con eso.
—Id los dos a examinar el templo mientras yo vigilo por si viene más gente —dijo el señor Kadam después de reírse entre dientes.
El sendero que llevaba al templo estaba cubierto de piedras lisas de color terracota. El templo en sí era del mismo color terracota mezclado con surcos en sepia claro, rosa vivo y ostra pálido. Habían plantado árboles y flores alrededor del templo y varios senderos salían de la entrada principal.
Subimos los estrechos peldaños de piedra que llevaban a la puerta. La entrada estaba abierta y en ella se veían los altos pilares esculpidos que soportaban el umbral, que tenía la altura justa para que entrara por él una persona de estatura media. A ambos lados de la abertura había unas tallas de dioses indios con unos detalles asombrosos.
Una nota escrita en varios idiomas advertía de que había que quitarse los zapatos. El suelo estaba polvoriento, así que también me quité los calcetines y los metí dentro de las zapatillas.
Una vez en el interior, el techo subía hasta formar una alta bóveda llena de imágenes talladas de flores, elefantes, monos, el sol y los dioses jugando. El suelo de piedra era rectangular, y cuatro altas columnas decorativas conectadas mediante arcos ornamentales se erguían en las esquinas. En los pilares se veían tallas de gente en distintas etapas de la vida y con distintas ocupaciones, pero todos adorando a Durga. Encima de cada poste había una imagen de la diosa.
El templo estaba, literalmente, tallado en una colina rocosa. De la planta principal partían tres escaleras que subían a tres puntos distintos. Elegí el arco de la derecha y subí los escalones. La zona del otro lado estaba deteriorada, se veían rocas rotas desperdigadas por el suelo. El estado del lugar no me permitía imaginar para qué se había usado antes.
En la siguiente zona había una especie de altar con una estatuilla rota e inidentificable encima. Todo estaba cubierto por un denso polvo sepia. Las partículas del mismo lanzaban destellos y flotaban en el aire, como si fueran polvo de hadas. Unos rayos de luz entraban por las grietas de la bóveda y salpicaban el suelo. No oía a Ren, pero sí el eco de cada uno de mis movimientos por el templo.
Aunque fuera hacía un calor bochornoso, en el interior no hacía mucho calor, e incluso hacía fresco en algunos puntos, como si cada paso que diera me llevase a un clima diferente. Miré al suelo, vi mis pisadas y las huellas de Ren, y tomé nota de que tendría que barrer antes de irnos. No queríamos que la gente pensara que había un tigre rondando la zona.
Tras registrarlo todo sin encontrar nada importante, entramos por el arco de la izquierda y abrí la boca, asombrada: en un hueco abierto en la pared de roca había una preciosa estatua de piedra de Durga. Llevaba un tocado altísimo y tenía los ocho brazos alrededor de su torso, como si fueran plumas de pavo real. En los brazos sostenía distintas armas, una de ellas alzada en actitud defensiva. Miré con más atención y vi que era el gada, la maza. Acurrucado a sus pies estaba Damon, el tigre de Durga. Sus grandes zarpas apuntaban al cuello de un jabalí enemigo.
—Supongo que ella también tenía un tigre para que la protegiera, ¿eh, Ren?
Me coloqué justo frente a la estatua, y él se sentó a mi lado. Mientras la examinábamos, le pregunté:
—¿Qué crees que el señor Kadam espera que encontremos aquí? ¿Más respuestas? ¿Cómo conseguimos su bendición?
Empecé a pasearme delante de la estatua mientras miraba las paredes, metiendo los dedos con precaución en cada grieta que veía. Buscaba algo que se saliera de lo normal, aunque, al ser extranjera en tierra desconocida, no estaba muy segura de lo que podría ser. Tras media hora, tenía las manos manchadas, llenas de telarañas y cubiertas de polvo terracota. Peor aún, no había conseguido nada. Me limpié las manos en los vaqueros y me dejé caer sobre los escalones de piedra.
—Me rindo. Ni siquiera sé qué estamos buscando.
Ren se acercó y me puso la cabeza en la rodilla; le acaricié el suave lomo.
—¿Y ahora qué hacemos? ¿Deberíamos seguir mirando o volver al todoterreno?
