22 Huida

 

Cuando abrí los ojos estaba mirando a Ren.
—¡Kelsey! ¿Estás bien? Te has caído. ¿Te has desmayado? ¿Qué ha pasado?
—¡No me he desmayado! —exclamé, aunque después añadí—: Bueno, creo que no.
Me tenía abrazada, muy pegada a él, y me gustaba. No quería que me gustase, pero me gustaba.
—¿Me has sujetado?
—Ya te dije que no te soltaría —me regañó.
—Gracias, superhéroe —mascullé en tono sarcástico—. Ahora suéltame, por favor. Puedo ponerme de pie.
Me dejó con cuidado en el suelo y, consternada, comprobé que todavía me fallaban las piernas. Me ofreció una mano para ayudarme y yo aullé:
—¡Te he dicho que puedo ponerme de pie! Apártate un momento, ¿vale?
No sé por qué le gritaba si solo intentaba echarme una mano, pero estaba asustada. Me estaban pasando unas cosas muy extrañas que era incapaz de controlar. También estaba avergonzada y demasiado sensible a su contacto. No pensaba con claridad cuando me tocaba, mi cerebro se empañaba como un espejo en un cuarto de baño lleno de vapor, así que quería alejarme de él todo lo posible.
Me senté en el borde de piedra del estanque y me volví a poner las zapatillas de deporte con la esperanza de que se me pasara de pronto el mareo. Ren cruzó los brazos sobre el pecho y me miró con los ojos entrecerrados.
—Kelsey, dime qué ha pasado, por favor.
—No lo sé muy bien. He tenido una... visión, supongo.
—¿Y qué has visto?
—Había tres personas: el señor Kadam, un tipo que daba miedo y yo. Los tres llevábamos amuletos y todos los amuletos emitían un brillo rojo.
Él dejó caer los brazos y se puso serio antes de preguntar en voz baja:
—¿Qué aspecto tenía ese hombre?
—Tenía pinta de... no sé, de jefe de la mafia algo así. La clase de tío a la que le gusta controlarlo todo y matar. Tenía el pelo y los ojos negros.
—¿Era indio?
—No lo sé, puede.
Fanindra se había enrollado en el suelo, en posición de brazalete. La recogí, me la puse en el brazo y miré alrededor, desesperada.
—¿Ren? ¿Dónde está el Fruto Dorado?
—Está aquí —respondió, levantándolo de la base del árbol donde había caído.
—Deberíamos esconderlo.
Saqué la colcha, le quité a Ren la fruta con cuidado, asegurándome de no tocarlo, la envolví en la colcha y metí las dos cosas en la mochila. Supongo que mi deseo de evitar tocarlo resultaba demasiado obvio, ya que me estaba mirando con el ceño fruncido.
—¿Qué? ¿Ahora ni siquiera puedes tocarme? ¡Está bien saber que te doy tanto asco! Qué pena que no convencieras a Kishan para que viniera contigo, ¡así podrías evitarme del todo!
Sin hacerle caso, me até los cordones de las zapatillas con dos nudos.
Él hizo un gesto hacia la ciudad y sonrió, burlón.
—Cuando te hayas repuesto por completo, rajkumari.
—A lo mejor Kishan no habría sido tan imbécil —respondí, mirándolo con rabia mientras le daba con el dedo en el pecho—. Y, para que conste, señor sarcástico, ahora mismo no me gustas mucho.
—Bienvenida al club —repuso, entrecerrando los ojos—. ¿Nos vamos ya?
—Vale.
Le di la espalda, ajusté las correas de la mochila y empecé a caminar yo sola.
—¡Vale! —exclamó mientras alzaba los brazos al cielo, exasperado.
—¡¡Vale!! —grité yo a mi vez, y volví a la ciudad con él detrás, callado, echando humo.
Cuando pasamos junto al primer edificio, el suelo se puso a temblar. Nos detuvimos y nos volvimos para mirar al árbol dorado, que se estaba introduciendo de nuevo en el suelo, y las dos mitades del estanque que volvían a unirse. Del interior de las estatuas de los monos salía un brillo extraño.
—Estooo..., ¿Kells? Creo que lo mejor sería salir de la ciudad lo antes posible.
Aceleramos el paso y cruzamos a toda prisa la zona de los edificios. Oí un bufido y un chillido, seguidos de muchos más. Las estatuas de los monos brillaban y cobraban vida, y algo se movía sobre nuestras cabezas.
Unas figuras negras y marrones saltaban de un edificio a otro para perseguirnos. Los chillidos se convirtieron en una cacofonía, el nivel de ruido era increíble.
—¡Genial! —grité a Ren mientras corría—. ¡Ahora nos persiguen hordas de monos! ¡A lo mejor te apetece ir contándome a qué especie pertenecen mientras nos atacan para que pueda apreciar mejor los rasgos característicos del mono que me mate!
—¡Al menos no tienes tiempo para hostigarme mientras los monos te hostigan a ti! —gritó él, sin dejar de correr a mi lado.
