2 El
circo
El despertador me sacó de un sueño profundo
a las cuatro y media de la mañana. Al parecer, haría calor, pero no
demasiado. En Oregón casi nunca hacía demasiado calor. Seguramente
el gobernador del estado aprobó una ley hace muchísimo tiempo
ordenando que en Oregón siempre hiciera una temperatura
moderada.
Estaba amaneciendo. El sol todavía no había
trepado por las montañas, aunque el cielo ya empezaba a iluminarse,
convirtiendo las nubes del horizonte oriental en algodón de azúcar.
Debía de haber lloviznado durante la noche anterior porque notaba
una apetecible fragancia en el aire: la mezcla de los aromas de la
hierba y los pinos mojados.
Salté de la cama, abrí el grifo de la ducha,
esperé a que el baño estuviera calentito y lleno de vapor, y entré
para que el agua caliente me diera en la espalda y despertara mis
somnolientos músculos.
«¿Qué se pone uno para trabajar en el
circo?», pensé. Como no sabía qué era lo más apropiado, me puse una
camiseta de manga corta y un buen par de vaqueros resistentes.
Después me calcé unas deportivas, me sequé el pelo con una toalla,
me hice una trenza de raíz y la até con una cinta azul. A
continuación me puse brillo labial y, voilà, ya estaba arreglada para el circo.
«Ahora tengo que hacer la maleta.»
Supuse que no necesitaría llevarme muchas
cosas, solo lo suficiente para estar cómoda, ya que estaría en el
circo dos semanas y siempre podía hacer una parada técnica en casa.
Rebusqué en mi armario y seleccioné tres conjuntos, que estaban
colgados ordenados por colores, antes de abrir los cajones de la
cómoda. Agarré unas cuantas bolas de calcetines, que también
estaban meticulosamente ordenadas por colores, y lo apretujé todo
dentro de mi fiable mochila. Después metí algunos artículos de
sobra, unos cuantos libros, bolis y lápices, mi cartera, y las
fotos de mi familia. Enrollé la colcha, la puse encima de todo y
forcejeé con la cremallera hasta lograr cerrar la mochila.
Me la eché a un hombro y bajé las escaleras.
Sarah y Mike ya estaban despiertos y desayunando, ya que se
despertaban a una hora demencial todos los días para salir a
correr. Qué locura. A las cinco y media de la mañana ya habían
terminado.
—Hola, buenos días, chicos —mascullé.
—Hola, buenos días a ti también —respondió
Mike—. ¿Lista para empezar en tu nuevo trabajo?
—Sí, voy a vender entradas y a vivir con un
tigre dos semanas. Genial, ¿no?
—Sí, suena genial —dijo él, riéndose—. Más
interesante que el departamento de obras públicas, te lo aseguro.
¿Quieres que te lleve? Tengo que pasar por el recinto ferial de
camino a la ciudad.
—Claro, gracias, Mike —respondí, sonriendo—.
Me vendrá muy bien.
Prometí llamar a Sarah cada pocos días, me
llevé una barrita de cereales, me obligué a tragar medio vaso de su
leche de soja (logrando a duras penas contener las náuseas) y salí
de casa con Mike.
En el recinto vi un gran cartel azul colgado
en la calle que anunciaba los próximos espectáculos. En una gran
pancarta se leía:
EL RECINTO FERIAL
DE POLK COUNTY DA LA BIENVENIDA AL CIRCO MAURIZIO, CON
LOS ACRÓBATAS MAURIZIO ¡Y EL FAMOSO DHIREN!
«Allá vamos», pensé. Después suspiré y me
dirigí a la construcción principal por el sendero de gravilla. El
complejo central era como un gran avión o un búnker militar. En
algunas zonas se veía la pintura agrietada y descascarillada, y
hacía falta limpiar las ventanas. Una gran bandera estadounidense
se agitaba y ondulaba con la brisa, mientras la cadena a la que
estaba unida tintineaba suavemente contra el asta metálica.
El recinto ferial estaba compuesto por un
extraño conjunto de viejas construcciones, un pequeño aparcamiento,
y un sendero sucio que lo unía todo y rodeaba el borde del terreno.
Había un par de largos camiones de plataforma plana aparcados junto
a varias tiendas de lona blanca. También se veían carteles del
circo por todas partes; había un gran póster en cada construcción,
como mínimo. En algunos salían los acróbatas y en otros, los
malabaristas.