Miré hacia la columna que tenía al lado, en la que se veía a varias personas adorando a Durga. En aquella en concreto había dos mujeres y un hombre ofreciéndole comida. Supuse que serían granjeros, ya que había distintos tipos de campos y huertos en el resto de la talla, además de animales domésticos y herramientas de labranza. El hombre llevaba un saco de grano al hombro, una de las mujeres cargaba con una cesta de fruta y la otra tenía algo pequeño en la mano.
Me levanté para verlo más de cerca.
—Oye, Ren, ¿qué crees que lleva en la mano?
Di un bote cuando la cálida mano del príncipe tomó la mía y la apretó un poco.
—Deberías avisarme cuando vayas a cambiar de forma, ¿sabes? —lo regañé.
Él se rio y recorrió la talla con el dedo.
—No estoy seguro, parece una especie de campana.
Hice lo mismo que él y murmuré:
—¿Y si nosotros también le hacemos una ofrenda por el estilo?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que le ofrezcamos algo, como fruta. ¿Y después tocamos una campana?
Se encogió de hombros.
—Por qué no, merece la pena intentarlo.
Volvimos al todoterreno y le contamos nuestra idea al señor Kadam. Él se entusiasmó.
—¡Excelente idea, señorita Kelsey! No sé cómo no se me ha ocurrido a mí.
Rebuscó entre nuestra comida, y sacó una manzana y un plátano.
—En cuanto a la campana, no se me ocurrió traer una, pero creo que en muchos de estos templos antiguos las instalaban. Los discípulos las tocaban cuando llegaban invitados, cuando había una ceremonia religiosa y a la hora de la comida. ¿Por qué no buscan una campana en el templo? Quizá la encuentren, así no tendríamos que volver al pueblo a comprar una.
Tras recibir la manzana y el plátano, respondí:
—Espero que esto funciones y que nos bendiga, porque no tengo ni idea de lo que estoy haciendo. Ojalá no espere demasiado de mí. No se haga demasiadas ilusiones, señor Kadam, que a lo mejor acaba decepcionado.
Él me aseguró que yo nunca podría decepcionarlo y nos urgió a seguir con el trabajo.
De vuelta en el interior del templo, Ren registró la zona del altar mientras yo empezaba a buscar entre los escombros del otro cuarto.
Al cabo de unos quince minutos, oí:
—¡Kelsey, aquí! ¡Lo he encontrado!
Fui rápidamente a reunirme con Ren, y él me enseñó una pequeña pared al final de la habitación que no se veía desde la entrada del templo. En ella habían esculpido unos estrechos estantes, como si fueran huecos diminutos. En el de arriba había una campanita de bronce oxidado cubierta de telarañas y polvo; yo no llegaba a ella, pero Ren sí. Tenía un anillo en la parte superior para poder colgarla de un gancho.
Ren la sacó del estante y usó su camisa para limpiarla. Tras quitarle la suciedad y el polvo de óxido, la agitó, y la campanita tintineó. Él sonrió y me ofreció su mano para ir juntos a la estatua de Durga.
—Creo que tú deberías hacer la ofrenda, Kells —comentó mientras se apartaba el pelo de los ojos—. Al fin y al cabo, tú eres la que ha sido bendecida por Durga.
—Puede, pero se te olvida que soy extranjera, mientras que tú eres un príncipe de la India. Seguro que sabes mejor que yo lo que hay que hacer.
—Nunca rendí culto a Durga —repuso él, encogiéndose de hombros—. En realidad no conozco el proceso.
—¿Y a qué rendías o rindes culto?
—Participaba en los rituales y las festividades de mi pueblo, pero mis padres querían que Kishan y yo decidiéramos por nosotros mismos cuáles eran nuestras creencias. Eran muy tolerantes con las distintas ideologías religiosas porque ellos pertenecían a culturas distintas. ¿Y tú?
—No he pisado una iglesia desde la muerte de mis padres.
—Puede que los dos necesitemos encontrar el camino a la fe —comentó, apretándome la mano—. Creo que hay algo más que nosotros, un poder bueno en el universo que nos guía a todos.
—¿Cómo puedes ser tan optimista después de llevar tantos siglos atrapado en el cuerpo de un tigre?
—Mi actual nivel de optimismo es una adquisición relativamente nueva —respondió, y me limpió una mota de polvo de la nariz con la punta del dedo—. Vamos.
Sonrió, me besó en la frente y me apartó de la columna.