Los monos se acercaban. Estuve a punto de tropezarme con uno que había saltado delante de mis piernas. Ren saltó por encima de una fuente con su fuerza de tigre. «Qué presumido.»
—Ren. Estás conteniéndote, ¡sal de aquí! Llévate la mochila y lárgate.
Él dejó escapar una carcajada mordaz; después se volvió para mirarme mientras corría de espaldas.
—¡Ja! ¡Ya te gustaría librarte de mí tan fácilmente!
Se me adelantó un poco y se transformó en tigre. Después corrió a toda prisa hacia mí y saltó por encima de mi cuerpo para meterse entre los monos y frenarlos.
—¡Eh! —le grité, sin parar de correr—. ¡Cuidado con los saltitos! ¡Casi me arrancas la cabeza!
Cambié de dirección forzando mis piernas todo lo posible. Detrás de mí oía ruidos terribles. Casi todos los monos habían pasado al ataque. Ren mordía, daba zarpazos y rugía con fuerza. Miré atrás: tenía todo el cuerpo cubierto de monos marrones, grises y negros. Una docena de ellos seguía persiguiéndome, incluido el enorme y aterrador babuino del estanque reflectante.
Doblé una esquina y por fin vi el puente levadizo. Un mono saltó y se me agarró a la pierna para frenarme. Intenté sacudírmelo mientras corría.
Como no conseguía quitármelo de encima, grité:
—¡Mono estúpido! ¡Quítate... de... encima!
A modo de respuesta, me mordió la rodilla.
—¡Ayyy!
Sacudí la pierna con más fuerza y di pisotones en el suelo para que mi pequeño autoestopista no estuviera tan cómodo. Justo entonces, Fanindra movió la parte superior de su cuerpo, silbó y escupió al mono, que chilló y me soltó la pierna de inmediato.
—Gracias, Fanindra —le dije, dándole unas palmaditas en la cabeza mientras volvía a colocarse en mi brazo.
Llegué a la puerta, crucé el puente y me detuve al otro lado. Ren botaba hacia mí, intentando sacudirse de encima los monos que se le agarraban al lomo. Varios monos corrían hacia mí. Les di patadas como loca, me quité la mochila y saqué el gada.
Empecé a agitarlo como si fuera un bate de béisbol. Hizo un ruido asqueroso cuando acerté a uno de los monos, y el animal siguió volando por los aires hacia la ciudad, entre gemidos. El problema era que solo le daba a uno de cada tres. Otro de los monos me saltó sobre la espalda y se puso a tirarme el pelo. Y otro se me agarró a la pierna. Seguí blandiendo el gada delante de mí y, al final, conseguí librarme de casi todos.
Ren corría por el puente con unos quince monos aferrados a su pelaje. Daba botes, saltaba a los árboles, y se golpeaba contra los troncos por uno y otro lado. Pegó un buen brinco para frotarse el lomo contra una rama y quitarse de encima a los monos que seguían encima.
Las agujas de los árboles cobraron vida y lanzaron sus tallos con hojas para atrapar por piernas y colas a los malvados simios. Después subieron sus ruidosos cuerpos hasta las ramas. Eran demasiados ligeros para defenderse, así que pronto desaparecieron en las copas.
Mientras tanto, yo no dejaba de intentar dar al babuino gris con el gada, pero él corría de un lado a otro y me esquivaba. Era demasiado rápido para mí y no dejaba de chillarme. Me daba golpes con los largos brazos cada vez que se le presentaba la oportunidad, y era lo bastante fuerte como para que doliera. Cuando me daba, empeoraba el estado de mis músculos, ya de por sí cansados. Era como si intentase ablandarme antes de comerme. Un mono diminuto se me sentó en los hombros y me tiró de las trenzas con tanta fuerza que se me saltaron las lágrimas.
Libre ya de monos, Ren corrió hacia mí, me quitó de las trenzas al monito y lo lanzó con fuerza hacia las puertas de la ciudad. El mono rebotó, rodó por el suelo, se levantó, nos bufó y desapareció. Ren me quitó el gada y lo levantó para amenazar al babuino. El babuino tuvo que darse cuenta de que la puntería de Ren era mejor que la mía, porque dio un potente chillido y regresó a la ciudad.
Me senté de golpe en el suelo, entre jadeos. En la ciudad reinaba un silencio espeluznante, ni un chillido de monos se oía.
—¿Estás bien? —me preguntó Ren, volviéndose hacia mí.
Agité la mano para quitarle importancia, pero él se agachó, me tocó la mejilla, me miró de arriba abajo y sonrió.
—Ah, y eso era un tití pigmeo, por si te lo estabas preguntando.
—Gracias —respondí, resollando—, oh, diccionario de monos andante.
Se rio y sacó unas botellas de agua de la mochila; después me pasó una barrita energética.
—¿Tú no quieres una?
—¿Yo? —repuso, llevándose una mano al pecho, burlón—. ¿Comerme una barrita energética teniendo una jungla llena de deliciosos monos? No, gracias, no tengo hambre.