No vi ningún elefante, así que suspiré
aliviada. «Si hubiera elefantes por aquí, seguramente ya los habría
olido.»
Un cartel roto se agitaba con la brisa.
Agarré el extremo y lo alisé contra el poste. Era un dibujo de un
león blanco. «Vaya, ¡hola! —pensé—. Espero que no tengas
compañeros... y que no te guste demasiado comer chicas
adolescentes.»
Abrí la puerta del módulo principal y entré.
El centro del lugar se había convertido en un circo de una pista.
Apiladas contra las paredes había varias filas de sillas de color
rojo desvaído.
En la esquina vi a dos personas charlando;
un hombre alto que parecía estar al mando escribía en un
sujetapapeles mientras examinaba cajas. Fui directamente hacia él,
cruzando el suelo negro y elástico, y me presenté:
—Hola, soy Kelsey, me han contratado para
estas dos semanas.
Él me miró de arriba abajo mientras
masticaba algo y después escupió en el suelo.
—Ve por detrás, por esas puertas, y tuerce a
la izquierda. Allí verás una autocaravana negra y plateada.
—¡Gracias!
El escupitajo de tabaco me había dado asco,
pero conseguí sonreír de todos modos. Me dirigí a la autocaravana y
llamé a la puerta.
—¡Un minuto! —chilló una voz de
hombre.
La puerta se abrió con una velocidad
inesperada, así que di un paso atrás, sorprendida. Un hombre
vestido con una bata apareció delante de mí y empezó a reírse de mi
reacción. Era muy alto, hacía que mi metro setenta de estatura
pareciera una birria, y tenía una panza voluminosa. También tenía
el cráneo cubierto de pelo negro rizado, aunque las entradas
estaban un poquito más atrás de donde debieran. Sonriendo, levantó
una mano para colocarse la peluca en su sitio. De cada lado del
labio superior le salía un fino bigote negro con ambos extremos
encerrados para que acabaran en punta. En la barbilla lucía una
diminuta perilla cuadrada.
—No estés intimidada por mi presencia
—insistió.
—No estoy intimidada —respondí, bajando la
mirada y poniéndome roja—. Es que me ha pillado por sorpresa.
Siento haberlo despertado.
—Me gustan las sorpresas, sí. Ayudan a
conservar mi juventud y belleza.
Me reí, pero lo dejé rápidamente al darme
cuenta de que aquel debía de ser mi nuevo jefe. Tenía patas de
gallo alrededor de los relucientes ojos azules. Estaba bronceado,
de modo que su sonrisa resultaba aún más blanca. Parecía la clase
de hombre que siempre estaba riéndose por una razón u otra.
Con una voz teatral de fuerte acento
italiano, preguntó:
—¿Y quién es usted, joven dama?
—Hola —respondí, esbozando una sonrisa
nerviosa—. Me llamo Kelsey. Me han contratado para trabajar aquí un
par de semanas.
El hombre se inclinó para darme la mano, que
quedó completamente oculta dentro de la suya, y la sacudió arriba y
abajo con entusiasmo, tanto que me castañearon los dientes.
—¡Ah, fantástico! ¡Qué propicio! ¡Bienvenida
al circo Maurizio! Estamos un poco, ¿cómo se dice?, faltos de
personal, y necesitamos assistenza
mientras estamos en tu magnifica città,
¿eh? ¡Splendido tenerte! Vamos a empezar
inmediatamente.
Buscó con la mirada a una guapa chica rubia
de unos catorce años que pasaba por allí.
—Cathleen, lleva a esta giovane donna a Matt y informare que desideri... que quiero que trabaje
con ella. Está incaricato de enseñarle
hoy —le dijo, y después se volvió hacia mí—. Encantado de
conocerte, Kelsey. Espero que piacere,
ah, que disfrutes de trabajar aquí, en nuestra piccola tenda di circo.
—Gracias, lo mismo digo.
Él me guiñó un ojo, se volvió, entró de
nuevo en su autocaravana y cerró la puerta.
Cathleen sonrió y me llevó detrás de la
construcción, a los dormitorios del circo.