Nos acercamos a la estatua, y Ren empezó a limpiar el polvo del tigre. Parecía un buen punto de partida. Saqué la servilleta en la que el señor Kadam había envuelto la fruta y me puse a quitarle de encima a la estatua varios años de polvo. Después de limpiar el polvo y las telarañas de Durga y su tigre, incluidos los ocho brazos de la diosa, hicimos lo propio con la base y la estructura que la rodeaba. En la base, Ren encontró una roca un poco ahuecada que parecía un cuenco. Supusimos que allí era donde la gente dejaba las ofrendas.
Coloqué la manzana y el plátano en el cuenco, y me puse frente a la estatua. Ren se acercó y me tomó de la mano.
—Estoy nerviosa —tartamudeé—. No sé qué decir.
—Vale, empezaré yo y tú añades lo que mejor te parezca.
Tocó la campanita tres veces. El eco de su tintineo rebotó en las paredes del tenebroso templo.
—Durga —dijo con voz clara y alta—, venimos a pedirte que bendigas esta búsqueda. Nuestra fe es débil y simple. Nuestra tarea compleja y desconcertante. Por favor, ayúdanos a comprender y danos fuerzas.
Me miró. Tragué saliva, intenté humedecerme los labios y añadí:
—Por favor, ayuda a estos dos príncipes de la India. Devuélveles lo que les han arrebatado. Ayúdame a ser lo bastante fuerte y sabia para hacer lo que sea necesario. Ambos se merecen la oportunidad de recuperar sus vidas.
Me aferré a la mano de Ren y esperamos.
Pasó un minuto y después otro. No ocurría nada. Ren me abrazó un momento y susurró que tenía que volver a transformarse en tigre. Le besé la mejilla y empezó a cambiar. En cuanto se convirtió de nuevo en tigre, la habitación se puso a temblar y las paredes vibraron. Oímos un trueno ensordecedor seguido de varios relámpagos de luz blanca.
«¡Un terremoto! ¡Nos enterrará vivos!»
Rocas y piedras caían del techo, y uno de los grandes pilares se rajó. Me caí al suelo. Ren saltó sobre mí para protegerme de los escombros con su cuerpo.
El terremoto se calmó y dejamos de oír ruido. Ren se apartó de mí y yo me levanté poco a poco, dando traspiés. Miré la estatua, asombrada: una parte del muro de piedra se había roto y caído al suelo, partiéndose en cientos de pedazos.
En la pared en la que estaba la roca ahora veíamos la huella de una mano. Me acerqué y Ren gruñó un poco. Recorrí la huella con el dedo y miré al tigre. Tras reunir valor, levanté la mano y la coloqué sobre la huella. Noté que la piedra se calentaba, como en la Cueva de Kanheri, y la piel me brilló como si alguien hubiese encendido una linterna bajo mi mano. Fascinada, me quedé mirando las venas azules que aparecía conforme mi piel se volvía transparente.
El dibujo de henna que había hecho Phet volvió a verse claramente, iluminado por una fuerte luz roja. Me salían chispas de los dedos. Oí un gruñido de tigre, pero no era de Ren, sino de Damon, ¡el tigre de Durga!
Los ojos del tigre emitían una luz amarilla. La piedra había pasado de ser roca sólida a convertirse en carne viva cubierta de pelaje naranja y negro. El tigre enseñó los dientes y gruñó a Ren, que retrocedió un paso y rugió mientras el pelo del cuello se le ponía de punta. De repente, el tigre dejó de gruñir, se sentó y se volvió hacia su propietaria.
Quité la mano de la huella, empecé a apartarme y retrocedí lentamente hasta colocarme detrás de Ren. Estaba temblando de miedo y sentía escalofríos en la espalda. La rígida estatua respiraba, y la pálida piedra color ostra ya no era piedra, sino carne.
La diosa Durga era una bella mujer india, aunque con piel de oro. Al moverse, su vestido de seda azul se deslizó susurrante sobre una de sus delicadas extremidades. En los brazos lucía todo tipo de relucientes gemas. Los reflejos arco iris se apoderaron del templo, rebotando en uno y otro lado con cada uno de sus movimientos. Contuve el aliento cuando abrió los ojos y bajó sus ocho brazos. Cruzó dos de ellos sobre el pecho y ladeó la cabeza para mirarnos.
Ren se acercó y noté que me rozaba. Eso me tranquilizó, tenerlo a mi lado me proporcionaba seguridad. Le puse una mano en el lomo y noté que se le tensaban los músculos. Estaba listo para saltar, para atacar si era necesario.