Mordisqueé mi barrita en silencio y le eché un vistazo al Fruto Dorado para ver si se había dañado. Seguía sano y salvo envuelto en mi concha.
Entre mordisco y mordisco, dije:
—Bueno, al final hemos salido de la ciudad casi ilesos.
—¡Ilesos! —repitió él, boquiabierto—. ¡Kelsey, tengo mordiscos de mono por toda la espalda y en otros sitios en los que ni siquiera quiero pensar!
—He dicho «casi».
Ren me gruñó.
Caminamos deprisa, descansamos un poco y regresamos por el sendero de guijarros que se encontraba entre los árboles y el riachuelo. Ren le daba con más fuerza que antes a los árboles yo empecé a sentirme culpable por la forma en que lo había estado tratando. Observé lo rígidos que tenía los hombros mientras caminaba enfurruñado delante de mí.
«Esto ha sido duro. Echo de menos su amistad, por no mencionar otras cosas.»
Estaba a punto de disculparme cuando me di cuenta de que dos kappa sacaban las cabezas del agua y nos observaban.
—Estooo, Ren, tenemos compañía.
Mirarlos solo sirvió para animarlos a entrar en acción. Sacaron aún más la cabeza y espiaron nuestro avance con sus ojos negros. No podía dejar de mirarlos. ¡Eran horribles! Apestaban a ciénaga fétida y, cuando cerraban los ojos, los párpados se movían de lado, como los de los cocodrilos.
Eran pálidos, de piel casi diáfana, y se los veían las palpitantes venas negras bajo la fría y húmeda piel. Apreté el paso. Ren se puso entre el riachuelo y yo, levantado el gada a modo de advertencia.
—Intenta inclinarte —sugerí.
Los dos inclinamos la cabeza para saludar mientras pasábamos, pero no nos hicieron caso y salieron más del agua. Ya estaban de pie y avanzaban despacio, mecánicamente, como si acabaron de despertar de un sueño profundo. El agua les llegaba al pecho y seguían acercándose. Me volví e hice una profunda reverencia, pero nada.
—Sigue andando, Kelsey. ¡Más deprisa!
Empezamos a correr. Sabía que no tendría la resistencia necesaria para mantener aquel ritmo durante mucho tiempo, por mucho que Ren cargara con el peso adicional de la mochila. Del agua salieron más kappa, varios delante de nosotros. Tenían brazos largos y dedos palmeados. Uno de ellos me sonrió, así que pude ver unos dientes irregulares y afilados. Me estremecí y corrí un poco más deprisa.
Ya les veía las patas. Sorprendida, comprobé que eran como las de los humanos. También tenían unas crestas en la espalda, como la espina de un pescado. Sus musculosas piernas estaban cubiertas de salmuera y porquería de estanque, y las largas colas se curvaban como las de un mono, aunque acababan en una aleta caudal transparente. Los kappa se balanceaban con aire amenazador, oímos el ruido de la ventosa que hacían sus pies al salir del lodo y avanzar hacia la orilla del río.
Procuraban mantener las cabezas rectas, lo que los hacía parecer desarticulados. La cabeza permanecía en un sitio mientras el torso oscilaba y se balanceaba, como un zombi. Eran unos treinta centímetros más bajos que Ren y yo, y bastante veloces; cada vez avanzaba más deprisa sobre sus torpes dedos palmeados. Resultaba espeluznante verlos acelerar sin mover prácticamente la cabeza.
—Más deprisa, Kelsey. ¡Corre más deprisa!
—¡No puedo correr más deprisa!
Una horda de blancos vampiros kappa caía sobre nosotros, acercándose a toda prisa.
—¡Sigue corriendo, Kelsey! ¡Intentaré frenarlos!
Seguí corriendo un trecho, me volví y retrocedí para ver cómo estaba Ren. Se había detenido para intentar inclinar la cabeza otra vez. Ellos pararon para examinar su acción pero, al contrario de lo que decía la historia de la madre de Ren, no devolvieron el saludo. Las agallas que tenían en el lateral del cuello se abrieron y cerraron, y los monos abrieron la boca para enseñar los dientes. Unas viscosas gotitas negras les salieron por la boca al tiempo que transformaban su insípido gorgoteo en un ensordecedor chillido. Se abalanzaron sobre Ren para dar caza a su presa.
Él atacó con fuerza el más cercano y le hundió el pecho con el gada. El monstruo expulsó un asqueroso fluido negro por la boca y cayó a la orilla del riachuelo. Las otras criaturas ni siquiera se dieron cuenta de la pérdida de su compañero. Se limitaron a seguir acercándose a Ren.
Golpeó a unos cuantos más, se volvió y corrió hacia mí de nuevo.
—¡Sigue corriendo, Kelsey! —gritaba, agitándolos brazos—. ¡No te pares!
Logramos mantener algo de ventaja, pero yo me cansaba cada vez más. Nos detuvimos un instante para recuperar el aliento.
—Nos van a atrapar, no puedo seguir corriendo —dije entre jadeos—. Me fallan las piernas.