—¡Bienvenida al gran..., bueno, al pequeño
mundo del circo! Ven, sígueme. Puedes dormir en mi tienda, si
quieres. Hay un par de catres vacíos. Mi madre, mi tía y yo
compartimos una tienda. Viajamos con el circo. Mi madre es acróbata
y mi tía también. Nuestra tienda está bien, si no te molestan los
disfraces.
Me llevó hasta la tienda y me enseñó uno de
los catres vacíos. La tienda era espaciosa. Metí mi mochila debajo
del catre y miré a mi alrededor. Tenía razón con lo de los
disfraces, estaban colgados por todas partes, decenas de ellos: los
encajes, los brillos, las plumas y el spandex se habían apoderado de la tienda. También
había una mesita iluminada completamente cubierta de maquillaje,
cepillos de pelo, horquillas y rulos desperdigados sin orden ni
concierto.
Después encontramos a Matt, que parecía
tener unos catorce o quince años. Era un chico de pelo castaño y
corto, ojos castaños y sonrisa despreocupada. Intentaba montar él
solo una caseta para vender entradas... y no le iba muy bien
—Hola, Matt —lo saludó Cathleen mientras
levantábamos la parte de abajo de la caseta para ayudarlo.
«Se ha ruborizado, qué mona», pensé.
—Ah, esta es Kelsey —siguió diciendo la
chica—. Va a estar aquí dos semanas. Se supone que tienes que
enseñarle cómo va todo.
—No hay problema —contestó—. Hasta luego,
Cath.
—Hasta luego —respondió ella, sonriendo, y
se marchó.
—Bueno, Kelsey, supongo que hoy te toca ser
mi ayudante, ¿no? Te va a encantar —comentó, burlón—. Me encargo de
las casetas de las entradas y de los souvenirs, y también recojo la basura y lo demás.
Básicamente, hago todo lo que haya que hacer. Mi padre es el
adiestrador de los animales del circo.
—Qué trabajo más chulo —contesté—. Por lo
menos suena mejor que recogedor de basura —bromeé.
—Pues vamos a ello —respondió él entre
risas.
Nos pasamos las horas siguientes levantando
cajas, montando la taquilla y preparándonos para la llegada del
público.
«Ay, estoy en baja forma», pensé cuando mis
bíceps empezaron a protestar e intentaron ponerse en huelga.
Cuando mi madre aparecía con un gran
proyecto, como plantar un jardín, mi padre siempre decía que el
trabajo duro te mantenía con los pies en la tierra. Tenía paciencia
infinita y, cuando me quejaba del trabajo extra, él sonreía y
decía: «Kells, cuando quieres a alguien aprendes a dar y recibir.
Algún día te pasará a ti también».
Por alguna razón, dudaba que aquella fuera
una de esas situaciones.
Cuando terminamos todo, Matt me envió a
Cathleen para escoger un disfraz circense y ponérmelo. Resultó ser
una cosa dorada y brillante, algo que en otras circunstancias
habría preferido tener a más de un kilómetro de distancia.
«Será mejor que este trabajo merezca la
pena», mascullé entre dientes mientras metía la cabeza por el
reluciente cuello.
Con mi nuevo y chispeante traje, me dirigí a
la taquilla y vi que Matt ya había puesto el cartel con los
precios. Estaba esperándome para darme instrucciones, la caja y un
taco de entradas. También me dio una bolsa con la comida de
mediodía.
—Empieza el espectáculo. Come deprisa, que
dentro de nada llegan un par de autobuses llenos de niños de un
campamento de verano.
Antes de terminar de comer, los niños del
campamento cayeron sobre mí como un chaparrón violento y chillón de
cuerpecitos. Me sentía como si me atropellara una estampida de
búfalos diminutos. Es probable que mi sonrisa de atención al
cliente pareciera más bien una mueca de susto. No tenía a donde
huir. Me rodeaban y todos reclamaban mi atención.
Los adultos se acercaron, así que pregunté,
esperanzada:
—¿Van a pagar todo junto o por
separado?
Uno de los profesores respondió:
—Oh, no. Hemos decidido permitir que cada
niño compre su entrada.
—Estupendo —murmuré con una sonrisa muy
falsa.
Empecé a vender las entradas y Cathleen se
unió a mí al cabo de poco rato, hasta que oí que sonaba la música
del espectáculo. Me quedé unos veinte minutos más en la taquilla,
pero no llegó nadie más, así que cerré la caja y me reuní con Matt
dentro de la carpa para ver el espectáculo.