Los cuatro nos observamos en silencio durante un rato. Durga parecía muy interesada en mi mano, la que acariciaba el lomo de Ren. Por fin, habló.
Una de sus extremidades doradas se extendió y nos hizo un gesto.
—Bienvenida a mi templo, hija mía.
Quería preguntarle por qué me había bendecido y por qué me llamaba hija, aunque yo no era india. Phet había dicho lo mismo, y el concepto me desconcertaba, pero supuse que lo mejor era quedarse callada.
Señaló el cuenco que había a sus pies y añadió:
—Tu ofrenda ha sido aceptada.
Miré el cuenco: la fruta brilló, lanzó chispas y desapareció. Durga se puso a dar palmaditas en la cabeza a su tigre, como si se hubiera olvidado de nuestra presencia.
Decidí no decir nada y dejar que se tomara su tiempo.
Ella me miró y sonrió. El eco de su voz era como una campanilla en la caverna.
—Veo que tienes tu propio tigre para ayudarte en la batalla.
—Bueno..., sí —respondí, y mi voz sonó débil y frágil comparada con su tono melódico y sonoro—. Este es Ren, aunque es algo más que un simple tigre.
Ella me sonrió, y su esplendor me dejó embelesada.
—Sí, sé quién es y sé que tu amor por él es casi tan grande como mi amor por Damon. ¿No es así?
Le dio un cariñoso tirón de oreja al tigre mientras yo asentía con la cabeza para darle la razón.
—Has venido a por mi bendición, y mi bendición te daré. Acércate más para aceptarla.
Todavía asustada, me acerqué arrastrando los pies. Ren se colocó entre la diosa y yo sin apartar la vista ni un segundo del otro tigre.
Durga alzó sus ocho brazos y los utilizó para pedirme que me acercara más. Di unos cuantos pasos. Ren tenía el hocico casi pegado al de Damon. Los dos se olieron haciendo ruido y arrugando la cara para demostrar lo poco que les gustaba aquella situación.
La diosa no les hizo caso, me sonrió con cariño y dijo:
—El premio que buscas está escondido en el reino de Hanuman. Mi símbolo te mostrará la entrada. El reino de Hanuman esconde grandes amenazas. Tu tigre y tú debéis permanecer unidos para seguir a salvo. Si os separáis, correréis un gran peligro.
Empezó a mover los brazos y yo di un pasito atrás. La diosa se puso un caparazón de caracola en el cinturón y empezó a hacer girar las armas que llevaba en las manos. Tras pasarlas de extremidad en extremidad, las examinó con atención una a una. Cuando llegó a la que quería, se detuvo. Miró con afecto el arma y pasó una de sus manos libres por el borde.
Era el gada. Lo sostuvo ante ella y me hizo un gesto para que lo aceptara. Tomé el arma por el mango. Parecía hecha de oro, pero, curiosamente, no resultaba pesada. De hecho, podía sostenerla con facilidad en una mano.
El gada tenía más o menos el largo de uno de mis brazos. El mango era una espiral dorada, y de ella salía una delgada barra de oro liso de cinco centímetros de grosor que acababa en una pesada esfera de unos treinta centímetros de circunferencia. La superficie del orbe estaba salpicada de diminutas gemas cristalinas. Asombrada, me di cuenta de que seguramente se trataba de diamantes.
Di gracias a Durga y ella me sonrió con benevolencia, alzó un brazo y señaló el pilar. Después asintió con la cabeza para darme ánimos.
—¿Quieres que vaya al pilar? —pregunté.
Ella señaló el gada y después volvió a mirar el pilar.
—Ah, ¿quieres que lo pruebe? —pregunté, conteniendo el aliento.
La diosa asintió y se puso a acariciar la cabeza de su tigre.
Me volví hacía el pilar y levanté el gada como si fuera un bate de béisbol.
—De acuerdo, pero, para que lo sepas, se me dan fatal los deportes.
Respiré hondo, cerré los ojos y golpeé. Esperaba que diera en la piedra, rebotara y me dolieran los brazos. Pero fallé... o eso creía yo.
Todo pasó a cámara lenta: un estruendo ensordecedor hizo temblar el templo y un trozo de piedra salió disparado como si fuera un misil. El fragmento se rompió en el suelo estallando en mil pedazos. Vi que el polvo terroso caía sobre la pila de escombros. El pilar tenía un enorme agujero en el lateral.