A él también le costaba respirar.
—Lo sé, pero tenemos que intentarlo.
Dio un buen trago de agua y me pasó el resto de la botella que había sacado de la mochila; después me tomó de la mano para guiarme hacia los árboles.
—Vamos, sígueme. Tengo una idea.
—Ren, los árboles de agujas son horribles. Si volvemos intentarán matarnos dos cosas distintas, en vez de solo una.
—Confía en mí, Kells. Sígueme.
Cuando entramos entre los árboles, las ramas empezaron a buscarnos de inmediato. Ren tiró de mí y pasamos corriendo entre ellos. Aunque estaba convencida de que no sería capaz de seguir adelante, lo conseguí de algún modo. Las espinas me laceraban la espalda y me rasgaban la camiseta.
Al cabo de unos minutos de carrera, Ren se paró, me dijo que me quedara quieta y golpeó los árboles que nos rodeaban con el gada.
—Siéntate —me dijo mientras se inclinaba, jadeando—. Descansa un poco. Voy a intentar que los kappa me sigan hasta los árboles. Espero que funcione con ellos tan bien como con los monos.
Se transformó en tigre, me dejó el gada y la mochila, y volvió a meterse entre las ramas. Escuché con atención y oí que los árboles se movían para intentar agarrarlo. Después me rodeó un silencio sepulcral. Lo único que oía era mi respiración entrecortada. Me senté en el suelo musgoso, tan lejos como pude de los árboles, y esperé.
Presté toda la atención que pude, pero no oía nada, ni siquiera a los pájaros. Al final me tumbé y apoyé la cabeza en la mochila. Me dolía el cuerpo, me palpitaban los músculos y me picaban los arañazos de la espalda. Debí de quedarme dormida, porque un ruido me despertó: un extraño arrastrar de pies cerca de mi cabeza. Una cetrina figura blanca grisácea saltó sobre mí y, antes de poder levantarme, me agarró por los brazos y me sentó de un tirón. Después se inclinó sobre mí y me manchó la cara de saliva negra.
Por mucho que agitaba los brazos y le pegaba en el pecho, era más fuerte que yo. Tenía el torso cubierto de cortes que supuraban gotitas turbias: los árboles le habían arrancado trozos de carne. Sus extraños ojos parpadearon varias veces mientras me acercaba más a él, enseñaba los dientes y me los clavaba en el cuello.
Gruñía mientras me chupaba el cuello, y yo daba patadas intentando escapar de sus garras. Grité y me resistí, pero pronto me quedé sin energía. Al cabo de un momento, ya no sentía nada, era como si le pasara a otra persona. Todavía oía al monstruo, pero un extraño letargo se había apoderado de mí. Se me nubló la vista y dejé vagar la mente hasta alcanzar una paz somnolienta.
Oí un golpe seguido de un rugido de alguien muy enfadado. Entonces vi que se elevaba sobre mí un ángel guerrero de aspecto magnifico. Noté un ligero tirón en el cuello y que me quitaban un peso de encima. Después de un ruido como de fruta aplastada, el guapo hombre se arrodilló a mi lado. Aunque parecía hablarme con urgencia, no entendía sus palabras. Intenté responder, pero mi lengua no funcionaba.
Me apartó el pelo de la cara con mucho cariño y me tocó el cuello con sus fríos dedos. Se le llenaron los ojos de lágrimas y uno de aquellos relucientes diamantes me cayó en los labios. Saboreé la lágrima salada y cerré los ojos. Cuando los abrí, sonreía, y el calor de la sonrisa me envolvió en una manta de relajante ternura. El guerrero me cargó en sus brazos y yo me dormí.

 

 

 

Cuando recuperé la conciencia era de noche y estaba tumbada frente a un fuego con pinceladas de verde y naranja. Ren estaba sentado cerca de mí, mirándolo con aspecto abatido, cansado y desolado. Oyó que me movía, se me acercó directamente y me levantó la cabeza para darme agua. De repente, la garganta me ardía como si me hubiera tragado la hoguera. El fuego ardiente se me metió en el cuerpo hasta estallar en el centro; ardía de dentro hacia fuera, y el terrible dolor me hacía gemir.
Ren volvió a bajarme la cabeza y se puso a acariciarme los dedos de la mano.
—Lo siento mucho, no debería haberte dejado sola. Esto me tendría que haber pasado a mí, no a ti. No te lo mereces —dijo, acariciándome la mejilla—. No sé cómo arreglarlo, no sé qué hacer. Ni siquiera sé cuánta sangre has perdido ni si el mordisco es letal —explicó; después me besó los dedos y susurró—. No puedo perderte, Kelsey. No puedo.
El fuego de mi sangre se apoderó de mí hasta que el dolor me nubló la vista. Empecé a retorcerme en el suelo. Aquella tortura era mucho peor que cualquier cosa que hubiera sentido antes Ren me humedecía la cara con una toalla húmeda, pero nada lograba distraerme del fuego que me quemaba las venas. ¡Era atroz! Al cabo de un momento me di cuenta de que mi cuerpo no era el único que se retorcía.