El hombre que había conocido por la mañana
resultó ser el jefe de la pista.
—¿Cómo se llama? —le susurré a Matt.
—Agostino Maurizio —contestó—. Es el
propietario del circo, y los acróbatas son todos miembros de su
familia.
El señor Maurizio presentó a los payasos,
los acróbatas y los malabaristas, y descubrí que me gustaba la
función. Sin embargo, al poco rato, Matt me dio un codazo y me hizo
un gesto para que fuera a la caseta de souvenirs. Dentro de nada empezaba el descanso:
había llegado el momento de vender globos.
Juntos inflamos docenas de globos de colores
con un tanque de helio. ¡Los niños estaban como locos! Corrían de
una caseta a la otra y contaban sus monedas para poder gastar hasta
el último penique.
El rojo parecía ser el color de globo más
popular. Matt recibía el dinero mientras yo inflaba los globos.
Como no lo había hecho nunca antes, reventé unos cuantos, cosa que
asustaba a los críos, pero intenté convertirlo en una broma
gritando «¡ups!» cada vez que me pasaba. A los pocos minutos los
tenía a todos gritando lo mismo conmigo.
La música comenzó de nuevo, y los niños
volvieron rápidamente a sus asientos, agarrados a sus distintas
compras. Algunos habían comprado espadas que brillaban en la
oscuridad y las agitaban de un lado a otro, amenazándose
alegremente entre ellos.
Cuando nos sentamos, llegó el turno del
espectáculo de perros del padre de Matt. Después salieron otra vez
los payasos e hicieron algunos trucos con la ayuda del público. Uno
tiró un cubo de confeti sobre los niños.
«¡Genial! Seguro que después me toca
barrerlo.»
A continuación volvió el señor Maurizio,
pusieron una dramática música de safari y las luces del circo se
apagaron de repente, como si hubiésemos sufrido un misterioso
apagón. Un foco encontró al presentador en el centro de la
pista.
—Y ahora... ¡el plato fuerte de nuestro
programma! Lo sacaron de la dura y
salvaje giungla, de la jungla de la
India, y lo trajeron a los Estados Unidos. Es un feroz cazador, un
cacciatore bianco que acecha a su presa
entre los árboles, a la espera del momento oportuno, y, entonces...
¡salta a la acción! ¡Movimento!
Mientras hablaba, dos hombres llevaron al
escenario una enorme jaula redonda. Tenía la forma de un cuenco
gigantesco al revés, con un túnel de valla metálica unido a un
extremo. La dejaron en el centro de la pista y la engancharon a
unos anillos metálicos incrustados en bloques de cemento.
El señor Maurizio seguía hablando. Rugió por
el micrófono y todos los niños dieron un bote en el asiento. Me reí
de las dotes teatrales del jefe de pista. Era un buen
narrador.
—Este tigre es uno de los depredadores más
pericolosi del mundo. Observen bien cómo
nuestro adiestrador arriesga la vida para presentarles a...
¡Dhiren!
El señor Maurizio señaló con la cabeza a la
derecha y salió corriendo de la pista mientras el foco se movía por
encima de la entrada de lona al final de la construcción. Dos
hombres habían sacado un anticuado carromato para animales.
Era de la clase de carromatos que se ven en
las cajas de galletas de animales. La parte de arriba era curva,
blanca y con un filo dorado, las ruedas negras estaban pintadas de
blanco por los bordes y tenían pinchos decorativos dorados. Las
barras metálicas negras a ambos lados del carromato formaban un
arco en la parte de arriba.
Unieron al túnel vallado la rampa que salía
de la puerta del carro, y el padre de Matt entró en la jaula y
colocó tres taburetes en el lateral de la jaula opuesto al que se
encontraba. Se había vestido con un impresionante traje dorado y
llevaba un látigo corto.
—¡Soltad al tigre! —ordenó.
Las puertas se abrieron y un hombre que se
había colocado junto a la jaula pinchó al animal. Contuve el
aliento cuando un enorme tigre blanco salió de la jaula, bajó
trotando la rampa y entró en el túnel. Un instante después se
encontraba en la gran jaula con el padre de Matt, que hizo
restallar el látigo; al oírlo, el tigre se subió a un taburete.