Abrí la boca, pasmada, y me volví hacia la diosa, que me sonreía con orgullo.
—Supongo que debo tener mucho cuidado con esto.
—Sí —respondió Durga—, puedes usar el gada cuando necesites protegerte, pero espero que, sobre todo, lo use el protector que te acompaña.
Me pregunté durante un segundo cómo iba un tigre a usar un gada y después dejé con cuidado el arma en el suelo. Cuando alcé la vista, Durga había extendido otro de sus delicados brazos, en el que había una serpiente dorada que estaba tan viva como la misma diosa. La serpiente sacaba la lengua y silbaba mientras se enroscaba en sus bíceps.
—Sin embargo, esto es para ti —explicó Durga, y, horrorizada, vi que la serpiente dorada se le desenroscaba del brazo y bajaba por la base de la estatua. Al llegar al pie, se detuvo, levantó la cabeza y elevó la mitad del cuerpo del suelo. Sacó la lengua y examinó lo que la rodeaba. Sus ojos parecían esmeraldas diminutas. Cuando desplegó los laterales del cuello para formar con ellos una especie de capucha, me di cuenta de que era una cobra y me estremecí. Tenía las características de una cobra normal, aunque, en vez de escamas marrones y negras, en su capucha había unas espirales beis, ámbar y crema sobre fondo dorado. La piel de la barriga era color hueso y la lengua, color marfil.
La serpiente se acercó a mí. Ren retrocedió unos pasos cuando le pasó por debajo de las patas.
Yo estaba aterrada, con la boca seca; notaba un nudo en la garganta y era como si una simple ráfaga de viento pudiera derribarme. Miré a la diosa, que, esbozando una plácida sonrisa, contemplaba el avance de su mascota.
El animal se acercó a mi zapato, sacó de nuevo la lengua y enroscó la cabeza en mi pierna. Me rodeó la pantorrilla y se enrolló en mi extremidad; noté sus músculos al agarrarse a mí y subir lentamente por mi cuerpo. Me temblaba todo, como si fuera una flor bajo un aguacero. Me oí gemir. Ren dejó escapar una mezcla de gemido y gruñido, como si no supiera cómo ayudarme. La serpiente llegó a lo alto de mi muslo. Yo tenía los codos rígidos y los brazos temblorosos apartados un poco de los costados. La serpiente se aferró a mi muslo con la parte inferior del cuerpo y estiró la cabeza hacia mi mano.
La observaba con atención, alerta, mientras ella llegaba a la muñeca. Tras colocarse en ella, se enroscó en el resto del brazo. Notaba sus escamas sobre la piel desnuda; eran frías, suaves y lisas, como discos de ónice. El animal me aferraba con fuerza; al apretarme el brazo y seguir subiendo, se me detuvo el flujo sanguíneo durante un instante y luego volvió a circular, como si me hubieran puesto mal un torniquete.
Una vez tuve casi todo su cuerpo enroscado en la parte superior del brazo, la serpiente alzó la cabeza hasta mi hombro y me rozó el cuello con ella. Sacó la lengua y probó la sal de mi transpiración, lo que hizo que me temblara el labio. Por la cara me caían gotas de sudor, y tenía la respiración entrecortada. Noté que me pasaba la cabeza por el cuello, que me rozaba la barbilla, y allí estaba, con la capucha abierta, mirándome directamente a los ojos. Justo cuando creía desmayarme, volvió a bajarme por el brazo, se enroscó un par de vueltas y se quedó paralizada mirando a Durga.
Bajé la mirada con precaución para mirarla y me asombró comprobar que se había convertido en una joya. Era como uno de esos brazaletes con forma de serpiente que llevaban las antiguas egipcias; sus ojos de esmeralda miraban al frente, sin parpadear.
Con cuidado, la toqué con la otra mano. Todavía se notaban las escamas, aunque su tacto era metálico, no de ser vivo, como antes. Me estremecí y me volví hacia la diosa.
Como el gada, la serpiente era relativamente ligera. «Si tengo que llevar una serpiente dorada en el brazo, mejor que no me pese», pensé.
Tras recuperar algo de mi valor, la examiné más de cerca y me di cuenta de que el animal había encogido un poco. La enorme serpiente se había convertido en un pequeño artículo de joyería.