Fanindra se soltó de mi brazo y se acurrucó al lado de la mochila de Ren. No la culpaba por querer alejarse de mí. Levantó la cabeza, abrió la capucha y, con la boca abierta de par en par, ¡me atacó! Me mordió el cuello, clavó sus colmillos con fuerza en mi piel rasgada.
Me inyectó su propio veneno, se apartó, y volvió a morderme una y otra vez. Gruñí, me toqué el cuello y, cuando retiré la mano, vi que estaba manchada de pus. El líquido dorado que había salido de los agujeros abiertos por los colmillos también me salpicaba la mano. Vi que una gota dorada me caía del dedo a la palma y, al juntarse con el pus, este echaba vapor y silbaba. El veneno de Fanindra me recorría el cuerpo. Era como si el hielo me recorriera las extremidades y penetrara en mi corazón. Estaba muriéndome, lo sabía. No culpaba a Fanindra, ya que, al fin y al cabo, era una serpiente y seguramente deseaba acabar con mi sufrimiento.
Ren me acercó de nuevo la botella de agua a los labios y yo bebí, agradecida. Fanindra había vuelto a quedarse paralizada y enroscada a su lado. Ren me limpió con cuidado la herida del cuello y me quitó toda la hirviente sangre negra que había salido por ella.
Por lo menos, ya no me dolía. Lo que había hecho Fanindra me había dejado entumecida. Me entró sueño y supe que tenía que despedirme, quería contarle a Ren la verdad. Quería decirle que era el mejor amigo que había tenido y que sentía cómo le había tratado. Quería contarle... que lo quería. Sin embargo, no podía decir nada, tenía la garganta cerrada, seguramente hinchada por culpa del veneno de serpiente. Lo único que podía hacer era mirarlo.
«No pasa nada. Mirar su bello rostro por última vez me basta. Moriré feliz.»
Estaba tan cansada... Los párpados me pesaban tanto que no lograba mantenerlos abiertos. Cerré los ojos y esperé a la muerte. Ren dejó libre un hueco a mi lado y se sentó allí. Me recostó la cabeza en su brazo y me subió en su regazo. Sonreí.
«Esto es aún mejor. No puedo abrir los ojos para seguir viéndolo, pero noto sus brazos a mí alrededor. Mi ángel guerrero puede llevarme en ellos hasta el cielo.»
Me apretó contra él y me susurró al oído algo que no logré descifrar. Después, la oscuridad me rodeó.

 

 

 

La luz me dio en los párpados y me obligó a abrirlos, aunque me costaba. Todavía me ardía la garganta, y notaba la lengua hinchada y entumecida.
—Duele demasiado como para que sea el cielo; debo de estar en el infierno.
—No —respondió una voz; era tan alegre que me resultaba molesta—. No estás en el infierno, Kelsey.
Como tenía los músculos doloridos y agarrotados, protestaron cuando intenté moverme.
—Me siento como si hubiese perdido un combate de boxeo.
—Lo tuyo ha sido mucho peor. Espera.
Se agachó a mi lado y me ayudó a sentarme con cuidado. Me examinó la cara, el cuello y los brazos, y se sentó detrás de mí para que apoyara mi espalda en él mientras me acercaba una botella de agua a los labios.
—Bebe —ordenó.
Me sostuvo la botella y la inclinó poco a poco, pero yo no podía tragar tan deprisa y parte del agua me cayó por la barbilla hasta mojarme el pecho.
—Gracias, ahora tengo la camiseta mojada.
—A lo mejor lo he hecho por eso —respondió, y percibí su sonrisa detrás de mi nuca.
Resoplé y me llevé una mano a la cara. Me toqué la mejilla y el brazo; la piel me cosquilleaba y, a la vez, estaba algo entumecida.
—Es como tú me hubieran puesto hasta arriba de novocaína y el cuerpo se me estuviera despertando. Pásame la botella; creo que ya puedo levantarla sola.
Ren soltó la botella de agua y me rodeó la cintura con ambos brazos para tirar de mí y recostarme del todo contra su pecho. Su mejilla rozó la mía, y él murmuró:
—¿Cómo te sientes?
—Viva, supongo, aunque no me vendría mal una aspirina.
Él se rio en voz baja y sacó las pastillas de la mochila.
—Toma —me dijo mientras me daba dos—. Estamos a la entrada de las cuevas. Todavía tenemos que atravesar las cuevas y los árboles, y después regresar a Hampi.
—¿Cuánto tiempo llevo fuera de servicio? —pregunté, medio mareada.
—Dos días.
—¡Dos días! ¿Qué ha pasado? Lo último que recuerdo es que Fanindra me mordió y yo me estaba muriendo.
—No has muerto. Te mordió un kappa, estaba acabando contigo cuando te encontré. Debió de seguirte hasta allí. Son unas criaturas muy desagradables, me alegro de que los árboles se encargaran de casi todas.