Tras otro latigazo en el suelo, el tigre se sentó sobre las patas
traseras y alzó las delanteras en el aire. El público rompió en
aplausos.
El tigre saltó de taburete en taburete
mientras el padre de Matt iba colocándolos cada vez a más
distancia. En el último salto, contuve el aliento. No estaba segura
de que el tigre lograra llegar al siguiente taburete, pero el padre
de Matt lo animó. El animal tomó impulso, se agachó mucho, evaluó
con atención la distancia y saltó.
Todo su cuerpo quedó suspendido en el aire
durante varios segundos, con las patas estiradas tanto delante como
detrás. Era un animal magnífico. Cuando tocó el taburete con las
patas delanteras, equilibró su cuerpo y posó las traseras con
elegancia. Después se volvió sobre el taburete, movió su gran
cuerpo con facilidad y se sentó de cara a su adiestrador.
Aplaudí un buen rato, completamente
maravillada con el gran tigre.
El animal rugió cuando se lo ordenaron, se
sentó sobre las patas traseras y agitó las delanteras en el aire.
El padre de Matt le gritó otra orden, y el tigre saltó del taburete
y corrió en círculos por la jaula. El adiestrador hizo lo mismo,
sin quitarle la vista de encima. Mantenía el látigo justo detrás de
la cola del tigre y lo animaba a avanzar. El padre de Matt dio una
señal, y un joven introdujo un enorme anillo en la jaula: un aro.
El tigre saltó a través del aro, se volvió rápidamente y atravesó
el aro de nuevo; y así una y otra vez.
Lo último que hizo el adiestrador fue meter
la cabeza dentro de la boca del tigre. El público guardó silencio y
Matt se puso tenso. El tigre abrió la boca tanto que parecía
imposible y, al ver sus afilados dientes, me eché hacia delante,
preocupada. El padre de Matt acercó lentamente la cabeza al tigre.
El tigre parpadeó unas cuantas veces, pero se mantuvo inmóvil, con
las enormes mandíbulas más abiertas aún, si cabe.
El hombre bajó la cabeza hasta meterla
dentro de la boca del tigre, completamente a merced de sus
colmillos. Por fin, sacó la cabeza. Cuando la tuvo a salvo y se
apartó, el público empezó a vitorear, y él saludó varias veces.
Otros cuidadores aparecieron para ayudarlo a llevarse la
jaula.
Yo me dediqué a mirar al tigre, que estaba
sentado en uno de los taburetes. Vi que movía la lengua a uno y
otro lado. Estaba arrugando la cara como si oliese algo raro, casi
parecía como si tuviera arcadas, como cuando un gato va a vomitar
una bola de pelo. Después se sacudió y se quedó sentado
tranquilamente.
El padre de Matt levantó las manos, y el
público lo vitoreó con ganas. Hizo restallar de nuevo el látigo, y
el tigre bajó rápidamente del taburete, corrió por el túnel, subió
por la rampa y entró en su carromato. El padre de Matt salió
corriendo de la pista y se metió detrás de la cortina de
lona.
El señor Maurizio gritó con aire
teatral:
—¡El gran Dhiren! ¡Mille grazie! ¡Muchísimas gracias por venir a ver
el Circo Maurizio!
Mientras el carromato del tigre pasaba
rodando delante de mí, sentí el repentino impulso de acariciarle la
cabeza para consolarlo. No sabía bien si los tigres eran capaces de
demostrar emociones, pero, por algún motivo, notaba lo que sentía.
Parecía melancólico.
Justo en aquel momento, me envolvió una
suave brisa que llevaba consigo la fragancia nocturna del jazmín y
el sándalo. Era más poderosa que el fuerte aroma a palomitas con
mantequilla y algodón de azúcar. Me latió más deprisa el corazón y
noté que la piel de los brazos se me ponía de gallina. Sin embargo,
el encantador perfume desapareció igual que había aparecido, y
sentí un inexplicable vacío en la boca del estómago.
Se encendieron las luces y los niños
salieron en estampida de la pista. Con el cerebro todavía nublado,
me levanté despacio y me volví para mirar la cortina por la que
había salido el tigre. Todavía notaba un tenue olor a sándalo y una
vaga inquietud.
«¡Vaya! Debo de tener problemas de
hipersensibilidad.»
El espectáculo había llegado a su fin y yo
estaba como una cabra.