—Se llama Fanindra, la Reina de las Serpientes —explicó la diosa—. Es una guía y te ayudará a encontrar lo que buscas. Te pude llevar por los senderos más seguros e iluminará tu camino a través de la oscuridad. No la temas, no te desea daño alguno —añadió, y extendió uno de sus largos brazos para acariciar la inmóvil cabeza de la serpiente—. Es sensible a las emociones de los demás y desea que la quieran por lo que es. Tiene un propósito, como todos sus hijos, y debemos aprender a aceptar que todas las criaturas son de origen divino, por temibles que resulten.
—Intentaré superar mi miedo y mostrarle el respeto que se merece —repuse, inclinando la cabeza.
—Es lo único que pido —respondió ella, sonriendo.
Mientras Durga volvía a colocar sus brazos en la posición inicial, nos miró a Ren y a mí.
—Ahora, ¿me permitís que os dé un consejo antes de marchar?
—Por supuesto, diosa.
—Recordad permanecer juntos. Si os separáis, no confiéis en vuestros ojos, sino en vuestros corazones. Ellos os dirán qué es real y qué no. Cuando consigáis el fruto, escondedlo bien, ya que hay quienes querrán robarlo para sus malvados fines.
—Pero ¿no tenemos que traerte el fruto como ofrenda?
La mano que acariciaba el tigre se quedó paralizada y la carne perdió brillo hasta volverse tosca y gris.
—Ya habéis hecho vuestra ofrenda. El fruto tiene otro propósito, ya lo entenderéis cuando llegue el momento.
—¿Y los otros regalos, las otras ofrendas? —insistí, desesperada por averiguar más; resultaba obvio que me quedaba sin tiempo.
—Puedes hacerme las otras ofrendas en cualquiera de mis templos, pero los regalos debes guardarlos hasta...
Sus rojos labios se quedaron helados a media frase, los ojos se le oscurecieron y se convirtieron de nuevo en orbes ciegos. Ella, sus joyas doradas y su reluciente vestimenta perdieron lustre hasta transformarse otra vez en estatua.
Toqué la cabeza de Damon y tuve que restregarme la mano en los vaqueros para limpiármela de la mugre de su oreja. Ren se rozó con mi pierna y yo le acaricié el pelaje del lomo, sumida en mis pensamientos. El ruido de los guijarros al caer me sacó de mi ensimismamiento.
Abracé el grueso cuello de Ren, recogí con cuidado el gada, y salí con él del templo. Se quedó un minuto en la entrada mientras yo utilizaba una rama para limpiar sus huellas.
Mientras caminábamos por el sendero de tierra de vuelta al todoterreno, me sorprendió ver que el sol había avanzado mucho en su recorrido por el cielo.
Llevábamos en el templo un bueno rato, mucho más de lo que yo creía. El señor Kadam estaba aparcado en la sombra, con las ventanas bajadas, echando una siesta. Se enderezó rápidamente y se restregó los ojos al ver que nos acercábamos.
—¿Ha notado el terremoto? —pregunté.
—¿Terremoto? No, esto ha estado más silencioso que una iglesia —respondió, y se rio de su propia broma—. ¿Qué ha pasado ahí dentro? —Entonces vio mis nuevos regalos y ahogó un grito de sorpresa—. ¡Señorita Kelsey! ¿Puedo?
Le pasé el gada. Probó a recibirlo con ambas manos y pareció costarle cargar con su peso, lo que hizo que me preguntara si la edad no le estaría afectando más de lo que parecía.
—¡Es precioso! —exclamó; en su cara se reflejaba alegría e interés intelectual.
—Tendrían que haberlo visto en acción —respondí, poniéndole una mano en el brazo—. Estaba en lo cierto, señor Kadam: sin duda, hemos recibido la bendición de Durga. Salude a Fanindra —añadí, señalando la serpiente que llevaba enroscada en el brazo.
Él le tocó la cabeza con un dedo y yo hice una mueca, temiendo que se reanimara, pero el animal permaneció inmóvil. El señor Kadam parecía encantado con los objetos.
—Vamos, tenemos que irnos —dije, tirándole del brazo—. Se lo contaré todo en el coche. Además, me muero de hambre.
Él se rio, eufórico y exultante. Tras envolver con cuidado el gada en una manta, lo metió en la parte de atrás del coche, rodeó el vehículo y abrió la puerta para que entráramos Ren y yo. Subimos, me abroché el cinturón y salimos en dirección a Hampi. Durga había hablado y nosotros teníamos que encontrar un fruto de oro. Estábamos listos.