—El que me encontró estaba arañado y ensangrentado, pero no parecía importarle.
—Sí, los árboles habían destrozado a la mayoría de los que me seguían y, aun así, no se detenían.
—¿No te siguió ninguno hasta aquí?
—Dejaron de perseguirme en cuanto me acerqué a la cueva. Puede que la teman.
—No los culpo. ¿Me has... llevado en brazos todo el camino? ¿Cómo has podido golpear los árboles y sujetarme a la vez?
—Te eché al hombro y me puse a darles con el gada hasta que abrí un hueco. Después lo metí en la mochila y caminé hasta aquí contigo en brazos.
Tomé un buen trago de agua y oí que Ren respiraba hondo.
—He experimentado muchas cosas en la vida —dijo en voz baja—. He participado en sangrientas batallas; he visto cómo asesinaban a mis amigos; he sido testigo de cómo animales y hombres sufrían cosas terribles. Sin embargo, nunca he tenido miedo.
»Lo he pasado mal, me he sentido incómodo y tenso, he estado en peligro mortal, pero nunca había experimentado esa clase de miedo que te provoca sudor frío, la que te come vivo por centro, la que hace que te arrodilles y supliques. De hecho, siempre me había enorgullecido de estar por encima de eso. Creía que había sufrido y visto tanto que ya nada lograría asustarme. Que nada conseguiría llevarme hasta ese punto.
»Me equivocaba —afirmó, dándome un ligero beso en el cuello—. Cuando te encontré y vi que... que esa cosa intentaba matarte, me enfurecí. Lo maté sin vacilar.
—Los kappa son aterradores.
—No me daba miedo el kappa. Me daba miedo... perderte. Un miedo insondable, arrollador y corrosivo. No podía soportarlo. Lo peor era darme cuenta de que no quería seguir viviendo si tú te ibas, pero que no podía hacer nada al respecto. Estaría atrapado para siempre en esta miserable existencia sin ti.
Escuché cada una de sus palabras. Me llegaron dentro y supe que yo habría sentido lo mismo de habernos cambiado los papeles. Sin embargo, me dije que aquella sincera declaración no era más que un reflejo de la tensión a la que habíamos estado sometidos. La plantita del amor que crecía en mi corazón se aferraba a cada voluta de pensamiento, absorbía sus palabras como si fueran dulces gotas de rocío. Pero regañé a mi corazón y guardé las cariñosas expresiones de afecto en otra parte, decidida a que no me afectaran.
—No pasa nada, estoy aquí. No tengas miedo, seguiré viva para ayudarte a romper la maldición —respondí, intentando que no se me quebrara la voz.
—Ya no me importa romper la maldición —susurró suavemente, apretándome la cintura—. Creía que te morías.
—Bueno, pues no —repuse con frivolidad después de tragar saliva—. ¿Ves? Ya puedo seguir discutiendo contigo. ¿A qué ahora habrías preferido que no hubiera salido de esta?
—No vuelvas a decir eso, Kells —dijo, tensando los brazos.
—Bueno, gracias —respondí tras un segundo de vacilación—. Gracias por salvarme.
Él me apretó con más fuerza, y yo me permití apoyarme en él y disfrutar de aquello un minuto, solo un minuto.
«Al fin y al cabo, casi me muero. Me merezco alguna recompensa por sobrevivir, ¿no?»
Cuando pasó el minuto, me eché hacia delante y me aparté. Él me soltó a regañadientes, y yo me volví para mirarlo, esbozando una sonrisa nerviosa. Probé a levantarme, y las piernas me parecieron lo bastante fuertes como para caminar.
Antes, al pensar que me moría, había querido decirle a Ren que lo quería. Pero, al saber que había sobrevivido, ya no deseaba hacerlo ni en broma. Regresó mi determinación de mantenerlo alejado de mí, aunque la tentación de permitir que me envolviera con sus brazos era fuerte, muy fuerte. Le di la espalda, cuadré los hombros y recogí la mochila.
—Vamos, tigre, sigamos. Me siento sana como una manzana —mentí.
—Creo que deberías tomártelo con calma y descansar un poco más, Kells.
—No, ya llevo dos días durmiendo. Estoy lista para caminar otros veinte mil kilómetros.
—Al menos come algo primero.
—Pásame una barrita energética y me la comeré por el camino.
—Pero, Kells...
Me quedé mirando fijamente sus ojos azul cobalto durante un segundo y dije en voz baja:
—Necesito salir de aquí.
Me volví y empecé a recoger nuestras cosas. Él se quedó sentado, mirándome con atención; noté que me clavaba los ojos en la espalda. Estaba desesperada por salir de allí. Cuanto más tiempo pasábamos juntos, más vacilaba mi determinación. Estaba a punto de pedirle que se quedara allí conmigo para siempre, viviendo entre los árboles de agujas y los kappa. Si no recuperaba pronto su parte de tigre, el hombre haría que me perdiera.
Al final dijo despacio, casi con tristeza:
—Vale. Lo que tú digas, Kelsey.
Se levantó, se estiró y apagó el fuego.
Me acerqué a Fanindra, que estaba enrollada en forma de brazalete, y me quedé mirándola.
—Te ha salvado la vida, ¿sabes? Sus mordiscos te curaron —explicó Ren.
Me toqué la parte del cuello en la que me había mordido el kappa. La piel estaba suave, sin agujeritos ni cicatrices. Me agaché.
—Supongo que has vuelto a salvarme, ¿eh, Fanindra? Gracias.
Me la coloqué en el brazo, levanté la mochila y caminé unos cuantos pasos.
—¿Vienes, Superman?
—Te sigo.
Entramos en la caverna negra. Ren me ofreció la mano, pero no hice caso y me puse a andar por el túnel. Me detuvo y volvió a ofrecerme la mano, mirándola con intención. Suspiré y acepté un par de dedos. Sonreí con timidez, y de nuevo se notó demasiado mi intento de evitar el contacto físico. Ren gruñó, disgustado, me agarró por el codo y me acercó a él de un tirón para después colocarme un brazo sobre los hombros.
Recorrimos los túneles rápidamente. Los otros Ren y Kelsey gemían y nos llamaban con más agresividad que antes. Cerré los ojos y dejé que él me guiara. Ahogué un grito cuando las figuras se acercaron e intentaron ponernos las fantasmales manos encima.
—No pueden hacerse corpóreas si no les prestamos atención —me susurró Ren.
Caminamos tan deprisa como pudimos. Formas malvadas y formas familiares nos pedían nuestra atención a gritos. El señor Kadam, Kishan, mis padres, mi familia de acogida e incluso el señor Maurizio; todos gritaban, suplicaban, exigían y coaccionaban.
Tardamos mucho menos en atravesarlo que la primera vez. Ren seguía con mi mano bien agarrada cuando salimos, y yo intenté liberarla con cuidado y disimulo. Él me miró y luego a nuestras manos entrelazadas. Arqueó una ceja y sonrió con malicia. Empecé a tirar con más fuerza, pero se limitó a apretar más la mano. Al final tuve que pegar un violento tirón para que me soltara.
«Se acabó la sutileza.»
Me sonrió intencionadamente mientras yo le lanzaba una mirada asesina.
No tardamos mucho en llegar al bosque de árboles de aguas. Ren se dirigió sin miedo a ellos. Avanzaba abriendo camino a golpes de gada para que yo pudiera entrar sin problemas. Las ramas lo atacaron con rabia y le dejaron la camisa hecha jirones, pero él la tiró al suelo, y yo me encontré mirando fascinada primero los músculos en movimiento de sus brazos y su espalda, y después los cortes que se curaban solos. Al cabo de unos minutos estaba cubierto de sudor y ya no pude seguir mirando. Mantuve la mirada fija en mis pies y lo seguí en silencio.
Tras vencer a los árboles con el gada, atravesamos el bosque de agujas sin mayores incidentes.
No mucho después empezamos a trepar por las rocas que llevaban a la caverna, de vuelta a la estatua de Ugra Narsimha, en Hampi. Cuando llegamos al largo túnel, Ren empezó a decir algo varias veces, sin terminar de hacerlo. Yo sentía curiosidad, pero no la bastante como para iniciar una conversación.
Saqué la linterna, di un gran paso a un lado para poner distancia de por medio, y acabé pegándome a la otra pared de la caverna. Él me miró una vez, aunque me permitió mantener la distancia. Al final, el túnel se estrechó tanto que tuvimos que caminar hombro con hombro. Cada vez que lo miraba, comprobaba que él me estaba mirando a mí.
Cuando por fin llegamos al final del túnel y yo los escalones de piedra que conducían a la superficie, Ren se detuvo.
—Kelsey, tengo que hacerte una última petición antes de que subamos.
—¿El qué? ¿Quieres hablar sobre los sentidos de los tigres o sobre mordiscos de mono en sitios extraños?
—No, quiero que me beses.
—¿Qué? ¿Besarte? ¿Para qué? ¿No te parece que ya me has besado lo suficiente en este viaje?
—Sígueme la corriente, Kells. Para mí, este es el final de la línea. Vamos a dejar el lugar en el que puedo ser un hombre todo el tiempo, y solo me queda por delante mi vida de tigre. Así que, sí, quiero que me beses una vez más.
—Bueno—vacié—, si esto funciona, podrás ir besando por ahí a todas las chicas que quieras, así que ¿por qué molestarte conmigo ahora mismo?
—¡Porque sí! —exclamó, frustrado—. ¡No quiero besar a las otras chicas! ¡Quiero besarte a ti!
—¡Vale! ¡Si así te callas! —solté, y me incliné sobre él para darle un besito en la mejilla—. ¡Ya está!
—No, con eso no vale. En los labios, mi prema.
Me incliné y le di un piquito en los labios.
—Ya. ¿Podemos irnos?
Di dos pasos, pero él me metió una mano bajo el codo y me volvió hacia él, de modo que caí en sus brazos. Me agarró por la cintura y, de repente, cambió la sonrisa por una cara más seria.
—Un beso, uno de verdad. Uno que recuerde.
Estaba a punto de hacer un inteligente comentario sarcástico, seguramente que no le daba permiso o algo así, cuando me tapó la boca con la suya. Mi intención era permanecer rígida y fría, pero él tuvo una paciencia infinita. Me mordisqueó las comisuras, y besó lenta y suavemente mis inflexibles labios. Era difícil no responder.
Luché como una valiente, pero, a veces, el cuerpo traiciona a la mente. Con su acercamiento metódico barrió mi resistencia y, como notaba que estaba ganando, aumentó la intensidad del ataque y empleó todas sus habilidades para seducirme. Me sostuvo contra su cuerpo y me pasó una mano por el cuello, sujetándolo con suavidad, provocándome con las puntas de los dedos.
Sentí que la plantita del amor que llevaba dentro se estiraba, se hinchaba y abría las hojas como si Ren le echara una poción de amor o un fertilizante. Llegados a ese punto, me rendí y lo mandé todo a la porra. Total, siempre podía pasarle un tractor por encima al vegetal. Además, racionalicé que, cuando Ren me rompiera el corazón, al menos habría conseguido un beso espectacular a cambio.
«Por lo menos tendré un buen recuerdo al que recurrir cuando sea una solterona con gatos. O con perros. Creo que ya he tenido gatos de sobra —pensé, gruñendo en voz baja—. Sí, perros, sin duda.»
Me abrí al beso y se lo devolví con entusiasmo. Poniendo todas mis emociones y sentimientos secretos en el abrazo, le rodeé el cuello y le metí las manos en el pelo. Lo apreté más contra mí, y le di todo el afecto y el cariño que no podía permitirme expresar con palabras.
Él se detuvo un instante, sorprendido, pero después se adaptó rápidamente hasta alcanzar un frenesí apasionado, así que tuve que ponerle la misma energía. Le pasé las manos por los fuertes brazos y hombros, y después le acaricié el pecho. Mis sentidos eran un remolino. Me sentía salvaje, ansiosa. Me agarré a su camisa. Por mucho que me pegara a él, me parecía poco. Hasta su olor me resultaba delicioso.
Cabría pensar que olería mal después de que lo persiguieran criaturas extrañas y atravesara un reino misterioso durante varios días. De hecho, yo deseaba que oliera mal. Seguro que yo apestaba. Quiero decir, ¿cómo va una a estar fresca como una rosa después de dar tumbos por la jungla y huir de los monos? Es simplemente imposible.
Estaba desesperada por encontrarle un fallo, una debilidad, una... imperfección. Sin embargo, Ren olía genial: a cascadas, a un cálido día de verano y a sándalo, todo ello envuelto en un tía bueno espectacular.
«¿Cómo voy a defenderme de un ataque perfecto de una persona perfecta?»
Me rendí y dejé que el señor maravilloso se hiciera con el control de mis sentidos. Me ardía la sangre, se me aceleraba el corazón y cada vez necesitaba más..., hasta que perdí la noción del tiempo. Solo era consciente de Ren. De sus labios, de su cuerpo, de su alma. Lo quería entero.
Al final me puso las manos en los hombros y se separó poco a poco. Me sorprendió que tuviera la fuerza suficiente para hacerlo, ya que yo era incapaz. Parpadeé, aturdida. A los dos nos costaba respirar.
—Eso ha sido... muy esclarecedor —dijo—. Gracias, Kelsey.
Parpadeé. La pasión que me había nublado la mente se dispersó en un segundo y me centré en un nuevo sentimiento: contrariedad.
—¿Gracias? ¡Gracias! Pero qué... —dije, subiendo con grandes pisotones las escaleras antes de volverme para mirarlo— ¡No! ¡Gracias a ti, Ren! —exclamé, agitando los brazos—. Ahora que tienes lo que querías, ¡déjame en paz!
Corrí escaleras arriba para alejarme de él.
«¿Esclarecedor? ¿De qué va? ¿Me está poniendo a prueba? ¿Está puntuando del uno al diez mi habilidad besadora? ¡Qué morro!»
Me alegraba estar enfadada así podía apartar el resto de emociones y centrarme en la rabia, en la indignación.
Ren subió los escalones de dos en dos.
—Eso no es lo único que quiero, Kelsey, te lo aseguro.
—Bueno, ¡pues a mí ya no me importa lo que quieras!
Me lanzó una mirada incrédula y arqueó una ceja. Después sacó el pie por la abertura, pisó la tierra del otro lado y, al instante, se convirtió en tigre.
—¡Ja! —me reí; tropecé con una piedra, pero recuperé el equilibrio rápidamente—. ¡Te está bien empleado! —grité, y avancé dando tumbos a ciegas por el camino en penumbra.
Tras averiguar por dónde ir, me alejé, enfurruñada.
—Venga, Fanindra —dije—, vamos a buscar al señor Kadam.